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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (43 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Khalid estaba mirando una vez más a través del dispositivo.

Así que ahora podían mirar realmente las cosas. Crestas distantes, pájaros en vuelo, caravanas que se acercaban. Mostraron el aparato a Nadir, y sus usos militares se le revelaron inmediatamente. Llevó al kan uno que habían hecho especialmente para él, con incrustaciones de granate; después se supo que el kan estaba encantado. Eso no atenuó la presencia del kanato en el recinto de Khalid, por supuesto; todo lo contrario. Nadir mencionó con aire despreocupado que estaban esperando ansiosos el próximo avance extraordinario de los talleres de Khalid, ya que se decía que los chinos estaban alborotados. Quién sabía en qué podía terminar eso.

—Cada vez peor —dijo Khalid tristemente cuando Nadir se hubo ido —. Es como una soga con un nudo corredizo que se ajusta cada vez que hacemos un movimiento.

—Entrégale tus descubrimientos poco a poco —sugirió Iwang—. Así le parecerá que son más.

Khalid siguió ese consejo; esto le dio un poco más de tiempo. Trabajaron en toda clase de cosas que aparentemente podrían ayudar a las tropas del kan en una batalla. Khalid se daba el gusto de satisfacer sus propios intereses en relación a las causas primarias especialmente durante la noche, cuando enfocaban las estrellas con el nuevo catalejo y más tarde, ese mismo mes, la Luna, que resultó ser un mundo desolado, muy rocoso y montañoso, con innumerables cráteres, como si hubiese sido bombardeado con los cañones de algún superemperador. Luego, una noche memorable, miraron Júpiter a través del catalejo, y Khalid dijo:

—Por Dios, también es un mundo; está claro. Tiene unas bandas que marcan la latitud. Y mirad esas tres estrellas que están junto a él, brillan más que las propias estrellas. ¿Podrían ser lunas de Júpiter?

Tal vez lo fueran. Se movían con rapidez alrededor de Júpiter, y las que estaban más cerca del planeta se movían más rápido aún, como hacían los planetas alrededor del sol. Khalid e Iwang no tardaron en ver una cuarta luna; trazaron entonces un mapa con las cuatro órbitas, de modo que pudieran preparar nuevos aparatos ópticos para comprender lo que estaban viendo gracias al uso previo de los diagramas. Dejaron constancia de todo en un libro, otro obsequio para el kan; un obsequio sin utilidad militar, pero llamaron a las lunas con el nombre de las cuatro esposas más antiguas del kan, a quien le agradó mucho, estaba claro. Se les informó de que había dicho:

—¡Joyas en el cielo! ¡Para mí!

Quién es el forastero

En la ciudad había facciones que no sentían mucha simpatía por los investigadores. Cuando Bahram caminaba por el Registán y sentía las miradas puestas sobre él y las conversaciones que comenzaban o terminaban cuando él pasaba, se daba cuenta de que él era el tema de tertulia de una facción, sin importar que su comportamiento fuera del todo inocuo. Él era relacionado con Khalid, quien estaba aliado con Iwang y Zahhar, y todos juntos formaban parte del poder de Nadir Divanbegi. Por lo tanto eran los aliados de Nadir, aunque hubiese sido él quien los forzara a ello como quien prensa pasta para hacer papel; aunque ellos lo odiaran. En Samarcanda había mucha gente que odiaba a Nadir, sin duda incluso más que a Khalid, puesto que éste estaba bajo su protección, mientras que esta otra gente eran sus enemigos: parientes de sus enemigos muertos o encarcelados o exiliados, tal vez, o los perdedores de antiguas luchas de palacio. El kan tenía otros consejeros —cortesanos, generales, familiares— todos celosos unos de otros por tener que compartir su atención, y envidiosos de Nadir por la gran influencia que tenía. De tanto en tanto Bahram había oído rumores que hablaban de intrigas en palacio en contra de Nadir, pero nunca supo bien todos los detalles. El hecho de que su involuntaria asociación con Nadir pudiera meterlos en nuevos problemas en otra parte le parecía terriblemente injusto; ya tenía suficientes problemas con ella.

