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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (37 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Su tono era seco y directo. Bahram se dio cuenta de que quería evitar el portentoso y mágico estilo que había simulado durante sus transmutaciones de alquimia. No afirmaba nada ni decía conjuros. El recuerdo de su última y desastrosa demostración —el fraude— estaría en su mente en aquel momento, al igual que en la de todos los demás. Ahora sólo señaló con la mano el reloj, que avanzaba sin prisa hacia el seis.

Cuando llegó la hora, el reloj comenzó a girar colgado del cordel; se podía ver claramente que el badajo golpeaba las pequeñas campanas de latón. Pero del cristal no salía ningún sonido. Khalid hizo un gesto.

—Tal vez penséis que el cristal no deja pasar el sonido, pero cuando introduzca nuevamente aire en la cámara, veréis que esto no es así. Primero os invito a que acerquéis el oído al cristal, para que podáis confirmar que no se oye nada.

Hicieron aquello uno por uno. Luego Khalid abrió una válvula que permitía la entrada del aire en el matraz y se oyó un penetrante silbido que precedió al de los apagados golpes de la alarma; rápidamente se oyeron cada vez más fuertes, hasta que el sonido se pareció mucho al de una alarma que suena en la habitación contigua.

—Parece que no hay sonido mientras no haya aire que lo transmita — comentó Khalid.

Los visitantes de la madraza estaban ansiosos por inspeccionar el aparato y por discutir su posible empleo en diferentes pruebas. Mientras tanto, especulaban acerca de qué quedaría —si era que quedaba algo— dentro de la cámara cuando todo el aire era aspirado. Khalid fue inflexible y se negó a discutir aquella cuestión; en cambio, prefirió hablar sobre lo que parecía indicar la demostración en cuanto a la naturaleza del sonido y su transmisión.

—Quizás el eco podría aclarar este asunto —dijo uno de los qadis.

A él y a todos los otros testigos invitados les brillaban los ojos, estaban complacidos, e intrigados.

—Hay algo que golpea el aire, lo empuja, y el sonido es un golpe que se mueve por el aire, como las olas en el agua. Rebotan, como rebotan las olas cuando chocan contra una pared. A este movimiento le lleva tiempo atravesar el espacio; de ahí la demora del eco.

—Con la ayuda de un acantilado con eco —dijo Bahram—, tal vez podríamos medir la velocidad del sonido.

—¡La velocidad del sonido! —dijo Iwang—. ¡Muy bien!

—Muy buena idea, Bahram —dijo Khalid.

Se aseguró de que su secretario estuviera tomando nota de todo lo que se hacía o se decía. Abrió completamente la válvula, de manera que todos pudieran oír la alarma. Era extraño que el badajo hubiera estado tan silencioso antes. Se rascó el cuero cabelludo.

—Me pregunto —continuó Khalid después de reflexionar unos segundos— si, a partir del mismo principio, también podríamos establecer que la luz se mueve a cierta velocidad.

—¿Y el eco? —preguntó Bahram.

—Bueno, si apuntáramos la luz de un farol, digamos... un farol descubierto, a un espejo distante y tuviéramos un reloj que se pudiera leer con mucha precisión, o uno que se pudiera poner en marcha y detener, aún mejor...

Iwang sacudió la cabeza.

—El espejo tendría que estar muy lejos para que el que tomara el tiempo pudiera medir el intervalo; entonces el destello de luz del farol no sería visible a menos que el espejo estuviera perfectamente apuntado.

—Supongamos que una persona es el espejo —sugirió Bahram—.

Cuando la persona que está en la colina lejana ve la luz del farol, enciende la suya, y la persona que encendió la primera luz toma el tiempo de la aparición de la segunda.

—Muy bien —dijeron varias personas al mismo tiempo.

—Aun así podría ser demasiado rápido.

—Tenemos que comprobarlo —dijo Khalid con entusiasmo—. Una demostración aclarará el asunto.

