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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (34 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Pero había trabajado en aquella proyección durante años, y había estudiado todos los textos de alquimia que había podido obtener, incluyendo muchos comprados por Bahram en un caravasar hindú, como
El libro del fín de la búsqueda
, de Jildaki, y el
Libro de los equilibrios
, de Jabir, también
El secreto de los secretos
, que una vez se había dado por perdido, y el texto chino
Libro de referencia para la penetración de la realidad
; Khalid tenía en su lujosos talleres la capacidad mecánica para repetir las destilaciones requeridas a una temperatura muy alta y con mucha claridad, cada una de las setecientas setenta y siete veces. Dos semanas antes había declarado que sus últimos esfuerzos habían dado fruto; ahora todo estaba preparado para una demostración en público, que por supuesto tenía que incluir a testigos de la realeza.

Así que Bahram corría de aquí para allá en el recinto de Khali en el extremo norte de Samarcanda, extendido por la orilla del río Zeravshán, que proporcionaba energía a la fundición y a los numerosos talleres. Las paredes del establecimiento estaban rodeadas de grandes montones de carbón que esperaban ser quemados, y en su interior había algunas construcciones, agrupadas holgadamente alrededor de la zona central de trabajo, un patio salpicado de cubas y coloridas soluciones químicas. Varios hedores diferentes se combinaban para formar el particular olor violento característico del taller de Khalid. Era el productor de pólvora y metales más importante del kanato, entre otras cosas; estas empresas prácticas le financiaban la alquimia, que era su verdadera y gran pasión.

Bahram se movía ágilmente en medio del desorden, asegurándose de que la zona de la demostración estuviera preparada. Las largas mesas de los talleres abiertos estaban atestadas de un ordenado surtido de equipos; las paredes estaban pulcramente cubiertas de herramientas. El atanor principal rugía con el calor.

Pero no encontraban a Khalid por ninguna parte. Los sopladores no lo habían visto; Esmerine, la esposa de Bahram, hija de Khalid, no lo había visto. La casa que estaba en el fondo del recinto parecía estar vacía, y nadie respondía a las llamadas de Bahram. Él comenzó a preguntarse si Khalid habría huido dominado por el miedo.

Entonces Khalid apareció saliendo de la biblioteca que estaba junto a su estudio, la única habitación en el recinto que tenía una puerta que podía cerrarse.

—Ahí estás —dijo Bahram—. Vamos, padre, Al-Razi y María la Judía no te ayudarán ahora. Llegó el momento de mostrar al mundo lo que has hecho.

Khalid, asustado de verle allí en aquel momento, asintió con la cabeza bruscamente.

—Estaba haciendo los últimos preparativos —dijo.

Llevó a Bahram hasta el cobertizo del horno, donde los fuelles movidos por ruedas hidráulicas colocadas en el río bombeaban aire en los rugientes fuegos.

El kan y su grupo llegaron bastante tarde, cuando ya había pasado gran parte de la tarde. Veinte jinetes entraron tronando con sus brillantes galas, después venía una fila de cincuenta camellos, todos sacando espuma por la boca y al galope. El kan bajó de su caballo blanco y atravesó el patio con Nadir Divanbegi a su lado, y varios oficiales de la corte pisándoles los talones.

El intento de Khali de comenzar con un saludo formal, incluyendo la presentación del obsequio de uno de sus más preciados libros de alquimia, fue interrumpido bruscamente por Sayyed Abdul Aziz.

—Muéstranos —le ordenó el kan, cogiendo el libro sin siquiera mirarlo.

Khalid hizo una reverencia.

—El alambique que he utilizado es éste que veis aquí, llamado pelícano. La materia de base es principalmente plomo calcinado y mercurio. Se ha sublimado en continuas destilaciones y redestilaciones, hasta que toda la materia hubo pasado por la retorta setecientas setenta y siete veces. En ese momento el espíritu del león, bueno, para decirlo con palabras más mundanas, el oro, se condensa a la temperatura más elevada del atenor. Entonces, echamos el lobo en este recipiente, lo ponemos en el crisol, y esperamos una hora, agitándolo mientras tanto siete veces.

—Muéstranos.

Estaba claro que el kan se aburría con los detalles.

Entonces, sin más preámbulos, Khalid los condujo directamente hasta el taller, y sus asistentes abrieron la pesada y gruesa puerta del horno, y después de permitir que los visitantes cogieran e inspeccionaran el cuenco de cerámica, Khalid levantó unas tenazas y echó el destilado gris en el crisol, colocó la bandeja en el horno y la deslizó dentro del intenso calor. El aire que cubría el atanor brillaba con luz trémula mientras el mulá de Sayyed Abdul Aziz recitaba oraciones y Khalid observaba la segunda manecilla de su mejor reloj. Cada cinco minutos hacía una señal a los sopladores, quienes abrían la puerta y sacaban la bandeja, momento en el que Khalid removía el metal líquido, ahora de un color naranja brillante, con su cucharón, siete veces siete círculos; luego volvía a introducirlo en el calor del fuego. Durante los últimos minutos de la operación, el chasquido del carbón era el único sonido en el patio. Los observadores, sudados, incluyendo a muchos conocidos de la ciudad, observaban en el reloj los tictacs del último minuto de aquella hora en un silencio igual al de los sufies en un trance de enmudecimiento o, pensaba Bahram un tanto intranquilo, como halcones observando el suelo allí abajo desde las alturas.

