Tirano II. Tormenta de flechas (45 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Kineas rezó.

—¡Cantad! —berreó Srayanka.

—¡Cantad! —gritó Nihmu.

Kineas y Diodoro se miraron a los ojos, y juntos comenzaron el pean de Atenea. Otras voces se sumaron, primero las del círculo de amigos y luego otras de más allá, y al son de su cántico marcial nació su hija.

Y un minuto después tuvo un hijo.

Los sostuvo en brazos mientras Nihmu hacía lo que correspondía y las mujeres lavaban a Srayanka. El niño gritó y la niña lo miró con unos enormes ojos azules llenos de preguntas, impávida incluso cuando le cortaron y anudaron el cordón, impertérrita mientras la lavaban. Luego alargó una mano y le agarró la barba y balbuceó, al parecer complacida con el mundo que veía. En su brazo derecho, su hijo berreó sin parar cuando le cortaron el cordón y luego se apoyó contra el peto de su padre, agitando los brazos, pestañeando ante la luz.

Eran muy menudos. Kineas jamás había sostenido algo tan pequeño en la vida. Y cuando Nihmu hizo ademán de cogérselos, vaciló. Pero en cuanto los dos se vieron sobre el pecho de su madre sus rostros cambiaron, y la niña contagió su calma al niño y ambos se adormilaron.

Los hombres le palmearon la espalda y las mujeres lo besaron en la mejilla. Tenía dos hijos y una esposa, y estaba vivo.

Y una hora después cabalgaban libres por la arena. Samahe llevaba a su hija a sus espaldas, y Nihmu a su hijo, y Kineas elevó una plegaria a Niké.

21

—Ha ido tan bien como cabía esperar —dijo Diodoro aquella noche, cuando estaban reunidos en torno a una fogata de tamarisco. Se pasaban una copa espartana de agua, porque era lo único que tenían.

Kineas se entretenía cosiendo las correas de su peto, haciendo agujeros con el punzón de Niceas y pensando en él, mientras Srayanka dormía apoyando la cabeza en su regazo. Sus hijos dormían en una canasta de mimbre tejida apresuradamente, arrimada al fuego para mantenerlos calientes.

—¿Qué parte de mi plan te ha gustado más? —preguntó Kineas.

Filocles estaba tendido sobre su clámide. Interceptó la copa.

—Me ha gustado que muriéramos tan pocos —respondió.

En efecto, si no hubiese sido por Bain y la media docena de sakje que habían presionado demasiado a los macedonios, la acción podría no haberles costado nada. Incluso con el ataque de los persas y el error de Bain, la emboscada había dejado muy pocas sillas vacías.

—Algún día trazaré un plan y lograré que funcione —dijo Kineas.

Filocles asintió.

—Eso será cuando te percates de que estás en los Campos Elíseos —contestó—. ¡Bah, sólo hay agua en esta copa!

Eumenes cogió la copa, bebió un sorbo de agua y enarcó una ceja.

—¿Polytimeros? —inquirió, haciendo girar el agua con cuidado en la copa—. ¿De anteayer? Buen limo, un retrogusto barroso…

Tuvo que agacharse para esquivar el odre de agua que León le tiró. Los jóvenes intercambiaron una sonrisa.

Mientras Filocles desaparecía en la oscuridad, Urvara apareció a la vera de Eumenes, tomó la copa, apuró el contenido y enarcó sus pobladas cejas.

—¿Acaso los griegos nunca os cansáis? ¡Por todos los dioses! ¡Es hora de dormir! —gritó.

Kineas habría jurado que se dirigía a Eumenes.

—Después de una batalla, a los griegos les gusta reunirse y decirse unos a otros que están vivos —explicó Diodoro. Se volvió hacia Ataelo, que apoyaba la espalda contra la de su esposa. Ambos estaban cosiendo; él reparaba una brida, y ella un par de mocasines. Diodoro preguntó—: ¿Qué hacen los sakje después de una batalla?

Ataelo entornó los ojos de tal modo que brillaron con el reflejo de las llamas.

—Por mentir sobre cuántos enemigos muertos —contestó.

