Taiko (73 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Muy bien.

Le disgustaba que aquel shogun fuese tan difícil de salvar, pero también creía que la conducta de Yoshiaki era una verdadera bendición. Aquella noche convocó a los oficiales encargados de la construcción del palacio imperial y, al escuchar los informes sobre los progresos de las obras, se animó.

A la mañana siguiente se levantó temprano e inspeccionó los edificios casi terminados. Luego, tras hacer una visita de cortesía al emperador en el antiguo palacio, regresó a sus aposentos cuando salía el sol, desayunó y anunció que abandonaba la capital.

Cuando Nobunaga llegó a Kyoto, vestía kimono. A su regreso, en cambio, llevaba armadura, porque no volvía a Gifu. Una vez más recorrió el campo de batalla del río Ane, se entrevistó con Hideyoshi, destinado en el castillo de Yokoyama, recorrió rápidamente diversos lugares, dando órdenes a las unidades apostadas en ellos, y entonces sitió el castillo de Sawayama.

Tras haber hecho tabla rasa de sus enemigos, Nobunaga regresó a Gifu, pero ni él ni sus hombres disponían todavía de tiempo para reponerse de la fatiga causada por el calor del largo verano.

Una vez en Gifu, Nobunaga recibió cartas urgentes de Hosokawa Fujitaka, quien se hallaba en el castillo de Nakanoshima en Settsu, y de Akechi Mitsuhide desde Kyoto. Esas cartas le informaban de que en Noda, Fukushima y Nakanoshima en Settsu, los Miyoshi disponían de más de mil hombres que estaban construyendo fortalezas, a los que se habían unido los monjes guerreros del Honganji y sus seguidores. Tanto Mitsuhide como Fujitake hacían hincapié en que no había tiempo que perder y solicitaban las órdenes de Nobunaga.

El templo principal del Honganji había sido levantado durante un periodo de desorden civil y confusión, y estaba construido de modo que resistiera los disturbios de la época: al otro lado de sus muros de piedra había un foso profundo con un puente fortificado. Aunque el Honganji era un templo, su construcción no se diferenciaba de la de un castillo. Ser monje allí significaba ser guerrero, y aquel lugar no poseía menos monjes guerreros que Nara y el monte Hiei. Lo más probable era que ni uno solo de los sacerdotes que vivían en aquella antigua fortaleza budista no detestara al advenedizo Nobunaga, a quien acusaban de ser un enemigo del budismo que no hacía caso de la tradición, un destructor de la cultura y un demonio que no conocía límites..., una bestia entre los hombres.

Cuando, en vez de negociar, Nobunaga se enfrentó al Honganji y obligó a los monjes a cederle una parte de sus tierras, fue demasiado lejos. El orgullo de la fortaleza budista era grande, y los privilegios de los que gozaba antiguos. Poco a poco empezaron a llegar informes, procedentes del oeste y otras regiones, de que el Honganji se estaba armando. El templo había adquirido dos mil armas de fuego, el número de monjes guerreros se había multiplicado y se estaban cavando nuevos fosos defensivos alrededor de la fortaleza.

Nobunaga había previsto que los monjes se aliarían con el clan de Miyoshi y que seducirían al débil shogun para que se pusiera de su parte. También había esperado que se extendiera una propaganda maliciosa entre el pueblo y que muy probablemente esto provocaría una revuelta popular contra él.

Cuando recibió mensajes urgentes de Kyoto y Osaka, no se sorprendió gran cosa. Más bien tales mensajes aumentaron su resolución de aprovechar la oportunidad, y se dirigió rápidamente a Settsu, haciendo un alto en Kyoto.

—Solicito humildemente que Vuestra Excelencia acompañe a mi ejército —dijo al shogun—. Vuestra presencia será una inspiración para mis tropas y acelerará la sofocación de la revuelta.

