Taiko (74 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Aquel mismo día dio la orden de rodear toda la montaña. Naturalmente, su ejército tardó varias jornadas en cruzar el lago, atravesar las montañas y reunirse con él.

—La sangre de mi hermano y de Mori Yoshinari aún no se ha secado. Que sus almas totalmente leales descansen en paz. ¡Que su sangre sea como faroles que iluminen el mundo!

Nobunaga se arrodilló en la tierra y unió las manos para rezar. Había hecho de la montaña sagrada su enemigo y ordenado que sus tropas la rodearan. Ahora juntaba las manos para orar y lloraba. De repente vio que uno de sus pajes también lloraba, con las manos unidas de la misma manera. Era Ranmaru, que había perdido a su padre, Mori Yoshinari.

—¿Estás llorando, Ranmaru?

—Perdonadme, señor, os lo ruego.

—Te perdono, pero deja de llorar o el espíritu de tu padre se reirá de ti.

Pero los mismos ojos de Nobunaga estaban enrojecidos. Pidió que llevaran su escabel de campaña a lo alto de una colina y desde allí examinó la disposición de las tropas sitiadoras. Hasta donde alcanzaba la vista, el pie del monte Hiei estaba abarrotado de estandartes, los de sus propias tropas.

Transcurrió la mitad del mes. El asedio de la montaña, una estrategia inusual en Nobunaga, continuaba. Había interrumpido el suministro de provisiones del enemigo, a fin de intentar que se rindieran a causa del hambre. Su plan ya estaba empezando a dar resultado. Con un ejército que superaba los veinte mil hombres, los graneros de la montaña se habían vaciado en seguida. Los soldados habían empezado a comerse la corteza de los árboles.

Llegó el invierno y el intenso frío en la cima de la montaña aumentó el sufrimiento de los defensores.

—Éste es el momento propicio, ¿no os parece? —dijo Hideyoshi a su señor.

Nobunaga llamó a su servidor Ittetsu. Éste, tras recibir instrucciones y acompañado por cuatro o cinco ayudantes, subió a la cima del monte Hiei y se entrevistó con el abad Sonrin de la pagoda occidental. Su reunión tuvo lugar en el templo principal, el cuartel general de los monjes guerreros.

Sonrin e Ittetsu se conocían desde hacía bastante tiempo y, como deferencia a esa amistad, Ittetsu había ido allí para persuadirle de que se rindiera.

—No estoy seguro de cuál es tu objetivo al venir aquí pero, como amigo, te aconsejo que no lleves esta broma demasiado lejos —replicó Sonrin, regocijado—. He accedido a verte porque creía que venías a pedir permiso para rendirte a nosotros. ¡Qué estupidez pedirnos que abandonemos la lucha y nos marchemos! ¿No te das cuenta de que estamos decididos a resistir hasta el final? ¡Debes de estar loco para presentarte aquí y decir semejantes necedades!

Los demás monjes guerreros miraban furibundos a Ittetsu. Sus ojos ardientes revelaban una enorme agitación interior.

Tras dejar que el abad expresara su parecer, Ittetsu empezó a hablar lentamente.

—El santo Dengyo estableció este templo para la paz y la preservación de la casa imperial y la tranquilidad de la nación. Supongo que la plegaria más ferviente de los monjes no consiste en ponerse armadura, empuñar espadas y lanzas, intervenir en la lucha política, aliarse con los ejércitos rebeldes y hacer que sufra el pueblo del imperio. ¡Los monjes han de volver a ser monjes! ¡Expulsad a los Asai y Asakura de la montaña, arrojad las armas y volved a vuestros papeles originales como discípulos del Buda! —Habló así desde lo más profundo de su ser, sin dar a los religiosos oportunidad de interrumpirle—. Además —siguió diciendo—, si no seguís sus órdenes, el señor Nobunaga ha decidido quemar el templo principal, los siete santuarios y los monasterios, y matar a cuantos estáis en la montaña. Por favor, pensadlo seriamente y dejad de lado vuestra testarudez. ¿Convertiréis esta montaña en un infierno o barreréis los viejos males y preservaréis la única lámpara de este suelo sagrado?

