Taiko (77 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Era evidente, por la expresión de su rostro, que había hablado así a sabiendas de que podría costarle la vida. De no haber estado dispuesto a morir allí y en aquel mismo instante no se habría atrevido a dirigir tales palabras a Nobunaga. Aunque siempre era bastante difícil hablar sinceramente con su señor, aquel día Nobunaga parecía un demonio blandiendo una espada llameante.

—¡Silencio! ¡Silencio! —gritó Nobunaga, acallando a Sekian y Akechi Mitsuhide, los cuales estaban a punto de apoyar a Nobumori—. ¿No os habéis indignado al contemplar las insurrecciones y este desgraciado estado de cosas? Los monjes transgreden las leyes de Buda, agitan al pueblo, almacenan riqueza y armas y propalan rumores. Bajo el manto de la religión, no son más que agitadores en busca de sus propios fines.

—No nos oponemos a castigar sus excesos, pero en un solo día es imposible reformar una religión en la que creen fervientemente todos los hombres y a la que ha sido concedida una autoridad especial —argumentó Nobumori.

—¿De qué sirve esa clase de sentido común? —replicó airado Nobunaga—. Porque llevamos ya ocho siglos de sentido común nadie ha sido capaz de cambiar la situación, a pesar de que la gente lamenta la corrupción y degeneración de la Iglesia. Incluso Su Majestad el emperador Shirakawa dijo que hay tres cosas sobre las que no ejerce control: los dados, las aguas del río Kamo y los monjes guerreros del monte Hiei. ¿Qué papel en la paz y la preservación del país representó esta montaña durante los años de la guerra civil? ¿Acaso ha proporcionado serenidad de espíritu o fortaleza al pueblo? —Nobunaga sacudió de repente su mano a la derecha—. Durante siglos, cuando han ocurrido desastres, los monjes no han hecho más que proteger sus privilegios. Con el dinero donado por las crédulas masas levantan muros de piedra y portales propios de una fortaleza y en su interior atesoran armas de fuego y lanzas. Y lo que es peor, los monjes se mofan abiertamente de sus votos comiendo carne y teniendo relaciones sexuales, por no mencionar siquiera la decadencia de la erudición budista. ¿Por qué ha de ser pecado poner fin con las llamas a semejante estado de cosas?

—Todo lo que decís es cierto —replicó Nobumori—, pero debemos deteneros, mi señor. No nos iremos de aquí hasta conseguirlo, aunque nos cueste la vida.

Los tres se postraron simultáneamente y permanecieron inmóviles ante Nobunaga.

El monte Hiei era el cuartel general de la secta Tendai, y el Honganji el principal baluarte de la secta Ikko. En los aspectos de doctrina eran distintas y se veían mutuamente como «la otra secta».

Lo único que las unía era su oposición a Nobunaga. Si éste no tenía un momento de descanso era debido a las maquinaciones de los hombres vestidos con hábitos de monje que habitaban en el monte Hiei, los cuales habían conspirado con los clanes Asai y Asakura y el shogun, ayudado a los enemigos derrotados por Nobunaga, enviado en secreto peticiones de ayuda a provincias tan lejanas como Echigo y Kai e incluso incitado a revueltas campesinas en Owari.

Los tres generales sabían que sin la destrucción de aquella fortaleza budista presuntamente inexpugnable, el ejército de Oda se vería obstaculizado una y otra vez y Nobunaga sería incapaz de realizar sus sueños.

En cuanto Nobunaga estableció su campamento, dio una orden increíble:

—Atacad la montaña y prended fuego a todo, empezando por los santuarios, el Gran Salón, los monasterios, todos los sutras y las reliquias sagradas. —Como si estas medidas no fuesen ya extremas, siguió diciendo—: No dejéis escapar a nadie que lleve hábito de monje. No hagáis ninguna distinción entre los prudentes y los necios, los monjes aristocráticos y los corrientes. No tengáis misericordia con las mujeres y los niños. Aunque alguno esté disfrazado de seglar, si se ha escondido en la montaña y huye a causa del fuego, podéis considerarle también como parte de esta peste. ¡Matadlos a todos y quemad la montaña hasta que no quede en las ruinas rastro de vida humana!