Como es natural, Yoshiaki era reacio a aceptar tal cosa, pero no podía negarse, y aunque daba la impresión de que Nobunaga llevaba consigo a un parásito inútil, le resultaba beneficioso tener el escudo que representaba el nombre del shogun como una estratagema más para sembrar la disensión entre sus enemigos.

***

La zona entre los ríos Kanzaki y Nakatsu, en Naniwa, era una amplia llanura pantanosa, salpicada por algunas parcelas de cultivos. Nakajima, como se llamaba esa llanura, estaba dividida en los distritos norte y sur. La fortaleza del norte dependía de los Miyoshi, y el pequeño castillo que se levantaba al sur estaba al mando de Hosokawa Fujitaka. La batalla se centró en esa zona y prosiguió violentamente desde principios a mediados del noveno mes, con victorias y derrotas alternativas. Era una guerra abierta, en la que se usaba el nuevo estilo de las armas de fuego tanto pequeñas como grandes.

A mediados del noveno mes, los Asai y los Asakura, que se habían hecho fuertes en sus castillos de montaña, meditando sobre la amargura de la derrota y esperando que Nobunaga cometiera un error, tomaron las armas, cruzaron el lago Biwa y establecieron sus campamentos en las playas de Otsu y Karasaki. Una de las unidades se dirigió a la fortaleza budista del monte Hiei. Por primera vez, todos los monjes guerreros de las diversas sectas estaban unidos contra Nobunaga.

Todos ellos tenían la misma queja: «¡Nobunaga ha confiscado arbitrariamente nuestras tierras y pisoteado nuestro honor y la montaña que había permanecido inviolada desde los tiempos del santo Dengyo!».

Existían estrechos vínculos entre el monte Hiei y los clanes Asai y Asakura. Los tres convinieron en cortar la retirada a Nobunaga. El ejército de Asakura partió de las montañas al norte del lago, mientras que el ejército de Asai cruzaba el lago y desembarcaba en la otra orilla. La disposición de sus tropas indicaba que se proponían asir la garganta que era la localidad de Otsu y entrar en Kyoto. Entonces aguardarían junto al río Yodo y avanzarían conjuntamente con los monjes del Honganji para destruir a Nobunaga en una sola ofensiva.

Nobunaga llevaba luchando varios días, enfrentado a los monjes guerreros y el gran ejército de Miyoshi procedente de la fortaleza de Nakajima, en las marismas entre los ríos Kanzaki y Nakatsu. El día veintidós llegó a sus oídos la noticia alarmante pero críptica de que una calamidad se aproximaba des de la retaguardia.

Aún no se conocían los detalles, pero Nobunaga dedujo que cuando llegaran no serían agradables. Apretó los dientes, preguntándose cuál podría ser la calamidad, convocó a Katsuie y le ordenó que se encargara de la retaguardia.

—Yo retrocederé de inmediato y aplastaré a los Asai, los Asakura y los monjes del monte Hiei.

—¿No deberíamos esperar una noche más hasta disponer del próximo informe detallado? —le preguntó Katsuie, tratando de detenerle.

—¿Por qué? ¡Es ahora cuando el mundo va a cambiar!

Dicho esto, nada alteraría su decisión. Cabalgó velozmente hacia Kyoto, cambiando varias veces de montura.

—¡Mi señor!

—¡Qué tragedia!

Varios servidores se apiñaron ante su caballo, llorando amargamente.

—Vuestro hermano menor, el señor Nobuharu, y Mori Yoshinari han tenido una muerte heroica en Uji. Han caído al cabo de dos días y dos noches de lucha encarnizada.

El primer hombre no pudo continuar, por lo que lo hizo uno de sus compañeros con voz temblorosa.

—Los Asai, Asakura y sus aliados, los monjes, tenían un gran ejército de más de veinte mil hombres. Fue imposible resistir su fuerza.

