Todos los cuentos (18 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Cuentos

BOOK: Todos los cuentos
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Luppi, a los pocos meses de su mudanza, tuvo el gesto audaz y generoso de instalar en la abandonada entrada un cacto que sobraba en su balcón... para insuflar algo de verde, algo de presencia, algo de alegría, dijo. Es un vegetal noble —publicitó con su grandilocuencia infectada de lugares comunes—: aguanta la soledad, ¿vio?, la falta de riego, el maltrato, digamos. Pero esta oblicua crítica fue recibida por Martín, el encargado, como un ataque; aunque su desidia era proverbial, no iba a permitir que lo provocase un recién llegado como Luppi. Manejando la simpatía de unos y la antipatía de otros, Martín consiguió erizar a la emperifollada y erótica señora Leonor, volcánica habitante del octavo, que increpó duramente a Luppi por “arruinar” la entrada con esa monstruosidad llena de alfileres. El pobre rotisero tuvo que resignarse —tragando maldiciones— a empujar el cacto al primitivo ángulo de su balcón, ayudado por Javier, su hijo epiléptico.

Mercedes recuerda que entonces también le había escrito a Beatriz sobre la enfermedad de Javier, algo asombrada por esa extraña mezcla de morbosidad con la que se la pretendía vincular. En efecto, murmuraban el encargado Martín y la lujuriosa Leonor que los ataques no se suprimían con comprimidos, sino con frecuentes relaciones sexuales (prescripción de un neurólogo coreano y para las que su padre debía gastar una buena suma). Javier tenía unos veinte años, lo eximieron del servicio militar, no se le conocía novia ni amigos, al principio parecía educado y hasta seductor, pero se tornaba pegajoso en cuanto le daban confianza. Como nunca lo vieron con un ataque, la pícara Leonor conjeturaba que le pusieron el letrerito de epilepsia para disimular, pero que en realidad debía tratarse de otra cosa, otra cosa peor, por supuesto. Ella aprovechaba sus encuentros con el joven —en la vereda, el ascensor— para hacerle preguntas y pedirle algunos servicios, por ejemplo llevarle la bolsa o ir a pagarle la factura del gas. O quedarse un rato en su departamento.

Leonor le resultó muy pintoresca a Mercedes y sobre ella escribió varios párrafos a Beatriz: siempre estaba cansada y protestaba por el calor, el frío, la humedad, la gente, el transporte, los comerciantes y, desde luego, el idiota de su marido. Nunca dejaba de subirse los pechos y repintar los labios. Es bueno don Víctor —replicaba el epiléptico Javier—, porque don Víctor era efectivamente bueno y porque la señora Leonor se quejaba de él pero no soportaba que otro lo denigrase. Doña Leonor lucía brillante y rellenita; amaba y odiaba con rapidez pasmosa, de manera que nadie podía estar seguro de su cariño ni debía tomarse en serio su hostilidad. En el subibaja de sus afectos predominaba, sin embargo, un firme desdén cuando apuntaba al gordo Francisco Villalba, del tercero, a quien consideraba un repugnante viejo verde porque la quiso tocar en el ascensor y, no conforme con eso, propuso llevarle la bolsa de comestibles hasta el octavo y siempre, a pesar de su edad y su grasa, andaba mirando mujeres y haciendo sufrir a la propia (aunque seguramente la propia ni sufría ni se enteraba: es un zoquete con peluca).

El habitante más extraño del edificio —aquí coinciden todos los consorcistas, incluso Mercedes, Leonor y el gordo Villalba— era Funes, a quien apodaban “el silencioso”. Apenas saludaba. Caminaba mirando el piso. Vestía siempre de riguroso traje y corbata, como si nunca se modificaran las condiciones de la oficina donde estaba encerrado toda la semana. El único elemento atractivo era una vieja pipa gris que chupaba incesantemente pero pocas veces llenaba de tabaco. Su cabello adherido al cráneo relucía como piel de foca. Nadie había podido verle nunca el color de los ojos porque no levantaba los párpados. Evitaba las conversaciones y apenas cambiaba una opinión cuando se sentía acorralado. En las asambleas de consorcio se limitaba a votar, generalmente por la negativa. Vivía en el sexto piso, contrafrente. Su aislamiento era lamentado por unos (qué vida más triste) y elogiado por otros, especialmente Leonor (se ahorra los mil problemas que yo me hago por los demás).