Finalmente Khalid hizo una seña con la cabeza a sus ayudantes, y él mismo levantó el cuenco de la bandeja con una gran tenaza y lo llevó hasta una mesa en el patio, puesta allí especialmente para la demostración.

—Ahora quitamos la escoria, gran Kan —dijo mientras con una paleta quitaba el plomo derretido fuera del cuenco y lo ponía en un bote de piedra que estaba sobre la mesa—. Y en el fondo podemos ver; ah...

Sonrió y se secó la frente con la manga, luego señaló el cuenco.

—Hasta cuando está derretido encandila los ojos.

En el fondo del cuenco el líquido era de un rojo más oscuro. Con una espátula, Khalid quitó con cuidado los desechos que quedaban; allí, en el fondo del cuenco, se veía una masa de oro líquido que comenzaba a enfriarse.

—Mientras esté líquido podemos verterlo en un molde con forma de lingote —dijo Khalid con modesta satisfacción—. Por lo que veo, aquí podría haber unas diez onzas. Eso sería una séptima parte de los materiales básicos, tal como lo había pronosticado.

El rostro de Sayyed Abdul Aziz brillaba como el oro. Se dio vuelta para mirar a su secretario Nadir Divanbegi, quien observaba detenidamente el crisol de cerámica.

Sin expresión alguna en su rostro, Nadir hizo señas a uno de los guardias del kan para que se acercara. El resto de ellos susurraba detrás del equipo del alquimista. Sus picas estaban aún erguidas, pero ahora estaban en posición de firmes.

—Incautaos de los instrumentos —ordenó al jefe de los guardias.

Tres soldados le ayudaron a recoger todas las herramientas utilizadas en la operación, incluyendo la gran retorta. Cuando tuvieron todo en su poder, Nadir se acercó a uno de los guardias y cogió el cucharón que Khalid había utilizado para remover los metales líquidos. Con un único e inesperado movimento lo golpeó violentamente contra la mesa. Sonó como una campana. Levantó la vista para mirar a Sayyed Abdul Aziz, quien a su vez miraba fijamente a su secretario, desconcertado. Nadir llamó a uno de los piqueros y luego puso el cucharón sobre la mesa.

—Cortadlo.

La pica bajó con fuerza, y el cucharón se abrió justo en la cavidad. Nadir levantó el mango y el cazo y los inspeccionó. Se los mostró al kan.

—Véis; el tubo es hueco. El oro estaba en el tubo dentro del mango, y cuando revolvía, el calor derretía el oro, entonces se deslizaba hasta salir y mezclarse con el plomo en el crisol. Mientras él revolvía, el oro se asentaba en el fondo.

Bahram miró a Khalid, escandalizado, y vio que era cierto. El rostro de su suegro estaba pálido y había dejado de sudar. Ahora era hombre muerto.

El kan rugió pero no dijo una sola palabra, luego saltó sobre Khalid y lo golpeó con el libro que él le había regalado antes. Khalid no se resistió.

—¡Lleváoslo! —bramó Sayyed Abdul Aziz a sus soldados.

Ellos levantaron a Khalid por los brazos y lo arrastraron atravesando la polvareda, sin permitirle que se pusiera de pie, y lo arrojaron sobre un camello. En un minuto no había nadie en el recinto, en el aire flotaban el humo y el polvo y los gritos que sonaban lejos.

La misericordia del kan

Nadie esperaba que Khalid fuera perdonado después de aquella estafa. Su esposa Fedwa ya llevaba luto, y era imposible consolar a Esmerine. Cesó todo trabajo en el patio. Bahram se consumía de impaciencia en el extraño silencio de los talleres desiertos mientras esperaba recibir la orden que le permitiera ir a recoger el cuerpo de Khalid. Se dio cuenta de que él no sabía lo suficiente para dirigir el taller metalúrgico.

Finalmente recibieron noticias; les dieron órdenes de acudir a la ejecución. Iwang se unió a Bahram en el viaje a Bokhara y de ahí al palacio. Iwang estaba triste e irritado a la vez.

—Debería habérmelo pedido a mí, si estaba tan falto de dinero. Yo hubiera podido ayudarlo.

Bahram se sorprendió un poco al escuchar aquello, puesto que la tienda de Iwang era un mero agujero en la pared del zoco y no parecía muy próspera. Pero no dijo nada. La verdad era que él había querido mucho a su suegro, y el furioso pesar que sentía no dejaba mucho espacio para pensar en las finanzas de Iwang. La inminente y violenta muerte de alguien tan cercano a él, el padre de su esposa —ella estaría sumamente turbada durante meses, tal vez años—, un hombre lleno de energía: aquella perspectiva lo vaciaba de cualquier otro pensamiento y lo llenaba de aprensión hasta hacerlo sentir enfermo.