Ni siquiera los Rakasa, los demonios caníbales sedientos de sangre de los infiernos budistas, habrían hecho semejante cosa. Los generales que oyeron esta orden estaban amilanados.

—¿Se ha vuelto loco? —murmuró Takei Sekian entre dientes, pero al alcance del oído de los demás generales.

Sin embargo, sólo Sakuma Nobumori, Takei Sekian y Akechi Mitsuhide se atrevieron a expresar sus opiniones ante Nobunaga.

Antes de enfrentarse a su señor, los tres se habían comprometido.

—Es posible que nos veamos obligados a cometer el seppuku uno detrás del otro por oponernos a las órdenes de Su Señoría, pero no podemos permitir que lleve a cabo ese ataque temerario, incendiándolo todo.

Nobunaga podía asediar y tomar el monte Hiei, pero ¿qué necesidad había de semejante matanza y destrucción con fuego? Si se atrevieran a cometer ese ultraje, temían que el sentimiento popular se volviera contra los Oda. Los enemigos de Nobunaga se alegrarían y utilizarían el ataque como propaganda para denigrar su nombre a cada oportunidad. No haría más que buscarse la clase de mala reputación que los hombres habían temido y evitado durante siglos.

—No vamos a librar una batalla que será vuestra ruina —dijeron los tres generales, hablando en nombre de todos los presentes.

Sus voces temblorosas traslucían la lealtad hacia su señor.

Sin embargo, Nobunaga estaba decidido y no dio ninguna indicación de que pensaría dos veces las palabras de los tres hombres. Por el contrario, su determinación fue todavía mayor.

—Podéis retiraros. No digáis nada más. Si os negáis a obedecer la orden, se la daré a otros. ¡Y si los demás generales y soldados no me obedecen, entonces lo haré yo solo!

—¿Qué necesidad hay de cometer semejante atrocidad? —preguntó de nuevo Nobumori—. Me parece que un verdadero general podría poner fin al poderío del monte Hiei sin derramar una sola gota de sangre.

—¡Basta de «sentido común»! Esas palabras obedecen a ocho siglos de «sentido común». Si no quemamos las raíces de lo antiguo, jamás brotarán las yemas de lo nuevo. Habláis una y otra vez de esta montaña, pero no me intereso tan sólo por el monte Hiei. Quemarlo salvará a la Iglesia en todos los demás lugares. Si matando a todos los hombres, mujeres y niños del monte Hiei puedo abrir los ojos de los imprudentes en las provincias restantes, entonces habré hecho algún bien. Los infiernos más ardientes y profundos no son nada para mis ojos y oídos. ¿Quién más puede hacer esto aparte de mí? Tengo el mandato del cielo para hacerlo.

Los tres hombres, convencidos de que ellos, más que cualesquiera otros, conocían el genio y los métodos de Nobunaga, se quedaron consternados por esta afirmación. ¿Estaba su señor poseído por los demonios?

—No, mi señor —le suplicó Takei Sekian—. Sean cuales fueren las órdenes que nos deis, no podemos hacer nada más que tratar de disuadiros. No podéis incendiar un lugar sagrado desde los tiempos antiguos...

—¡Basta! ¡Callad! En lo más hondo de mi corazón he recibido el decreto imperial de arrasar con el fuego ese lugar. Os doy la orden de esa matanza porque tengo en el corazón la misericordia del fundador, el santo Dengyo. ¿No lo entendéis?

—No, mi señor.

—¡Si no lo entendéis, marchaos! No os interpongáis en mi camino.

—Voy a oponerme hasta que me matéis con vuestras propias manos.

—¡Ya estás condenado! ¡Fuera!