Este pequeño universo fue transmitido fragmentariamente por Mercedes en las cartas que enviaba a su amiga Beatriz, antes de la catastrófica tempestad. Le contó que iba con Horacio a las asambleas de consorcio porque no eran demasiado largas y quería apuntalar ciertas iniciativas, en particular esa serie de refacciones que se venían discutiendo por necesarias pero no se implementaban por costosas. De pie en la desolada tierra de nadie que era el largo hall de entrada, los consorcistas charlaban en desorden hasta que Roque Rodríguez, el experimentado administrador, abría con parsimonia su carpeta y daba comienzo al orden del día. La conducta de los principales protagonistas era siempre igual: doña Leonor miraba el techo o la calle o al “ojo alegre” de Francisco Villalba —siempre sonriente y pulcro a pesar de su agresiva obesidad—, que a su vez miraba cuanta pierna de mujer estuviese a su alcance; el rotisero Luppi se apoyaba contra la pared concentrándose en el informe como si estuviera en la ópera a la que decía amar, aunque nunca podía concurrir; Funes —el silencioso— estudiaba las baldosas y de cuando en cuando movía la cabeza expresando no, no.

En diez renglones le contó Mercedes a Beatriz el excepcional y terrorífico desenlace de una asamblea. Era la primera vez que veía transformarse una inocente reunión de consorcistas en campo de guerra. No sospechaba Mercedes que ese campo de guerra prefiguraba otro, más alucinante, y que los tendría a ella y a Horacio como protagonistas. En efecto, Mercedes consideraba a sus vecinos seres adultos y razonables a pesar de las murmuraciones, las ironías y la encubierta hostilidad. Pero no capaces de bordear la agresión física. Los tambores empezaron a repicar con elípticas acusaciones al atildado administrador Rodríguez. La rabia era tan intensa que ya tenía poca vinculación con los problemas del edificio. Sólo cabía echar a Rodríguez o trozarlo como a un pollo. Pero Roque Rodríguez, con suficientes cicatrices de otras luchas, calmosamente aguardó que se produjese un claro en la tormenta para desviar los cañones contra los “verdaderos” responsables de tanta calamidad —que no estaban en la reunión para oponérsele—: proveedores, comerciantes, la Municipalidad, la compañía eléctrica. Como no lograba persuadirlos y como seguían acusándolo de usar mal los fondos, cedió a la tentación de un contraataque (y aquí le falló la experiencia); denunció, fuera de sí, que un miembro del consorcio había abusado de sus atribuciones trayendo artículos más baratos que resultaron un desastre. No quería dar nombres.

Dé nombres, lo desafiaron. No puedo, empezó a transpirar. Si no habla claro, miente, sentenció el gordo Villalba. Roque Rodríguez advirtió que a pesar de sus años en estas lides se había enredado como un principiante; levantaba un pie para sacarlo del pozo y se hundía más. Que nombre para acá y nombre para allá, tuvo que pronunciar con súbita ronquera a don Víctor, marido de la señora Leonor —agregó como pidiendo disculpas a quienes no recordasen de quién se trataba (todos recordaban por supuesto y ya sentían el escalofrío de la explosión inminente)—, que se largó a comprar repuestos para la calefacción central sobre los que nada entendía. Puso la carpeta bajo la axila mojada y esperó la reacción de los consorcistas quienes, teóricamente, deberían trabarse en lucha fratricida por el error de uno de ellos, situación que le iba a permitir escaparse ileso (más que ileso era un iluso). Ante sus ojos aparecieron diez uñas sanguinarias resueltas a despedazarle las mejillas. Entre varios rodearon a Leonor, la sentaron en la escalera y echaron aire con un diario mientras Roque Rodríguez ponía pies en polvorosa.

