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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (35 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Esa clase de limpieza no tiene importancia.

Tuvieron que dormir al costado del camino, ya que antes de llegar a casa les pilló la noche. Bahram se sentó junto a Khalid, y trató de hacerle tomar un poco de la sopa de Iwang.

—Vamos, padre. Vamos, viejo. Come algo y te sentirás mejor.

Cuando te sientas mejor todo estará bien.

Pero Khalid no hacia otra cosa que gemir y balancearse de un lado para otro. En la oscuridad, debajo de la gran red de estrellas, a Bahram le pareció que todo en sus vidas había sido arruinado.

Efecto del castigo

Pero a medida que Khalid se fue recuperando, se hizo evidente que él no veía las cosas de la misma manera. Se jactaba frente a Bahram e Iwang de su comportamiento durante el castigo.

—Nunca hablé una sola palabra con los carceleros y puse a prueba mis límites para ver cuánto tiempo podía contener la respiración sin desmayarme, así que cuando vi que se acercaba la hora no hice más que contener la respiración; calculé tan bien el tiempo que cuando cayó el golpe ya me había desmayado. No sentí absolutamente nada. Ni siquiera lo recuerdo.

—Nosotros sí —respondió Iwang, frunciendo el ceño.

—Pues aquello me sucedía a mí —dijo Khalid secamente.

—Bueno. Puedes utilizar el mismo método cuando te corten la cabeza.

También nos lo puedes enseñar para cuando nos arrojen de la Torre de la Muerte.

Khalid se quedó mirándolo fijamente.

—Parece que estás enfadado conmigo —dijo en tono agresivo y con los sentimientos heridos.

—Podrías haber conseguido que nos mataran a todos —le contestó Iwang—. Sayyed Abdul daría la orden sin pensárselo dos veces. Si no hubiera sido por Nadir Divanbegi, podría haber ocurrido eso. Deberías haber hablado conmigo. Con Bahram y conmigo. Podríamos haberte ayudado.

—Y en cualquier caso, ¿por qué tenías tantos problemas? —le preguntó Bahram, envalentonado por los reproches de Iwang—. No me digas que los trabajos que haces aquí no te dejan mucho dinero.

Khalid suspiró, se pasó el muñón por la cabeza de incipiente calva. Se puso de pie y fue hasta un armario cerrado con llave, lo abrió y sacó un libro y una caja.

—Esto llegó del caravasar hindú hace dos años —les dijo, mostrándoles las ajadas páginas del libro—. Es la obra de María la Judía, una magnífica alquimista. Es muy antigua. Pensé que su procedimiento era muy convincente. Simplemente necesitaba los hornos adecuados, y grandes cantidades de azufre y de mercurio. Así que pagué mucho dinero por el libro, y por los preparados. Y a partir de que contraje esa deuda con los armenios, aquella situación no hizo más que empeorar. Después de eso, necesitaba el oro para pagar el oro.

Se encogió de hombros lleno de indignación.

—Tendrías que habérnoslo contado —repitió Iwang hojeando el antiguo libro.

—Siempre deberías dejarme a mí cuando quieras hacer un negocio en el caravasar —agregó Bahram—. Ellos saben que tú deseas este tipo de cosas, en cambio yo soy ignorante y negocio con la fuerza de la indiferencia.

Khalid frunció el ceño.

Iwang golpeó ligeramente el libro.

—Esto no hace más que repetir las teorías de Aristóteles. No puedes confiar en que te diga nada provechoso. He leído las traducciones de Bagdad y de Sevilla; creo que él se equivoca más veces de las que acierta.

—¿Qué quieres decir? —exclamó Khalid indignado.

Hasta Bahram sabía que Aristóteles era el más sabio de los antiguos, la autoridad suprema para todos los alquimistas.

—Que se equivoca —dijo Iwang despreciativo—. El último médico rural de China puede hacer más por ti que Aristóteles. Creía que el corazón se ocupaba de los pensamientos, no sabía que era el órgano que bombea la sangre; no tiene idea de la existencia del bazo ni de las líneas meridianas, y nunca dice nada sobre el pulso o la lengua. Hizo algunas disecciones de animales bastante buenas, pero hasta donde yo sé nunca analizó minuciosamente a un ser humano. Ven conmigo al zoco el viernes que quieras y te enseñaré cinco cosas en las que se equivocó.

Khalid seguía con el ceño fruncido.

—¿Has leído la
Armonía entre Aristóteles y Platón
de Al-Farudi?

—Sí, pero esa armonía es imposible. Al-Farudi únicamente hizo el intento porque no tenía la biología de Aristóteles. Si hubiera conocido sus trabajos, se habría dado cuenta de que para Aristóteles todo continúa siendo material. Cada uno de sus cuatro elementos trata de alcanzar su niveles, y a medida que lo van intentando, van creando nuestro mundo. Obviamente que no es tan sencillo.

Hizo un gesto en derredor señalando el día claro y polvoriento y el ruido del taller de Khalid, los molinos, los sistemas hidráulicos, los grandes y ardientes hornos, y el movimiento.