Aparentemente impasible, Nobunaga replicó:

—No os limitéis a leer los nombres de los muertos que jamás volverán en unos momentos así... ¡Lo que quiero saber es lo que ocurre ahora! ¿Hasta dónde ha llegado el avance enemigo? ¿Dónde está el frente? Supongo que ninguno de vosotros lo sabe. ¿Está aquí Mitsuhide? Si está en el frente, llamadle en seguida. ¡Llamad a Mitsuhide!

***

Un bosque de estandartes rodeaba el templo Mii, cuartel general de los Asai y Asakura. El día anterior, los generales habían inspeccionado las cabezas cortadas del hermano menor de Nobunaga, Nobuharu, ante una gran multitud. Luego habían examinado las cabezas de otros famosos guerreros del clan Oda, una tras otra, hasta que esa macabra actividad casi les aburría.

—Así queda vengada nuestra derrota en el río Ane —musitó un hombre—. Ahora me siento mucho mejor.

—¡No hasta que hayamos visto la cabeza de Nobunaga! —dijo otro.

Entonces alguien se rió y dijo en voz ronca y con el cerrado acento del norte:

—Es como si ya la hubiéramos visto. Nobunaga tiene delante a las fuerzas del Honganji y los Miyoshi, y a nosotros detrás. ¿Adonde podría ir? ¡Es un pez en la red!

Inspeccionaron las cabezas durante más de un día, hasta que se hartaron del olor de la sangre. Al anochecer, los recipientes de sake se prodigaron en el cuartel general y ayudaron a levantar el ánimo de los vencedores. Mientras bebían se pusieron a hablar de estrategia.

—¿Debemos entrar en Kyoto o apoderarnos del cuello de botella que es Otsu y cercar a Nobunaga gradualmente, atrayéndole como a un gran pez en una red? —sugirió un general.

—¡Lo que hemos de hacer es avanzar hacia la capital y aniquilarle en el río Yodo y en los campos de Kawachi! —replicó otro.

—Es una mala idea.

Si un hombre defendía una táctica, otro se le oponía de inmediato, pues aunque los Asai y los Asakura estaban unidos en sus objetivos, cuando se producía una discusión en el alto mando cada hombre se creía en el deber de demostrar su propio conocimiento, por superficial que fuese, y defender su reputación. El resultado fue que no se llegó a ninguna decisión hasta medianoche.

Cansado de la estéril discusión, uno de los generales de Asai salió al exterior. Contempló el cielo y comentó:

—El cielo se ha vuelto muy rojo, ¿no es cierto?

—Nuestros hombres han incendiado las casas de los campesinos desde Yamashina hasta Daigo —le respondió un centinela.

—¿Para qué? Incendiar esa zona es inútil, ¿no?

—En absoluto, tenemos que contener al enemigo —replicó el general de Asakura que había dado la orden—. La guarnición de Oda en Kyoto al mando de Akechi Mitsuhide está causando estragos como si sus miembros estuvieran ansiosos de morir. También nosotros tenemos que mostrar nuestra ferocidad.

Había amanecido. Otsu era el cruce de las rutas principales hacia la capital, pero allí no se veía un solo viajero ni caballo de carga. Entonces pasó un hombre a caballo, seguido poco después por otros tres jinetes. Eran mensajeros militares procedentes de la capital y galopaban hacia el templo de Mii como si sus vidas dependieran de ello.

—Nobunaga está casi en Keage. Las tropas de Akechi Mitsuhide avanzan en vanguardia y se están abriendo paso con una fuerza imparable.

Los generales apenas podían dar crédito a sus oídos.

—¡No puede tratarse de Nobunaga en persona! Es imposible que haya logrado retirarse con semejante rapidez del campo de batalla de Naniwa.

—Ya han caído doscientos o trescientos de los nuestros en Yamashina. El enemigo está rabioso y, como siempre, Nobunaga en persona es quien da las órdenes. ¡Cabalga como un demonio o un dios montado, y viene directamente hacia aquí!

