Eduardo había nacido con una malformación de la vena porta. Lo habían operado en su juventud, reoperado a los treinta años, y otra vez a los cuarenta y uno. Un día trajeron al sanatorio a los niños, que miraron con terror los cables de sueros y aparatos, a su padre inmóvil sobre la alta cama. Isabel los acercó al lecho, casi empujándolos. Eduardo levantó un párpado, suspiró y, finalmente, les regaló una sonrisa forzada. El viejo Gatti, aparentemente vencido por la escena, se marchó desencajado.
—Nos cruzamos con Don Vicente en el vestíbulo —informó Ignacio, un cura muy amigo de la familia.
El padre Ignacio, cuya parroquia se encontraba en una población vecina, había desplegado sus mejores recursos para aportarles consuelo. Antes solía pasar varios días por mes en la residencia, comiendo, pernoctando, jugando con los niños y hasta los acompañaba a las reuniones sociales. Ahora reclamaba la ayuda divina y urgía la eficacia terrestre. Pero no conseguía gravitar sobre el enfermo: sus palabras católicas eran torcidas por Eduardo hacia veredas paganas.
Eduardo lo había incorporado a su mundo mitológico: para él no era un simple sacerdote de Cristo, sino de dioses más próximos y eficaces. Cuando una vez el cura pretendió ejemplificar la ayuda celestial con la bíblica huida a Egipto, el moribundo evocó otro Egipto.
—En Tebas —balbuceó— el dios Ammón tenía una consorte en su templo destinada a satisfacerlo, y a esta consorte los sacerdotes debían proteger. Pero a veces Ammón solía adoptar el aspecto del faraón reinante y la esposa del dios, en este caso, era la misma reina. Los hijos que engendraba la reina, entonces, pertenecían en verdad a Ammón por la carne y al rey —cuyo aspecto había adoptado— por la legislación; todavía se conservan pinturas eróticas sobre Ammón y su elegida, a veces la consorte del templo, a veces la reina.
El padre Ignacio lo escuchaba con respeto pero se ponía muy incómodo; impartía una bendición y se alejaba perturbado.
El médico sospechó que Eduardo Gatti, mortificado por su crónica enfermedad, se fue identificando con los personajes de mitos eróticos; que arrastraba a su mujer hacia la extravagante torre cada vez que deseaba poseerla. —Pero ya no podrá repetir la experiencia —murmuraba con lástima— La palidez creciente de su piel, acrecentada por la última hemorragia, enrarecía su rostro, lo convertía en un indescifrable jeroglífico. Su frente calcárea, verdadero escudo de mármol, seguía ocultando con empecinamiento las razones de su alienación. Y tal vez el presentimiento de su fin.
Descendí lentamente de la torre abandonada. El fuego que años después había abrasado a la mansión dejó señales siniestras. La tragedia se desencadenó cuando el hijo mayor de los cinco que tuvo Isabel, un muchacho que llevaba demasiados años de inocencia y tan sólo una semana de lúcido martirio, decidió purificar la casa tras ser cortajeado por el horrible descubrimiento. Había escuchado a su propio padre enfermo contar la última versión sobre el sentido de la torre:
—En las islas Maldivas —repetía Eduardo—, cuando aún eran paganas, solía aparecer un
djin.
Lo hacía regularmente, encarnado en un barco vacío con las lámparas encendidas. Los nativos, asustados por los daños atroces que amenazaba consumar, engalanaban a una doncella y la conducían a un templo en forma de torre cuyas ventanas se abrían hacia el mar. Cada vez que el
djin
retornaba de las profundidades oceánicas encarnado en un barco vacío, debían repetir la ofrenda. Hasta que un piadoso beréber, recitando el Corán, expulsó al
djin.
El muchacho, luego de que las hemorragias agotaron a Eduardo, comprobó que a la torre no subía su padre sino Baal, Ammón o un
djin.
