Taiko (71 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Nobunaga no parecía haber oído el disparo y había seguido adelante. A unas cincuenta varas de sus servidores se volvió y gritó:

—¡No le hagáis caso!

Como Nobunaga estaba solo, bastante más adelantado que los otros, dejaron detrás al aspirante a asesino. Cuando Hideyoshi y los demás generales llegaron a la altura de su señor y le preguntaron si estaba herido, Nobunaga redujo la velocidad de su caballo y alzó la manga, mostrando un pequeño orificio en la holgada tela.

—Nuestro sino está decretado por el cielo —se limitó a comentar.

Más adelante se descubrió que el hombre que había disparado contra Nobunaga era un monje guerrero famoso por su puntería.

Nobunaga había dicho que el sino está decretado por el cielo, pero eso no significaba que aguardase pasivamente la voluntad del cielo. Sabía cómo le envidiaban los jefes guerreros rivales. El mundo no le había tenido muy en cuenta cuando extendió sus alas sobre Owari y Mino desde su pequeño dominio, que no cubría más que un par de distritos de Owari. Pero ahora que ocupaba el centro del escenario e impartía órdenes desde Kyoto, los poderosos clanes provinciales se sentían molestos de repente. Clanes con los que no tenía ninguna querella, los Otomo y Shimazu de Kyushu, los Mori de las provincias occidentales, los Chosokabe de Shikoku e incluso los Uesugi y Date en el extremo norte, todos ellos contemplaban sus éxitos con hostilidad.

Pero el verdadero peligro lo planteaban sus propios parientes. Era evidente que ya no podía confiar en Takeda Shingen de Kai, como tampoco podía descuidarse con respecto a los Hojo, y Asai Nagamasa de Odani, que se había casado con su hermana Oichi, era una prueba viviente de la debilidad de las alianzas políticas basadas en el matrimonio. Cuando Nobunaga invadió el norte, su principal enemigo, el hombre que se había aliado de repente con los Asakura y amenazado su retirada, no fue otro que ese Asai Nagamasa, lo cual demostraba una vez más que las ambiciones de los hombres no pueden ser trabadas por los cabellos de una mujer.

Nobunaga estaba rodeado de enemigos. Los restos de los clanes Miyoshi y Matsunaga seguían siendo fastidiosos adversarios que permanecían emboscados, y los monjes guerreros del Honganji avivaban por doquier las llamas de la rebelión contra él. Parecía como si, al hacerse con el poder, el país entero estuviera en su contra, y por ello lo más prudente era regresar a Gifu. Si hubiera permanecido ocioso en Kyoto otro mes, quizá no habría habido ningún castillo ni clan al que regresar, pero lo cierto es que llegó al castillo de Gifu sin incidentes.

***

—¡Guardia, guardia!

La corta noche aún no había terminado, pero Nobunaga llamaba desde su dormitorio. Era más o menos la hora en que la canción del cuco se oía en Inabayama, y no era nada insólito que Nobunaga se despertara a esa hora y diera órdenes inesperadamente. Su guardia nocturna estaba acostumbrada a ello, pero parecía como si cada vez que se relajaban un poco Nobunaga les cogiera por sorpresa.

—¿Sí, mi señor?

Esta vez el guardián se presentó en seguida.

—Convoca un consejo de guerra —dijo Nobunaga mientras se disponía a salir del dormitorio—. Dile a Nobumori que llame de inmediato al estado mayor.

Los pajes y ayudantes corrieron tras él. Aún estaban medio dormidos y apenas podían saber si era medianoche o si amanecía. Desde luego aún estaba oscuro y las estrellas brillaban en el cielo nocturno.

—Voy a encender las lámparas —dijo un ayudante—. Por favor, mi señor, esperad un momento.

Pero Nobunaga ya se había desnudado. Entró en el baño y empezó a lavarse.

En la ciudadela exterior la confusión era incluso peor. Hombres como Nobumori, Tadatsugu y Hideyoshi estaban en el castillo, pero muchos de los demás generales se habían quedado en la ciudad fortificada. Mientras partían mensajeros en su busca, se procedió a la limpieza del salón y el encendido de las lámparas.

Por fin los generales estuvieron reunidos para el consejo de guerra. La blanca luz de una lámpara iluminaba el rostro de Nobunaga. Éste había decidido partir al alba y atacar a Asai Nagamasa de Odani. Aunque la reunión tenía por objeto celebrar un consejo de guerra, su propósito no era airear las diferentes opiniones ni discutir. Nobunaga tan sólo quería saber si alguien tenía sugerencias que hacer en cuanto a la táctica.

Cuando resultó evidente que la decisión de Nobunaga era irrevocable, los generales reunidos guardaron un silencio absoluto, como si algo les oprimiera el corazón. Todos ellos sabían que la relación de Nobunaga con Nagamasa era más que una alianza política. Nobunaga sentía realmente afecto por su cuñado, al que había invitado a Kyoto y acompañado personalmente en sus visitas a los lugares destacados.

