Otra vez lo asaltó la imagen de los escombros. Porque sola, entre ellos, refulgía la joya. Que estaba turbadoramente cerca. Sus ángulos filosos llegaban hasta su nariz, lo lastimaban. Los escombros se apartaron y la alhaja se deslizó con blandura por los arabescos de la alfombra. Genaro sintió que su cabeza iba vaciándose de sangre. La perspectiva de tener que decir algunas palabras, alguna ocurrencia con un átomo de humor, le fue desarticulando la voz. Los trozos de cielo ya parpadeaban junto a su cara. Miró los pliegues del vestido, el brazalete que colgaba de su fina muñeca. Ni siquiera tenía un vaso de whisky para sostenerse, ni la pared tras su espalda. Arturo Martínez, secretario de la Cámara, hizo las presentaciones. Genaro rozó la mano que se le tendía, balbuceando un mucho gusto señorita. Martínez, impresionado por el rostro súbitamente enharinado o el temblor de la papada, dijo con picaresca grandilocuencia que no era para tanto, nuestra querida Laura quedaría reconocida si se le solucionase el inconveniente, no pretende formular una demanda, incluso comprende que todo se debió a una involuntaria confusión. La confusión era de Genaro, que recién conocía a Laura y no lograba entender el inconveniente ni la demanda ni el involuntario perjuicio, aunque resaltaba con toda evidencia que ella hizo reclamos infructuosos y aprovechó el ágape para comentarlo con pudor al desaforado secretario de la Cámara, total para un negocio como el de Genaro se trataba de una bagatela y con un poco de buena voluntad le podrían hacer el favor. Genaro fue tranquilizándose —Laura no era la mujer que lo invitaba a una aventura sino una clienta que solicitaba una reparación—, y fue recuperando la sangre de la cabeza y rearmando las piezas de su voz. Sí, haré todo lo posible, dijo; pregunte por mí y me encargaré de satisfacerla, señorita.
Extrajo una tarjeta y se la obsequió. Laura la guardó en su cartera.
Mientras el auto se desplazaba con regocijo Genaro soltaba fugaces miradas a su compañera, deliciosamente arrimada a su hombro. Después de aquella recepción no se puso pálido ni mudo cuando ella apareció en el negocio. La hizo pasar a su oficina, en uno de cuyos rincones trabajaba su secretaria —inflexible marimacho que le vedaba incurrir en deslices pecaminosos—. Laura era una clienta más cuya belleza no estaba en oferta. Veamos: cuál es su problema, ya me dijeron que vino otras veces; es cierto que nosotros efectuamos la instalación de vidrios de todo el edificio, no sólo de su departamento, me extraña la torpeza de los operarios. Laura describió una instalación lamentable, vidrios rajados y otros con vetas. Demasiado para una sola unidad, reconoció Genaro, y hasta demasiado para ser creído. Ella rogaba que fueran a verificarlo. Claro que sí, iré yo mismo, dijo antes de que se diera cuenta de la enormidad; él ya no se movía de su oficina sino para operaciones en grande, pero trató de justificarse: me lo ha pedido Martínez, nuestro secretario de la Cámara, su recomendación me obliga... Muchas gracias, dijo Laura.