Que la mujer —mortal consorte del dios— era su madre, ciertamente, la devota Isabel, pero que el dios mismo nunca era su padre. Y un rayo le partió la cabeza para hacerle entender que él mismo pertenecía —como en el mito egipcio— al dios Ammón por la carne y a Eduardo Gatti sólo por la legislación. Y como tenía ideas heréticas acerca de los seres divinos, reclamó el favor de la noche y recitó una plegaria profana, recordando al piadoso beréber. Desconoció los contratos celestes que a su abuelo le reportaron magníficas cosechas, quebró un hormigón de enseñanzas caritativas, unió reveladores mitos a su perplejidad. El combustible y un fósforo explotaron en infierno.
Cuando las llamas rodearon la casa, el abuelo inconsolable rezó por Eduardo finalmente muerto, por Isabel paralizada, por sus nietos despavoridos, por el silencio que deberían guardar los vecinos acerca de la locura que durante veinte años había dominado el interior de esa residencia. El viejo patriarca sabía de la impotencia que afectaba a su hijo y del silencio que hubo de guardar para que hubiera descendencia y la necesaria buena reputación. También sabía de los niños que no le pertenecían sino al dios. El dios encarnado que se llamaba Ammón, Baal o
djin
, y que venia a la torre por horas o por días bajo el nombre de padre Ignacio.
L
o odiaban por distraído. Su misma familia, que durante años se esmeró en ocultar el defecto, acabó rindiéndose a la grotesca evidencia. Sebastián era un distraído impenitente, patente, sorprendente. Incluso vidente. Escuché discusiones sobre el desequilibrio que existiría entre su laxa conexión con el mundo inmediato (que produce risas e iras, especialmente iras) y su vínculo con otras dimensiones.
El apodo menos hiriente que le estamparon fue “arrogante”. No oye ni ve lo que no le gusta —afirmaban—; y se desplaza por la ciudad como si todo aquello que lo rodea fuera su dominio. Cuando por fin —¡oh sorpresa!— te dirige la palabra, comprendes que de toda la saliva gastada en contarle cosas no le ha llegado una sílaba. Los vocablos que más usa en una conversación terminan por irritar al más paciente: ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?
Sin embargo, Sebastián no es arrogante ni agresivo. Es dulce. Generoso. Tiene el rostro apacible. ¡Cómo no lo va a tener! —rugen sus depredadores—: vive en la luna y se desentiende del mundo, de su familia y hasta de sí mismo. Pero no es así —tartamudean sus defensores escasos—, le gusta ayudar, aunque... —se desinflan y reconocen con tristeza— su ayuda no sirve de mucho porque llega tarde o confunde el objetivo. Entonces —sonríen triunfalmente los depredadores—, la única coherencia de Sebastián es que tanto lo bueno como lo malo le salen siempre mal.
Los entendidos sostienen que sufre una curiosa malformación anatómica, producto de un caos cromosómico que recién después de muerto podrían verificar. Sus órganos de los sentidos están cruzados: con la vista oye, con los oídos ve, con el gusto toca y con el olfato siente. Así se explicarían la obstinada confusión que lo distingue (denigra) y muchas de sus contradictorias excusas. Si alguien lo sorprende porque no escuchó una orden, se estremece y exclama no vi... perdón, escuché. Y si lo insultan porque volteó una bandeja llena de cristales, se conduele y dice no escuché... perdón, vi. Algunos llegan a pensar que el entrecruzamiento monstruoso no se limita a los órganos sensoriales, sino a su sueño y vigilia: se conduce igual que en el absurdo onírico y, en compensación, posiblemente sueña con la lógica de los despiertos.
No me extenderé en los delirios que provoca la distracción de Sebastián porque es más interesante conocerlo personalmente. Así pensé y me propuse. Pero estoy desolado, ya es demasiado tarde: acaba de vivir la última peripecia.
