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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

Todos los cuentos (27 page)

BOOK: Todos los cuentos
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Pero Olga, hecha un ovillo de sensaciones contradictorias, se inquietaba por las contradicciones más graves y penosas que latían tras la verborragia de Jorge.

La luz intermitente anuncia la llegada del vuelo esperado. Como en tantas ocasiones análogas, el público reanuda su movimiento. Una masa se desplaza hacia la puerta de los arribos. El fragor del aterrizaje y la puesta en acción de los frenos ensordecedores. El gigantesco y alado vagón ya está en tierra y gira su nariz hacia el círculo asignado. La manga se estira y enchufa para succionarle los pasajeros. Jorge no necesita esperar entre la multitud; el aeropuerto es casi una dependencia de sus oficinas: lo conocen, respetan y consideran incluso más de lo que su fortuna merecería. Aprieta la mano de Olga y la lleva hacia el aterciopelado salón de viajeros importantes. Hasta allí será conducido David por una azafata; buena manera de ir desayunándolo sobre la enjundia que Jorge había alcanzado en Península Esmeralda.

El amplio ventanal del salón VIP ofrece un panorama de la pista. El coloso metálico permite que le vacíen las entrañas. David ya debe de estar avanzando por los corredores. Le han dicho que lo esperan, le hicieron cruzar rápido los puestos de seguridad, de inmigración, de aduana. Seguramente ya imagina que se lo debe al pequeño Jorge, de quien tuvo que imponerse una adecuada información: que salió del movimiento, que se inscribió en la Facultad de Ingeniería, que no se recibió, que ingresó en una empresa constructora, se vinculó con individuos ligados al gobierno, ganó varias licitaciones, después ganó más licitaciones y ganó con otras obras, diversificaciones de obras, de negocios, de inversiones, qué importaba no haberse recibido (tal vez le importaba) si los profesionales eran sus sirvientes y él podía darse el lujo de enrostrarles fallas, exigirles mejor rendimiento, más precisión, podía echarlos y cambiarlos y él, Jorge, era bienvenido con alfombra roja en cualquier parte, ni digamos donde existían ojos voraces que miraban con fascinación su tumefacta billetera.

Se abre la puerta, ingresa la azafata y, tras ella, el alto David. David queda encerrado en una jaula de luz polvorienta. Parece flotar, resplandecer. El salón silencioso y vacío sobrecoge. Es el mismo tipazo de veintiséis años atrás, apenas más canoso y con la barba que se dejó crecer en el
kibutz.
Pero ahora irradia un misterio casi intimidatorio. Es un hombre de edad mediana, pero que ha sido y aún es protagonista de la realización pionera, el que navegó hacia el ideal y pudo atraparlo. Más que un individuo moderno que habita en un
kibutz
de los montes brilla como un profeta de la antigüedad. Su figura exulta poder. Jorge siente que su mirada lo traspasa y, dando unos pasos hacia el viejo amigo, apenas logra balbucear unas palabras que no corresponden a las cálidas frases que había ensayado. El abrazo resucita un carillón de fogonazos: política, historia judía, arte de vanguardia. Biblia, novelas de denuncia, paseos, consejos, promesas.

Le presenta a Olga. “Mi
bajurá”
(muchacha), dice, como si lo hubiera hecho hace décadas, cuando introducían alegremente palabras hebreas en el contexto castellano y se suponían manejando la lengua de los macabeos. “Gran compañera”, agrega, porque eso interesaría a David (pero ante los amigotes empresarios señala otros méritos: “se preocupa por mi salud”, por ejemplo, o “no se mete en mis negocios”). Pero ni a David ni a sus amigotes confesaría que Olga le exige tomar vacaciones largas, someterse a chequeos periódicos, hacer aerobismo y mantener contratado a un masajista, así como ella toma vacaciones, se hace chequear, practica aerobismo-gimnasia-yoga-natación y mantiene contratada a una masajista, porque querido, eso de arrancarte “las hebras de plata” te dejará pelado, mejor que te cuides de la obesidad, de la vejez y, de paso, te hagas teñir las canas; en cuanto a las arrugas, no te sientan bien: entonces Jorge sumisamente accede a encremarse las bolsas incipientes del párpado inferior, los surcos del entrecejo y las patas de gallo con sustancias hidratantes o humectantes o engrasantes, pero que deben ser distintas en la noche de las que se aplica por las mañanas después de afeitarse para que el efecto dure toda la jornada y nadie piense que se ha convertido en un maricón.