De repente los monjes que acompañaban a Sonrin empezaron a gritar.

—¡Esto no tiene sentido!

—¡Está perdiendo el tiempo!

—¡Silencio! —les ordenó Sonrin con una sonrisa sardónica—. Ha sido un sermón aburrido en extremo e inservible, pero voy a darle una respuesta cortés. El monte Hiei es por sí solo una autoridad y tiene sus propios principios. Te estás entrometiendo innecesariamente. Se está haciendo tarde, señor Ittetsu. Abandona la montaña ahora mismo.

—¿Puedes hablar así con tu sola autoridad, Sonrin? ¿Por qué no te reúnes con los sabios y los ancianos para discutir cuidadosamente el asunto?

—La montaña es una en cuerpo y mente. Mía es la voz de todos los templos del monte Hiei.

—Entonces, no importa lo que...

—¡Necio! Resistiremos la agresión militar hasta el final. ¡Protegeremos la libertad de nuestras tradiciones con nuestra propia sangre! ¡Fuera de aquí!

—Si así lo quieres... —dijo Ittetsu, sin hacer ademán de moverse—. Es una verdadera lástima. ¿Cómo vais a proteger la infinitud de la luz de Buda con vuestra sangre? ¿Qué es esa libertad que vais a proteger? ¿Cuáles son tales tradiciones? ¿Acaso no son más que engaños, convenientes para la prosperidad del templo? Pues bien, esos encantos no se cotizan en el mundo actual. Examinad bien la época. Es inevitable que los hombres codiciosos, que cierran los ojos y obstaculizan el avance de los tiempos con su egoísmo, sean quemados junto con las hojas caídas.

Dicho esto, Ittetsu regresó al campamento de Nobunaga.

El frío viento invernal arremolinaba las hojas secas alrededor de las cimas. Había escarcha por la mañana y la noche. De vez en cuando el viento soplaba cargado de nieve. Por entonces casi cada noche se declaraban incendios en la montaña. Una noche se quemó el almacén de combustible del pabellón Daijo; la noche anterior, el Takimido. Y aquella noche, aunque aún era temprano, surgieron llamas en los aposentos de los monjes en el templo principal y la campana sonó furiosamente. Como había muchos grandes templos en la zona, los monjes guerreros trabajaban con frenesí para evitar la extensión de las llamas.

Los profundos valles del monte Hiei estaban oscuros bajo el brillante cielo rojo.

—¡Qué confusión! —dijo un soldado de Oda, echándose a reír.

—Esto sucede todas las noches —añadió otro—. Así que nunca deben de tener ocasión de dormir.

El frío viento invernal silbaba entre las ramas de los árboles y los hombres batían palmas para entrar en calor. Tomaban su cena a base de arroz seco mientras contemplaban las conflagraciones nocturnas. Según los rumores, aquellos incendios habían sido planeados por Hideyoshi y eran obra de los servidores del antiguo clan Hachisuka.

Por la noche los incendios afligían a los monjes y durante el día estaban extenuados por los preparativos para la defensa. Por otro lado, se les estaban agotando los alimentos y el combustible, y carecían de protección contra el frío.

Finalmente llegó el invierno y cayeron copiosas nevadas. Los veinte mil defensores y los varios millares de monjes guerreros se marchitaban ahora como verduras afectadas por la helada.

A mediados del mes doceavo, un representante de la montaña sin armadura y vestido sólo con hábitos de monje, se acercó al campamento de Nobunaga acompañado de cuatro o cinco monjes guerreros.

—Quisiera hablar con el señor Nobunaga —dijo el emisario.