Que tu padre está mal, le gritaban y repetían a su oreja sorda hasta que, tras varios minutos de seráfico vuelo por otros planetas, Sebastián parpadeó. Que tu padre está en coma, pedazo de lagartija. Sebastián lanzó entonces sus ineludibles vocablos ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?, dispuesto a enterarse de algo que naturalmente ya sabía por alguno de los cables que atraviesan su desordenado cerebro. Se puso de pie con la intención de hacer algo, dijo papá, miró a los que lo rodeaban y volvió a sentarse. ¡Se fue!, suspiraron los vecinos, se fue a la estratosfera. ¡Pero en qué estás pensando, zanahoria, mientras se muere tu padre! ¿Cómo?, ¿eh?, parpadeó de nuevo, se paró otra vez y fue al dormitorio de la agonía. Antes de entrar se desvió hacia el baño. Cuando salió —necesidad satisfecha, ropa arreglada, tiempo transcurrido— retornó al sofá. Le corrían lágrimas por las mejillas apacibles. Lágrimas y paz, una contradicción insoportable para los vecinos: debería abatir el rostro, mostrarse más compungido. Y, seguros del espíritu diabólico que intoxicaba su sangre, lo arrancaron de la inoportuna comodidad y arrojaron junto al lecho mortuorio, casi sobre el mismo muerto que apestaba a quemaduras.
El pobre Sebastián, poco después, enfundado en un traje serio y una corbata seria pero con el nudo corrido, recibió el saludo de los que asistían al velatorio. Ignoró la mayor parte del tiempo a quién daba la mano, por qué le palmeaban el hombro y alguna mujer le hundía la cabeza en el pecho para ponerse a sollozar. El escándalo sobrevino cuando la caravana llegó al cementerio y comprobaron que Sebastián había desaparecido. Lo buscaron por entre los panteones, a lo largo de esas callecitas lóbregas que conforman la ciudad de los muertos, y concluyeron que había huido. Que cómo puede ser, que parece un niño, que es una injuria al finado, que yo le rompería los huesos, que yo lo pondría en el cajón. En fin, terminaron la ceremonia sin él y después se enteraron de que en lugar de entrar en el cementerio, parece que revivió el accidente que había sufrido su padre una semana atrás; percibió el incendio con sus receptores cruzados y empezó a caminar ansioso para ayudar (como era su costumbre), hacer algo (aunque jamás sirviera), buscar agua, arrojarle una lona, encontrar una manguera, mientras sus ojos sangraban y sus manos crepitaban impotencia.
Apenas su oído vio una comisaría que por su tacto olía a cuartel de bomberos empezó a correr y entró al grito de ¡fuego, fuego!, mientras lo seguía el guardia que no alcanzó a detenerlo y bramaba ¡alto o hago fuego!, de modo que peloteaban la temible y amenazante palabra fuego que duplicaba el horror de Sebastián y el pánico de los presentes, revólveres acusatorios y tiros al aire, hasta que consiguieron inmovilizarlo. Sin sospechar por supuesto de su inocencia y que los únicos sonidos que emitiría para explicar su inopinada alteración del orden serían ¿cómo?, ¿eh?, ¿qué?, lo cual le valió un duro castigo, que se hizo más duro cuando en un lampo de conexión con la pedestre realidad dijo que se perdió a la entrada del cementerio, donde ahora estaban enterrando a su padre. Un oficial impaciente amenazó con enterrarle de verdad un culatazo en la cabeza. Y lo metieron en el calabozo.
Insisto en que Sebastián, contrariamente a la afirmación de sus depredadores, es un hombre tierno. Y por eso salió de la cárcel sin proponérselo, sin influencias galonadas, sin hipócrita careta, sin plan ni astucia. Dialogaba, simplemente, con su cortejo de buenos fantasmas que le susurraban a los ojos la dinámica de los logaritmos que nunca pudo aprender en el colegio porque demandaban concentración.