Dicho aquello, Esmerine y Fedwa se acercaron empujando la bandeja helada con sus «demostraciones de sorbetes», tal como los calificara Iwang, y la multitud se sirvió, conversando alegremente, mientras Iwang hablaba del débil sonido de los goraks en el alto Himalaya, donde el aire era escaso, y otras cosas por el estilo.

El kan se enfrenta al vacío

Así, Iwang sacó a Khalid de su negra melancolía, y Bahram vio la sabiduría del enfoque de Iwang. Ahora, Khalid se levantaba cada día apresurado por hacer cosas. Los negocios del recinto fueron entregados a Bahram y a Fedwa y a las viejas manos encargadas de los diferentes talleres, y Khalid estaba distraído y no se interesaba en absoluto cuando acudían a él con asuntos comerciales. Durante todo el tiempo se ocupó de idear, planear, ejecutar y dejar constancia escrita, primero, de sus demostraciones con la bomba de vacío y, más tarde con otros equipos y fenómenos. Fueron a la gran muralla occidental de la ciudad al amanecer, cuando todo estaba en silencio, y midieron el tiempo que tardaba el eco del sonido producido por unos bloques de madera al golpearlos unos contra otros, después de medir la distancia al muro con un cordel de un tercio de li. Iwang hizo los cálculos y en seguida declaró que la velocidad del sonido era algo así como de dos mil lis por hora, una velocidad de la que todos se maravillaron.

—Unas cincuenta veces más rápido que el más veloz de los caballos —dijo Khalid, observando alegremente las cifras de Iwang.

—Y la luz será aún mucho más rápida —predijo Iwang.

—Lo averiguaremos.

Mientras tanto, Iwang se devanaba los sesos pensando en las cifras.

—Aún queda la cuestión de si el sonido reduce la velocidad a medida que avanza. Aunque tal vez se acelere. Es posible que reduzca, si es que pasa algo de eso, puesto que el aire se resiste al movimiento.

—El ruido se acalla cuanto más lejos está —señaló Bahram—. Tal vez se debilite y reduzca la velocidad.

—¿Por qué pasará eso? —preguntó Khalid.

Entonces él e Iwang se sumergieron en una profunda discusión sobre el sonido, el movimiento, la casualidad, y los efectos de la distancia. Bahram no tardó en quedarse fuera de todo aquello, puesto que él no era filósofo; de hecho a Khalid no le gustaba el aspecto metafisico de la discusión y terminaba diciendo lo que siempre decía aquellos días:

—Lo probaremos.

Iwang estuvo de acuerdo. Rumiando sus cifras, dijo:

—Necesitamos unas matemáticas que no sólo puedan enfrentarse con las velocidades fijas, sino también con la velocidad del cambio de una velocidad. Me pregunto si los hindúes habrán tenido esto en cuenta.

A menudo decía que los matemáticos hindúes eran los más avanzados del mundo, mucho más que los chinos. Khalid le había permitido, hacía ya mucho tiempo, que consultara todos los libros de matemáticas que había en su estudio, e Iwang se pasaba muchas horas leyendo o, con una tiza en la mano, haciendo complicados cálculos y dibujos sobre pizarras.

La noticia de su bomba de vacío se propagó; a menudo, ellos se reunían con los grupos interesados de las madrazas, generalmente los maestros que enseñaban matemáticas y filosofía natural. En estas reuniones, era normal que se discutiera, pero siempre se conservaba el estilo de disputa decididamente formal de los debates teológicos de la madraza.

Mientras tanto, el caravasar hindú daba asilo con frecuencia a los vendedores de libros, y estos hombres llamaban a Bahram para que acudiera a echarle un vistazo a viejos pergaminos, o a libros encuadernados en cuero o madera, o a cajas con hojas sueltas.