Lo curioso es que la administración continuó a cargo del mismo Rodríguez y nadie se atrevió a pedirle rendición de cuentas a don Víctor. Es decir, como si nada hubiese ocurrido. Pero ocurrió, y el resentimiento acumulado se desplazó a otro objetivo, como se puso en evidencia poco después. Fue horrible.

Mercedes le había comunicado por carta a Beatriz el nacimiento de su primer hijo, Rafael que venía a coronar una serie de satisfacciones; con el bombo en ristre se había recibido de odontóloga y poco después Horacio fue ascendido a jefe de sección en Harrods. El matrimonio Villalba subió a felicitarlos con un sonajero para el bebé; el administrador Roque Rodríguez les regaló un portarretratos “para la primera foto”; el encargado Martín llevó un ramito de flores; y la emperifollada Leonor, arrastrando a don Víctor, bajó del octavo excusándose de que no tenía tiempo para salir de compras y, aunque llegaba con las manos vacías, ansiaba conocer al niño, qué criatura más hermosa, debe de pesar como cuatro kilos, hasta mi piso sube su llanto, parece que tiene la garganta de Carusso, ojalá que no los moleste demasiado de noche, mis dos hijas fueron un azote, rajaban las paredes, gracias a Dios y la Virgen ya son grandes pero siempre encuentran un motivo para escorchar y piden que les cuide los chicos y yo contesto gracias, los nietos son preciosos pero no me vengan con mamaderas y pañales, cada una los aguanta a su debido tiempo, pero este Rafaelito, la verdad, es hermoso, hermosísimo, salió a la madre, y que Horacio te cuide, todos los hombres se idiotizan con el primer hijo y olvidan que sin mamá no habría hijo ni hogar ni nada, vamos Víctor, ¿cuántas veces hay que decirte?

“De modo, Beatriz —escribió Mercedes en la última carta de hace dos meses y medio, justo antes de que estallase la tempestad—, que Rafael ha cumplido su primer año de vida en este edificio lleno de habitantes que por ahí son simpáticos y serviciales y por ahí tienen la conducta de perfectos desconocidos. Es como un barco cuyo capitán (el administrador Rodríguez) sólo se deja ver en las asambleas recordándonos su autoridad con informes, facturas y recibos, y manejado por un timonel perezoso (Martín), el encargado de quien todos se quejan pero nadie prescinde.”

Es obvio que Mercedes no dedicaba todo el contenido de sus cartas al edificio y sus personajes de sainete. Pero el conjunto de sus apostillas armaban un cuadro en el que tampoco faltaban referencias a Martín, digno representante de una raza cuya característica saliente consistía en pasar horas charlando en la vereda con otro encargado. La mujer de Martín, en cambio, era admirable: bajita, avispada, que para mejorar sus recursos salía diariamente a vender algo a domicilio (libros, ropa, zapatillas). Cuando permanecía en casa ayudaba a su marido a limpiar las escaleras. Martín tenía antecedentes de pintor y electricista; “pero desde que vivimos acá no recuerdo que haya arreglado un fusible ni pintado una puerta”. Leonor lo acusaba de realizar changuitas en todo el barrio, menos en el edificio. Pero nadie proponía despedirlo. Cada dos o tres semanas subía la bronca general: Martín no recogió los residuos, Martín no encendió la calefacción, Martín hizo una fiesta en la terraza con música a volumen catástrofe. Cuando el administrador Rodríguez preguntaba si lo ponemos en la calle, alguien se encargaba de repetir: y, malo conocido mejor que...