Cuando le llevaron a presencia de Nobunaga, éste vio que era Sonrin, el abad que anteriormente se había reunido con Ittetsu. Traía el mensaje de que, puesto que los puntos de vista en el templo habían cambiado, solicitaban la paz. Nobunaga se negó.

—¿Qué le dijisteis al mensajero que os envié antes? —preguntó al tiempo que desenvainaba su espada—. ¿No sabéis lo que es la vergüenza?

—¡Esto es un ultraje! —gritó el monje.

Se puso en pie, tambaleante, mientras la espada de Nobunaga se desplazaba como un rayo horizontal.

—Recoged su cabeza y marchaos. ¡Ésta es mi respuesta!

Los monjes palidecieron y regresaron apresuradamente a la montaña. La nieve y la cellisca que el viento abatía sobre el lago también caían con fuerza en el campamento de Nobunaga. Éste había enviado al monte Hiei un mensaje inequívoco acerca de sus intenciones, pero ahora tenía la mente abrumada por el dilema que le planteaba la solución de otra gran dificultad. El enemigo que aparecía ante él era sólo el reflejo de un incendio en un muro. Arrojar agua al muro no extinguiría el fuego, y entretanto las llamas auténticas arderían a su espalda. Ésta era una advertencia corriente en el arte de la guerra, pero el problema para Nobunaga consistía en su incapacidad de luchar contra el origen del fuego, aun cuando sabía cuál era. El día anterior había llegado un informe urgente desde Gifu, según el cual Takeda Shingen de Kai estaba movilizando a sus tropas y se disponía a atacar en ausencia de Nobunaga. Y eso no era todo: se había producido un levantamiento de decenas de millares de seguidores del Honganji en Nagashima, en su propia provincia de Owari, y uno de los parientes de Nobunaga, Nobuoki, había muerto y su castillo estaba en poder del enemigo. Finalmente, todos los rumores malignos posibles difamando a Nobunaga habían sido diseminados entre la gente.

Era comprensible que Takeda Shingen se hubiera hecho oír. Tras haber dispuesto una tregua con su tradicional enemigo durante muchos años, los Uesugi de Echigo, Shingen había dirigido su atención al oeste.

—¡Hideyoshi! ¡Hideyoshi! —llamó Nobunaga.

—¡Sí! ¡Aquí estoy!

—Busca a Mitsuhide y llevad los dos esta carta a Kyoto de inmediato.

—¿Para el shogun?

—Así es. Le pido que medie, pero sería mejor que también lo escuchara de tus labios.

—Pero en ese caso, ¿por qué habéis decapitado al mensajero del monte Hiei?

—¿Es que no lo comprendes? De no haberlo hecho, ¿crees que podríamos concluir una conferencia de paz? Aun cuando nos hubiéramos puesto de acuerdo, es evidente que romperían el tratado y vendrían a por nosotros.

—Tenéis razón, mi señor. Ahora lo comprendo.

—No importa el lado que elijas, no importa dónde estén las llamas... El incendio tiene una sola fuente, y está claro que esto es obra de ese shogun de dos caras, al que le encanta jugar con fuego. Necesitamos que el shogun sea explícitamente el mediador en los acuerdos de paz y retirarnos lo antes posible.

Se iniciaron las negociaciones de paz. Yoshiaki acudió al templo Mii e hizo un esfuerzo para apaciguar a Nobunaga y llegar a un acuerdo de paz. Encantados ante lo que les parecía una oportunidad feliz, los ejércitos de los Asai y Asakura partieron hacia sus territorios aquel mismo día.

El día dieciséis, todo el ejército de Nobunaga emprendió la ruta terrestre y, cruzando el puente flotante en Seta, se retiró a Gifu.

Shingen, el de las piernas largas

Aunque Amakasu Sanpei estaba emparentado con uno de los generales de Kai, se había pasado diez años en una posición de baja categoría, debido a su habilidad característica, la de recorrer grandes distancias a una velocidad fuera de lo común.

