“La sobrina Noemí” armó una magnífica historia sobre la entrevista con el profesor, quien la disuadió de inscribirse en Buenos Aires, ya que la Universidad de México contaba con un excelente cuerpo de especialistas. Así que, con gran pena, había resuelto volver. La consternación fue manejada por la histriónica Laura con envidiable soltura. Y ternura. Graciela e Inés la ayudaron a empacar, insistiendo en que se quedara otra semana. Elsa fue a comprarle artículos de cuero como souvenir. Laura y Genaro respetaron el compromiso mutuo: ella estuvo lista para partir y él firmó la compra del departamento, el auto, contrató la decoración y le entregó un pasaje al Lejano Oriente con escala en México.
Sentado en su oficina, bien afeitado y bañado, profundamente renovado, examinaba sus cuentas bancarias. El término del idilio le costó un agujero impresionante. Ahora ¡a ingeniárselas para rellenarlo! Nunca hizo una erogación súbita de tamaña magnitud. Sin poder aconsejarse con nadie. Pero no estaba abatido: en este caso un mal negocio era el mejor negocio. Salvó su vida y su hogar. Conoció en poco tiempo el paraíso y el infierno. Pudo salir del embrollo con honor. Y hasta le quedaba la perspectiva de que cuando ella regresara, siguiera siendo su amante: hasta el último momento le había jurado su amor. Y le había asegurado que no repetiría esta locura para tenerlo cerca. Esa noche su casa volvería a ser la casa de siempre, sin amantes perturbadoras; las amantes son para la calle. Hace una semana no hubiera imaginado que en tan breve lapso recuperaría la paz. La paz, Dios mío. Bueno, y ahora ¡basta de divagaciones! ¡A trabajar duro para recuperar las pérdidas!
Su odiosa secretaria le pasó la línea telefónica: era su mujer.
—¿Elsa? ¿Cómo estás?
—Acaba de llegar tu sobrina de México.
—¡Qué! ¡Cómo! —miró el calendario, Laura ya debía estar nadando en una playa del Pacífico.
—Tu “verdadera” sobrina —la voz rezumaba indignación.
—¿Cómo?
—¡Farsante!
Genaro recordó el puente, la velocidad, el mareo cruel. Su mirada se licuó en el abismo.
E
sta curiosa historia me fue contada por el mismo Jacinto, con quien no me veía desde los trajinados tiempos de la conscripción. Aplastando el pucho amarillento en la taza de café, me empezó a relatar su casamiento con Dora, la rubia hija del almacenero a quien habíamos cortejado antes sin éxito; el único éxito algo vil era que uno de nosotros le robaba cigarrillos y tabletas de chocolate mientras el otro la distraía. La reencontró seis años más tarde en la cola de un cine; se le habían agrandado los ojos y todo su cuerpo tenía una seductora elegancia. Consiguió que aceptara sus invitaciones. Y al cabo de un mes ya transitaron la madeja de un idilio en el que abundaron paseos ardientes, oposiciones familiares, trabas económicas y un acuerdo secreto. La llevó al altar (como diría la radionovela), pero su viaje de bodas se redujo a una modesta excursión por el Delta.
Dora insistía en que sus hijos no sufrieran las privaciones que habían torturado su infancia. El acuerdo secreto les concernía de forma cruel: nada de hijos hasta que tengamos casa propia y un decente pasar. Se trataba de un programa: inflexible y muy serio (para Dora), aunque exagerado para Jacinto.
En la luminosa oficina de Jacinto sobre el undécimo piso de un edificio en la calle Viamonte, la ventana estaba protegida con un vidrio rugoso de color frutilla. Yo la había visto una vez. Jacinto recordaba claramente haber estado mirando sus bruñidos mamelones, en absorta fascinación, cuando trepidó el teléfono y Dora, a través del cable negro y retorcido, le anoticiaba, llorando, que había quedado embarazada. Es terrible, es una desgracia, repetía con desconsuelo. Jacinto intentó sosegarla con antónimos: es la felicidad, querida, llega de sorpresa, como un regalo. Pero Dora estaba desconcertada por la violación del plan y no entendió razones. Esa noche le comunicó su temeraria decisión. Jacinto se opuso. Discutieron con ferocidad, él llegó a darle una bofetada y tratarla de histérica, después la besó de rodillas. El aborto tiene riesgos, insistió Jacinto, pero ella asumía los riesgos. Y ganó por cansancio. Con su carácter de leona eligió el médico, contrató sus servicios y me llevó de acompañante silencioso y resignado, contaba Jacinto.
Acá recién comenzaba la historia. Porque, en efecto, un mes más tarde advirtió otra falta. Solita se fue al laboratorio, se practicó los análisis y confirmó la sospecha. Un desastre. Por el cable negro y retorcido cimbró su bronca y Jacinto, también contrariado, se limitó a recibir las descargas mirando el vidrio de frutillas. Se sentía culpable, casi un violador de su propia esposa. Bueno, dijo en su casa desparramándose sobre el sofá con más fatiga en el alma que en las piernas, si está escrito que este año tendremos un... ¡Nada está escrito!, rugió Dora: sos un descuidado, un abusador, no te importa mi salud. Jacinto se levantó, movió las manos en el aire, no sabía dónde tocar, qué hacer, nada más ajeno a sus propósitos. Dora se sometería a otro raspaje. Pero no, querida, no tiene sentido, es peligroso. Ella le sirvió la cena sin contestar sus argumentos ni súplicas.