Al día siguiente llegaron a Bokhara, bajo el intenso calor estival, en medio de un paisaje de tonos marrones y rojizos coronado por la intensidad del azul y el turquesa de las cúpulas de las mezquitas. Iwang señaló un alminar.

—La Torre de la Muerte —observó—. Probablemente lo arrojen desde allí.

Bahram se sentía cada vez peor. Entraron por la puerta este de la ciudad y llegaron al palacio. Iwang explicó a qué habían venido. Bahram se preguntaba si ellos, también, serían detenidos y ejecutados acusados de complicidad. Esto no se le había ocurrido antes; él temblaba mientras los guiaban hasta un salón que daba a los jardines.

Nadir Divanbegi llegó poco tiempo después. Los observó con su habitual mirada fija: un hombre elegante de baja estatura, con perilla negra, ojos azul claro, él mismo un sayyed, y muy rico.

—He oído que eres tan buen alquimista como Khalid —dijo Nadir a Iwang abruptamente—. ¿Crees en la piedra filosofal, en la transmutación, en el llamado trabajo rojo? ¿Pueden los metales viles ser convertidos en oro?

Iwang se aclaró la garganta.

—Es difícil de decir, Efendi. Yo no puedo hacerlo, y los expertos que han asegurado haberlo hecho, en sus escritos nunca dijeron con exactitud cuál es el procedimiento. Al menos de manera que yo pueda utilizarlo.

—Utilizar —repitió Nadir—. Ésa es una palabra en la que quiero hacer hincapié. La gente como tú y como Khalid posee conocimientos que el kan podría utilizar. Cosas prácticas, como la pólvora cuya fuerza sea más predecible. O metales más resistentes, o medicinas más eficaces. Éstos podrían ser verdaderos avances para el mundo. Desperdiciar semejantes aptitudes por un fraude... Naturalmente el kan está muy enfadado.

Iwang asintió con la cabeza, con la mirada hacia abajo.

—He hablado largo y tendido con él sobre este asunto, recordándole la distinción de Khalid en cuanto a armero y alquimista. Sus antiguas contribuciones como maestro de armas. Los muchos otros servicios que ofreciera al kan. Y el kan en su sabiduría ha decidido demostrar una misericordia que el mismísimo Mahoma aprobaría.

Iwang levantó la mirada.

—Se le dejará vivir si promete trabajar para el kanato en cosas que sean reales.

—Estoy seguro de que Khalid accederá —dijo Iwang—. La decisión del kan es realmente misericordiosa.

—Sí. Por supuesto se le cortará la mano derecha por latrocinio, tal como indica la ley. Pero teniendo en cuenta el descaro de su delito, desde luego este castigo es muy leve. Él mismo lo ha admitido.

El castigo fue aplicado más tarde ese mismo día, un viernes, después del mercado y antes de las oraciones, en la gran plaza de Bokhara, junto al estanque central. Una multitud se reunió para presenciar aquel acontecimiento. Todos estaban muy animados mientras Khalid era llevado por unos guardias que llevaban túnicas blancas como si estuvieran celebrando el ramadán. Mucha gente de Bokhara insultaba a Khalid, tanto por ser de Samarcanda como por ladrón.

Él se arrodilló ante Sayyed Abdul Aziz, quien proclamó la misericordia de Alá y la suya propia y la de Nadir Divanbegi por conceder el perdón de la vida del impío a pesar de su execrable fraude. El brazo de Khalid, que mirado a cierta distancia parecía la delgada pata de un pájaro, fue amarrado al tajo del verdugo. Luego un soldado levantó una enorme hacha sobre su cabeza y la dejó caer sobre la muñeca de Khalid. La mano de Khalid cayó y la sangre comenzó a manar a chorros sobre la arena. La multitud bramaba. Khalid se cayó de lado, y los soldados lo sostuvieron mientras uno de ellos le ponía en la herida resina que hervía sobre un brasero.

Bahram e Iwang lo llevaron de regreso a Samarcanda, echado en la parte de atrás de la carreta de Iwang, tirada por un buey, que Iwang había hecho construir para trasladar las cargas de metal y de cristal que los camellos no podían llevar. La carreta avanzaba dando espantosas sacudidas por el camino, un sendero amplio y polvoriento marcado en la tierra por siglos de tráfico de camellos entre las dos ciudades. Las inmensas ruedas de madera traqueteaban en cada bache y Khalid gemía en la parte trasera, semiconsciente y respirando estentóreamente, mientras con la mano izquierda sostenía la pálida y ardiente muñeca derecha. Iwang le había hecho tragar a la fuerza una poción en la que había echado unas gotas de opio; si no hubiera sido por los gemidos habría parecido que Khalid estaba dormido.

Bahram observaba el muñón con enfermiza fascinación. Mientras miraba la mano izquierda de Khalid, le dijo a Iwang: —Tendrá que comer con la mano izquierda. Tendrá que hacer todo con la mano izquierda. Estará siempre sucio.

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