Muchas gracias por venir, repitió al abrirle la puerta de su departamento. A Genaro lo sacudió el azul parpadeante; se le comenzó a secar la boca, como cuando solicitaba los favores de su propia mujer. Mientras examinaba las aberturas, iba martillándose: mi función es la de un empresario correcto, soy un hombre casado, soy padre de dos hijas mayores. Los diablillos le arrojaban brasas en las venas. ¿Cuál es la rajadura?, preguntó. Los dedos de diosa acariciaron el vidrio y Genaro sintió las yemas desplazándose por su nuca. Soy casado. ¿La rajadura apareció enseguida de efectuada la instalación? Laura estaba tan cerca que percibía la blandura del deshabillé. Vine para controlar un mal servicio y tendré que suspender a los operarios. ¡Cómo penetran sus ojos! No se puede confiar en los operarios. Las aristas de la joya se hunden en mi cuerpo. Soy padre de dos hijas mayores. Mi corazón reventará si no frena sus latidos. ¿Cuál es el vidrio veteado? La siguió hasta la otra ventana, su figura ondulaba como una melodía. Aquí, dijo girando en redondo y Genaro casi dio con su busto. Tenía llagada la garganta y transpirada la frente, estaban peligrosamente solos. Una vez, cuando adolescente, quedó solo en un cuarto de hotel con una chiquilla de su edad y ella lo besó sin bajar los párpados ni apartar la nariz, con miedo y apuro, y al día siguiente hicieron lo mismo en la habitación segura, cómplice, con menos miedo ya, pero al tercer día ella partió y jamás la pudo encontrar, y desde entonces sabe que a la mujer hay que atraparla de golpe, pero nunca se animó, y también sabe que quedarse solo con una mujer le produce una inquietud insoportable. Soy un hombre casado, debo arrancarme estos impulsos de la cabeza, pero sus brazos cometen la locura y su boca persigue la boca de ella, y la pobre tampoco baja los párpados, de sorpresa, o de susto.
Genaro simulaba observar las vetas pero en realidad imaginaba porquerías; menos mal que sus brazos fuertes aún respondían a su voluntad. En aquel hotel no fue la chiquilla sino él quien tuvo la iniciativa, ¿por qué torcía los recuerdos? A las mujeres les gusta que las besen; por algo las novelas de amor muestran cabezas enlazadas. La sentía respirar; si no la beso pensará que soy un boludo, y la aferró por la cintura y buscó sus labios igual que un adolescente. Con torpeza y ceguera. Como en un suicidio.
La rozó apenas y la soltó. El cuerpo le tiritaba como si estuviera desnudo. Ahora ella gritará, lo echará a empujones, desencadenará un escándalo, provocará la ira de su secretaria y el pánico de su mujer. Y lo tendría bien merecido. Por irrespetuoso. Por salvaje y cochino. Permaneció inmóvil como una estatua a la idiotez. Y vio cómo la víctima bajaba la cabeza y caminaba lentamente, abochornada, hacia el sofá. Hubiera querido regarla con un océano de disculpas pero su garganta se había desarmado como un reloj inservible. Le asaltaron ganas de correr. Había actuado como una bestia. Tenía necesidad de esfumarse. Cincuenta años de seriedad enlodados en un rapto de vileza. Dio unos pasos hesitantes, movió las manos, abrió los labios mudos, se inclinó, hubiera caído de rodillas para implorarle que lo perdonara, que se olvidase, que nunca más... cuando ella lo miró con esos pedazos de cielo profundo y dijo con inopinada dulzura:
—Venga, siéntese, creo que necesita una copa.
—Es aquí —dijo Genaro avanzando el mentón hacia una pared de color negro brillante, de la que se desprendía un toldo a rayas blancas y rojas. Una visera circundada por un cordón dorado resplandeció en la ventanilla y abrió la puerta del auto. Laura descendió como una emperatriz. Genaro trotó hacia ella y la tomó del brazo. El restaurante reproducía un bistró parisiense, pequeño y heréticamente elegante. El maître los saludó en el umbral de acceso y los condujo hacia la mesa reservada. La discreta iluminación vibró en los pendientes de Laura.
En Genaro se había producido un segundo nacimiento. Un milagro interior. Del hombre formal y pusilánime brotó un hombre jocundo. Ansioso de vivir en plenitud, capaz de hacer flexiones en plena calle Florida, cerrar el negocio sin terminar de arreglar sus papeles, pagar sin controlar dos veces la cuenta y sonreír ante un exabrupto de sus hijas. El amor de Laura lo zangoloteó como un terremoto. Hundió escrúpulos e hizo emerger praderas. Le tostó el seso y cambió la sangre. Al principio lo asombró no sentirse culpable. Y más lo asombró advertir que de lo único que se sentía culpable era de haberse perdido medio siglo como un imbécil. Lo asombró su capacidad de amar y ser amado, el grueso carretel juvenil que aún le quedaba, descubrir la belleza del sol y de la gente que circula y los ruidos de los trabajadores callejeros y el azul tinta del asfalto y el verde lujurioso de las plantas que cuelgan de los balcones y la tarde bulliciosa y los silencios perfumados. Lo asombró el mundo que antes no miraba ni sentía. Y también lo asombró que no era tan embarazoso disponer de una amante.