Una semana después salían del consultorio impregnado de formol y merthiolate. Jacinto la sostenía por los hombros. En el taxi Dora aflojó su cabeza en el respaldo fresco; con la boca entreabierta respiró la brisa llena de polen que entraba por la ventanilla en ese atardecer de primavera, rosado y triste.
—Dora —decía Jacinto— tendría que haberse sentido como una planta a la que habían arrancado todas las flores y todos los frutos; de sus órbitas hundidas, moradas, descendían lágrimas temblorosas. Pero tenía una profunda tranquilidad reconquistada, la sensación de haber obrado correctamente. Era absurdo. Yo, sin embargo, no tenía capacidad de aportarle nada mejor; y preferí callar.
”Ahí no terminó la desventura. A pesar de los cuidados, de las excesivas abstenciones, de los preservativos... atribuible a un descuido o yo no sé qué, al siguiente mes se repitió el embarazo. Parecía joda. Mi mujer casi me arranca los pelos. Yo no podía dar crédito a la noticia, insistí que fallaban los análisis, que esto era más raro que parir octillizos, que si se enteraba la prensa nos harían un reportaje, que éramos un fenómeno.
—Claro —coincidió el médico—, es un verdadero fenómeno. Dirigiéndose a Jacinto le dijo con humor inoportuno que lo tomarían por el supermacho y, dirigiéndose a Dora, que gozaba de una fertilidad envidiable, que merecía ser presentada en un congreso de la especialidad.
—A mí no me hizo gracia, menos adivinando por el semblante de mi mujer que ya se disponía a someterse al tercer aborto. No pude contenerme de gritarle ¡viciosa!, ¡qué es esto!, ¡un aborto por mes!; deberíamos estar en la cárcel o en el manicomio. Me excité demasiado, casi rompo una vitrina, y el médico se puso de pie; era un sujeto de casi dos metros, desgarbado, bigotudo y flaco. Me reconfortó comprobar que estaba de acuerdo conmigo: acepte a su hijo, señora. Pero Dora era más terca que una tropilla de asnos tercos. E impuso su voluntad.
Jacinto se abstuvo de hacerle el amor hasta veinte días después.
—Dora es una chica normal —insistía en su apasionado relato—, no se trata de una frígida ni nada por el estilo, sólo que se le metió ese berretín; en el fondo tenía miedo de asumir la maternidad. Y bien, el miedo jugaba en contra. Para no creer. ¡La preñaba el Espíritu Santo! A pesar de los cuidados y los miedos, a pesar de las maniobras para eyacular afuera con preservativo y todo, ¡se repitió el embarazo! Los síntomas y los análisis eran incontrovertibles, según mostraban. Las visitas al médico, las operaciones y los riesgos ya sufridos se volatilizaban como una carcajada. Con lo gastado hasta ese momento hubiéramos podido comprar una cuna de oro o hacer bautizar al bebé en el Vaticano. Dora estaba tan condicionada que sus dedos ya iban derechito al teléfono para solicitar turno, sus piernas ya se encaminaban al consultorio del flaco, ya se acomodaba para la operación. Como un ritual.
Pero esta vez se empacó Jacinto. Apoyó su hombro contra la puerta y sentenció: ¡basta, Dora! Averiguó el nombre de otro especialista y la llevó. No era joven, no usaba bigotes y su estatura apenas llegaba al metro sesenta. Al notarlo tan diferente sintió una especie de garantía. El médico, con las manos cruzadas sobre el escritorio atiborrado de prospectos y revistas, escuchó la accidentada historia, después anotó fechas, preguntó cuatro bagatelas y rogó a la mujer que pasara a la camilla. La examinó con parsimonia mientras Jacinto simulaba interesarse en los retratos de severos profesores que llenaban una pared.
El adusto profesional regresó a su butaca y garabateó varios renglones en una ficha celeste. Cuando Dora apareció vestida, la miró con intensidad y descolgó su diagnóstico como un piano que cae del vigésimo piso: es un embarazo, efectivamente, pero no nuevo, sino el primitivo: sólo le faltan cuatro meses y medio para el parto, señora.
La mujer quedó petrificada; sus ojos parpadeaban asombro y espanto. Jacinto se llevó las manos a la entrepierna y luego a la garganta como si el corazón le bajara a los testículos y después saltara a su cabeza. Tardaron diez minutos en recomponerse, y no del todo. Escupieron denuestos contra el maldito y asqueroso abortero que le había practicado tres raspajes falsos, repitieron el relato de lo que ese inepto hizo y dijo, sobre todo dijo, supermacho, fertilidad envidiable, mujer digna de ser presentada en un congreso como verdadero fenómeno clínico. Canalla. Ladrón. Asesino. ¿Se da cuenta? El severo especialista aprovechó el enlace para decir: no quiero ser canalla ni ladrón, y por ello no solamente me niego a complacerla con otro raspaje, sino que lo contraindico en forma absoluta.