Es así como a las preguntas de los guardias contestó con respuestas matemáticas que algunos consideraron la expresión de su extraño poder, entre fascinante y maligno, que lo mantiene ligado a una dimensión extraña y lo preserva de los peligros que ya hubieran terminado con él mucho antes. Sin provocar sospechas porque nada malo cruzaba por sus sentidos, atravesó un corredor penumbroso, dos habitaciones fluorescentes, entró en el descascarado salón de acceso, rozó la manga del centinela, miró con su oreja las preguntas que en ese momento le formulaba una señora y se encaminó a su casa, a la que llegó con la habitual tardanza que imponen sus desvíos. No supo explicar a su desconsolada madre cómo lo encerraron, ni cómo salió, dónde estuvo, ni qué haría.
Fue, sí, su última peripecia.
Mi propósito de verlo quedó frustrado, como dije. Ahora me consuelan narrándome sus tribulaciones previas que abarcan un ancho espectro de la comicidad (y yo encuentro trágicas). Lo descubrieron tapándose las orejas ante una vidriera porque las ropas exigían que “escuchara” sus colores. En un embotellamiento del tránsito, cuando las bocinas se desataban en tropel, cerró los ojos para no “ver” tan histérico ruido. Y habrá sido de esa forma, tapándose las orejas ante las luces y cerrando los ojos ante los sonidos que terminó abruptamente su vida: el automóvil que lo atropelló pareció seguirlo por la calle como si fuera un misil teledirigido que zigzaguea hasta dar exactamente en el blanco.
Es fácil ahora pintarlo como loco, disperso o abúlico. También es fácil etiquetarlo de monstruo, o una especie de monstruo, o un criptomonstruo, pero monstruo al fin. Como era de prever, no le iba a ser perdonada una prolija autopsia. Dicen que Nerón quiso ver la matriz de su madre para descubrir vaya uno a saber qué maravilloso secreto; ahora varios especialistas se afanaron en escudriñar el cerebro y los nervios sensoriales de Sebastián con el mismo fin: enterarse del maravilloso secreto que le permitió vivir y deambular con los cables cruzados. Pero las expectativas de encontrar las malformaciones que todo lo explicasen y, además, rubricaran su estatuto de anormal, se frustraron de modo rotundo. Su anatomía era idéntica a la de cualquier humano. Qué importan ahora su ternura y su discutible simpatía —insisten— si con sus rasgos disonantes ofendía la perfección de nuestros sentidos, si su distracción empecinada causaba miedo a nuestra frágil y neurótica relojería social.
Yahvé lanzó un fuerte viento y hubo
gran tempestad sobre el mar, al punto de que
la nave amenazaba romperse.
Los marineros tuvieron miedo...
Y tomaron a Jonás y lo arrojaron al mar.
JONÁS I, 4-5, 15
B
ajo el chorro de luz en el que flotan partículas amarillas, Mercedes acomoda el block de papel carta. Escribe nuevamente a su amiga de Barcelona. Anota la fecha. El encabezamiento: “Querida Beatriz”. Pasa sus dedos por la frente para ayudarse a seleccionar pensamientos. Duda si excusarse por la demora (las excusas postales siempre suenan a falso) o entrar de lleno en la peripecia alucinante de los últimos dos meses. Por el remitente, Beatriz advertirá el brusco cambio de domicilio. Se frota los ojos arruinándose el resto de maquillaje. Y recuerda.
Cuando ella, Mercedes, se casó con Horacio —hace tres años—, se ubicaron en un departamento próximo a Plaza Irlanda. Cuarto piso, dos dormitorios (uno servía de estudio) y un living bastante luminoso. El sobrio edificio tenía una década, y todos sus habitantes —excepto la familia del rotisero Luppi— lo ocupaban desde su inauguración. En contraste con los buenos interiores, la entrada principal se conservaba aún hoy fría e inhóspita; los propietarios coincidían en la necesidad de hermosearla, pero cuando en las vibrantes asambleas de consorcio se insinuaba una decisión, la mayoría optaba por dejar las cosas como estaban.