Tirano II. Tormenta de flechas (21 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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—Sí —afirmó, reprimiendo sus sentimientos lo mejor que pudo.

Nihmu le sonrió fugazmente y añadió unas hierbas a la sopa de cebada.

—No morirá —sentenció, como si la supervivencia de Niceas fuera algo obvio para cualquiera.

Kineas miró a Niceas y notó que se le saltaban las lágrimas. Tenía un nudo en la garganta y no podía hablar. Sabía que Niceas podía morir en cualquier refriega, cualquier día, pero la realidad de su cuerpo inerte era profundamente dolorosa.

—Necesitas un caballo —dijo la niña.

Kineas tomó aire para negarlo, pero se vino abajo.

—Sí —admitió.

—Tengo un caballo para ti —soltó la niña—. Un animal magnífico que te llevará desde ahora hasta el día en que caigas.

Kineas sonrió.

—Tal como monto, igual me caigo mañana.

Nihmu lo miró con la intensidad propia de un niño y la impaciencia que muestran los niños ante el humor de los adultos.

—Sabes a qué me refiero. Toma el caballo —dijo. Y Kineas se avino.

11

El persa se llamaba Darío; al parecer, todos los primogénitos de su generación llevaban el mismo nombre. Estaba cansado de la guerra, que había sido su vida desde los diecisiete años. Ahora tenía veintitrés.

Refirió la historia de su vida sentado junto a una pequeña fogata en la que calentaba agua para limpiar a Niceas, que seguía inconsciente y no controlaba sus funciones corporales.

—Salí de mi casa hace seis años para luchar contra el Gran Rey —dijo. Y sonrió con ironía—. Es decir, contra el usurpador, Darío. —Se encogió de hombros—. Para los auténticos persas, los verdaderos persas de la gran estepa, nunca fue nuestro rey.

Se quedó mirando el fuego, rodó sobre sí mismo para coger más leña y el corte en la cadera le hizo esbozar una mueca de dolor.

Kineas movió la cabeza afirmativamente.

—Y vuestro Alejandro arremetió contra nuestra rebelión —prosiguió Darío—. Nos derrotó en el oeste. ¿Estuviste allí?

Kineas volvió a asentir.

—En el río Pinaro. Servía con la Caballería Aliada.

Darío meneó la cabeza:

—Yo todavía era un rebelde. Luego, después de que Alejandro venciera, quedó claro para la mayoría de nobles, muy claro para mi padre, que si nos empeñábamos en la rebelión estaríamos entregando nuestro imperio al extranjero. De modo que marchamos para reunimos con el supuesto Gran Rey en Ecbatana y lo seguimos a Gaugamela. —Se encogió de hombros—. ¿Estuviste allí?

Kineas se lo dijo.

—En nuestro flanco izquierdo.

Darío se mostró sorprendido.

—¿Nuestro flanco derecho? ¡Yo estaba allí! —Hizo otra mueca—. Por el fuego, me hiciste un buen tajo.

Kineas comenzó a intentar darle sopa a Niceas. Más allá de la fogata, los sármatas y los sakje honraban a la fallecida cantando himnos junto a su pira. El olor a carne de caballo era muy penetrante.

—Podría haber sido más profundo —dijo Kineas. El persa asintió.

—En efecto. Estuve en Gaugamela, y por poco os aplastamos.

—Pero no lo hicisteis —dijo Kineas con satisfacción. Quizá ya no estuviera al servicio de Macedonia. De hecho, seguramente era enemigo de Macedonia cuando los bandos contaban; pero Gaugamela había sido el último combate de los helenos contra los persas, y estaba orgulloso del papel que había hecho allí. Había ganado el laurel al valor porque su olvidada Caballería Aliada había resistido cuando la caballería persa amenazaba con romper el flanco de Parmenio para hundir a los taxeis bajo una avalancha de persas.

—Fue la batalla más larga que recuerdo. Perdí dos caballos y salí con vida —dijo Darío.