Le acarició las manos. Sus dedos se entrelazaban como anguilas blancas, subiendo hasta las muñecas y resbalando hasta las yemas, en un flujo y reflujo de apetito. Genaro untó una galletita con queso y se la acercó a la boca. Sus labios la recibieron, golosos. Su muralla de dientes apresó la lámina, la partió con sonido crocante. Y sus ojos de maravilla hicieron un mohín de complacencia. Genaro comió la otra mitad. Le contó que tenía proyectado un viaje a México, donde viven su hermana y su sobrina Noemí. Irían todos, su esposa, las hijas. Pero cancelé la reserva, Laura, no aguantaré dejarte sola tres semanas. Laura contrajo el ceño: no está bien que perjudiques a tu familia. No la perjudico, iremos el año próximo, no hay apuro. Y volvió a enredar sus dedos fuertes en los de ella, tan suaves y excitantes.
En el florido departamento de Laura, donde los vidrios fueron íntegramente reparados, terminó de contarle su historia. Tendidos cerca del ventanal que recibía los destellos de la noche, mirando las evoluciones del humo, Genaro evocó su dura infancia, sus comienzos en una fábrica, la primera quiebra, los éxitos que vinieron después, el susto que le produjo descubrir el comienzo de su calva, el respeto y la confianza que le tenían sus clientes y proveedores, sus proyectos de ampliación, su vida sobria y reglada como la de un ermitaño. Amaba su oficio, eso sí. El vidrio es un objeto noble, ¿sabés?, es la transparencia que no debe faltar en la vida, para que uno pueda estar acá y saber qué ocurre allá o, como leyó en un artículo, es “la mirada al mundo”. Sin el vidrio nos sentiríamos encarcelados, asfixiados. Y hasta ciegos. Vos, Laura, sos también un vidrio, el vidrio que me permitió ver el universo y verme a mí. Por eso la quería tanto, repitió besándole los ojos.
Compartió el resto de la noche con Elsa, su agrisada esposa. La encontró profundamente dormida. Mejor. A la mañana dijo con un bostezo indiferente, mientras hojeaba el diario, que las sesiones de la Cámara son un plomo y llegarán a extenderse hasta la aurora. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Más problemas y problemas! Genaro también había aprendido a mentirle.
Un giro violento, no obstante, se produjo el martes veintiocho de abril. Genaro no lo olvidaría nunca. Revisaba el pedido de Mendoza cuando bailoteó el teléfono. Su secretaria le pasó la línea: era su mujer.
—¿Elsa? ¿Qué ocurre, querida? —sacó un cigarrillo de la tabaquera.
—Sorpresa. Ha llegado.
—¿Quién?
—Noemí, tu sobrina de México.
—¿Noemí? Pero... —hundió el cigarrillo en el vaso de los lápices.
—Sí, como lo oís. Tocó el timbre y... bueno, ahí estaba, paradita en la puerta con su equipaje.
—No lo puedo creer.
—Dice que hace un mes nos mandó una carta informándonos de su viaje. Pero el correo... como siempre. En fin, Inés y Graciela están más contentas que sorprendidas y ofrecieron dormir juntas para que Noemí se acomode en el cuarto de Inés. Me han contagiado la excitación.
—Qué bueno. Así que avisó hace un mes... qué lástima: la debimos haber esperado en el aeropuerto. Elsa: me parece estupendo que le den el cuarto de Inés.
—¿Venís para el almuerzo?
—¡Por cierto! Ahora mismo cancelo una obligación. Adelantale un abrazo a Noemí.