Si Nobunaga no había informado a Nagamasa de su ataque contra el clan Asakura fue porque sabía que los Asai y los Asakura estaban vinculados por una alianza mucho más antigua que los lazos del clan Asai con los Oda. Pensando en la delicada posición de su cuñado, hizo cuanto pudo por mantenerle neutral.

Sin embargo, una vez Nagamasa supo que el ejército de Nobunaga se había internado en territorio enemigo, traicionó a su cuñado, le cortó la retirada y le obligó a sufrir una derrota inevitable.

Desde su regreso a Kyoto, Nobunaga había estado pensando en el castigo que impondría a su cuñado. En plena noche le habían entregado un informe secreto, según el cual Sasaki Rokkaku había fomentado una revuelta campesina con el apoyo del castillo de Kannonji y los monjes guerreros. Aprovechándose del caos y actuando conjuntamente con Asai, Rokkaku se proponía aplastar a Nobunaga de un solo golpe.

Una vez finalizado el consejo de guerra, Nobunaga salió al jardín con sus generales y señaló el cielo. A lo lejos las llamas de la insurrección lo teñían de un rojo brillante.

Al día siguiente, el vigésimo del mes, Nobunaga condujo su ejército a Omi. Derrotó a los monjes guerreros y atravesó las defensas de Asai Nagamasa y Sasaki Rokkaku. El ejército de Nobunaga se movió con la rapidez de una tormenta que barriera la llanura y atacó con la brusquedad del rayo.

El día veintiuno las tropas de Oda avanzaban hacia el castillo principal de los Asai en Odani. Ya habían sitiado el castillo de Yokoyama, que era filial del castillo de Odani. Para el enemigo la derrota fue total. No habían tenido tiempo de prepararse y su resistencia se desmoronó sin darles tiempo para establecer nuevas posiciones.

El río Ane sólo tenía unos pocos pies de profundidad, por lo que, a pesar de su considerable anchura, era posible vadearlo a pie. Sin embargo, sus claras aguas, que fluían desde las montañas de Asai oriental, estaban tan frías que podían dejar a un hombre aterido incluso en verano.

Faltaba poco para que amaneciera. Nobunaga, al frente de un ejército de veintitrés mil hombres, más otros seis mil soldados de Tokugawa, desplegó sus fuerzas a lo largo de la orilla oriental.

Más o menos desde la medianoche del día anterior, las fuerzas combinadas de los Asai y los Asakura, que sumaban en total unos dieciocho mil hombres, habían avanzado gradualmente desde el monte Oyóse. Ocultos detrás de las casas a lo largo de la orilla occidental del río, aguardaban el momento oportuno para atacar. Todavía era de noche y sólo se oía el sonido del agua.

—Yasumasa —dijo Ieyasu a uno de sus comandantes—, el enemigo se acerca con rapidez a la orilla.

—Es difícil ver nada a través de esta niebla, pero oigo los caballos que relinchan a lo lejos.

—¿Alguna noticia de río abajo?

—Nada por ahora.

—¿A qué lado bendecirá el cielo? Antes de media jornada tendrá lugar el cambio decisivo.

—¿Media jornada? No sé si tardará tanto.

—No les subestimes —dijo Ieyasu mientras se internaba en el bosque que bordeaba el río.

Allí estaban sus tropas silenciosas, la flor y nata del ejército de Nobunaga. La atmósfera en el bosque era de total desolación. Los soldados se habían desplegado en una línea de fuego, agazapados en el sotobosque. Los lanceros aferraban sus armas y concentraban su atención más allá del río, donde aún no se movía nada.

¿Sobrevivirían o morirían en aquel día crucial?

Los ojos de los soldados brillaban. Insensibles a la vida o la muerte, imaginaban en silencio el resultado de la batalla. Ninguno parecía confiar en que vería el cielo de nuevo aquella noche.

Acompañado por Yasumasa, Ieyasu recorrió la línea. Al caminar, sus ropas sólo producían un leve crujido. No había ninguna luz, salvo el brillo de las mechas encendidas de los mosquetes. Un hombre estornudó, tal vez un soldado resfriado al que el humo de las mechas le irritaba la nariz. El ruido puso en tensión a los demás soldados.

La superficie del agua empezó a blanquearse y una línea de nubes rojas silueteó las ramas de los árboles en el monte Ibuki.

—¡El enemigo! —gritó un hombre.

Los oficiales que rodeaban a Ieyasu indicaron de inmediato a los soldados que no disparasen todavía. En la otra orilla, sólo un poco río abajo, un cuerpo mixto de samurais montados e infantes, en número de ciento veinte o treinta, vadeaba el río en diagonal. Levantaban espuma con los pies y parecían un vendaval blanco que cruzara el río.

La formidable vanguardia de los Asai hacía caso omiso de la vanguardia de los Oda e incluso de la segunda y tercera líneas de defensa, y se disponía a atacar el centro del campamento de los Oda.

Los hombres de Ieyasu tragaron saliva y exclamaron al unísono:

—¡Isono Tamba!

—¡El regimiento de Tamba!

El famoso Isono Tamba, el orgullo del clan Asai, era un digno adversario. Sus estandartes ondeaban entre el chapoteo y la espuma.

¡Fuego de mosquete!