Urvara se sentó en el suelo como si le hubieran fallado las rodillas.

—¿Cómo está Srayanka? —se interesó.

Kineas sonrió. No podía evitarlo; sonreía cada dos por tres a pesar del cansancio. Se negaba a acostarse, deseaba quedarse tal como estaba para siempre; victorioso, agitado, ebrio de alegría, con la cabeza de su amada en el regazo.

—Duerme —dijo—. Es dura como una sandalia de diez años.

Urvara miró a los niños.

—Pensaba que íbamos a morir —confesó—. ¡Ja! ¡Estoy viva!

Eumenes, por lo general tan silencioso, sonrió con aprobación.

—Me parece que lo has captado a la primera —comentó.

Urvara cruzó las piernas y se llevó la mano a la barbilla.

—No en la batalla, griego tonto. Cualquier idiota puede sobrevivir a una batalla. Tú lo has hecho.

Diodoro miró alrededor con una expresión de «¿por qué yo?».

—¡La captura! Srayanka siempre por decir que teníamos que irnos y dejarla, y nosotras siempre por decir que nos quedábamos con ella. Pero en mi cabeza pensaba: «¡Cabalgar o morir!» Igual que Irene… —Y entonces Urvara miró al fuego un momento.

Samahe habló:

—Irene murió como una guerrera. Era lancera.

Urvara acogió la declaración de Samahe con un gesto de asentimiento.

—Pero aun así por morir, ¿no? Pero Irene dice: «¡Vete, Urvara! ¡El Hombre de Bronce quiere hacerte daño!» Y yo le temía y temía por Srayanka. —Se encogió de hombros—. No puedo contarlo. Buena parte era miedo de mujeres y sin interés para los hombres; el vientre de Srayanka, los deseos del Hombre de Bronce, ningún ejercicio, y por tratarnos como sacerdotisas de la hierba.

Eumenes, pendiente de cada una de sus palabras, preguntó:

—¿Qué es una sacerdotisa de la hierba? —Como Urvara levantó los ojos y se encogió de hombros, Eumenes prosiguió—: Mi niñera solía hablar de ellas como si ejercieran, ¡hum!, la prostitución.

Urvara lo miró fijamente.

—¿Qué es prostitución? —preguntó.

—Cuando un hombre o una mujer cobra dinero por follar —explicó Eumenes en sakje, usando la palabra sakje más grosera para definir el acto. Aun a la luz de la hoguera, se le vio sonrojarse.

Kineas dio por terminado el remiendo de la correa de su peto. En realidad necesitaba un peto nuevo, pero la correa aún resistiría otra acción. Reía para sus adentros por el azoramiento de su joven capitán de caballería.

Urvara rió a carcajadas.

—Una sacerdotisa de la hierba es una chica que adora la hierba con la espalda —se rió—. No por cobrar dinero. ¡Por cobrar nada! —Al ver que nadie se reía, se encogió de hombros—. Los macedonios nos tratan como si fuésemos para follar. —Meneó la cabeza—. Nunca por vernos como guerreras.

Kineas se sorprendió acariciando la nuca de Srayanka con la mano libre. Urvara no estaba contando toda la historia; quitaba hierro a algo que le dolía en lo más hondo, y Kineas, que conocía a los guerreros y a los sakje, supo interpretar su ira y su pesar. Pero no se le ocurrió nada que decir, y el momento pasó. Urvara se enjugó los ojos con la mano y se retiró del círculo.

En cuestión de segundos, Filocles surgió de la oscuridad.

—Reconócelo, soy el mejor hombre de este ejército —manifestó, mostrando un odre de vino. Los vítores que desató debieron de oírse hasta en Maracanda. Tras derramar una primera copa a la sedienta arena para los dioses, Filocles volvió a llenarla y la pasó.

León se sentó, y lo mismo hicieron Sitalkes y Darío, y luego los demás, y bebieron juntos. Nihmu apareció al lado de Kineas. Bajó la vista hacia él, con ojos pícaros. Se agachó y besó la frente de Srayanka, y luego le acarició la mejilla a él.

—Así es como te recordarán —le susurró.

