Mónica está levantada, sonríe, ha tendido la mesa e instalado un vaso con flores en el centro: ¡ella le ofrece un regalo a él! Pedro piensa soy un miserable, vengo con las manos vacías y la cabeza infectada de enlatados, un desastre de marido para semejante musa. Despertá, Pedro: fue una alucinación; Mónica sigue enferma, ¿te niegas a entenderlo? Esa noche no hace sonar la metralla de la Olivetti. Tampoco la siguiente ni la posterior. No tengo trabajo, dice ella, ni para traducir un aviso. Bueno, Mónica, te conviene un descanso, con lo de
Trad
es suficiente. A Mónica se le empañan las esmeraldas:
Trad
me ha declarado prescindible.
Mete el pie entre los zapatos, marca la tarjeta, se instala frente a la caja, empuja los frascos, el siguiente por favor, se nota agresivo, duro, malo. La pausa del mediodía: tengo que hacer una diligencia, corre a la calle, gente, semáforos, bocinas, dobla una vez, dobla otra vez, aprieta el timbre, la secretaria del doctor Nájera con anteojos y delantal, pero la sala de espera sin bebé que chilla y vomita. ¿Cómo sigue Mónica?, pregunta ella en tono neutro mientras le tiende la mano. Pedro le sostiene la mano, no le salen las palabras, jadea, mira con exaltación: mal. La mujer se asusta y el poeta le explica que no es la gripe, no, eso ya pasó, sino la injusticia, el absurdo, es la mejor traductora de Buenos Aires, una artista de la traducción, no lo dice él, lo ha dicho la empresa, la que no la quiso emplear por ser demasiado capaz, estamos todos locos (es un lugar común, pero vale), y no lo aflige el hecho de que no gane sino que se frustre como una musa desterrada; a lo mejor, ella insinúa, o por intermedio del doctor Nájera, una editorial importante o una empresa extranjera la quieran contratar; yo trabajo en un supermercado para mantener el cuerpo y escribo poemas para mantener mi libertad, no sé si estoy en el mundo, ¿comprende?, menos ahora que me exaspera la enfermedad de Mónica. La secretaria se conmueve y le ofrece una lista de laboratorios y profesionales que suelen necesitar traducciones, pero le advierte que quizá ya los visitó Mónica. No importa, iré lo mismo, ella no habrá subrayado sus méritos.
Irá enseguida a esta firma que queda cerca, masticará el sándwich corriendo por las calles, usará todos los mediodías y un ratito después del trabajo. A Mónica le dirá que llega tarde por causa del prebalance y, cuando le consiga el digno trabajo que merece, dirá que se lo ofrecieron espontáneamente. Proyectos, ilusiones, claro.
Ni los laboratorios que visita ni los profesionales que consulta necesitan sus servicios, aunque se trate de la mejor traductora de Occidente. Regresa de noche, alicaído y desesperado. Ella se esfuerza por recibirlo con imaginarios platos calientes, con vasos jubilosos de flores. Pero su carita demacrada... Los bolsillos de Pedro se llenan de versos envenenados, pero geniales.
Aplasta en su bolsillo esos versos envenenados y geniales mientras corre, corre, corre con Mónica dentro de su cabeza para curarla de la enfermedad que le produce la injusticia presintiendo que, si no logra éxito en breve plazo, ella morirá o él se volverá loco. Un paquete de manteca, dos litros de aceite, una lata de caballa, salchichas, aceitunas, queso de rallar, el siguiente por favor, el colectivo repleto. Mónica enferma, más amarilla, más febril, los laboratorios no necesitan traductores privados, leche, mermelada, polenta, el doctor Nájera tampoco necesita más traducciones. Dios mío, las brasas le queman el estómago y la cara, es una carrera para salvar a su musa porque sin ella no habrá Pedro ni poesía ni luz ni vida ni sentido de nada.
