Taiko (35 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
12.29Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así es. Tenemos que aprobar algunas cuestiones preliminares. Para terminar el trabajo de construcción en tres días, tendremos que elevar la moral de los hombres.

—La verdad es que te he sobrestimado.

—¿Por qué dices eso?

—Te respetaba porque eras dos veces más agudo que los demás hombres, pero eres el único que no ha previsto lo que sucedería.

Tokichiro se quedó mirando al riente Inuchiyo.

—Si pensaras en ello lo verías —dijo Inuchiyo—. Tu adversario es un hombre de poco carácter. Al fin y al cabo, es Yamabuchi Ukon, un hombre de capacidades limitadas, incluso entre aquellos considerados en general como carentes de toda capacidad. No hay ninguna razón para que rece por tu éxito, demostrando que eres más listo que él.

—Claro que no, pero...

—¿Así que va a quedarse sentado chupándose el dedo? Creo que no.

—Comprendo.

—Sin duda está planeando alguna obstrucción para que fracases, y por eso cabe pensar que los capataces a los que has invitado esta noche no vendrán. Tanto los trabajadores como los capataces piensan que Yamabuchi Ukon es bastante más importante que tú.

—Muy bien, lo comprendo. —Tokichiro inclinó la cabeza— En tal caso, este sake es para nosotros dos solos. ¿No deberíamos dejar el asunto en manos de los dioses y bebérnoslo?

—Eso está muy bien, pero tu promesa de hacer eso en tres días empieza a contar desde mañana.

—He dicho que bebamos, pase lo que pase.

—Si estás decidido, bebamos.

No bebieron mucho, pero hablaron largo y tendido. Inuchiyo era un buen conversador y, de una manera natural, Tokichiro se convirtió en su oyente. Al contrario que el otro, Tokichiro carecía de una educación formal. En su infancia no había tenido un solo día libre, como tenían los hijos de samurai, para dedicarse al estudio y a aprender buenos modales. No consideraba esto como una desgracia pero sí un obstáculo para su avance en el mundo, y cuando pensaba en quienes tenían más educación que él o se sentaba a conversar con ellos, adoptaba la determinación de apropiarse de su conocimiento. Así pues, escuchaba ansiosamente lo que decían los demás.

—Ah, estoy un poco bebido, Tokichiro. Vamos a dormir Tienes que levantarte temprano y yo confío por completo en ti.

Tras decir esto, Inuchiyo dejó su taza, se levantó y se marchó a su casa. Al cabo de un rato, Tokichiro se tendió de lado, apoyó la cabeza en el brazo doblado y se dispuso a dormir. No se dio cuenta cuando entró la doncella y deslizó una almohada bajo su cabeza.

Jamás había conocido una noche en blanco. Cuando dormía dejaba de existir la distinción entre el cielo, la tierra y él mismo. Sin embargo, cuando despertaba, como ocurrió muy temprano aquella mañana, entraba de inmediato en posesión de sí mismo.

—¡Gonzo! ¡Gonzo!

—Voy, voy. ¿Ya estáis despierto, señor?

—¡Tráeme un caballo!

—¿Cómo decís?

—¡Un caballo!

—¿Un caballo, señor?

—¡Sí! Hoy iré a trabajar temprano y no regresaré a casa ni esta noche ni la de mañana.

—Lamentablemente, todavía no tenemos ni caballo ni establo.

—¡Imbécil! Que te presten uno en el vecindario. No voy a ir de excursión. Lo necesito para asuntos oficiales. No vaciles, sal y tráeme uno.

—Puede que ya sea por la mañana, pero afuera todavía está oscuro.

—Si están durmiendo, golpea la puerta. Si crees que es para mi uso personal, probablemente titubearás. Pero se trata de un asunto oficial y por lo tanto es justificable.

