Todos los cuentos (10 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

BOOK: Todos los cuentos
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No pudo descansar. Miraba las desleídas e incomprensibles figuras del cielo raso. Con una toalla se secaba el sudor. No entiendo, no entiendo. ¡Tan bien que transcurría nuestra relación! Y terminará en catástrofe. Qué diré a Elsa, qué diré a mis hijas, cómo podré mirarlas de frente. Esto es un castigo de Dios.

Elsa ingresó en el dormitorio y Genaro se levantó. Podés quedarte más, sólo pasó una hora, telefonearé al negocio que no te sentís bien. Estoy bien, dijo dándole la espalda, y debo resolver personalmente el lío. ¿Qué lío? Un lío comercial, una estafa. ¿Es grave? Elsa, por favor, no me apabulles.

Laura, al verlo salir, inició una charla afectuosa y lo acompañó hasta la vereda. Genaro, con voz rugosa, vencida, le pidió explicaciones. ¿Qué no entendés? —se asombró ella—, yo te amo, no puedo soportar tenerte lejos. Pero... pero... ¡venir a casa! ¿Y dónde, entonces? Es que... Tontito: será más fácil, así no tendrás que repartirte en varios lugares. Repar... repar... —tartajeaba— Claro, aquí está tu familia y aquí está tu amor, todo bajo el mismo techo. Pero... —otra vez empezó a sudar—. Comeremos juntos, te veré a la mañana y a la noche, y los fines de semana no los pasaré en blanco, sola, extrañándote. Laura, yo... ¡Estoy tan contenta! Laura... tenés que... Esta noche podríamos ir al teatro para celebrar mi llegada. Laura... tenés que irte inmediatamente. Laura empezó a borrar su sonrisa y sus ojazos azules se oscurecieron. Laura... comprendeme. Laura no contestó. Laura... no te ofendas, al contrario, es por nuestro bien. Los ojazos seguían oscureciéndose más aún. Esto es una broma, ¿verdad...? Laura torció la cabeza y regresó al living. Genaro se sintió una estaca abandonada. Crispó los dientes con tanta fuerza que se aflojó un molar. Subió al auto escupiendo maldiciones contra sí mismo.

Ese veintiocho de abril de mierda resultó improductivo. Desatendió las urgencias, su secretaria tenía que repetirle cuatro veces las mismas frases. Actuó como un idiota con Laura, la pobre lo quería tierna, puerilmente, lo acababa de manifestar con un acto temerario. Y él, boludo insigne, la terminó echando de su casa. ¿Qué sería de su reciente alegría de vivir? ¿Qué sería de su flamante humor? No tuvo el coraje de afrontar una situación nueva. Privilegiadamente insólita; de película. Dentro de una semana a más tardar Laura hubiera simulado “el regreso” y todo terminaría de maravillas. ¿Dónde estaba lo tremendo? Después, recordando la anécdota, se divertirían como locos. Ahora estaba ofendida, sin duda. Y las mujeres ofendidas son capaces de represalias increíbles: le contará a Elsa lo nuestro, me hará quedar como un delincuente. Se torció el dedo meñique hasta quebrarlo casi, en merecida represalia a su imperdonable imbecilidad. Abrió un cajón, destapó la botellita y tragó un puñado de tranquilizantes. Su secretaria le trajo té.

—¡No necesito médico! —gritó en sus narices cuando ella le formuló la propuesta—. ¡Hoy todo el mundo me quiere encajar un médico!

La tarde se escurría con lentitud. Abría y cerraba carpetas sin recordar lo que leía. Reprendió a un cadete injustamente y al rato se disculpó. Canceló dos entrevistas, que se vayan al diablo. Por fin la hora de cerrar. Siguió repasando planillas sin ver lo que estaba escrito. Subió al auto llevándose un portafolio cargado de facturas para revisar en su casa, trabajo que no hacía desde un lustro atrás, pero que esta noche —que sería la peor de su vida— le ayudaría como parapeto contra las miradas de odio.

Equivocó el camino y demoró más de la cuenta en llegar. Seguía repitiéndose: ¡pobre infeliz!, te pasa por meterte donde no te da el cuero; sos un ave de corral, Genaro, no un gallito de riña.