Y de pronto se detiene la calculadora, frena la hilera de compradores, se interrumpen los ruidos, se inmoviliza el supermercado, desaparecen las provisiones indigestas y el aire se va llenando con la intensa radiación de Mónica que desciende del espacio en una cuadriga resplandeciente. Su cabello negro flota como un ala. Y sus esmeraldas tan expresivas parpadean con ternura. En su mano transparente agita unos papeles, son noticias que dan vértigo, que revientan las arterias: ella consiguió el bendito trabajo, se lo consiguió sola, y se ha curado y a Pedro le editarán el tercer volumen de poesías. Tus poesías se leen, Pedro, se murmuran, se recitan, se copian, están cuadriculando el país como hilos de plata y de fuego.
Pedro mira el vacío y sonríe. Los carritos metálicos de la cola se impacientan. ¡Eh, qué le pasa! ¡Oiga, que yo no tengo tiempo! ¡Atiende o no, diga! Pedro sigue las evoluciones aéreas de la cuadriga parnasiana. Alguien avisa a un superior y éste llega pálido suponiendo que se trata de una epilepsia, pero no, encuentra a Pedro atendiendo nuevamente en forma normal, aceitunas, galletitas, chocolate, recibe dinero, entrega el vuelto, que pase el siguiente, arvejas, salchichas, su rostro está iluminado por una extraña sonrisa, es cierto, pero no justifica la alarma. ¿Le ocurre algo, Pedro? Pedro lo mira, su expresión exulta regocijo, se ve que le gusta el trabajo piensa el superior, se rasca la nuca, mira con desprecio al cadete que le llevó la catastrófica denuncia y regresa a su oficina.
Por fin termina la jornada, marca el reloj, cuelga el guardapolvo gris, empuja a la gente que se agolpa en la vereda, no se detiene ante el semáforo, no oye el silbato ni las voces ni el rumor bravío de la multitud y enfila directamente hacia la parada del colectivo, total ya no necesita mendigar trabajo para su querida Mónica, clava la punta del zapato entre los otros zapatos amontonados sobre el estribo, empuja con fuerza de león y se siente transportado por la fabulosa cuadriga. El viento azota sus cabellos y le frota rudamente la cara, es el viento de las alturas mitológicas, de la dorada trascendencia, de las visiones incomprensibles que gobiernan la creación.
Gira la llave e ingresa en la penumbra. Sobre la mesa luce una carta. Reconoce el membrete azul del ángulo inferior: es de la editorial. Rompe el sobre con nerviosismo y saca la hoja. Le ofrecen publicarle otro libro: sus poesías de amor y de veneno gozan de creciente demanda. Corre al dormitorio.
Su musa, también feliz, también transpirada —ya agónica—, realiza un gran esfuerzo para leer todos los renglones: con esto ha culminado su misión en la Tierra. Ha sido la inspiradora del libro que convertirá a Pedro en el mejor referente de esta época y lugar, y que mantendrá su resonancia por años, tal vez décadas. Mónica ha sido para él una mezcla potente de lodo y cielo, su pedestre realidad insoportable entretejida a un amor profundo le hizo brotar fantasías y palabras maravillosas; el nuevo y decisivo libro que ahora publicarán con entusiasmo le brinda a Mónica, por fin, una tranquilidad que ya no es de este mundo. Sus ojos vegetales quedan entonces fijos en el aire: contemplan la cuadriga plateada que ha venido en su busca para devolverla a los campos del Parnaso.
S
i tuviera que dedicar esta historia, no encontraría mejor destinatario que el maestro Domenico Puccarelli, su protagonista. Lo encontré hace poco en la Sociedad Italiana de Río Cuarto por mera casualidad. El 19 de septiembre se celebró el primer centenario de la institución con un banquete y llegué tarde comprimiendo contra el pecho la pila de libros que acababa de recuperar (mis amigos los arrancan gozosos de mi biblioteca y olvidan devolverlos). Los dejé en el guardarropas vacío: el aliento precoz de la primavera hacía innecesarios tapados y sobretodos. Ingresé en el salón repleto de gente. Un miembro de la comisión de festejos me guió entre las sillas apretujadas y el regocijante barullo hasta un rincón que permanecía milagrosamente desocupado.