Asai Nagamasa y Asakura Kagetake palidecieron. El primero estaba especialmente afectado, pues Nobunaga era el hermano de su esposa, un hombre que antes le había tratado con amabilidad. La demostración de furia de Nobunaga le hacía estremecerse.

—¡Retirada! —exclamó con impulsividad Nagamasa—. ¡Regresemos al monte Hiei!

Asakura Kagetake secundó el tono apremiante de su aliado.

—¡Regresemos al monte Hiei! —Entonces gritó unas órdenes a sus servidores—: ¡Prended fuego a las casas de los campesinos a lo largo del camino! No, esperad hasta que nuestra vanguardia haya pasado. ¡Entonces incendiad las casas! ¡Quemadlas todas!

El cálido viento abrasaba la frente de Nobunaga. Las chispas habían encendido las crines de su caballo y las borlas de la silla de montar. Desde Yamashina a Otsu, las vigas ardientes de las casas a lo largo del camino y las llamas que parecían girar en el aire no podrían impedir que llegara a su destino. Él mismo se había convertido en las llamas de una antorcha, y sus hombres avanzaban al galope como una horda de fuego.

—Esta batalla será un servicio fúnebre en honor del señor Nobuharu.

—¿Creían acaso que no vengaríamos a los espíritus de nuestros camaradas muertos?

Pero cuando llegaron al templo de Mii no había un solo soldado enemigo a la vista. Todos se habían apresurado a subir a lo alto del monte Hiei.

Examinaron la montaña y vieron que el enorme ejército enemigo, formado por más de veinte mil hombres, además de los monjes guerreros, se extendía hasta Suzugamine, Aoyamadake y Tsubogasadani. Sus estandartes ondeantes parecían decir: «No hemos huido. De ahora en adelante, esta disposición de combate hablará por sí sola».

Nobunaga contempló la imponente montaña y se dijo: «Aquí está. Mi enemigo no es el monte, sino los privilegios especiales del monte». Ahora lo veía bajo una nueva luz. Desde los tiempos antiguos, a través de los reinados de los emperadores sucesivos, ¿hasta qué punto la tradición y los privilegios especiales de la montaña habían afligido y disgustado a los dirigentes del país y al pueblo llano? ¿Había siquiera en la montaña el más leve destello del Buda auténtico?

Cuando la secta Tendai fue introducida en Japón desde China, el santo Dengyo, constructor del primer templo en el monte Hiei, entonó: «Que la luz del Buda misericordioso conceda su divina protección a las tablas que empleamos en este lugar». ¿Estaba encendida la lámpara de la Ley en aquella cima sagrada para que los monjes pudieran imponer sus peticiones al emperador en Kyoto? ¿Lo estaba para que pudieran estorbar al gobierno y aumentar todavía más el poder de sus privilegios especiales? ¿Lo estaba para que pudieran aliarse con los señores de la guerra, conspirar con laicos y sembrar la confusión en el país? ¿Estaba la lámpara encendida para que la Ley de Buda pudiera ser revestida con armadura y casco y llenar la montaña de lanzas, armas de fuego y estandartes de guerra?

Nobunaga tenía los ojos arrasados en lágrimas de rabia. Veía con claridad que aquello era una pura blasfemia. El complejo sacro del monte Hiei había sido establecido para proteger a la nación, y por eso le habían sido concedidos privilegios especiales, pero ¿dónde estaba ahora el objetivo original de la montaña? El principal edificio del templo, los siete santuarios, los monasterios del este y las pagodas occidentales no eran más que los cuarteles de unos demonios armados y con hábitos de monje.

¡De acuerdo! Nobunaga se mordió el labio con tanta fuerza que los dientes se le mancharon de sangre. ¡Que le llamaran un rey demoníaco destructor del budismo! Las espléndidas bellezas de la montaña no eran más que los falsos encantos de una hechicera, y aquellos monjes armados eran unos necios. ¡Él los destruiría con las llamas de la guerra y dejaría que de las cenizas se alzara el Buda verdadero!

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