Gonzo se abrigó y salió corriendo, lleno de confusión. Regresó llevando un caballo de la brida. Impaciente por marcharse, el torpe y bisoño jinete emprendió el galope sin preguntar siquiera por la procedencia de la montura. Se dirigió a seis o siete casas habitadas por los capataces de la construcción, los cuales recibían estipendios del clan y pertenecían al cuerpo de artesanos. Todas sus casas estaban construidas con un lujo notable, propio de quienes tenían sirvientas y concubinas, y eran imponentes comparadas con la de Tokichiro.

Fue de una casa a otra, golpeando las puertas y llamando a quienes aún dormían en su interior.

—¡Venid a la reunión! Todos los que trabajan en el solar de construcción, han de estar allí a la hora del tigre. Quienes lleguen tarde serán despedidos. ¡Por orden del señor Nobunaga!

Llevó este mensaje a todas y cada una de las casas. Un vapor blanco se alzaba del pelaje empapado en sudor de su caballo. Cuando llegaba al foso del castillo, la luz empezó a aparecer en el cielo oriental. Ató el caballo en el exterior del portal, aspiró hondo y se apostó en la puerta de Karabashi, con la espada larga en la mano y los ojos brillantes.

Los capataces a quienes había despertado cuando aún estaba oscuro se preguntaban qué habría sucedido, y llegaron uno tras otro al frente de sus nombres.

—¡Esperad! —les ordenó Tokichiro, deteniéndoles en la entrada.

Después de que le hubieran dicho sus nombres, el lugar donde trabajaban y el número de sus obreros y peones, les dio permiso para pasar. Entonces les ordenó que esperasen en silencio en sus puestos de trabajo. Por lo que podía ver, casi todos estaban allí. Los obreros se mantenían en orden, pero murmuraban inquietos entre ellos.

Tokichiro se les enfrentó, todavía con la espada desenvainada en la mano.

—¡Silencio! —Habló como si estuviera dando una orden con la punta de su espada alzada—. ¡En fila!

Los trabajadores obedecieron, pero sonriendo desdeñosamente. Por la expresión de sus ojos, era evidente que le consideraban un novato y que se reían de su actitud, con el pecho salido. Que blandiera la espada no era para ellos más que una postura impertinente y no hacía más que provocar su desdén.

—Esto es una orden para todos vosotros —les dijo en tono enérgico y al parecer con un aplomo absoluto—. Por orden del señor Nobunaga, yo, a pesar de mi falta de mérito, estaré de ahora en adelante a cargo de la construcción. Yamabuchi Ukon fue el encargado hasta ayer, pero yo le sustituyo desde hoy. —Mientras hablaba, miraba las filas de obreros de derecha a izquierda—. Hasta hace poco pertenecía a la categoría más inferior del servicio, pero gracias al favor de Su Señoría fui trasladado a las cocinas y ahora estoy en los establos. Llevo poco tiempo en el recinto del castillo y no sé nada de construcción, pero me propongo no estar por debajo de nadie cuando se trata de servir a nuestro señor. Así pues, me pregunto si, a las órdenes de un supervisor como yo, cualquiera de vosotros querrá trabajar como mi subordinado. Imagino que, entre los artesanos, existe un temperamento de artesano. Si a cualquiera de vosotros le disgusta trabajar en tales condiciones, que haga el favor de decirlo libremente y prescindiré de él en seguida.

Todos guardaban silencio. Incluso los capataces, que habían ocultado su desdén, mantuvieron las bocas cerradas.

—¿Nadie? ¿Ninguno está insatisfecho conmigo como supervisor? —preguntó de nuevo—. En ese caso, empecemos a trabajar de inmediato. Como he dicho antes, en tiempo de guerra es imperdonable que esta obra dure veinte días. Tengo la intención de terminar la obra al amanecer, dentro de tres días a partir de hoy. Quiero decir esto claramente para que lo entendáis y trabajéis con ahínco.