Vaya noticia. La había visto por última vez hacía diez años, cuando su hermana enviudó y había tenido que viajar a México para brindarle ayuda y consuelo. Fue solo, entonces no podía gastar en pasajes para toda la familia. Noemí no había cumplido los quince. Era una mujercita vivaz y ocurrente. Lo acompañó a recorrer el centro de la ciudad. En su última carta, recibida unos tres meses atrás, decía que nos esperaban con impaciencia. Les avisé que cancelábamos nuestros pasajes, que me agobiaban compromisos de trabajo, que recién iríamos el año próximo. Seguramente tenían muchas ganas de vernos, para que Noemí se largara enseguida, y sola. Hubiera podido venir con su madre. Ni Elsa ni mis hijas la conocían. La impaciencia es mutua, realmente. Debo aceptar que he procedido con egoísmo al suspender nuestro viaje. Bah, no tanto egoísmo como preocupación por Laura; también es parte de mi vida, de mi responsabilidad. Eso de abandonarla a poco de iniciar nuestra relación no es de hombre. Tendría derecho a sentirse insultada o traicionada.
Genaro compró un ramo de flores en el puesto de la esquina. Para Elsa o para Noemí. Abrió la puerta. Vio a Inés y Graciela, embobadas, escuchando a la pariente de México. Pero la pariente no era Noemí sino... ¡Laura! A Genaro se le cayeron el ramo y la mandíbula. Le volvió a temblar la papada; como en los viejos y detestados tiempos volvió a desarticularse su voz. Retrocedió en un instante a su antigua forma de hombre pacato e inhibido. Se le evaporó la sangre. Se le paralizaron los músculos. Laura corrió a su encuentro, los ojos azules brillantes, el delicioso pelo de arena flameando, los brazos ávidos, como cuando lo recibía en su departamento. Genaro sufría una alucinación, no lograba conciliar a su amante y a sus hijas en el mismo espacio. Seguía mudo y blanco, resistiéndose a creer lo que veía. Laura lo abrazó exclamando con ternura:
—¡Tío!
Su aspecto de cadáver fue atribuido a la emoción del encuentro. Laura le susurró imperativamente: ¡disimula, no seas tonto!, ahora soy Noemí; después te explico. No se atrevió a entregarle el ramo porque era parte de una ceremonia erótica que funcionaba en el departamento primoroso. Elsa podría darse cuenta. Lo entregó a Graciela. Colgó su saco en el hombro de Inés, que enseguida advirtió la torpeza y lo llevó al perchero. Se puso la pantufla izquierda en el pie derecho. Y se encerró en el baño. ¡Qué es esto, Dios mío! Se estiró la piel de las mejillas para reconocerse, o para devolverse la sangre evaporada. Qué se propone. Nunca hubiera imaginado algo semejante de ella. Es una broma, le gusta divertirse. Pero, ¡qué irresponsable!
No pudo tragar los bocados. Masticaba y masticaba la pelota de carne al horno con ciruelas que Elsa cocinó personalmente en agasajo a la sobrina. Lo dominaba una sensación de inestabilidad: Laura frente a Elsa lo mareaba, le oprimía el estómago, hasta le producía ganas de llorar. Su esposa, que lo consideraba un modelo de marido, obligada a cocinar para una amante; sus hijas, que aún le pedían permiso para salir de noche, cediéndole el cuarto. Peor que un insulto. Se sentía el hombre más degenerado de la Tierra. El sudor frío no cesaba de brotar de su cabeza. ¿Estás enfermo?, se preocupó su mujer. Quizá, tuve un disgusto grande en el negocio... una estafa. ¿Una estafa?, exclamó Laura como si no entendiera el significado. ¿No se dice “estafa”, en México?, preguntó Inés. Discúlpenme, voy a recostarme un poco, dijo Genaro con la vista obnubilada, apelando a sus últimas fuerzas. ¿Llamo al médico? No, con una siestita me sentiré bien, hasta luego. ¡Hasta luego, tío!, exclamó Laura, y Genaro sintió un latigazo en la garganta.