Un día, aquella sensación de enemigos ocultos se convirtió en algo más tangible: Bahram estaba visitando a Iwang, y frente a la puerta de la tienda del tibetano aparecieron dos qadis que Bahram nunca había visto antes; les seguían dos soldados del kan y un pequeño grupo de ulemas de la madraza Tilla Kari. Exigieron que Iwang presentara los recibos del pago de sus impuestos.

—Yo no soy dhimmi —dijo Iwang con su acostumbrada calma.

Los dhimmis, o la gente del pacto, eran los no creyentes que habían nacido y vivido en el kanato y tenían que pagar un impuesto especial. El islamismo era la religión de la justicia y todos los musulmanes eran iguales ante Dios y ante la ley; pero de aquellos de menor jerarquía: las mujeres, los esclavos y los dhimmis, los dhimmis eran los que podían cambiar su estatus con sólo tomar la sencilla decisión de convertirse a la auténtica creencia. De hecho en el pasado había habido épocas en que había sido «el libro o la espada» para todos los paganos, y únicamente a la gente del Libro —los judíos, los zoroástricos, los cristianos y los sabíanos— se les había permitido mantener su creencia, si insistían en ello. Actualmente a todos los paganos se les permitía seguir practicando su religión, siempre y cuando estuvieran registrados con los qadis, y pagaran el impuesto dhimmi anual.

Eso estaba claro y era algo normal. Sin embargo, a partir de que los chiítas safaridas habían subido al trono en Irán, la posición legal de los dhimmis había empeorado, sobre todo en Irán, donde los mulás chiítas estaban tan preocupados por la pureza, pero también en los kanatos del este, al menos a veces. Realmente era un tema con el que había que tener mucho tacto. Como Iwang comentara alguna vez, la propia incertidumbre era parte del impuesto.

—¿No eres dhimmi? —dijo uno de los qadis, sorprendido.

—No, vengo del Tíbet. Soy mustamin.

Los mustamin eran visitantes extranjeros a quienes se les dejaba vivir en las tierras musulmanas durante determinados períodos.

—¿Tienes amán?

—Sí.

El amán era el salvoconducto que los mustamin debían tener obligatoriamente y renovar cada año en el kanato. Entonces Iwang entró y trajo una hoja de pergamino y la mostró a los qadis. Había varios sellos de cera en el pie del documento; los qadis los inspeccionaron detenidamente.

—¡Ya lleva ocho años aquí! —se quejó uno de ellos—. Eso es más tiempo del que permite la ley.

Iwang se encogió de hombros con displicencia.

—La renovación fue concedida esta primavera.

Cayó un pesado silencio mientras los hombres revisaban otra vez los sellos del documento.

—Un mustamin no puede poseer propiedades —mencionó uno.

—¿Esta tienda es tuya? —preguntó el qadi principal, sorprendido una vez más.

—No —dijo Iwang—. Desde luego que no. La alquilo.

—¿Pagas cada mes?

—Cada año. Después de la renovación de amán.

—¿De dónde eres?

—Del Tíbet.

—¿Tienes casa allí?

—Sí. En Iwang.

—¿Y familia?

—Hermanos y hermanas. No tengo esposa ni hijos.

—¿Entonces quién está en tu casa?

—Una hermana.

—¿Cuándo regresarás?

Breve pausa.

—No lo sé.

—Quieres decir que no tienes planes de regresar al Tíbet.

—No, pienso regresar. Pero... los negocios me han ido bien. Mi hermana me envía plata sin refinar, yo la fundo para hacer cosas. Esto es Samarcanda.

—¡Entonces tus negocios siempre irán bien! ¿Por qué habrías de irte? Tú deberías ser un dhimmi, aquí eres un residente permanente, un súbdito no creyente del kan.