—¿Por qué he de irme? Antes que contemplar la locura de mi señor y la destrucción de su clan, puedo tratar de impedirlo con mi muerte. Mirad los numerosos ejemplos de la antigüedad. Ningún hombre que convirtió en un infierno los templos y santuarios budistas, o que mató sacerdotes, ha tenido un buen fin.

—Yo soy diferente. No guerreo en beneficio propio. En esta batalla mi papel será el de destruir los males del pasado y construir un nuevo mundo. No sé si ésta es una orden de los dioses, el pueblo o los tiempos, lo único que sé es que voy a obedecer las órdenes que he recibido. Todos vosotros sois pusilánimes y vuestra visión de las cosas es limitada. Vuestros lamentos son los mismos que los de la gente de miras estrechas. El beneficio y la pérdida de que habláis sólo me conciernen en tanto que individuo. Si mi acción al convertir el monte Hiei en un infierno protege a muchas provincias y salva innumerables vidas, entonces será un gran logro.

Sekian no desistió.

—El pueblo verá esto como la obra de los demonios. Se alegrarán si mostráis un poco de humanidad. Pero sed demasiado severo y jamás os aceptarán..., ni siquiera aunque os motive un gran amor.

—Si retrocedemos a causa de la opinión popular, seremos totalmente incapaces de actuar. Los héroes de la antigüedad temían a la opinión popular y dejaron que este mal acosara a las generaciones futuras. Pero voy a mostraros cómo extirparlo de una vez por todas. Y si he de hacerlo, debe ser radicalmente. De lo contrario, no tiene sentido que empuñemos las armas y marchemos hacia el centro del campo.

Entre las olas rugientes se producen intervalos. La voz de Nobunaga se suavizó un poco. Sus tres servidores estaban cabizbajos, casi sin fuerzas para seguir protestando.

Hideyoshi había cruzado el lago alrededor del mediodía y acababa de llegar. Cuando se presentó en el cuartel general, el debate proseguía, por lo que aguardó en el exterior. Al cabo de un rato asomó la cabeza entre las cortinas y pidió disculpas por entrometerse.

Todos miraron bruscamente en su dirección. La expresión de Nobunaga era como un fuego violento, mientras que los semblantes de sus tres generales, que estaban resueltos a morir, estaban rígidos, como cubiertos por una capa de hielo.

—Acabo de llegar en barco —dijo Hideyoshi afablemente—. Qué bello es el lago Biwa en otoño. Hay lugares, como la isla de Chikubu, cubiertos de hojas rojas. No tenía la impresión de que me dirigía al campo de batalla, e incluso compuse unos malos versos a bordo. Tal vez os los leeré después de la batalla.

Entró en el recinto y siguió charlando de cuanto le pasaba por la cabeza. Su rostro carecía por completo de la severidad que había transfigurado al señor y sus servidores poco antes. Parecía no tener ninguna preocupación en el mundo.

—¿Qué sucede? —preguntó Hideyoshi mirando alternativamente a Nobunaga y sus servidores, sumidos en el silencio. Sus palabras eran como una nítida brisa primaveral—. Ah, he oído de qué hablabais antes de entrar. ¿Por eso estáis callados? Como tienen en tan alta estima a su señor, los servidores han resuelto amonestarle y morir. En cuanto al señor, conocedor de los sentimientos más íntimos de sus servidores, no es tan violento como para castigarlos con la muerte. Sí, ya veo que hay un problema. Podríamos decir que ambas partes tienen sus razones buenas y malas.

Nobunaga le miró fijamente.

—Llegas en un buen momento, Hideyoshi. Si lo has oído casi todo, debes de comprender lo que anida en mi corazón y también lo que dicen estos tres hombres.

—Lo comprendo, mi señor.

—¿Obedecerías tú la orden? ¿Crees que es errónea?

—No creo nada en absoluto. No, esperad. Me parece que esta orden se basa en la recomendación que escribí y os entregué hace algún tiempo.