El excelente vino, la abundante comida y el desopilante show borraron de mi conciencia la hora, el día y también los libros. De manera que a la mañana siguiente —frisaban las once—, enojado por haber olvidado los libros y tener que perder más tiempo yendo a buscarlos, subí otra vez los peldaños breves que conducían a la puerta que vio pasar tantos invitados. El hall resplandecía tras la fregada matinal con agua y detergente. Un silencio profundo —compensación violenta de la algazara que había trepidado casi toda la noche— parecía brotar de los espejeantes mármoles que recubrían los muros, como si el edificio se hubiera transformado en un cenotafio. Me dirigí a la secretaría administrativa y acerqué mis nudillos al cristal. Dudé unos segundos antes de atreverme a quebrar la tersura del silencio. Oí mis golpes, cortos, bien timbrados. Nada. Giré el pomo y escruté la habitación tapizada de vitrinas. Sólo necesitaba que alguien abriera el guardarropas para poder llevarme los libros. Una puerta plegadiza de varios metros cerraba el acceso al salón principal. Quizá allí hubiera algún ser vivo. Accioné el picaporte y ¡estalló la música! ¿Había movido el botón de un aparato invisible? La escala cromática se desgranó veloz hacia los agudos y retornó con brillo parejo hacia los graves para bifurcarse luego y volver a reunirse en una iridiscente producción de sonidos.
Entré y vi que muy lejos, al final de la inmensa sala vacía, sobre la tarima donde funcionó la orquesta, un anciano en camisa se encorvaba sobre el teclado. No podía sospechar que ese hombre marchito y sucio era nada menos que el otrora famoso Domenico Puccarelli.
Los sonidos rodaban por la bruñida pista de mosaicos y se arremolinaban hacia el altísimo cielo raso ornado con molduras. En un rincón se amontonaban sillas, tablones y caballetes. Me acerqué con curiosidad.
El músico era alto y flaco; su calva lustrosa terminaba en una mata de pelos grises que se enredaban sobre la nuca. La piel arrugada, sobrante, vibraba como si la estuvieran golpeando por dentro. Usaba gruesos anteojos de miope. Se había arremangado hasta los codos y en sus zapatos se notaban manchas de cal.
Caminé evitando su mirada y me instalé, con las manos en los bolsillos, a escasos metros. Había empezado a ejecutar el
Clave bien temperado
de memoria. Tocaba con exactitud, como una máquina, destacando con absoluto dominio del contrapunto la voz primordial. Observé la humedad de sus axilas, el vello de sus antebrazos tendinosos. Al finalizar la tercera Fuga se quitó los pesados anteojos. Extrajo un pañuelo abollonado y se secó la cara.
Carraspeé.
—Disculpe, ¿hay alguien de la gerencia, o de maestranza?
Se sobresaltó. Calzó con apuro las gafas.
—No... sé —su voz delataba inseguridad, retracción, como si hubiera sido descubierto con las manos en el delito.
—Hace rato que inspecciono —dije—, todo está vacío. Aunque anoche hubo fiesta; no pueden desaparecer los porteros, o los que limpian.
—Sí, claro —guardó lentamente el pañuelo en su descolorido pantalón, como si fuese un arma.
—Por lo menos tuve el placer de escucharlo —dije para demostrarle que yo era inofensivo.
—Oh... ¡gracias!
—Ejecuta muy bien a Bach.
Contrajo las fláccidas mejillas con súbita vergüenza. Su nariz volvió a exudar gotitas entre los pelos que oscurecían el dorso. Necesitaba disculparse.
—No es para tanto.
—Supongo que alguien le abrió la puerta —yo necesitaba acceder a ese maldito guardarropas.
—¡Sí! —exclamó como si lo hubiera acusado de violar un domicilio—. Me abrió el portero. Tengo permiso, ¿sabe?; puedo tocar un par de horas, todos los días. Excepto los domingos.
—¿Dónde se ha metido el portero, entonces?
—¿Quién? —preguntó azorado.