Los capataces intercambiaron miradas. Era natural que esa clase de discurso provocara sonrisas irónicas en aquellos hombres que estaban perdiendo el pelo y desempeñaban su oficio desde la infancia. Tokichiro observó su reacción pero prefirió hacer caso omiso.

—¡Capataces de los albañiles! ¡Jefes de los carpinteros y yeseros! ¡Avanzad!

Los hombres se movieron hacia adelante, pero el desdén era evidente en sus expresiones. De repente Tokichiro golpeó al jefe de los yeseros con la hoja plana de su espada larga.

—¡Qué insolencia! ¿Estás delante de un supervisor cruzado de brazos? ¡Fuera!

Creyendo que le había herido, el hombre cayó al suelo, gritando. Los demás palidecieron y les temblaron las rodillas.

Tokichiro siguió hablando en tono severo.

—Voy a asignaros vuestros puestos y deberes. Escuchadme atentamente.

La actitud de los hombres había mejorado. Ninguno de ellos daba la impresión de que escuchaba a medias. Estaban en silencio, aunque no conformados, y aunque no cooperaban realmente, parecían asustados.

—He dividido las doscientas varas del muro en cincuenta secciones, dando a cada grupo la responsabilidad de cuatro varas. Cada grupo estará formado por diez hombres: tres carpinteros, dos yeseros y cinco albañiles. Voy a dejar esos cometidos a los capataces. Cada uno de los capataces supervisará de cuatro a cinco grupos, para asegurarse de que los trabajadores no están ociosos y atender a la distribución de los hombres. Cuando alguno de vosotros tenga hombres sobrantes, irá a una sección donde falte personal. Nadie debe estar ocioso un solo instante.

Los hombres asentían pero parecían inquietos. Les irritaba aquella especie de lección y les desagradaba la asignación del trabajo en secciones.

—Ah, casi se me olvidaba —dijo Tokichiro, alzando más la voz—. Junto con la división de diez hombres por cada cuatro varas, asigno un cuerpo de reserva de ocho peones y dos obreros a cada grupo. Al observar vuestra manera de trabajar hasta ahora, he visto que obreros y yeseros tienden a abandonar el andamio y se pasan el día haciendo una tarea que no les corresponde, como acarrear madera. Pero un obrero en su lugar de trabajo es lo mismo que un soldado en el campo de batalla, el cual jamás debe abandonar su puesto. Y no debe dejar sus herramientas, sea un carpintero, un yesero o un albañil, pues eso sería lo mismo que si un soldado arrojara su espada o su lanza en el campo de batalla.

Distribuyó los puestos y dividió a los hombres, y entonces les gritó con suficiente autoridad para comenzar una batalla:

—¡Empecemos!

Tokichiro también buscó trabajo para sus nuevos subordinados. Ordenó a uno de ellos que tocara un tambor. Cuando dio la orden de comenzar a los trabajadores, el hombre tocó el tambor como si marcharan al combate, un redoble cada seis pasos.

Dos redobles del tambor significaban una pausa.

—¡Descanso!

Tokichiro dio la orden encaramado a una gran piedra. Si alguno no descansaba, le reprendía.

La indolencia que había prevalecido hasta entonces fue barrida del solar de construcción y la sustituyó la intensa actividad más propia del campo de batalla y el sudor de la energía empleada con entusiasmo. Pero Tokichiro miraba en silencio y su semblante no reflejaba satisfacción. Todavía no era el momento, aún no había logrado que trabajaran como deseaba.

Los trabajadores, con la experiencia de sus muchos años de actividad, sabían cómo utilizar su cuerpo de modos arteros. Daban la impresión de trabajar con ahínco, pero lo cierto era que no sudaban de veras. Su resistencia era tal que se consolaban un poco mostrando una obediencia superficial, pero sin trabajar realmente con empeño. La vida pasada de Tokichiro había estado anegada en sudor, cuyo auténtico valor y belleza conocía bien.