—¡Cómo! ¿Cuándo me hiciste semejante propuesta?

—Debéis de haberlo olvidado, mi señor. Creo que fue un día de primavera. —Entonces se volvió a los tres generales y les dijo—: Pero escuchad, casi me he echado a llorar cuando estaba ahí afuera oyendo vuestras leales amonestaciones. Tenéis la sinceridad de los auténticos servidores. Pero, en una palabra, creo que vuestro mayor temor es que si atacamos el monte Hiei y lo abrasamos el país entero se volverá contra Su Señoría.

—¡Eso es exactamente! —exclamó Sekian—. Si cometemos esa atrocidad, tanto los samurais como el pueblo se sentirán ofendidos. Nuestros enemigos lo aprovecharán para denigrar eternamente a Su Señoría.

—Pero fui yo quien recomendó que, si atacábamos el monte Hiei, debíamos hacerlo hasta sus últimas consecuencias, por lo que no fue idea de Su Señoría. Y, por lo tanto, en mí debería recaer la maldición o la mala reputación que resulten de ese acto.

—¡Qué presunción! —replicó Nobumori—. ¿Por qué habría de culpar el pueblo a alguien como vos? Lo que haga el ejército de Oda, sea lo que fuere, repercute en su comandante en jefe.

—Por supuesto. Pero ¿no me ayudaríais todos vosotros? ¿No proclamaríais al mundo que nosotros cuatro estábamos tan ansiosos por cumplir las órdenes de Su Señoría que fuimos demasiado lejos? Se dice que la mayor parte de la lealtad consiste en hacer las advertencias que uno considera oportunas aunque se vea obligado a morir por ello. Pero a mi modo de ver, ni siquiera hacer una advertencia y morir es suficiente prueba de lealtad por parte de un servidor realmente entregado a su señor. En mi opinión, mientras estamos vivos debemos responder, en el lugar de nuestro señor, de la mala reputación, los ultrajes, las persecuciones, los traspiés y todo lo demás. ¿Estáis de acuerdo?

Nobunaga le escuchaba en silencio, sin denotar su acuerdo o discrepancia. Sekian fue el primero en responder a la sugerencia de Hideyoshi.

—Estoy de acuerdo con vos. —Miró a Mitsuhide y Nobumori, los cuales tampoco pusieron objeciones y juraron atacar el monte Hiei con fuego y hacer saber que sus acciones habían excedido las órdenes de Nobunaga—. Es un plan maestro.

En un tono que reflejaba su admiración, Sekian felicitó a Hideyoshi por su iniciativa, pero Nobunaga no parecía en absoluto satisfecho. Por el contrario, sin decir una sola palabra, su expresión mostraba claramente que aquello era algo que en modo alguno merecía tales alabanzas.

La misma expresión se veía claramente en el rostro de Mitsuhide. Éste comprendía bien lo que Hideyoshi había sugerido, pero también sentía que el mérito de la verdad de sus propias reconvenciones leales les había sido arrebatado por las palabras del recién llegado. Estaba celoso, pero era un hombre inteligente y se avergonzó en seguida de su egoísmo, censurándose al reflexionar en que quien estaba dispuesto a morir oponiéndose a una orden de su señor no debería permitirse ni por un solo momento unos pensamientos tan superficiales.

Los tres generales aprobaron el plan de Hideyoshi, pero Nobunaga actuaba como si no se comprometiera y, desde luego, no parecía haber cambiado su plan inicial. Convocó a sus comandantes uno tras otro.

—¡Esta noche, cuando suene la caracola, atacaremos de frente la montaña!

Dicho esto, les dio personalmente las mismas órdenes que antes había dado a los tres generales. Parecía que eran muchos los oficiales que, junto con Sekian, Mitsuhide y Nobumori, estaban en contra de incendiar el monte, pero como los tres superiores ya habían aceptado la orden, todos hicieron lo mismo y se marcharon sin manifestar oposición.

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