Kineas se mostró de acuerdo con un ademán. Por experiencia, sabía que la mayoría de las batallas se decidían bastante deprisa y el bando perdedor se llevaba un buen castigo cuando rompía filas. En Gaugamela, la decisión se mantuvo en equilibrio durante más de una hora, y ambos bandos sufrieron un sinfín de bajas.

—Concluida la batalla, mi padre estaba muerto y mi familia dispersa. Mi primo reclamó el señorío; era mayor que yo y… —El persa se encogió de hombros con un elocuente ademán—. Nunca regresamos a casa. Fuimos hacia el norte, a Hircania, pero allí ya había demasiados lobos y seguimos avanzando hasta que llegamos aquí. Pensábamos establecer un reino lejos de los helenos. —Sonrió con desprecio hacia sí mismo, aquella sonrisa de cuando había perdido la espada durante el combate—. Y hemos terminado como bandidos.

—Estas tierras podrían dar un buen reino —dijo Kineas. Y señaló a Niceas—: Es lo que él piensa. —Guardaron un cordial silencio durante un rato. Finalmente, Kineas preguntó—: ¿Vales un rescate?

—Si madre vive, poseo riquezas en algún lugar —admitió Darío. Se encogió de hombros otra vez. Lo hacía muy a menudo—. Aunque lo dudo. Ahora todo lo que hay en los alrededores de Ecbatana es vuestro, de los griegos, y la mayoría de nuestras propiedades orientales también. Teníamos una torre en Bactria; no creo que ni siquiera hayan intentado encerrar a vuestro rey loco en ella.

—No es mi rey loco —repuso Kineas. Era su turno, y el joven persa con su perpetuo encogerse de hombros era una grata compañía. Kineas tenía intención de ganárselo como amigo y asignarlo a un escuadrón; era un buen espadachín, demasiado bueno para desperdiciarlo. Pero Niceas eligió ese momento para espurrear una cucharada de sopa. Sufrió un espasmo y la sopa le salió a borbotones de la boca.

Tenía los ojos abiertos.

—¿Qué carajo? —dijo.

Kineas notó que se le saltaban las lágrimas.

—¡Maldito cabrón! —le dijo con el tono de quienes habían nacido para el ágora de Atenas—. ¡Te has caído del caballo!

Niceas sonrió.

—Más sopa —dijo.

Al día siguiente los alcanzó Diodoro. Su sección del ejército acampó encima de ellos, en los cerros donde el camino giraba al este para descender hasta el país del Rha. Diodoro bajó del cerro con una docena de jinetes entre los que se contaban Coeno y Eumenes.

Diodoro fue derecho hacia Niceas, igual que Coeno. Después ordenó que montaran una tienda para el strategos, y Eumenes fue a buscarla.

—Me dijeron que el viejo había muerto —comentó Diodoro. Todavía tenía el rostro congestionado por la emoción, quizá por haber llorado—. Me ha salvado la vida más veces de las que mi niñera me zurró en el trasero. He venido tan deprisa como he podido.

Kineas asintió. Se había pasado el resto de la noche durmiendo en cuanto el sueño de Niceas había dado paso a saludables ronquidos, y se sentía diez años más joven.

—Llegué a pensar que se nos iba —admitió Kineas.

Coeno daba al hipereta más sopa de cebada.

—Aún tiene una pinta horrible —comentó Diodoro.

Niceas graznó algo sobre sentirse mejor.

Kineas meneó la cabeza.

—Una flecha lo alcanzó en el costado. No llevábamos armadura. Mala decisión por mi parte. Y los bandidos eran buenos, condenadamente buenos. Fue un duro combate.

Coeno señaló con el mentón al persa que atendía la sopa.

—¿Prisionero?

Kineas asintió:

—Y recluta. Cuando Eumenes regrese, ponlo en su escuadrón. Es espadachín, tan bueno como yo. Supongo que sabe montar.