En el living iluminado estaban las mujeres. ¿Disponían su ejecución? Elsa llorará a los gritos, lo azotará con reproches, sus hijas lo mirarán calladas, como se mira a un monstruo. Estaban todas: Elsa, Inés, Graciela y... Laura (quiero decir “Noemí”). Se levantaron. Reían. Imperaba la cordialidad, el afecto. ¿Reían de él? Se sentía ridículo. ¿Cómo estás, Genaro? —Elsa lo recibió con un beso—. ¿Cómo estás, tío? —se interesó Laura. La conjunción de ambas mujeres le producía vértigo, pero la bonhomía reinante le aquietó el corazón. Mejor, estoy mejor (Laura es estupenda: no tomó represalias, no me denunció, me ama de verdad). Sonrió por primera vez en ese turbulento veintiocho de abril. Y tuvo deseos de brincar, pero se contuvo.

Tres días después, cuando regresaba del negocio —sin facturas como parapeto, sin temores como verdugo— Laura lo recibió opulenta de felicidad.

—No hay nadie, querido.

—Cómo no hay nadie.

—Quiero decir que estamos solos.

—¿Completamente?

—¡Sí! —se estrechó contra su cuerpo—. Tu mujer y tus hijas fueron a un desfile de modelos. Les expliqué que no me sentía bien y las convencí de que prefería quedarme a escuchar música. ¡Para que
nos
dejaran tranquilos!

—¡Laura! ¡Amorcito!

—¡Aprovechemos este par de horas!

A Genaro se le encendió la cabeza como una lámpara colorada. Un frenesí de juventud se le agolpó en los labios ansiosos. Rodaron por la alfombra como liebres en celo. Y cargaron llamas en el camino a la habitación de Laura. Las praderas grávidas que le habían brotado en el pecho después de conocerla se ahogaban de calor. El mareante abismo con humedad de rosa lo deshacía en moléculas electrizadas. Y el sismo primordial sacudió violentamente al universo poblado con los ojos azules y suspirantes de Laura. Genaro alcanzó el más alto risco de la dicha. Con la lengua seca y jadeante pronunció frases inéditas de amor y gratitud. Después, mirando el laberinto que dibujaba la cinta de humo, alabó esta aventura genial inventada por el amor y la picardía de Laura.

¿Y cómo pensaste teatralizar “el regreso”? ¿Qué regreso? Genaro repitió la pregunta, pero ella no lo entendía. Quiero decir, cómo hará “mi sobrina Noemí” para “volver a México” sin despertar sospechas. ¿Y que me vaya de aquí? Genaro presintió dificultades y trató de conservar la calma, como si se tratase de una asamblea de accionistas. Eh... “mi sobrina” vino de visita, toda visita tiene un comienzo y... ¡Un fin!, gritó ella. No te ofendas, por favor. ¡No me hables como si fuese una tarada! Pero yo... Que mi sobrina, que patatín, que patatán, que tiene comienzo, que tiene fin, ¡no pienso en el fin! ¡Me siento muy cómoda en tu casa! Laurita... Lo que ocurre, es que no me querés, sólo te intereso para la cama. Laura, yo te adoro. Laura empezó a llorar. Genaro la abrazó, le acarició el mórbido cabello color arena, la besó en las mejillas rosadas, en los hermosos ojos desbordantes de lluvia. Es que yo imaginaba —farfulló con miedo— algo así como una semanita. Ella siguió llorando. Una semanita y “te volvés a México”. ¿No... no me querés ver más? Sí, claro que sí, pero en casa es muy riesgoso. Lo único riesgoso —dijo sonándose en un pañuelito perfumado— es que no te acostumbrás a llamarme Noemí. Esta peripecia, si corta, terminará bien, y si larga, mal; es seguro, querida. ¿No te gustó amarme en este cuarto? Claro que me gustó. Entonces sos un desagradecido. Pero querida. Y no merecés mi amor. Pero... Soy
yo
la que me arriesgo, yo vine a tu casa. Laura... Me metí en la trampa por vos, por quererte demasiado, para tenerte cerca y no sufrir días en blanco. Genaro intentaba sosegarla aunque era él quien necesitaba sosiego: Laura había ingresado en su hogar con el propósito de instalarse por mucho tiempo, quizás un mes, un año, o toda la vida. Esto no encajaba en la realidad, esto sólo ocurría en las novelas. ¿Cómo manejar su bigamia en una sola vivienda? Lo asaltaban náuseas y, con grandes esfuerzos, la rodeó melindrosamente y usó el tono más persuasivo: tu amor me ha regalado la vida, Laura, la vida que no conocí antes, por tu amor soy capaz de hacer barbaridades; y te agradezco esta locura; me siento ¿cómo diré?... me siento protagonizando una película; sé que me querés mucho, que mi felicidad agranda tu felicidad, y así ocurre conmigo también; pero nuestra felicidad corre peligro, Laura querida, corre peligro de cortarse; yo no quisiera que mis hijas... porque es natural que... —se interrumpió cuando la mirada azul adquirió un resplandor maligno.

