Authors: Eiji Yoshikawa
—Soy Takenaka Kyusaku, servidor de Kinoshita Hideyoshi. ¡Ven a medirte conmigo!
—Bien, bien, el hermanito de Takenaka Hanbei.
—¡Así es!
En el mismo instante en que decía esto, Kyusaku arrebató la lanza a Shinpachiro y la arrojó contra su pecho, pero antes de que hubiera podido desenvainar la espada, su contrario le agarró. Los dos hombres cayeron al suelo, Kyusaku debajo del otro. Pataleó hasta liberarse, pero su enemigo volvió a inmovilizarle. Entonces mordió un dedo a Shinpachiro, obligándole a aflojar un poco su presa.
¡Ahora era su oportunidad! Kyusaku dio un empujón a Shinpachiro y por fin pudo liberarse. En un instante su mano encontró la daga y golpeó la garganta de Shinpachiro. La punta del arma no alcanzó la garganta, pero cortó la cara de Shinpachiro desde el mentón a la nariz, atravesándole un ojo.
—¡Un enemigo de mi camarada! —gritó una voz desde atrás.
No había tiempo para decapitar al muerto. Kyusaku se levantó de un salto e inmediatamente intercambió golpes con un nuevo adversario.
Kyusaku sabía que varios integrantes del cuerpo suicida de Asai habían llegado a la zona, y ahora aquel hombre le dio la espalda y echó a correr. Kyusaku le persiguió y le alcanzó en una rodilla con su espada.
Poniéndose a horcajadas sobre el herido, le gritó:
—¿Tienes un nombre digno de ser pronunciado? ¿Sí o no?
—Soy Kobayashi Hashuken. No tengo nada que decir excepto que lamento haber caído en manos de un samurai de clase baja como tú antes de haberme acercado al señor Nobunaga.
—¿Dónde está Endo Kizaemon, el hombre más valiente de Asai? Eres de su clan y debes saberlo.
—No tengo ni idea.
—¡Habla! ¡Escúpelo!
—¡No lo sé!
—¡Entonces no me sirves para nada!
Kyusaku decapitó a Hashuken y echó a correr, con los ojos llameantes. Estaba decidido a impedir que la cabeza de Endo Kizaemon cayera en poder de cualquier otro. Antes de la batalla, Kyusaku se había jactado de que conseguiría la cabeza de Kizaemon. Entonces echó a correr en dirección a la orilla del río, donde innumerables cuerpos estaban tendidos entre la hierba y los guijarros. Era una orilla de muerte.
Allí, entre los demás cadáveres, había uno cuyo rostro ensangrentado estaba oculto por una maraña de cabello. Un enjambre de tábanos zumbaba a los pies de Kyusaku. Éste se volvió al pisar el pie del cuerpo cuyo rostro estaba oculto por el pelo. No había nada raro en eso, pero le produjo una sensación extraña. Miró a su alrededor con suspicacia, y en ese instante el cadáver se incorporó de un salto y echó a correr en dirección al cuartel general de Nobunaga.
—¡Proteged al señor Nobunaga! —gritó Kyusaku—. ¡Viene el enemigo!
Al ver a Nobunaga, el samurai enemigo se dispuso a saltar por encima de un terraplén bajo, pero tropezó con el cordón de una sandalia y cayó. Kyusaku se abalanzó sobre él y le inmovilizó en seguida. Mientras le arrastraba hacia el cuartel general de Nobunaga, el hombre gritaba:
—¡Córtame la cabeza ahora mismo! ¡No aumentes la vergüenza de un guerrero!
Cuando otro prisionero al que se llevaban vio al hombre que gritaba así, no pudo contenerse y dijo:
—¡Señor Kizaemon! ¿Incluso a vos os han cogido vivo?
Al principio el ejército de Oda había estado a punto de fracasar, pero cuando las fuerzas de Tokugawa al mando de Ieyasu atacaron el flanco enemigo, quedó desviado el ángulo agudo del ataque contrario. Sin embargo, el enemigo también había tenido una segunda y una tercera línea de ataque. Al avanzar y luego retroceder, chapoteando en las aguas del río Ane, tanto el enemigo como las tropas de Nobunaga rompían las guardas de sus espadas y astillaban sus lanzas. Era tal el caos de la batalla que nadie podía decir quién iba a vencer.
—¡No os aturdáis! ¡Atacad directamente el campamento de Nobunaga!
Desde el mismo principio, ése había sido el objetivo de la segunda línea de las tropas de Asai. Pero su avance les había llevado demasiado lejos, hasta la retaguardia de las tropas de Oda. Las fuerzas de Tokugawa también se habían abierto paso hasta la orilla contraria, al grito de «¡No os dejéis superar por las tropas de Oda!» y habían avanzado hacia el campamento de Asakura Kagetake.
Pero finalmente los Tokugawa se alejaron demasiado de sus aliados y fueron rodeados por el enemigo. El caos de la batalla era absoluto. De la misma manera que un pez no puede ver el río en cuyas aguas nada, nadie era capaz de comprender la situación en su globalidad. Cada soldado se limitaba a luchar por su vida. En cuanto un hombre derribaba a un enemigo, alzaba la vista al instante en busca de la cara de otro.
