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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (39 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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El peso de las madrazas

Las demostraciones con los colores dieron lugar a muchísimas discusiones y debates en las madrazas. Khalid aprendió que nunca debía hablar empecinadamente de las causas de las cosas ni entrometerse en el reino de los eruditos de la madraza hablando de la voluntad de Alá o de cualquier otro aspecto de la naturaleza de la realidad.

«Alá nos ha dado inteligencia para que entendamos mejor la gloria de su obra», decía solamente, o tal vez: «El mundo suele trabajar según las matemáticas. A Alá le gustan mucho los números, y los mosquitos en primavera, y la belleza».

Después de las experiencias, los eruditos se marchaban o bien interesados, o bien irritados; de cualquier manera, en un estado de agitación filosófica. Las madrazas de la plaza de Registán y otras de la ciudad, incluso el antiguo observatorio de Ulug Bek, bullían con la nueva moda de hacer demostraciones de diferentes fenómenos físicos; el de Khalid no era el único taller donde se podían construir las nuevas máquinas y dispositivos. Los matemáticos de la madraza de Sher Don, por ejemplo, llamaron la atención de todos con una sorprendente nueva y sencilla escala de mercurio: un cuenco con un poco de mercurio, con un tubo muy fino lleno de mercurio, cerrado en el extremo superior pero no en el inferior, colocado verticalmente dentro del líquido del cuenco. El mercurio del tubo caía en cierta medida y creaba otro misterioso vacío en el extremo superior del tubo; pero el resto del tubo permanecía lleno de una columna de mercurio. Los matemáticos de Sher Don afirmaban que el peso del aire del mundo se ejercía sobre el mercurio del cuenco y lo empujaba hacia abajo y evitaba que el mercurio del tubo se derramara en el cuenco. Otros sostenían que, alcanzado cierto nivel, el vacío en la parte superior del tubo ya no podía crecer más. A partir de una sugerencia de Iwang, llevaron todo a la cima de la Montaña de Nieve, en la sierra de Zeravshán, y allí vieron que el mercurio en el tubo ahora estaba más abajo, seguramente debido a que el peso del aire que había allí arriba en la montaña era menor, a una altitud de dos o tres mil palmos mayor que la de la ciudad. Esta experiencia fue un gran espaldarazo para el argumento de Khalid que afirmaba que el aire tenía peso, y una refutación para Aristóteles, para al-Farabi y para el resto de los árabes aristotélicos, quienes aseguraban que los cuatro elementos quieren estar en sus sitios adecuados, ya sea arriba o abajo. Khalid ridiculizó abiertamente esta teoría, al menos en privado.

—Como si las piedras o el viento pudieran desear estar en un sitio u otro, como lo hace un hombre. En realidad, una vez más, no es otra cosa que una definición que no nos dice nada. «Las cosas caen porque quieren caer», como si acaso pudieran querer. Las cosas caen porque caen, eso es todo lo que quiere decir. Lo cual está bien, nadie sabe por qué caen las cosas; desde luego, yo no lo sé, ése es un gran misterio. Todos los casos aparentes de acción a cierta distancia son un misterio. Pero primero tenemos que decirlo, debemos distinguir los misterios como lo que son, y avanzar a partir de allí, demostrando lo que sucede, y luego ver si eso nos lleva a alguna idea sobre el cómo y el porqué de las cosas.

Los eruditos sufies aún estaban dispuestos a extrapolar a partir de cualquier demostración que incluyera hasta la naturaleza final del cosmos, mientras que los que se inclinaban más por las matemáticas estaban fascinados con los aspectos puramente numéricos de los resultados, la geometría del mundo tal y como les era revelado. Estos y otros planteamientos se combinaron en un estallido de actividad, que constaba de demostraciones y charlas, y de trabajos privados sobre pizarras que analizaban formulaciones matemáticas y de trabajos artesanales de dispositivos nuevos o mejorados. Algunos días a Bahram le parecía que esas investigaciones habían invadido por completo a Samarcanda: el recinto de Khalid y los otros, las madrazas, el morabito, los zocos, las casetas de café y los caravasares, desde donde los comerciantes se encargarían de difundir las noticias por todo el mundo..., era algo hermoso.

El cofre de la sabiduría

Bastante más allá del otro lado de la muralla occidental de la ciudad, allí donde la vieja ruta de la Seda se extendía hacia Bokhara, los armenios estaban tranquilos en su pequeño caravasar, junto al más grande y estridente de los hindúes. Los armenios cocinaban al atardecer en sus braseros. Sus mujeres tenían la cabeza descubierta y la mirada atrevida; reían entre ellas en su propia lengua. Los armenios eran buenos comerciantes y a pesar de eso bastante retraídos. Traficaban únicamente con las mercancías más valiosas y parecían saberlo todo acerca de todos los sitios. Entre todos los pueblos comerciantes, ellos eran los más ricos y poderosos. A diferencia de los judíos y de los nestorianos y de los zott, tenían una pequeña tierra natal en el Cáucaso, a la cual muchos de ellos regresaban regularmente y la gran mayoría eran musulmanes, lo cual les daba una tremenda ventaja en todo Dar al-Islam, que era como decir todo el mundo, excepto China y la India debajo del Decán. A Bahram le llegaron rumores de que en realidad ellos pretendían ser musulmanes aunque en secreto continuaban siendo cristianos, rumores que a él le sonaban como envidiosas puñaladas por la espalda dadas por otros comerciantes, probablemente los engañosos zott, que habían sido expulsados de la India mucho tiempo atrás (algunos decían que de Egipto) y ahora vagaban por el mundo sin hogar, y a quienes no les gustaba el crédito que tenían los armenios en tantos mercados en relación a los productos más lucrativos.