David sale de la jaula de luz y parece más humano. Pero su porte, que sigue siendo majestuoso, es admirado por el pequeño Jorge que insiste en llevarle el maletín y espera que también Olga advierta la imponencia de su amigo. Es claro: Olga no militó en organizaciones juveniles ni proviene de una familia tradicional ni entiende por qué debería complicarse en discusiones metafísicas sobre “centralidad de Israel”, o “identidad judía”, o “futuro de la diáspora”, y menos que menos sobre el
kibutz
u otras formas colectivistas que no aceptaría experimentar en la perra vida ni aunque Jorge se lo pidiese arrodillado. Y tendría que ser arrodillado porque cuando lo conoció no le impuso condiciones sionistas, apenas hablaba sobre “las contradicciones que le impidieron irse a Israel”. No entiende su militancia actual, las donaciones exageradas y este enardecimiento por un campesino maltrazado que lo embobaba en su juventud.

“Campesinos maltrazados eran los profetas”, retruca Jorge al percibir las ideas de su mujer desubicada. Los profetas bajaban de la montaña o venían del desierto; irrumpían de golpe, como un vendaval. Y hacían temblar a sacerdotes y reyes, mercaderes y soldados. Cíclopes que con su palabra y su presencia removían los sentimientos más profundos. Provocaban un cataclismo social. Revalorizaban la moral, la justicia y el altruismo. El tembladeral del arrepentimiento demolía ídolos y fortalezas, masacraba jerarcas. “¡Ah, los profetas! ¡Cómo nos hablaba David sobre ellos!” ¿No sería asombroso que un profeta hiciera su aparición en Península Esmeralda, la joya del Atlántico Sur? Y llegado de muy lejos, como Jonás al presentarse en Nínive. Seria tan absurdo como la misma historia de Jonás, que se sentía un insignificante hebreo, y era elegido para someter a la arrogante metrópoli asiria. Situación incomprensible que se burla de las proporciones, que retruca los cálculos de la limitada percepción humana. Que nos recuerda la existencia inquietante de la sorpresa, incluso en el orden natural.

Sorpresa que también asustaba al profeta mismo. Acostumbrado a una sociedad pastoril, mayor habría sido el asombro de Jonás en Península Esmeralda que en la antigua Nínive. La súbita visión de numerosas mansiones más impresionantes que los palacios de Senaquerib lo habría contraído en místico espanto, así como las centellas de los automóviles, la interminable alfombra azul de la ruta y un solitario obelisco que en vez de conducir a un templo señalaba el kilometraje. El Mercedes de Jorge no podía ser sino el carro ígneo de Elías paseándolo del Nilo al Éufrates o de Jerusalén a las playas de Ofir.