Este Martín, denostado y tolerado a la vez, distribuía la correspondencia con parsimonia. Hacía dos meses y medio exactamente, llegó un vehículo con el primer relámpago de la tempestad.

Tocó el timbre; cuando le abrió Mercedes, le entregó un sobre. Desde el palier descascarado se quedó mirando al niño que se esforzaba por mover el sonajero de su silla. El encargado Martín le hizo una mueca y Rafaelito dibujó una sonrisa llena de luz. Martín se acercó entonces a la criatura y, poniéndose en cuclillas, frunció los labios y emitió sonidos cómicos. Rafaelito soltó carcajadas. Tras unos minutos, satisfecho de su tarea, Martín se incorporó y vio a Mercedes encogida sobre un banquito, atrozmente pálida. ¿No se siente bien? No... creo que me voy a desmayar. Martín corrió a la cocina en busca de agua. Al volver, sus ojos se prendieron a la carta que yacía sobre la mesa. Su texto en mayúsculas, breve, podía ser capturado de un solo golpe.

Era una amenaza corta e insultante. La hoja parecía respirar, como si fuese un monstruo con vida. Al pie, en el lugar de la firma,
tres
pirámides, tres puntas de cuchillo,
tres
espeluznantes, reconocibles y diabólicas letras A
quitaban cualquier duda sobre la autenticidad del mensaje. Mercedes advirtió la sorpresa de Martín y abolló el papel. Demasiado tarde. Entonces lo miró a los ojos y le dijo: por favor, no lo comente. Pierda cuidado, señora. Rafaelito tampoco reía.

Y aquí empezaron los círculos del infierno. Mercedes esperó ansiosamente a Horacio, ¿es posible que le haya ocultado cosas tan graves?, porque ella no militó en política ni se ha vinculado con guerrilleros; posiblemente se han confundido, sí, confundieron su familia con otra. Ofreció comida a Rafael, Rafael se embadurnó y ella gritó, el niño empezó a llorar y ella lo besó, lloró también, lo meció en sus brazos, lo acostó y aguardó que se durmiera; después subió a colgar ropa en la terraza, preparó la cena aunque faltaba mucho, acomodó los placards dejando las cosas igual que antes y buscó en el lavadero la ropa que había colgado en la terraza. Por Dios, estoy mareada. La gente emigra —pensaba con angustia creciente—, circulan amenazas feroces. Las tres A invaden domicilios, matan en la calle, puntean los zanjones con cadáveres. Beatriz se había marchado a Barcelona por razones de trabajo, y ahora ellos se tendrán que ir por una amenaza. Ya no es la Argentina de antes. Se matan los bandos opuestos y se matan dentro del mismo bando para purgar flojos y también matan a inocentes por error o para no perder la mano. Mercedes no deja de caminar y suspirar, esto antes era noticia, noticia lejana. Sensación de cosa ajena, de que a una no le concernía. Las tres A eran un chisme político o una ficción de exagerados. Pero ahora entraron en su casa.

Horacio alisó la hoja hostil y tampoco entendió. Era un empleado de comercio; responsable; pintón a lo sumo; se llevaba bien con sus jefes; por ahí hacía bromas a sus compañeros. Le gustaba el fútbol y leía de vez en cuando un libro. Votó por los peronistas pero nunca fue lo que se dice un fanático. Conoció a Mercedes en Harrods, precisamente. Ella estudiaba odontología y él era un empleado con perspectivas. Charla, café, salidas, tragos. Un hotel céntrico. Ganas de casarse. En su familia tampoco había políticos ni guerrilleros ni militares.

—Tiene que ser un error, Mercedes, tranquilicémonos; he oído de gente que recibe amenazas y no les llevan el apunte.

—Pero otros se van, Horacio.

Horacio releyó por décima vez el texto que ya no parecía tan hiriente y se esforzó por encontrar una salida; se le ocurrió que la carta no se dirigía a ellos porque no tenía encabezamiento ni decía Mercedes ni Horacio.

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