Iwang se encogió de hombros hizo un gesto señalando el documento. Eso era algo que Nadir había traído al kanato, pensaba Bahram, algo de lo más profundo del corazón del islam: la ley era la ley. Tanto los dhimmis como los mustamin estaban protegidos por un contrato, cada cual a su manera.

—Ni siquiera eres de la gente del Libro —dijo uno de los qadis con indignación.

—En el Tíbet tenemos muchos libros —dijo Iwang tranquilamente, como si hubiera entendido mal.

Los qadis se ofendieron.

—¿Cuál es tu religión?

—Soy budista.

—Entonces no crees en Alá, no rezas a Alá.

Iwang no respondió.

—Los budistas son politeístas —dijo uno de ellos—. Como los paganos convertidos por Mahoma en Arabia.

Bahram se plantó frente a ellos.

—«En cosas de religión no existen las obligaciones» —recitó acaloradamente—. «Para ti, tu religión; para mí, la mía.» ¡Eso nos dice el Corán!

Los visitantes lo miraron fijamente y con frialdad.

—¿Tú eres musulmán? —preguntó uno.

—¡Por supuesto que sí! ¡Lo sabrías si conocieras la mezquita de Sher Dor! Nunca te he visto allí. ¿Dónde rezas los viernes?

—En la Mezquita de Tilla Kari —contestó el qadi, ahora furioso.

Aquello era interesante, puesto que la madraza de Tilla Kari era el centro del grupo de estudios chiíta, el que se oponía a Nadir.

—«
Al-kufou millatun wahida
» —dijo uno de ellos; una contracita, como la llamaban los teólogos. «El escepticismo es una religión.»

—Solamente los digaraz pueden quejarse de la ley —contestó Bahram bruscamente. Los digaraz eran los que hablaban sin rencor ni malicia, musulmanes desinteresados—. Tú no entras en esa categoría.

—Y tú tampoco, muchacho.

—¡Ven aquí! ¿Quién te ha enviado? Desafías la ley del amán, ¿quién te da ese derecho? ¡Fuera de aquí! ¡No tienes la menor idea de lo que hace el kan por Samarcanda! ¡Atacas al mismísimo Sayyed Abdul, atacas al mismísimo islam! ¡Lárgate!

Los qadis no se movieron, pero había algo en sus ojos que se había vuelto más cauteloso.

—La próxima primavera volveremos a hablar —dijo el jefe mientras echaba un último vistazo al amán de Iwang.

Con un ademán parecido al del kan, ordenó a sus hombres que lo siguieran por la estrecha callejuela del zoco.

Durante un buen rato, los dos amigos se quedaron inmóviles y en silencio en la tienda, incómodos el uno con el otro.

Finalmente Iwang suspiró.

—¿Acaso Mahoma no dictó leyes sobre la manera en que los hombres deben ser tratados en Dar al-Islam?

—Dios las dictó. Mahoma apenas las transmitió.

—Todos los hombres libres son iguales ante la ley. Mujeres, niños, esclavos y no creyentes, menos ante la ley.

—Seres iguales, pero todos tienen sus derechos particulares, protegidos por la ley.

—Pero no tantos derechos como los de los hombres libres musulmanes.

—Ellos no son tan fuertes, por lo que sus derechos no tienen tanto peso. Todas son personas que deben ser protegidas por los hombres libres musulmanes, cumpliendo las leyes de Dios.

Iwang frunció los labios. Finalmente dijo:

—Dios es la fuerza que se mueve en todas las cosas. La forma que adoptan las cosas cuando se mueven.

—Dios es el amor que lo atraviesa todo —reconoció Bahram—. Eso dicen los sufies.

Iwang asintió con la cabeza.

—Dios es un matemático. Un matemático extraordinario y muy ingenioso. Lo que son nuestros cuerpos para los bastos hornos y alambiques de tu taller; eso es lo que las matemáticas de Dios son para nuestras matemáticas.