Bahram se paseaba entre sus fuegos y sus faroles, deteniéndose para conversar y aceptar algún trago de vino con sus conocidos, hasta que un anciano le señaló al vendedor de libros Mantuni, más anciano aún, un pequeño hombre marchito y con la espalda encorvada que llevaba unas gafas que hacían que sus ojos parecieran tener el tamaño de dos limones.

Su turco era básico y con mucho acento; Bahram cambió al persa, deferencia que Mantuni recibió con una agradecida inclinación de la cabeza. El anciano señaló una caja de madera que estaba en el suelo completamente llena de libros que había conseguido para Khalid en Frengistán.

—¿Podrás llevarla? —le preguntó ansiosamente a Bahram.

—Por supuesto que sí —contestó Bahram, pero tenía en cambio otras preocupaciones—: ¿Cuánto costará todo esto?

—No te preocupes; ya está pagado. Khalid me envió los fondos necesarios, de lo contrario no hubiera podido comprarlos. Son parte de la herencia de una familia de Damasco, una familia de alquimistas muy antigua que terminó con un ermitaño nada interesante. Mira esto, el
Tratado de los instrumentos y los hornos
de Zosimos, publicado hace apenas dos años: es para ti. El resto lo he ordenado cronológicamente por fecha de composición, como podrás ver; aquí está
La suma de la perfección
de Jabir, y sus
Diez libros de la rectificación
, y... mira,
El secreto de la creación
.

Este último era un volumen encuaderando con piel de carnero.

—Lo escribió el griego Apolonio. Uno de sus capítulos es el legendario «Mesa esmeralda» —dijo golpeando delicadamente la cubierta —. Este capítulo solo vale el doble de lo que pagué por toda la colección, pero ellos no lo sabían. El original de «Mesa esmeralda» fue encontrado por Sara, la esposa de Abraham, en una cueva cerca de Hebrón, tiempo después de la Gran Inundación. Estaba grabado en una placa de esmeralda que Sara encontró entre las manos del cadáver momificado del Grandísimo Hermes, el padre de toda la alquimia. Estaba escrito en caracteres fenicios. Aunque debo admitir que he leído otros informes que dicen que ha sido descubierto por Alejandro Magno. De cualquier manera aquí está, en una traducción al árabe de la época del califato de Bagdad.

—Está bien —dijo Bahram. No estaba seguro de si Khalid estaría todavía interesado o no en todo aquello.

—También encontrarás
Las biografías completas de los inmortales
, un trabajo bastante corto, después de todo, habida cuenta de su contenido, y
El cofre de la sabiduría
, y un libro de un frengi, Bartolomeo el Inglés,
Sobre las propiedades de las cosas
, también
La epístola del sol a la luna creciente
, y
El libro de los venenos
, tal vez os sea útil, y
El gran tesoro
, y
El documento acerca de los tres parecidos
, en chino...

—Iwang podrá leerlo —dijo Bahram—. Gracias.

Intentó levantar la caja. Parecía que estuviera llena de rocas; se tambaleó.

—¿Estás seguro de que podrás llevarla hasta la ciudad sin peligro?

—No te preocupes. La llevaré a la casa de Khalid, donde Iwang tiene una sala para sus trabajos. Gracias otra vez. Estoy seguro de que Iwang querrá visitarte para hablar de los libros; es posible que Khalid también. ¿Cuánto tiempo te quedarás en Samarcanda?

—Un mes más; luego me marcharé.

—Ellos vendrán para hablar contigo acerca de los libros.

Bahram comenzó a caminar con la caja haciendo equilibrio sobre la cabeza. Se detenía de vez en cuando para descansar la cabeza y para fortalecerse con un poco más de vino. Cuando llegó al recinto era tarde y la cabeza le daba vueltas, pero las lámparas estaban encendidas en el estudio de Khalid; cuando Bahram lo encontró, él estaba leyendo; ya frente a él, Bahram dejó caer la caja triunfalmente.

—Más libros para leer —dijo, y se desplomó sobre una silla.

El final de la alquimia

Sin parar de menear la cabeza al ver la borrachera de Bahram, Khalid comenzó a examinar la caja.