Sanpei era el dirigente de los ninja del clan Takeda, los hombres cuyo trabajo consistía en espiar en las provincias enemigas, formar alianzas clandestinas y extender falsos rumores.

Las cualidades de Sanpei como andarín rápido y corredor habían asombrado a sus amigos desde su juventud. Era capaz de subir a la cima de una montaña y caminar de veinte a treinta leguas en un solo día. Pero ni siquiera él podía mantener esa velocidad un día tras otro. Cuando regresaba a toda prisa de algún lugar remoto, cabalgaba siempre que el terreno lo permitía, pero cuando se encontraba con senderos empinados, confiaba en su buen par de fuertes piernas. Por este motivo siempre tenía caballos estacionados en puntos esenciales a lo largo de las rutas que recorría, a menudo en las chozas de cazadores y leñadores.

—¡Eh, carbonero! ¿Estás en casa, viejo?

Sanpei llamó así mientras desmontaba ante la choza de un carbonero. Estaba empapado en sudor, pero no más que su caballo.

Comenzaba el verano. El color de las hojas de los árboles en las montañas era todavía de un verde pálido, mientras que en las tierras bajas ya había empezado a oírse el chirrido de las cigarras.

Sanpei pensó que el hombre no estaba allí. Abrió la puerta desvencijada de una patada, hizo entrar el caballo que se proponía dejar allí, lo ató a un poste, fue a la cocina y se sirvió arroz, verduras encurtidas y té.

En cuanto hubo llenado el estómago, sacó tinta y un pincel, redactó un mensaje en un trozo de papel y lo pegó con unos granos sobrantes en la tapa del recipiente de arroz.

Esto no ha sido obra de zorros y tejones. He sido yo, Sanpei, quien ha comido aquí. Te dejo mi caballo para que lo cuides durante mi ausencia. Aliméntalo bien y manténlo fuerte hasta que te haga otra visita.

Cuando Sanpei se marchaba, su caballo empezó a dar coces contra la pared, protestando por el abandono de que era objeto, pero su cruel dueño ni siquiera miró atrás y cerró la puerta con firmeza, apagando el sonido de los cascos.

Sería una exageración decir que utilizó sus excelentes piernas para volar, pero lo cierto es que se apresuró hacia la provincia montañosa de Kai a una velocidad que le hacía parecer realmente ágil. Desde el principio su destino había sido la ciudad de Kofu, capital de Kai, y la velocidad a la que viajaba sugería que era portador de un mensaje muy urgente.

A la mañana del día siguiente ya había cruzado varias sierras y contemplaba las aguas del río Fuji a sus pies. Los tejados visibles entre las paredes de la garganta eran los del pueblo de Kajikazawa.

Quería llegar a Kofu por la tarde, pero como tenía tiempo suficiente descansó un rato, contemplando el sol veraniego que bañaba la cuenca de Kai. Se dijo que, fuera cual fuese el destino de sus viajes, y a pesar de los inconvenientes y desventajas de una provincia montañosa, en ningún lugar se encontraba tan a gusto como en su región natal. Mientras así pensaba, abrazándose las rodillas, vio una larga hilera de caballos cargados con cubos de laca que avanzaban desde el pie de la montaña cuesta arriba. ¿Adonde podrían dirigirse?

Amakasu Sanpei se levantó y empezó a bajar la cuesta. A medio camino se cruzó con la recua de caballos de carga, formada como mínimo por cien animales.

—¡Vaya!

El hombre que montaba el primer caballo era un viejo conocido.

—Menudo montón de laca —le dijo Sanpei—. ¿Adonde la llevas?

—A Gifu —respondió el hombre y, al ver la expresión dubitativa de Sanpei, le explicó—: Por fin hemos manufacturado la cantidad de laca que nos pidió el clan Oda hace dos años, así que ahora la llevo a Gifu.

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