Jorge, sobreponiéndose al vértigo de emociones y contrastes (David y Olga representaban dos polos de su vida, dos proyectos, dos mandatos), intenta explicar la realidad que penetra a raudales por los ojos de David; quiere reconstruir la vieja confianza, la perdida intimidad. “Península Esmeralda ha logrado un éxito inverosímil; su clima estable, la profusión de bosques, la buena comunicación”, dice, “chuparon el mejor turismo. Y tras él vinimos los judíos; somos ya muchos pero siempre parecemos más; y la ley se repite: es bueno y es malo. Mejoró la construcción, se cotizaron las tierras... y por ahí también aparece una leyenda antisemita. Si te quedás una temporada vas a encontrar más de un compañero de juventud. Por lo pronto te informo, si no lo sabías, que Raúl, Jovita, Débora y Aarón, con sus respectivas medias naranjas, tienen regias mansiones, ¡Arden por verte! Débora se casó con un tipo macanudo. Trabaja conmigo en por lo menos cinco organizaciones comunitarias; ya no es como en aquella época gloriosa, David, en que estábamos metidos hasta el caracú en una sola organización (la nuestra) y sentíamos un poquito de desprecio hacia los demás; ahora nos reclaman diez, quince organizaciones, todas nuestras y en todas igualmente metidos hasta el caracú. Te vas a reír, pero en este lugar de vacaciones es donde más se trabaja. Con uno o con otro, no pasa día que no removamos el guiso de los problemas comunitarios. Olga vive reprochándome, tiene razón, pero es que no me tomo vacaciones nunca; mi familia se aposenta en Península por tres meses y yo voy y vuelvo, sigo atendiendo mi trabajo, no creas que manejar empresas no es trabajo también, aunque produzca plusvalía (¡ja, ja!, me acuerdo cuando denunciaste esa forma tan fina de robo). Supongo que en el
kibutz
tampoco las vacaciones son rotundas, siempre surge algún problema.”

Y David inclina la cabeza, sin aprobar ni negar.

El auto se acerca a la banquina, penetra en un camino de grava y frena en medio del jardín.

—Hemos llegado; ésta es tu casa.

David desciende y, con una mano apoyada en la refulgente carrocería, escruta las torres almenadas de la residencia. Pero Jorge escruta a David; anhela descifrar el juicio que va elaborando. Teme que se deprima al comparar esta propiedad fastuosa con la sobriedad del
kibutz.
O, por el contrario, que estalle en socialista indignación por el afrentoso despilfarro o que —y esta idea lo embarga de inquietud— habiendo sido defraudado por su utopía juvenil, empiece a tenerle envidia. A Jorge le da miedo la posible (¿posible?) envidia de David.

Atraviesan el suntuoso vestíbulo y el profeta no da señales de haber encontrado algo que merezca reproche o admiración. Acaricia las rosas amarillas y enfila hacia el estudio en cuyas paredes centellean los lomos de libros. Examina las lujosas colecciones, entre las que se avergüenzan algunos volúmenes sin encuadernar. Jorge se pregunta si entre ellos buscará los tan comentados de Máximo Gorki, Dov Ber Borojov, Alberto Moravia, Jaime Arlozorov que ya nadie lee; ¿cómo no previó incluir autores de este tipo si David lo primero que haría es revisarle la biblioteca? En cada humilde vivienda de
kibutz
hay anaqueles cargando buenos libros, eso se lo habían machacado en conferencias, seminarios, discursos y después lo comprobó en sus visitas a Israel, y ahora se siente mortificado porque David inspecciona y seguramente condena. “Dime qué libros lees y te diré quién eres”, había escrito en la dedicatoria cuando le regaló un volumen de Aarón David Gordon en el que se hacía una tolstoiana exaltación del trabajo agrícola. Jorge empieza a palidecer. Recuerda de súbito que aquel volumen de Gordon lo había acompañado muchos meses, lo llevó a un campamento, lo utilizó como base de varias charlas y lo aferró en su mano como si fuese un revólver en aquella noche de fanatismo irrefrenable. Jorge estaba parado delante del telón, frente a la modesta platea. Se había programado que hablase en el entreacto de esa función dedicada a esclarecer y obtener el apoyo de los padres de todos los chicos que formaban el movimiento juvenil sionista liderado por David. Mientras sus compañeros cambiaban aceleradamente el decorado de la tendenciosa obra teatral que representaban, Jorge, pequeño y fogoso, abrió el libro de Gordon y leyó un párrafo brillante sobre la vuelta al trabajo de la tierra; su entonación emotiva y penetrante estremeció al auditorio. La platea dejó de respirar. Entonces, exaltado por el efecto conseguido, cerró el volumen y pronunció una inesperada y rencorosa maldición que se hizo célebre. Por lo horrible. “¡Se te fue la mano!”, le reprochó en aquel momento David; “si un padre se niega a que su hijo vaya a un
kibutz,
no tenemos derecho a condenarlo como enemigo del pueblo judío, ni como un nazi en potencia.” Jorge, pálido como ahora, mantuvo su postura fanática y repitió la maldición: que se mueran los padres que sabotean la vida de sus hijos impidiéndoles realizarse en un
kibutz;
o somos maximalistas o los condenados seremos nosotros.