Coeno se rió.

—Es persa —tosió—. Tú y Ataelo habéis matado a todos sus amigos…

—Tengo la impresión de que no los echa de menos. Si nos degüella a todos, será que me he equivocado. —Kineas se arrebujó con la clámide—. Me quedaré aquí con Niceas.

Coeno y Diodoro intercambiaron una mirada.

—No —repuso Coeno—. Eres el strategos. Esta no es la única banda de bandidos; pregúntale a Ataelo. A decir de todos, las llanuras están infestadas. Tú ve y manda. Déjame aquí con mi sección y os llevaré al viejo cuando esté en condiciones.

Diodoro dio un paso al frente.

—Lleva razón, Kineas.

Kineas se rascó la barba.

—Ambos estáis en lo cierto, por supuesto. Muy bien. Coeno, enviaré tu sección monte abajo. Diodoro, vayamos en busca de Ataelo y planeemos las próximas marchas. Lot está cinco días detrás de ti. Que alguien vaya a decirle que su hija ha muerto.

Diodoro hizo una mueca como si se hubiese cortado.

La altiplanicie entre el Tanais y el Rha estaba cuajada de bandidos, una multitud de persas sin amo, forajidos nómadas y desertores macedonios, de modo que no había una sola granja intacta entre ambos ríos. Cuatro años de guerra en Hircania y el sur había llenado las tierras altas con el desecho humano de la contienda. Eran hombres desesperados, como lobos a las puertas de un duro invierno; cuando se veían obligados, se alimentaban los unos de los otros, banda contra banda. Todos asaltaban los asentamientos en las crecientes márgenes del desierto que habían creado ellos mismos. Ataelo ya había perdido a tres hombres a manos suyas antes de luchar contra los bandidos a orillas del Tanais, y sus prodromoi estaban sedientos de venganza.

Kineas y Diodoro designaron el segundo escuadrón, reforzado con los celtas, como apoyo para Ataelo. Kineas se encargó de la columna y Diodoro de exterminar a los bandidos. No atrapó a tantos como hubiese querido, pero el grueso del ejército atravesó los altiplanos hasta los valles del Rha sin perder un solo caballo u hombre, y, cosa insólita para ellos, los sindones y los meotes los bendijeron, agradecidos. Diodoro condujo el grupo mayor hacia el norte a través de los pantanos; en dos ocasiones sorprendió a sendas bandas, y los celtas y los sármatas los aplastaron. Trajeron de vuelta unos cuantos caballos, algunos muy buenos, y suficiente oro y plata para complacer a los hombres que habían dado la batida. Las bajas eran gratificantemente escasas, tal como era de esperar empleando semejante fuerza.

Kineas llamó a su nuevo caballo Talasa, después de montar varios días al magnífico animal probando distintos nombres provisionales (Bestia parecía el más probable, ya que el animal sacaba un palmo de estatura a casi todos los demás caballos de combate). El imponente corcel era del color del mar un día de tormenta. Mantenía el pie firme y mostraba una asombrosa calma, no falta de espíritu sino algo similar a la paciencia, que resultaba apropiada para el caballo de un comandante. Y el día que Safo insistió en que tan noble animal necesitaba un nombre mejor que el de Bestia, la vanguardia del ejército coronó la última sierra de la frontera del Rha y vio el Caspio centelleante a lo lejos, la bahía del Rha llena de barcos y, como hicieran los setenta hombres de Jenofonte años antes, saludaron a gritos al mar, y entonces el nombre le fue dado.

La travesía no había sido especialmente ardua salvo para los reclutas y los hombres del segundo escuadrón que habían pasado una semana luchando contra los bandidos, pero el suministro de grano del ejército comenzaba a escasear; a la mayoría de los hombres sólo les quedaba grano para un día en el morral, o menos si no habían sido previsores. La visión de cincuenta naves pequeñas en la bahía levantó los ánimos de todos, y la presencia de Filocles en la playa de grava y lodo suscitó una gran aclamación. Kineas lo abrazó.