La afirmación de que el trabajo es cosa del cuerpo no responde a la realidad. Si el trabajo no está impregnado de espíritu, no hay ninguna diferencia entre el sudor de los hombres y el de vacas y caballos. Manteniendo la boca cerrada, Tokichiro pensaba en la verdadera naturaleza del sudor y el trabajo. Aquellos hombres trabajaban para comer, o bien para alimentar a padres, esposas e hijos. Trabajaban por el alimento o el placer, y no se alzaban por encima de eso. Su labor era pequeña y humilde, sus deseos tan limitados que la piedad llenó el pecho de Tokichiro y pensó: «También yo era así. ¿Es razonable esperar grandes hombres de personas con pocas esperanzas?». Si no conseguía imbuirles un mayor espíritu, no había ninguna razón para que trabajaran con mayor eficiencia.

Para Tokichiro, que permanecía silencioso en el solar de construcción, media jornada pasó rápidamente. Media jornada era la sexta parte del tiempo de que disponía. Pero al mirar el solar no podía distinguir señal alguna de que hubieran progresado desde la mañana. Tanto encima como debajo del andamio los hombres parecían muy activos, pero se trataba de una actividad fingida. Por el contrario, preveían la completa y abrumadora derrota de Tokichiro al cabo de tres días.

—Es mediodía, toca el tambor —ordenó Tokichiro.

El ruido y el tumulto en el solar de construcción cesaron en seguida. Cuando Tokichiro vio que los trabajadores se disponían a comer, envainó su espada y se marchó.

La tarde terminó con la misma atmósfera en el solar de construcción, con la excepción de que la disciplina se había roto y la indolencia era más evidente de lo que había sido durante la mañana. No difería del día anterior, cuando Yamabuchi Ukon estaba al frente de la obra. Peor todavía, se había ordenado a trabajadores y peones que trabajaran sin descansar ni dormir a partir de aquella noche, y sabían que no les permitirían abandonar el recinto del castillo durante tres días. Así pues, trabajaban de peor gana todavía y sólo pensaban en las maneras de hacer trampa.

—¡Alto! ¡Dejad de trabajar! ¡Lavaos las manos y reuníos en la plaza!

Aún había luz, pero de repente el encargado del tambor hizo la ronda.

—¿Qué ocurre? —se preguntaron con suspicacia los obreros al oír los redobles.

Cuando interrogaron a los capataces, éstos respondieron encogiéndose de hombros. Todos salieron a la plaza donde se guardaba la leña para ver qué sucedía. Allí, al aire libre, habían dispuesto sake y grandes cantidades de comida. Recibieron la orden de sentarse y lo hicieron sobre esteras de paja, piedras y maderas. Tokichiro tomó asiento en medio de los obreros y alzó su taza.

—Esto es poca cosa, pero tenemos tres días por delante. Un día ya ha pasado rápidamente, pero quisiera que trabajéis e intentéis lo imposible. Así pues, solamente por esta noche, os ruego que bebáis y descanséis a gusto.

Esta actitud era del todo distinta a la que había mostrado por la mañana, y él mismo dio ejemplo apurando una taza.

—¡Vamos! —les gritó—. Bebed. Hay comida y dulces para los que no gusten del sake.

Los obreros estaban asombrados. De pronto empezaron a preocuparse porque el descanso les impediría terminar el proyecto al tercer día. Pero Tokichiro fue el primero en achisparse.

—¡Eh! Hay mucho sake, y es del castillo, así que, por mucho que bebamos, habrá más en el almacén. Si bebemos, podemos bailar, cantar o dormir hasta el redoble del tambor.

Other books

Heatwave by Jamie Denton
An American Duchess by Sharon Page
Man of the Family by Ralph Moody
Wanderlust by Skye Warren
Black and Shadow by Caryn Moya Block
Geek High by Piper Banks
Layover by Peaches The Writer