—Bueno, no se preocupe —el músico debía de estar arteriosclerótico y se paró, como si de repente hubiera tomado conciencia de haberme faltado el respeto o algún absurdo por el estilo. Su larga osamenta habría sostenido un cuerpo más relleno: le colgaban flaccideces en las caderas, en la reseca papada. Sus pantalones eran demasiado anchos (además de descoloridos) y un extremo desflecado de la camisa le caía por afuera—. No se preocupe —insistí—, ya me arreglaré.
Movió la cabeza en signo de conformidad. O sumisión. Y retornó al taburete.
—Adiós, maestro —lo saludé caminando hacia la salida.
El pianista permaneció boquiabierto, las manos con pecas apoyadas sobre las rodillas, los anteojos resbalando por la ensilladura brillante de su nariz punteada de barros. Abandoné el salón. Entonces volvió a tocar, apretando el pedal de la sordina.
Vi al portero que venía a mi encuentro arreglándose la bragueta. Sacó un espeso manojo de llaves y realizó una ágil selección. En el guardarropas con olor a encierro encontré mis libros tal como los había dejado.
—Gracias.
—Por nada.
Los sonidos enhebraban una conmovedora tristeza de Schumann. Fruncí el ceño.
—¿Quién es?
—¿El pianista?
—Sí.
Encogió los hombros.
—Hace una semana que viene por unas horas; el presidente le dio una autorización.
—Pero... ¿quién es, cómo se llama?
—Pucante, o Pucanti, algo así.
T
ardé un mes en descubrir que el tal Pucante era nada menos que el otrora célebre Domenico Puccarelli. Se lo había considerado uno de los mejores docentes de la interpretación pianística. Sus alumnos llegaron a formar una élite. Era necesario atravesar una verdadera carrera de obstáculos para acceder a sus lecciones. No es extraño que quienes no frecuentan los ambientes musicales tengan dificultad en comprender la gravitación y el magnetismo que puede llegar a ejercer un auténtico forjador de talentos. Yo estuve ligado a su influjo de manera indirecta, y su nombre no dejó de emocionarme a pesar del tiempo y las circunstancias. Hace más de veinticinco años que leí su
Tratado
de la moderna ejecución pianística
(leer es un decir: mastiqué, subrayé, memoricé). Aún lo conservo, bastante ajado, con los signos de mi voracidad. Sigue siendo un libro deslumbrante. Es breve, de apenas 115 páginas. Lo escribió cediendo a las exigencias de los que —por falta de horas— no podían recibir su enseñanza personal. En un ambiente proclive a las mitificaciones y la charlatanería, la obra de Puccarelli sobresalía por su sobriedad, rigor y claridad. Confieso que debo a las transparentes enseñanzas de ese libro mi súbita comprensión de la literatura pianística y un notable mejoramiento de la ejecución. El texto revelaba sus condiciones de pedagogo y su generosidad asombrosa: regalaba los secretos de una técnica que los artistas de antaño guardaban con celo y que no transferían ni siquiera antes de hundirse en la tumba. Domenico Puccarelli, en cambio, los obsequiaba a cada alumno, los mostraba una y diez veces, los repetía hasta el agotamiento. Y cuando el alumno revelaba condiciones, se decía que el maestro recurría a sus facultades extrasensoriales permaneciendo en la cabeza del estudiante más allá de los límites de la lección, repitiéndole las normas del toque
ligatissimo
y las sutilezas del relevo de una mano por otra o el modo de atacar una sucesión de acordes y resolver los
grupetos.
Domenico Puccarelli absorbía al discípulo hasta metamorfosearlo en una voluntad concentrada en el objetivo de una interpretación impecable. Un siglo atrás se creía que el milagro del virtuosismo se producía merced a la intervención del demonio: el cadáver de Paganini tuvo que penar en humillante vagabundeo hasta que obtuvo la cristiana sepultura. Entonces no se lograban entender ciertos trucos de la técnica, la importancia de la relajación muscular y la concentración mental, ni el uso de las facultades parapsicológicas en la creación artística (tengo mis reservas con la parapsicología, pero en este caso no la puedo marginar).