—El viejo Manco estará interesado en lo que este Brahmagupta tiene que decir acerca del tamaño de la Tierra, te lo aseguro —solían decir, sonrientes, sabiendo que Bahram no podría juzgarlo.

—Éste se refiere a la sabiduría de cien generaciones de monjes budistas, todos asesinados por los mogoles.

—Ésta es la compilación de la sabiduría de los Frengis perdidos, de Arquímedes y de Euclides.

Bahram solía hojear las páginas como si pudiera saber si lo que le decían era cierto o no; la mayoría de las veces, compraba por el volumen y la antigüedad, incluso por la aparición frecuente de números, especialmente números hindis o de caracteres tibetanos que sólo Iwang podía descifrar. Si pensaba que Khalid e Iwang estarían interesados, regateaba con una firmeza basada en la ignorancia.

—Mira, esto ni siquiera está en árabe ni en hindi ni en persa ni en sánscrito, ¡ni siquiera reconozco este alfabeto! ¿Para qué le serviría esto a Khalid?

—Oh, esto es del Decán; cualquier budista puede leerlo, ¡a Iwang le alegrará mucho saber esto! O tal vez: —Éste es el alfabeto de los sijs. El último de sus gurús inventó un alfabeto para ellos, es muy parecido al sánscrito, y la lengua es una forma de punjabí.

Y cosas por el estilo. Bahram llegaba a casa con sus hallazgos, nervioso por haber gastado mucho dinero en libracos polvorientos incomprensibles para él, y Khalid e Iwang solían inspeccionarlos, pasando cada página como si fueran buitres, felicitando a Bahram por la elección que había hecho y por el regateo, o de lo contrario, Khalid solía acusarlo de tonto mientras Iwang lo miraba fijamente, sorprendido al ver que no podía identificar un libro de contabilidad Travancori lleno de facturas de embarque (éste era el volumen del Decán que cualquier budista podía leer).

La máquina también llamó la atención de otra gente, pero en este caso no fue tan bien recibida. Una mañana, Nadir Divanbegi apareció en la entrada con unos guardias del kan. Paxtakor, el sirviente de Khalid, los acompañó a través del recinto, y Khalid cuidadosamente impasible y hospitalario, ordenó que llevaran café a su estudio.

Nadir fue tan amistoso como pudo, pero no tardó en ir al grano.

—Yo argumenté ante el kan que tu vida debía ser perdonada puesto que eres un gran erudito, filósofo y alquimista, un elemento importante para el kanato, una joya de la gran gloria de Samarcanda.

Khalid asentía con la cabeza inquietamente, mirando su taza de café. Levantó brevemente un dedo, como para decir basta, y entonces murmuró:

—Estoy muy agradecido, Efendi.

—Sí. Ahora está claro que yo estaba en lo cierto al argumentar que tu vida debía ser perdonada, puesto que nos han llegado noticias, tanto de tus muchas actividades como de tus maravillosas investigaciones.

Khalid levantó la vista para mirarlo y comprobar si se estaba burlando de él, y Nadir alzó una mano para demostrar su sinceridad. Khalid volvió a bajar la mirada.

—He venido para recordarte que todas estas fascinantes pruebas están siendo llevadas a cabo en un mundo peligroso. El kanato se encuentra en el centro de todas las rutas de comercio del mundo, con ejércitos en todas las direcciones. El kan tiene el deber de proteger a sus súbditos de cualquier ataque; nos llegan noticias de la existencia de cañones que podrían reducir los muros de nuestras ciudades en una semana o menos. El kan desea que lo ayudes con este problema. Está seguro de que te hará feliz poder ofrecerle una pequeña parte de los frutos de tu erudición, la necesaria para ayudarlo a defender el kanato.

—Todas mis pruebas son del kan —dijo Khalid seriamente—. Mi propia respiración es del kan.

Nadir asintió con la cabeza en señal de reconocimiento de aquella verdad.