—Los platónicos lo saben —continuó—. Saben que todo es matemático. Las cosas suceden de manera rigurosamente matemática. Para ser más preciso, deberían ser llamados pitagóricos. Son como budistas, en el sentido de que para ellos el mundo está vivo. Lo cual obviamente es el caso. Una gran criatura de criaturas. Para Aristóteles y para Ibn Rashd, se trata más de un reloj roto.

Khalid refunfuñó al oír todo aquello, pero no estaba en condiciones de discutir. Junto con la mano, le habían quitado su filosofía.

A menudo sentía algo de dolor; entonces fumaba hachís o bebía la poción con opio de Iwang, pero esto también entorpecía su agudeza mental, lo cual le enturbiaba el ánimo. No podía concentrarse para enseñar a los niños el uso correcto de la maquinaria; no podía estrechar la mano de la gente o comer con alguien, puesto que sólo le quedaba la mano impura; estaba permanentemente en un estado de impureza. Eso formaba parte del castigo.

Por fin, la comprensión de esta situación y el deterioro de todas sus investigaciones filosóficas y alquímicas terminaron atrapándolo y hundiéndolo en una profunda melancolía. Abandonaba la residencia donde dormía tarde por las mañanas y vagaba como una alma en pena por los talleres observando toda la actividad como si fuera un fantasma de sí mismo. Allí todo continuaba siendo casi igual que siempre. Las ruedas de los grandes molinos giraban movidas por la corriente del río y trituraban los minerales, y fuelles de los hornos seguían funcionando. Los grupos de trabajadores llegaban unos minutos después de la oración matutina, dejaban una marca en las hojas que llevaban el registro de las horas de trabajo y se dispersaban por todo el recinto para remover la sal con las palas o tamizar el salitre o realizar cualquiera de los centenares de actividades que exigía la empresa de Khalid, bajo la supervisión del grupo de viejos artesanos que habían ayudado a Khalid cuando se habían organizado los numerosos trabajos.

Pero, para Khalid, todo aquello era algo conocido, realizado, algo rutinario y sin significado. Vagando sin rumbo fijo o sentado en su estudio, rodeado de sus colecciones como una urraca con una ala rota en su nido, se quedaba con la mirada perdida en el vacío durante horas u hojeaba sus manuscritos, Al-Razid y Jalduki y Jami, mirando Dios sabía qué. Comenzó a despreciar los objetos maravillosos que le habían fascinado tanto: un trozo de coral picado, un cuerno de unicornio, monedas antiguas de la India, alguna talla en marfil y cuerno, una copa hecha de cuerno de rinoceronte con aplicaciones de lámina de oro, recipientes de piedra, un hueso de la pata de un tigre, una estatua dorada con forma de tigre, un buda risueño de un material negro no identificado, un netsuke nipón, horquillas y crucifijos de la civilización perdida de Frengistán. Todos estos objetos, que solían provocarle tanto placer, y sobre los cuales gustaba discutir durante horas con sus clientes habituales de una manera que se hacía cada vez más tediosa, ahora sólo parecían irritarle. Se sentaba entre sus tesoros y ya no buscaba nada más —observaba Bahram—, buscando semejanzas, haciendo conjeturas y especulaciones. Bahram nunca había entendido lo importante que para Khalid era eso.

A medida que el humor de Khalid se volvía cada vez más negro, Bahram comenzó a acudir al morabito sufí del Registán y transmitió su preocupación a Alí, el maestro sufí encargado del lugar.

—Mowlana, Khalid ha sido castigado mucho peor de lo que él creía al principio —le dijo un día—. Ya no es el mismo hombre.

—Él es la misma alma —respondió Alí—. Sencillamente estás viendo otro aspecto suyo. Hay un núcleo secreto en todos nosotros que ni siquiera Gabriel puede conocer aunque intente hacerlo. Ahora escucha. El intelecto deriva de los sentidos, que son limitados, y vienen del cuerpo. Por lo tanto, el intelecto también es limitado, y nunca puede conocer verdaderamente la realidad, que es eterna e infinita. Khalid quería conocer la realidad con el intelecto y no lo consiguió. Ahora lo sabe y está triste. El intelecto en realidad no tiene coraje, sabes; a la primera amenaza se mete en un agujero. Pero el amor es divino. Viene del reino de lo infinito y es confiado al corazón del hombre como un obsequio de Dios. En el amor no hay cálculos. ¡«Dios te ama» es la única sentencia posible! Así que es por el amor como podrás llegar al corazón de tu suegro. El amor es la perla de una ostra que vive en el océano, y el intelecto vive en la costa y no puede nadar. Trae la ostra, cose la perla en tu manga para que todos la vean. Eso dará coraje al intelecto. El amor es el rey que debe rescatar a su esclavo cobarde. ¿Entiendes?

—Creo que sí.

—Tienes que ser sincero y abierto, ¡tu amor tiene que ser tan brillante como el rayo! Entonces puede que la consciencia interior de Khalid lo vea y se libere a sí misma en un abrir y cerrar de ojos. Ve, siente el amor fluyendo por tu cuerpo y saliendo de éste hacia él.