—¿Tiene nombre este lugar? —preguntó Kineas. Filocles olía a limpio.

—Los meotes lo llaman «Errymi». —El espartano sonrió con socarronería—. Me alegra mucho verte, Kineas.

Kineas le respondió con otro abrazo.

—¿Todos esos barcos son para nosotros? —preguntó.

—Si podemos pagar, sí —contestó Filocles—. De lo contrario, sospecho que me asesinarán y se largarán.

Kineas observó las mulas que bajaban la última ladera cargando con el tesoro del ejército, custodiadas por los hombres más dignos de confianza.

—¿Y dónde pasaremos el invierno? —inquirió.

—En el norte de Hircania —respondió Filocles—. Strategos, tu reino te aguarda.

Kineas meneó la cabeza.

—No quiero un reino.

Filocles le dedicó una sonrisa enigmática.

—¿Y qué me dices de una mujer? —preguntó.

Kineas se rió.

—Ya tengo mujer. Está a diez mil estadios de aquí, pero la alcanzaré.

Filocles lo miró extrañado.

—¿Has hecho una ofrenda a Afrodita, hermano? —preguntó.

—¡No! —contestó Kineas riendo. Filocles le sonrió con aire ausente.

—Pues deberías hacerlo. —Miró hacia el mar—. Nuestro campamento de invierno está en un reino gobernado por una mujer que… que me conmovió, y yo no soy dado a encariñarme de las mujeres. Temo por ti.

Kineas, herido en su amor propio, arrugó la frente.

—¿Qué motivos te he dado yo para que temas por mi conducta con una mujer? —preguntó.

Filocles siguió observándolo con el aire de un hombre de mundo.

—Preferiría que cruzaras el Caspio con los ojos bien abiertos. Esa mujer desea poder, y los hombres poderosos la fascinan. Dicen que se acostó con Alejandro. Ahora nos aguarda a nosotros. —Echó un vistazo alrededor—. Ofrece un montón de tesoros para nuestra campaña de primavera.

Kineas se encogió de hombros.

—En mi opinión, lo mejor es reanudar la marcha en primavera. Hasta ahora todo ha ido bien, y los bandidos de los montes han añadido algo de oro a nuestras arcas. —Miró hacia los barcos—. ¿Y nuestro aliado, el factor de León?

—Su difunto esposo. Ella sigue siendo aliada, y pagó un montón de deudas que León tenía pendientes sin poner objeciones; pero dudo de ella. Ojalá seas inmune a sus encantos.

Kineas meneó la cabeza con fingido asombro.

—Soy inmune —afirmó. Nihmu se rió.

—Ningún hombre es inmune a la yátavu de Hircania —dijo la niña—, salvo aquellos que sólo aman a los hombres. —Iba y venía del grupo de mandos, el pelo rojo cual crestón de yelmo anunciaba su llegada. Estaba montada a lomos de su gran caballo blanco en medio del lodo y los desechos de la playa—. Si fallas, strategos, tus hijos no gobernarán aquí.

—¿Qué? —Kineas se encogió de hombros y le dio la espalda. Nihmu hablaba como un oráculo pero era una mocosa, y él estaba muy ocupado—. Piensa lo que quieras. Esta conversación es absurda. ¿Con quién hay que hablar para pagar esos barcos? —preguntó a Filocles.

Filocles explicó que cada capitán operaba por su cuenta. Las naves eran pequeñas, la mitad de grandes que un pentecóntero griego, y algunas de tamaño aún más reducido, con diez o doce remos por banda. Sólo unas pocas tenían velas; parecían grandes barcas de pesca. Kineas les echó una ojeada y negó con la cabeza, cambiando de tema para recobrar la calma—. No veo transporte para dos mil caballos —dijo.

Filocles se frotó la frente, se tapó con el manto para abrigarse del viento otoñal y miró a Kineas a los ojos.

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