Olga entra en el estudio y exclama: “¡Qué descortesía, ni siquiera le mostraste su habitación, ni le dejaste lavarse las manos!”

—¡Tenemos tanto para conversar! —suspira Jorge. David, alto como una palmera, se desplaza dignamente hacia su cuarto mientras Jorge —mareado, con presentimientos alarmantes— vuelve a sumergirse en las olas de su deliquio. Ha llegado el profeta y no tardará en hacer sentir su presencia de fuego.

Recuerda que, cuando David lo introdujo en la organización, fue instruido sobre el tipo de vínculos que podía establecer con las muchachas: absoluta hermandad, respeto. A Jorge le pareció bien, porque era tímido; la explícita prohibición le ahorraba hacer esfuerzos de conquista y lo preservaba de intolerables rechazos. —No son putas, sino camaradas —le explicaron sin vueltas—; tuteo inmediato, confianza, sinceridad, amistad. Sobre todo esto: limpia e intensa amistad. Las parejas, si llegan a formarse, deben asentarse sobre la comunidad de fines; nada de idilios burgueses. ¡Qué lejos estaba entonces de Olga, a la que se ligó cuando huyó del movimiento porque la encontraba limpia de toda esa insoportable limpieza! Después del primer beso le dijo que antes había sido sionista monacal y que con ella se convertía en sionista a secas. Olga ni entendió ni preguntó. Era burguesa y le gustaba serlo un poco más. Los problemas del mundo le interesaban en la medida que pudieran afectarla (nunca la afectaban) o constituyeran tema obligado de conversación. Contrastaba con el problematizado Jorge (que luchaba por liberarse de las exigencias sionistas que le habían inculcado, que desayunaba y se dormía cavilando sobre antisemitismo, la cuestión nacional o diferencias entre sionismo político y realizador); sin embargo, debe reconocer que ella lo ayudó, con su sola presencia, a cumplir el otro mandato de su vida —oculto, repudiado— que no armonizaba con el ideal juvenil.

Recién después de muchos años Jorge se avino a reingresar en la vida comunitaria. El ideal juvenil ya había sufrido una metamorfosis. Los antiguos cantos y consignas pasaron a nuevas formas en que viajes y congresos, visitas oficiales y recepciones, misión honorífica y un jugoso negocio privado, aparentemente no se contradecían.

David no pareció asombrarse cuando Jorge, manejando su automóvil veloz, le informó que también Aarón, Raúl, Jovita y Débora tenían fastuosas residencias en Península Esmeralda. Seguramente lo sabía.

Llega la noche y se realiza el encuentro. Esperado por todos, temido por Jorge. Ingresan Jovita, Débora, Aarón y Raúl con sus cónyuges y con el alborozo tiritando en el pelo, en la voz. Intensos abrazos y besos con David. Evocación, bromas, preguntas, mientras los anfitriones (Jorge, Olga) contemplan emocionados. Enseguida las últimas noticias de la Argentina e Israel saltan del plano personal al político y de éste a divagaciones con chisporroteos profundos en medio de trivialidades. Brindis en serio y bendiciones en joda enlazan hombros, miradas. Así se enlazaron —¡ahora Jorge lo recuerda con dolor!— Raúl y David cuando el primero lo visitó en el
kibutz,
o Jovita y David cuando se encontraron por casualidad en Jerusalén, o Débora y David cuando ella viajó expresamente para darle el pésame por la muerte de su hijo Jonatán.

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