—No quisieras ¡qué!

Los labios de Genaro se movieron en silencio, tanteando lejanos sonidos.

—¿Tenés vergüenza de mí?

—No, Laura...

—O tenés vergüenza de amar.

—Yo te adoro, Laura.

—“¡Te adoro, te quiero, te quiero y te adoro!”, es lo único que sabés decir, y lo decís de la boca para afuera, para voltearme sobre la cama.

—Laurita...

—Del verdadero amor no se tiene vergüenza nunca. Se tiene vergüenza del amor falso; y el tuyo es falso, falso, falso.

Genaro temblaba.

—No me mires con cara de víctima. Vistámonos que ya están por llegar, señor “falso amante”.

—Fue un desfile regio —comentó Inés.

—Yo quiero que me compres esa túnica platinada, mamá —dijo Graciela.

—El clima de Buenos Aires no te sienta —Elsa se dirigió a Laura con preocupación—, tenés los ojos hinchados.

De llorar, pensó Genaro. Pero Laura no volvió a llorar. Tampoco le volvió a preparar encuentros a solas. Al cabo de una semana, la “sobrina Noemí” estaba armónicamente integrada a la familia; y a su “tío” le concedía frugales dosis de amor únicamente con la mirada azul. Genaro se demacró, dormía mal, comía sin apetito.

Cuando fueron al teatro, en el hall la abordó con nerviosismo: Laura, estamos peor que cuando vivías en tu departamento, ya ni te puedo besar. ¿Quién te lo impide? Por favor, Laura, no contestes con ironías. Yo no me he resistido, ocurre que nunca tomás la iniciativa. En casa... ¡En casa, en casa! ¡dónde si no! soy tuya, Genaro, ahora y en cualquier momento. Pero... Para eso me instalé en tu hogar; ¿qué culpa tengo si te la pasás desperdiciando oportunidades? Laura reingresó al salón y Genaro se apretó los puños hasta que las uñas le lastimaron la piel.

Unos días después, durante la cena, Laura anunció su propósito de inscribirse en la Universidad de Buenos Aires para cursar Filosofía y Letras, siempre y cuando —hizo un mohín seductor— no tuvieran inconvenientes en dejarla vivir con ellos. ¡Ningún inconveniente!, exclamó Elsa encantada. Genaro corrió al baño y vomitó. Esa noche la pasó despierto, rumiando su impotencia. La piel se le acartonaba, como cuando tenía fiebre. Pergeñó soluciones absurdas: irse a Groenlandia, incendiar el negocio, beber ácido nítrico, confesar la verdad. En la oscuridad se asomaban colmillos rientes, siseaban tentáculos. La idea de la muerte fue ganando espacio. Morir es descansar, es inmunizarse contra nuevos dolores. La incipiente claridad del alba traía beatitud. Las planicies de la muerte son silenciosas, están libres de angustia. Nada puede quebrar su indiferencia, la indiferencia que a él le faltaba. Sólo la muerte acabaría con el hormiguero que le devoraba las vísceras.

Ofreció a su “sobrina Noemí” presentarla a un profesor de la Facultad, hermano de un cliente suyo. Te dará una información honesta y profunda. Laura estuvo encantada con la idea y vistió un trajecito púrpura y una boina de terciopelo. Demasiado hermosa para convertirse en cadáver, pensó Genaro con amargura. Condujo hacia las afueras de Buenos Aires, decidido a lograr el fin.