—¿Entonces estás de acuerdo con que hay un Dios? Pensé que Buda negaba que hubiera algún Dios.

—No lo sé. Supongo que puede que algunos budistas digan que eso no es así. La existencia proviene del Vacío. Yo no lo sé. Si sólo está el Vacío envolviendo todo lo que vemos, ¿de dónde vienen las matemáticas? A mí me parece que tiene que ser el resultado de algo que piensa.

Bahram se sorprendió cuando Iwang dijo aquello. Y no podía estar del todo seguro de la sinceridad de Iwang, teniendo en cuenta lo que acababa de ocurrir con los qadis de Tilla Kari. Aunque tenía sentido, en el sentido de que era a todas luces imposible que una cosa tan intrincada y gloriosa como el mundo pudiera haber nacido sin que un Dios grande y lleno de amor lo creara.

—Deberías venir a la asociación de sufíes y escuchar lo que dice mi maestro —dijo Bahram finalmente, sonriendo ante la idea de encontrar al enorme tibetano en su grupo.

Es posible que a su maestro le gustara la idea.

Bahram regresó al recinto pasando antes por el caravasar occidental, donde los comerciantes hindúes estaban acampados con sus olores a incienso y a té con leche. Bahram terminó de hacer los otros negocios que tenía por allí, compró perfumes y bolsas de minerales calcinados para Khalid y luego, cuando vio a Dol, un conocido de Ladakh, se acercó y se sentó junto a él y tomó té durante un rato y luego rakshi, mientras miraba las plataformas de carga llenas de especias y pequeños figurines de bronce. Bahram señaló las pequeñas estatuas llenas de detalles.

—¿Éstos son tus dioses? —preguntó.

Dol lo miró, sorprendido y divertido.

—Algunos son dioses, sí. Éste es Shiva; éste, Kali, el destructor; éste, Ganesha.

—¿Un dios elefante?

—Así lo representamos. Tienen otras formas.

—¿Pero un elefante?

—¿Has visto alguna vez un elefante?

—No.

—Son impresionantes.

—Sé que son grandes.

—No es sólo eso.

Bahram bebía su té a sorbos.

—Creo que Iwang podría convertirse al islamismo.

—¿Tiene problemas con su amán?

Dol se rió de la expresión de Bahram y lo invitó a beber un sorbo del jarro de rakshi.

Bahram le dio el gusto; luego insistió.

—¿Crees que es posible cambiar de religión?

—Mucha gente lo ha hecho.

—¿Tú podrías? ¿Podrías decir que hay un solo Dios? —dijo señalando los figurines.

Dol sonrió.

—Son todos distintos aspectos de Brahma, ya sabes. Detrás de todos, el gran Dios Brahma: todos son uno en él.

—Entonces Iwang también podría hacerlo. Tal vez ya crea en un único y gran Dios, el Dios de los Dioses.

—Tal vez. Dios se manifiesta de diferentes maneras ante las personas.

Bahram suspiró.

Aire malo

Bahram acababa de entrar al recinto e iba a contar a Khalid el incidente en la tienda de Iwang, cuando la puerta del taller de química se abrió de golpe, y unos hombres salieron a toda prisa perseguidos por un Khalid que no dejaba de gritar y por una densa nube de humo amarillo. Bahram dio media vuelta y comenzó a correr hacia la casa, con la intención de coger a Esmerine y a los niños, pero ellos ya habían salido y estaban corriendo; él los siguió atravesando la puerta principal. Todo el mundo chillaba; entonces, a medida que la nube subía sobre ellos, ellos se tiraron al suelo y se alejaron arrastrándose como ratas, tosiendo y escupiendo y llorando. Bajaron la colina rodando, con la garganta y los ojos ardiendo, y los pulmones quemados por el hedor cáustico de la venenosa nube amarilla. Muchos de ellos siguieron el ejemplo de Khalid y metieron la cabeza en el río; sólo la sacaban para tomar aire muy superficialmente, luego volvían a meterla.

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