—Gracias —respondió Kineas—. Por el parto de los niños.

Nihmu sonrió.

—Me enseñaron —dijo.

—Lo has hecho muy bien. Te estás haciendo mayor.

Kineas cogió una de las placas de oro del vestido de Srayanka, llevaba docenas alrededor del cuello, cortó una con cuidado y se la dio a Nihmu, que estaba radiante por sus alabanzas.

—¡Gracias, señor! —exclamó Nihmu.

Cogió la placa, le sonrió con timidez sin levantar la vista y se esfumó.

Eumenes bebió de la copa y charló con Filocles; luego también se retiró del círculo. Regresó al cabo de un rato acompañado de Urvara, a quien ofreció la copa de vino sin soltarle la mano.

Kineas los observaba sonriente, en cambio no sonreía cuando veía a Filocles apurar metódicamente el odre de vino, bebiendo en silencio para olvidar.

Los olbianos, los sármatas de Lot y los sakje acamparon juntos en un gran meandro del Oxus tras recorrer deprisa mil estadios para eludir las posibles represalias de Alejandro. Fueron a un lugar que Lot conocía en el norte, donde el río fluía hondo junto a la orilla interior y poco profundo en la exterior, y había pasto para diez mil caballos en los alrededores, pasto que ya habían usado otras tribus de paso aunque sin arrasarlo. Mil pabellones, yurtas y carromatos se establecieron a lo largo de las aguas más profundas, y salieron grupos en busca de leña y de venados que se alejaron hasta veinte estadios. En aquel enclave estarían más cerca de Coeno, cuando éste viniera, y desde allí les sería fácil cruzar el río y dirigirse al este, a la cita en el Jaxartes, cuando los heridos se hubieran restablecido.

Eumenes y Urvara llevaron a un grupo de olbianos y sakje al lugar donde habían tendido la emboscada. Regresaron con más botín y los cadáveres de Irene y de Bain. A los dos se les dio sepultura en sendos kurgans en la margen externa del Oxus. Srayanka declinó oficiar y Kineas, a instancias de Nihmu, asumió los papeles de sacerdote y de rey. Diodoro se burló y lo llamó campesino supersticioso, y no sin ánimo de ofender, pero todos acarrearon sus terrones, y la ceremonia y el festín contribuyeron a aplacar algo intangible.

—A este paso, en pocos años todos seremos sakje —dijo Diodoro, metiendo el dedo en la llaga.

—A Kineas le gusta ser sakje —apostilló Filocles.

Kineas estuvo a punto de reaccionar mal, pero se tragó lo que iba a decir y pensó un momento.

—Me gusta su libertad —explicó.

Filocles asintió.

—Sí —afirmó—. Y también que te adoren como si fueras un dios.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Diodoro—. Yo ya llevo mucho tiempo mordiéndome la lengua. Eres un strategos brillante, Kineas. Por lo que a mí respecta, te seguiría a cualquier sitio. El último ha sido tu mejor trabajo. Hemos puesto en fuga a una fuerza de macedonios que nos doblaba en número y nos hemos escabullido del ataque de otro ejército. ¡Por Ares! Me encanta seguirte. —Miró al suelo entre sus pies y luego, lentamente, volvió a levantar la cabeza—. Pero esto ya empieza a ser demasiado, Kineas. La mayoría de nuestros soldados llevan cuatro duras campañas en dos veranos. Tienes que decirles cuándo podrán regresar a casa.

Filocles asintió.

—Cierto, amigo mío. Hemos salvado a Srayanka y asestado un duro golpe a Macedonia. En lo que a la mayoría de tus olbianos concierne, esta guerra ha terminado y ya es hora de regresar a la patria y contar un montón de mentiras. No son espartanos. Ni siquiera son campesinos macedonios a los que se les ha prometido el mundo. Son hombres que tienen una vida, y tienen ganas de volver a sus casas.

Kineas suspiró.

—Lo sé. Entre los celtas veo la misma fatiga que veo en Eumenes.

Diodoro volvió a inspeccionar el suelo entre sus sandalias.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Kineas se encogió de hombros.