¿Era el fuego de cobertura del enemigo o se trataba de sus propias armas? No, el fuego se había iniciado en ambas orillas al mismo tiempo. El ruido resonaba por encima del agua y era ya ensordecedor. Las nubes empezaron a alejarse y el despejado cielo veraniego mostró su tonalidad. En aquel momento la segunda línea de los Oda, al mando de Sakai Tadatsugu, y la tercera línea de Shonyu iniciaron de repente su avance por el río.

—¡No permitáis que el enemigo ponga pie en nuestro lado! —gritaban los oficiales—. ¡No dejéis que uno solo de ellos regrese al suyo!

Los hombres de Sakai atacaron el flanco del enemigo. En un instante se entabló un combate cuerpo a cuerpo en medio del río. Lanzas y espadas entrechocaron. Los hombres luchaban a brazo partido y caían de los caballos; las aguas del río se teñían de rojo.

El regimiento de tropas selectas de Tamba hizo retroceder a la segunda línea de Sakai. Kyuzo, el hijo de Sakai, gritó: «¡Hemos sido deshonrados!», y se precipitó en medio de la refriega. Sucumbió gloriosamente en combate, con más de cien de sus hombres.

Con una fuerza imparable, los soldados de Tamba atravesaron la segunda línea de los Oda. Los lanceros de Ikeda prepararon sus lanzas e intentaron detener el asalto del enemigo, pero no pudieron hacer nada.

Ahora le tocaba a Hideyoshi el turno de asombrarse.

—¿Habías visto alguna vez unos hombres tan intimidantes? —le preguntó a Hanbei.

Pero ni siquiera Hanbei disponía de una táctica para enfrentarse a aquel ataque. Ésta no fue la única razón de la derrota de Hideyoshi. Entre sus tropas había un gran número de hombres que se habían rendido en castillos enemigos. Estos nuevos «aliados» habían sido puestos bajo las órdenes de Hideyoshi, pero en el pasado recibieron sus estipendios de los Asai y Asakura. Era muy natural que su lanzas no solieran dar en el blanco, y cuando les ordenaban atacar al enemigo, era probable que obstaculizaran el avance a los propios hombres de Hideyoshi.

De este modo fue derrotada la línea de Hideyoshi, lo mismo que las líneas quinta y sexta de Oda. En total, Tamba derrotó a once de las trece líneas de Oda. En ese momento las fuerzas de Tokugawa que estaban río arriba lo vadearon, se adelantaron al enemigo en la orilla opuesta y avanzaron gradualmente río abajo. Pero al mirar atrás vieron que los soldados de Tamba ya se estaban aproximando al cuartel general de Nobunaga.

Al grito de «¡Ataquemos su flanco!» los soldados de Tokugawa saltaron de nuevo al río. Los soldados de Tamba creyeron que aquellos hombres eran sus propios aliados que entraban en el río por la orilla occidental, y no se percataron de su error ni siquiera cuando los tenían cerca. Los samurais de Tokugawa al mando de Kazumasa atacaron el regimiento de Tamba.

Súbitamente consciente de la presencia del enemigo, Tamba gritó hasta enronquecer, ordenando a sus hombres que se retirasen. Un guerrero que blandía una lanza goteante le golpeó desde un lado. Tamba cayó pesadamente al agua. Aferrando el asta de la lanza que le había atravesado el costado, intentó levantarse, pero el guerrero de Tokugawa no tenía intención de permitírselo. El acero de una espada destelló sobre la cabeza de Tamba y se estrelló contra su casco de hierro. La hoja se rompió en pedazos. Tamba se irguió en el agua que a sus pies se teñía de un rojo brillante. Rodeado por tres hombres, sucumbió bajo las espadas que le traspasaban y despedazaban.

—¡El enemigo! —gritaron los servidores que rodeaban a Nobunaga, y echaron a correr desde el cuartel general hasta la orilla del río, con las lanzas a punto.

Takenaka Kyusaku, el hermano menor de Hanbei, estaba en el regimiento de Hideyoshi, pero en la confusión de la batalla se había separado de su unidad. Corrió en persecución del enemigo y ahora estaba cerca del cuartel general de Nobunaga.

Se preguntó asombrado cómo era posible que el enemigo ya estuviera allí. Al mirar a su alrededor vio a un samurai que salía de la parte trasera del cercado. El hombre, cuya armadura no era la de un soldado de infantería corriente, alzó la cortina y examinó sigilosamente el interior.

Kyusaku se abalanzó contra el hombre y le agarró una pierna, cubierta por la pieza correspondiente de su armadura y cota de malla. El guerrero podría ser uno de sus propios hombres, y Kyusaku no quería matar a un aliado por error. El samurai se volvió sin la menor expresión de sorpresa. Parecía un oficial del ejército de Asai.

—¿Amigo o enemigo? —le preguntó Kyusaku.

—¡Enemigo, por supuesto! —gritó el hombre, manejando la lanza para atacar.

—¿Quién eres? ¿Tienes un nombre digno de ser repetido?

—Soy Maenami Shinpachiro, de los Asai, y he venido a por la cabeza del señor Nobunaga. ¿Y tú quién eres, enano repugnante?

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