Bahram intentó seguir aquel consejo. Cuando en su cama despertaba junto a Esmerine, sentía que el amor despertaba también en él, amor por su esposa y por su hermoso cuerpo, después de todo la hija de aquel viejo mutilado a quien le tenía tanto cariño. Lleno de amor, se dirigía a los talleres o atravesaba la ciudad, sintiendo en su piel el frescor del aire primaveral, y los árboles que rodeaban los estanques relucían llenos de polvo, como enormes joyas vivientes, y el intenso blanco de las nubes acentuaba el azul profundo del cielo, resonando debajo en las tejas turquesa y azul cobalto de las cúpulas de las mezquitas. Una ciudad hermosa en una mañana hermosa, en el mismísimo centro del mundo, y el zoco con su habitual caos lleno de ruido y color, todas las relaciones humanas reunidas allí para ser vistas al mismo tiempo, y sin embargo inútiles como un hormiguero, a no ser que estuvieran movidas por el amor. Todos hacían lo que hacían por el amor que sentían hacia las personas de su vida, día tras día; al menos eso era lo que creía Bahram aquellas mañanas, a medida que se iba haciendo cargo cada vez de más y más trabajos de los que Khalid había hecho en el recinto. Durante las noches también, cuando Esmerine lo recibía en su seno.

Pero le parecía que no lograba transmitir aquella sensación a Khalid. El viejo gruñía de ver cualquier expresión de buen humor, ni qué decir de las de amor, y se irritaba cuando era testigo de cualquier gesto de afecto, no solamente de parte de Bahram sino también de su esposa Fedwa, o de Esmerine, o de los niños de Bahram y Esmerine, Fazi y Laila, o de cualquier otra persona. El bullicio de los talleres los rodeaba bajo la luz del sol con su estruendo y hedor, todos los procedimientos de la metalurgia y la fabricación de pólvora que Khalid había escrito seguían funcionando ante ellos como si se tratara de un baile gigante y ruidoso; Bahram solía hacer un gesto que lo abarcaba todo y decía:

—¡El amor llena todo esto!

—¡Calla ya! ¡No seas tonto! —respondía Khalid refunfuñando.

Un día cerró detrás de él y con un golpe la puerta de su estudio sosteniendo con la única mano dos de sus viejos textos de alquimia y los arrojó por la puerta de un horno encendido.

—Puras tonterías —replicó duramente cuando Bahram le gritó que se detuviera—. Quítate de mi camino. Voy a quemarlos todos.

—¿Pero por qué? —exclamó Bahram—. ¡Son tus libros! ¿Por qué los quemas?

Khalid cogió un trozo de cinabrio lleno de polvo y lo sacudió delante de Bahram.

—¿Por qué? ¡Te diré por qué! ¡Mira esto! Todos los grandes alquimistas, desde Jabir hasta Ibn Sina y Al-Razi, están de acuerdo en que todos los metales son diversas combinaciones de azufre y mercurio. Iwang dice que los alquimistas chinos y los hindúes están de acuerdo en este asunto. Pero cuando combinamos azufre y mercurio, en sus estados más puros, conseguimos exactamente esto que ves aquí: ¡cinabrio! ¿Qué significa esto? Los alquimistas que realmente hablan de este problema, debo decirte que son muy pocos, dicen que cuando hablan de azufre y de mercurio no se refieren realmente a las sustancias que habitualmente llamamos azufre y mercurio, ¡sino a elementos más puros en cuanto a sequedad y humedad; que son como el azufre y el mercurio pero más puros! ¡Pues bien! —Arrojó el trozo de cinabrio, que atravesó todo el patio y cayó en el río—. ¿De qué sirve eso? ¿Entonces para qué los llaman así? ¿Por qué creer en algo de lo que dicen? —Sacudió el muñón en dirección al estudio y al taller de alquimia y a todos los aparatos esparcidos por el patio —. No son más que trastos. No sabemos nada. Nunca supieron de qué estaban hablando.

—Está bien, padre, tal vez sea así, ¡pero no quemes los libros! Podría haber algo útil en ellos, debes hacer alguna distinción. Además, costaron mucho dinero.

Khalid se limitó a gruñir.

—¡Puah!

La siguiente vez que fue a la ciudad, Bahram habló con Iwang acerca de aquel incidente.

—Quemó muchos libros. No pude convencerlo. Yo intento hacerle ver el amor que lo llena todo, pero él no lo ve.

El corpulento tibetano sopló aire a través de los labios como lo haría un camello.

—Eso nunca funcionará con Khalid —dijo—. Para ti es fácil estar lleno de amor, porque eres joven y lo tienes todo. Pero Khalid es viejo y manco. Ha perdido el equilibrio, su yin-yang está trastornado. El amor no tiene nada que ver con eso.

Evidentemente, Iwang no era sufí. Bahram suspiró.

—Pues entonces no sé qué hacer. Tienes que ayudarme, Iwang.

Quemará todos los libros y destruirá todos los aparatos; después quién sabe lo que pueda sucederle.

Iwang refunfuñó algo inaudible.

—¿Qué?

—Lo pensaré. Dame un poco de tiempo.

—No hay mucho tiempo. No tardará en romper todo.

Aristóteles estaba equivocado
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