Cuando cruzaron la avenida General Paz ella preguntó hacia dónde vamos. Genaro no contestó, su cara se había desprovisto de sangre otra vez. En el Acceso Norte ganó mucha velocidad. Por qué tanto apuro —se inquietó Laura. Al cabo de unos minutos agregó—: Bueno, querido, basta de teatro, ya sé que no veremos a ningún profesor, por lo menos adelantame el nombre del hotel alojamiento. No vamos a ningún hotel. ¿Adónde, entonces? Genaro apretó el acelerador con rabia. Esquivaron un camión y dos motocicletas. El paisaje corría veloz a los costados, en fragmentos cada vez más livianos y mareantes. Se fue adelantando a un auto, y a otro, y a otro, sin saciarse, tambaleándose en el zigzagueo suicida. Llegará al puente, torcerá un poco el volante y se convertirá en un planeador. El trayecto será entonces breve, limitado. Una compensación del tiempo infinito que Laura pensaba quedarse en su hogar hasta reventarlo. La amaba a la maldita. Y no era capaz de echarla a la calle, no era capaz de sostener la mirada de sus soberbios ojos azules, no era capaz de aguantarse la estocada de sus reproches. Ayer aún esperaba que se fuera de forma espontánea. Pero no: proyectaba inscribirse en la Universidad para quedarse cinco años. O más. Hasta matarme. Se propone matarme. Sí, su amor es de pulpo, de araña, asesina al macho por amor. Y ya que de la muerte se trata, moriremos juntos. Entraremos en sus abismos de paz con un “accidente”. Elsa y mis hijas no conocerán la verdad humillante.

El puente, por fin. Laura se prendió a su brazo, le acarició el pecho, la nuca. Los dedos de Genaro transpiraban como canillas, la papada temblaba como en su prehistoria. Calmate, querido. Genaro comprimió los dientes y las rodillas. El auto trepó la cuesta como un bólido. La baranda no parecía muy resistente. Era el momento. El acelerador permanecía aplastado. La velocidad producía un vértigo cruel, deliciosamente cruel. Sólo mover el volante. Apenas un giro. Sus músculos estaban duros. El volante trepidaba. Laura reptaba sus dedos de armiño. Pasó el puente. A Genaro se le nublaba la vista. Poco a poco fue sacando el pie del acelerador. Frenó junto a la banquina.

Le faltaba aire.

—Me rindo, Laura.

—¡La pucha que sos melodramático!

—No puedo más... Matame de una vez.

—¡Qué estás diciendo!

—Matame, Laura, acabá conmigo.

—¿Y dejar viuda a Elsa?
¿Y
huérfanas a tus hijas? No, gracias.

—Estoy vencido. Perdido.

—Querías desbarrancarte... ¡Qué cabeza! Todo tiene solución, menos la muerte, ¡zapallazo!

—Dame la solución.

—Solución de qué. Yo no tengo problemas.

—Laura... No sé cómo expresarme... Estoy dispuesto a cualquier sacrificio, pero las cosas así no marchan, tenés que regresar a tu departamento.

—No me gusta mi departamento, es muy chico.

—Se podría intentar una permuta.

—¿Sí? ¿Y quién paga la diferencia?

—Yo te ayudaré.

—Sueño con uno luminoso, frente a un parque, con un living grande, con cochera.

—Pero si no tenés auto.

—¿No merezco tenerlo?

—Está bien, Laura, está bien, creo que algo se logrará —la voz de Genaro iba recobrando vida, como un agónico en el desierto que bebe agua, como un ciego que empieza a visualizar una luz—. Está bien, Laura, hablando se entiende la gente —puso en marcha el motor e inició el regreso a la ciudad. Discurría con precaución, para que ella no se retrajera; y con habilidad, para que la pauta de solución no se frustrara. Prometió ocuparse del nuevo departamento, pagar la diferencia, después aceptó pagarlo íntegramente porque Laura deseaba conservar el actual —pequeño y primoroso— como recuerdo del sitio donde empezaron su romance. Está bien, Laura, como prefieras. Y prometió comprarle también un autito y pagarle la cochera. Y también le pagará la decoración y el amueblamiento. Y un viaje por el Lejano Oriente hasta que el nuevo departamento estuviera listo. Está bien, Laura, lo que digas.

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