—Cuando Srayanka esté en condiciones, nos vamos al este. —Frunció el ceño—. Los sakje sufren más o menos el mismo desánimo que nuestros olbianos, pero no tienen adonde ir. Y ya han venido hasta aquí. Todos lo hemos hecho. ¿Qué importa atravesar un desierto más?

Diodoro levantó la vista y ladeó la cabeza como un cachorro alerta.

—No se trata del desierto, sino de la batalla que vendrá luego —dijo—. Y después el camino a casa. Algunos de nuestros heridos no se recobrarán a tiempo para otra acción. Hay soldados que se están poniendo… ¿Cómo decirlo? Si tuviéramos más vino, Filocles no sería el único que se pasa todo el día bebiendo.

Filocles miró sorprendido a Diodoro.

—Bebo lo mismo que cualquier otro hombre —replicó.

Diodoro se encogió de hombros.

—Lo que tú digas, espartano. Así pues, el desierto, la batalla y lo que venga. ¿Cuál es la historia?

—Eso es asunto mío —repuso Kineas. Y suspiró—. Y mi destino me aguarda en Oriente.

Filocles puso los ojos en blanco.

—¡No me digas! —le espetó—. ¿Eres un bárbaro supersticioso o un ateniense? Destino, mis cojones. Eres quien eres, y yo te acuso de usar tus sueños como excusa para seguir a Alejandro hasta el fin del mundo.

Kineas se cuadró, picado por su reprimenda.

—¡Vete al Hades, espartano! —gritó—. Tú has querido esta guerra contra Alejandro desde el principio. Conviene a Esparta. Conviene a Atenas. ¿Y ahora quieres suspenderla? ¿Aquí, en medio del mar de hierba? Con gran espíritu panhelénico, nos limitaremos a volver a casa, ¿verdad?

Filocles señaló a Kineas, ambas manos temblorosas.

—Rétennos aquí por tu gloria, si así debes hacerlo. Pídenos que luchemos para vengar a Irene; era muy apreciada, aun siendo tan esquiva. Pero ahórranos lo de tu destino. Eres griego, no un salvaje regido por tabúes. Su ciega devoción se te está subiendo a la cabeza, Baqca.

Kineas se vio enfrentándose a Filocles con los puños cerrados.

—Conozco bien mis sueños. No miento acerca de ellos —dijo.

Filocles le plantó cara, peligrosamente cerca.

—Cuando te conocí, eras la clase de hombre que se reía de tales sueños. Ahora, en cambio, te gobiernan. —El espartano respiraba pesadamente—. ¿Eres un bárbaro o eres un hombre?

Kineas no cedió terreno. Olía el aliento de Filocles y lo salpicaba su saliva cuando gritaba.

—¡Que te jodan! —soltó—. ¿Desde cuándo Moira no es griega? ¿Cuánto vale ahora tu preciado panhelenismo, espartano?

—¡Qué brillante razonamiento, ateniense! —replicó Filocles—. ¿Eso es lo mejor que producen vuestras academias? Cualquier espartano puede hacerlo igual de bien…

—Vais a despertar a los bebés —dijo Srayanka. Salió de su carromato envuelta en un chal—. ¿Vais a pelear? Muchos sakje pagarán buen dinero por verlo; voy a buscarlos. Pero alejaros de los carromatos y no despertéis a mis hijos.

Kineas se puso derecho. Filocles mostró una sonrisa de borracho y abrió las palmas de las manos.

—¡Oh! —exclamó Srayanka con impostada desilusión—. Entonces sólo… —no supo cómo decirlo en griego e imitó a un semental encabritándose—… como caballos, ¿eh? Pero sin pelea. —Les dedicó media sonrisa y luego se le agrió el humor—. Escuchadme bien, rey de los sakje y espartano. Los sakje van a la asamblea de tropas en el Jaxartes. Ningún hombre de Olbia me debe obediencia —y aquí fulminó a Kineas—, pero mi pueblo irá a la asamblea porque dijimos que iríamos. Llevamos seis lunas cabalgando por el mar de hierba y aun así vamos a ir.

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