—Sin embargo no lo has invitado a tu demostración con esa bomba que hace vacío.

—No creía que él podría estar interesado en tan insignificante asunto.

—El kan se interesa por todo.

Ninguno pudo descifrar por el rostro de Nadir si estaba bromeando o no.

—Nos hará felices poder mostrale la bomba de vacío.

—Bueno. Eso será muy apreciado. Pero también recuerda que desea una ayuda muy específica en relación a la artillería y la defensa contra los cañones.

Khalid asintió con la cabeza.

—Honraremos el deseo del kan, Efendi.

Cuando Nadir se hubo marchado, Khalid se lamentó tristemente.

—¡Que se interesa por todo! ¡Cómo puede decir eso sin reírse! De todas maneras envió a un sirviente con una invitación formal para que el kan viera el nuevo aparato. Antes de la visita tenía a todo el recinto trabajando sin cesar, elaborando una nueva demostración de la bomba con la que impresionaría al kan.

Cuando llegara Sayyed Abdul Aziz y su séquito, la cámara en la que se haría el vacío estaría hecha de dos semiesferas, unidas por los bordes. Entre ambas mitades se colocaba una fina junta de cuero engrasado antes de que el aire fuera aspirado por la bomba; una estructura de acero y cuerdas lo mantenía todo en su sitio.

Sayyed Abdul se sentó sobre unos cojines e inspeccionó detenidamente las dos mitades de la cámara de vacío. Khalid le explicó:

—Cuando se saque todo el aire, las dos mitades del globo se apretarán una contra otra con mucha fuerza. —Juntó las dos mitades, las separó, volvió a juntarlas, conectó la bomba en la que tenia el agujero para ello y le hizo un gesto a Paxtakor para que accionara la bomba diez veces. Luego, acercó el dispositivo hasta donde estaba el kan y le invitó a que separara las dos mitades del globo.

No pudo hacerlo. El kan parecía aburrido. Khalid llevó el aparato al patio central del recinto; allí había dos grupos de tres caballos cada uno. Los arreos de tiro fueron enganchados a ambos lados del globo, y los caballos se separaron hasta que la esfera quedó suspendida en el aire. Cuando los caballos estuvieron listos, los jinetes chasquearon sus fustas, y los dos grupos de caballos resoplaron y tiraron y dieron brincos mientras intentaban separarlos. Se resbalaban hacia los lados, tiraron y tiraron; sin embargo, el globo no pudo ser separado.

El kan observaba con interés a los caballos, pero parecía hacer caso omiso de la esfera. Después de algunos minutos, Khalid hizo detener a los caballos, desenganchó el aparato y lo acercó al kan, Nadir y su grupo. Cuando abrió la llave de paso, el aire volvió a entrar silbando en el globo, y las dos mitades se separaron con tanta facilidad como los gajos de una naranja. Khalid quitó la aplastada junta de cuero.

—Veis —dijo—. Fue la fuerza del aire, mejor dicho del vacío, lo que mantuvo a las dos mitades tan firmemente unidas.

El kan se puso de pie para retirarse, y sus criados le imitaron prontamente. Parecía que estaba a punto de quedarse dormido.

—Y todo esto, ¿para qué? —dijo—. Yo quiero hacer volar a mis enemigos por los aires, no mantenerlos unidos.

Hizo un gesto con la mano y se marchó.

Dentro de la noche, dentro de la luz

La respuesta tan poco entusiasta del kan preocupó a Bahram. Sayyed no se había interesado en absoluto por un aparato que había fascinado a los eruditos de la madraza; en cambio, había dado la orden de que se trabajara en alguna nueva arma o fortificación que hubiera escapado a la ardua búsqueda de los investigadores de todos los tiempos. Y más valía que no fracasaran, porque el posible castigo era muy fácil de imaginar. La mano ausente de Khalid se burlaba de ellos desde su propio vacío. Khalid solía mirar fijamente el muñón y decir:

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