Jacinto respiró aliviado, Dora se encorvó derrotada. Desconsolada. Su mano trémula, brillante de transpiración nerviosa, introdujo en el bolso la receta con los medicamentos que necesitaba ingerir. Son para usted y para su niño.
—Mientras el taxi se deslizaba por la avenida, divisé un puesto de flores —detalló Jacinto—. Le ordené frenar, compré un ramo de rosas y lo deposité en los brazos de mi mujer. Se contrajo como una criatura antes de soltar el llanto y me abrazó con todas sus fuerzas. El aire caliente que entraba por la ventanilla se mezcló con besos mojados en lágrimas.
”Cenamos con cerveza. Yo quería brindar, volcar su ánimo hacia andariveles normales, convertir la espera de un hijo en alegría, como debe ser. Dora, apesadumbrada aún, también se esforzaba en superarse. Pero apenas sorbió la espuma de su vaso me preguntó alarmada: ¿Podría hacerle mal?
¿Mal un poco de cerveza? —sonrió Jacinto—. ¿Después de todo lo pasado? Dora dejó de parpadear: todo lo pasado... y si... y si... Lanzó un grito. Pero Dora, ¡qué tenés!
Ella repetía con perplejidad y si... y si... Hasta que Jacinto captó el horror: la cucharilla de los raspajes pudo haber tocado, arañado, lesionado al feto. Ella empezó a sufrir pesadillas atroces, despertarse de golpe, con su pelo dorado revuelto y húmedo, saturada de imágenes brutales. El niño podría nacer con una oreja de menos, o con medio brazo, o con el vientre abierto, o castrado. Será un monstruo. Consultaron con el médico; y no conformes, con otro. Y otro. Les prodigaron consuelo, esperanzas y explicaciones científicas que ya no estaban en condiciones de entender. Dora pedía a Jacinto que acariciara su vientre globuloso, que registrase los movimientos de la criatura, aquí está una piernita. Y Jacinto también se estremecía: muñón de piernita, o el producto de un desdoblamiento: podía ser una tercera o cuarta pierna, por eso se mueve tanto, como un pulpo. El cíclope era un engendro que tenía un solo ojo, la leyenda no informa que a consecuencia de un aborto frustrado, pero ésa fue la causa, seguramente.
Durante el embarazo, tanto Dora como Jacinto aguardaron la tragedia. Coincidían en el oscuro presentimiento, en la figura del obstetra que emerge con el rostro sombrío y las manos fláccidas, impotentes, diciendo: nunca vi algo igual.
El parto se produjo a término. Nació un varoncito rozagante, perfecto, gritón, con todos sus miembros y atributos intactos. Dora, luego de verlo, pudo conciliar el sueño profundo y libre de terrores. Jacinto, en cambio, excitado por la dicha, no pegó los ojos en veinticuatro horas, fumando, celebrando, contando a sus amigos mil veces la insólita peripecia, como me la estaba contando ahora a mí en este bar.
Dijo que la alegría del niño, sin embargo, no les quitó a ella ni a él las ganas de matar al abortero estafador. Fueron a verlo.
—Me abstuve de llevar armas porque ansiaba despedazarlo con los dedos.
En fin, la historia concluye cuando el gigante bigotudo los recibió con tranquilidad. Pero ni su tranquilidad ni el familiar olor a desinfectante aplacaron a la pareja, que desató una furiosa ofensiva de reproches superponiendo detalles y confundiendo datos, con rabia, con impaciencia, con profunda indignación.
Relajado en su sillón giratorio, el acusado esperó que se agotara la tempestad y después, apoyando sus grandes manos sobre el escritorio, dijo con voz paternal:
—Desde su primera visita, señora, me convencí de que nada frenaría su decisión de abortar, aunque sus argumentos eran por demás inconsistentes; y si me negaba, peregrinaría de consultorio en consultorio hasta lograr su propósito. Me convencí de que a un aborto seguiría otro, y todos ellos por razones que apuntaban a destruir su fertilidad, no a una planificación familiar lógica. Usted no estaba en condiciones de aceptar entonces lo que ahora le digo. Por eso yo me sentí obligado a protegerla con hechos, no con palabras. Reconozco que me excedí, pero estaba en juego su salud.
”Otro profesional hubiese actuado en forma distinta, es obvio. Lo cierto es que yo me limité a fingir los raspajes; la cucharilla jamás penetró en su matriz. Ahora, gracias a mi decisión tomada en soledad, ustedes son padres de un hermoso bebé —se acarició los espesos bigotes—. Y supongo que el final feliz inspirará alguna vez por lo menos una telenovela.
A Leandro N. Alem, que podría
haber comprendido esta historia.
I
saac pensó que no debía sentirse apesadumbrado. Le estaban por rendir un homenaje a su papá. La ciudad íntegra, liberada en fiesta. ¿No lo merecía, acaso?
Aunque el homenaje resultaba tan curioso. Y le producía la angustia de las premoniciones infaustas.