—La misma mierda de siempre —dijo en un momento dado. Luego sacó uno y lo abrió—. Ah, un texto frengi, traducido del latín al árabe por un tal Ibn Rabi de Nsara. Original de un tal Bartolomeo el Inglés, escrito en algún momento del siglo sexto. Veamos qué dice, hmm, hmm... —Leyó con el dedo índice de la mano izquierda guiando a sus ojos en una rápida persecución a través de las hojas—. ¿Qué? ¡Éstas son exactamente las palabras de Ibn Sina!... ¡Y éstas también! —Alzó la vista para mirar a Bahram—. ¡Los capítulos sobre alquimia están sacados directamente de Ibn Sina!

Siguió leyendo, riendo su breve risa de aburrimiento.

—¡Escucha esto! «El argento vivo», es decir el mercurio, «posee tantas virtudes y tanta fuerza, que aunque tengáis una piedra de cien libras y la sopeséis con dos libras de argento vivo, éste aguantará el peso».

—¿Qué?

—¿Has oído alguna vez semejante tontería? Cuando alguien habla de medidas de peso, uno supone que esa persona tiene el sentido común de entender de qué está hablando.

Siguió leyendo.

—Ah —dijo después de un rato—. Aquí cita a Ibn Sina directamente. «El vidrio, tal como dijo Avicena, es entre las piedras como un tonto entre los hombres, puesto que adopta toda clase de colotes y pinturas.» Dicho por un verdadero espejo de hombre... Ah... Mira, aquí hay una historia que podría ser la de nuestro Sayyed Abdul Aziz. «Hace mucho tiempo, vivió alguien que convertía el cristal en algo flexible, algo que podía ser moldeado y trabajado con un martillo; esta persona llevó una redoma de cristal al emperador Tiberio y la arrojó al suelo; el cristal no se rompió, apenas se dobló. Y el hombre arregló la redoma con un martillo.» ¡Tenemos que pedirle este cristal a Iwang! «Entonces el Emperador ordenó que a aquel hombre le cortaran la cabeza, para que su arte no se conociera. Porque si fuera así el oro no tendría mucho más valor que la arcilla, y todos los demás metales perderían su valor, porque con toda seguridad si las vasijas de cristal no eran frágiles, entonces comenzarían a tener más valor que las vasijas de oro.» Ésta sí que es una propuesta bastante curiosa. Supongo que en aquella época el cristal era algo bastante raro. —Se puso de pie, se estiró y suspiró—. Por otra parte, los Tiberios serán siempre algo común.

Hojeó rápidamente casi todos los otros libros y los dejó nuevamente en la caja. Pero leyó página a página La mesa esmeralda. Luego llamó a Iwang, y más tarde a algunos de los matemáticos de la Sher Dor, para que le ayudaran a poner a prueba cada una de las frases que aparecían allí y que contuvieran alguna sugerencia tangible para futuras acciones en los talleres o en el mundo en general. Finalmente, estuvieron de acuerdo en que se trataba sobre todo de información falsa y que lo único auténtico eran los más triviales y comunes comentarios sobre la metalurgia o la conducta natural.

Bahram pensó que aquello podría significar una desilusión para Khalid pero, en realidad, después de todo lo que había pasado, parecía de hecho estar contento con aquellos resultados, incluso más tranquilo. De repente, Bahram lo comprendió todo: Khalid se hubiera sorprendido si hubiera acontecido algo mágico, se hubiera sorprendido y decepcionado, puesto que ello hubiera hecho que el mismísimo orden que ahora asumía como existente en la naturaleza se convirtiera en algo irregular e insondable. Así que vio cómo fallaban todas las pruebas con adusta satisfacción; luego puso el antiguo libro que contenía la sabiduría de Hermes Trimegisto en lo más alto de una estantería con el resto de sus hermanos y de ahí en adelante los ignoró. Después de eso, sólo se interesaba por sus libros con las páginas en blanco, unas páginas que él llenaba inmediatamente después de cada demostración y, más tarde, a lo largo de las largas noches, yacían abiertos por todas partes, principalmente sobre las mesas y el suelo del estudio. Una fría noche en la que Bahram había salido a dar un paseo por la fábrica, entró en el estudio de Khalid y lo encontró dormido en su sillón. Bahram lo abrigó con una manta y apagó casi todos los faroles, pero a la luz del que quedaba encendido, miró los grandes libros abiertos desparramados en el suelo. La letra escrita por la mano izquierda de Khalid era tan irregular que prácticamente era ilegible, parecía un código secreto, pero los pequeños dibujos y bosquejos que él había incluido estaban bastante bien a pesar de su aspecto un tanto tosco: el corte transversal de un globo ocular, una gran carreta, franjas de luz, balas de cañón volando por el aire, alas de pájaros, sistemas de engranajes, listas de numerosas variedades de acero de Damasco, interiores de hornos, termómetros, altímetros, mecanismos de todo tipo, pequeñas figuras luchando con espadas o colgando de gigantes espirales como semillas de tilo, rostros de pesadilla con miradas lascivas, tigres acostados o en pleno salto, rugiendo en los garabatos de los márgenes.

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