Visto desde arriba, parecería como si ambos ejércitos, obligados a entrar en las aguas del río Ane, hubieran penetrado en un gigantesco torbellino. Y, como era de esperar, Nobunaga observaba fríamente la situación de esa manera. También Hideyoshi presenciaba el desarrollo general de la batalla. Percibía que aquel mismo instante decidiría la victoria o la derrota. El punto decisivo era un momento muy sutil.
Nobunaga golpeaba el suelo con un bastón y gritaba:
—¡Los Tokugawa han penetrado a fondo! ¡No los dejéis solos! ¡Que alguien acuda en ayuda del señor Ieyasu!
Pero a las tropas que estaban a derecha e izquierda no les quedaban suficientes fuerzas. Nobunaga gritaba en vano. Entonces, desde un grupo de árboles en la orilla norte, un solo cuerpo de soldados se dirigió directamente a través del caos a la orilla contraria, levantando una rociada de agua blanca.
Aunque Hideyoshi no había recibido órdenes de Nobunaga, también comprendía la situación. Nobunaga vio el estandarte con la calabaza dorada de Hideyoshi y suspiró aliviado, pensando que éste lo había conseguido.
Enjugándose el sudor de los párpados con el guantelete, Nobunaga dijo a sus pajes:
—No volverá a haber un momento como éste. Bajad al río y ved lo que podéis hacer.
Ranmaru y los demás, incluso los más jóvenes, corrieron contra el enemigo, cada uno compitiendo con los otros por ser el primero. Los Tokugawa, cuyo avance había sido tan profundo, estaban verdaderamente en apuros, pero en aquel juego de ajedrez bélico el astuto Ieyasu era la única pieza que había sido colocada en el punto vital.
Ieyasu pensaba que no era probable que Nobunaga permitiera la pérdida de esa pieza única. Los hombres de Ittetsu siguieron a los de Hideyoshi. Finalmente entraron en tropel los hombres de Ikeda Shonyu. De repente había cambiado la tendencia de la batalla y ganaban los Oda. Las fuerzas de Asakura Kagetake se retiraron más de tres leguas y las de Asai Nagamasa huyeron a toda prisa hacia el castillo de Odani.
A partir de entonces la lucha cedió el paso a la persecución. Los vencedores fueron en pos de los Asakura hasta el monte Oyóse, y Asai Nagamasa se retiró detrás de los muros del castillo de Odani. Nobunaga se ocupó en dos días de las condiciones resultantes del combate, y al tercero condujo a su ejército de regreso a Gifu. Se había movido con la celeridad de los cuclillos que volaban de noche sobre el río Ane, cuyas aguas empapaban ahora los cadáveres amontonados en sus orillas.
***
Que un hombre sea grande no depende tan sólo de una capacidad innata, sino también de que las circunstancias le proporcionen una oportunidad. Esas circunstancias son a menudo las condiciones malévolas que le rodean y que actúan sobre su carácter casi como si intentaran torturarle. Cuando sus enemigos han adoptado todas las formas posibles, tanto visibles como invisibles, y se alían para oponerse a él con todas las penalidades imaginables, se enfrenta a la prueba verdadera de su grandeza.
Inmediatamente después de la batalla del río Ane, Nobunaga regresó a casa con tal rapidez que los generales de sus diversas unidades se preguntaron si habría ocurrido algo en Gifu. Como es natural, la tropa no comprende las estrategias del estado mayor. Ahora circulaba entre los soldados el rumor de que Hideyoshi había recomendado enérgicamente la toma del castillo principal de los Asai en Odani, acabando con ellos de una vez por todas, pero el señor Nobunaga no había accedido y al día siguiente había nombrado a Hideyoshi comandante del castillo de Yokoyama, un castillo filial que el enemigo había abandonado, mientras él se retiraba a Gifu.
Los soldados no eran los únicos que no entendían los motivos del repentino regreso de Nobunaga a Gifu. Era muy probable que sus servidores más íntimos tampoco comprendieran las verdaderas intenciones de su señor. El único que podría haber tenido alguna idea era Ieyasu, cuya mirada imparcial nunca se apartaba durante mucho tiempo de Nobunaga: no permanecía demasiado cerca de él, pero tampoco demasiado lejos; no mostraba excesiva emoción, pero tampoco demasiada frialdad.
El día de la partida de Nobunaga, Ieyasu regresó a Hamamatsu. Por el camino dijo a sus generales:
—En cuanto el señor Nobunaga se quite su armadura manchada de sangre, se pondrá ropas apropiadas para la capital y fustigará a su caballo directamente hacia Kyoto. Su mente es como un potrillo inquieto.
Al final, eso fue exactamente lo que sucedió, pero cuando Ieyasu llegó a Hamamatsu, Nobunaga ya estaba camino de Kyoto, lo cual no quiere decir que por entonces sucediera algo en la capital. Lo que Nobunaga temía era algo que no podía ver, un enemigo fantasma.
Nobunaga había revelado su inquietud a Hideyoshi.
—¿Cuál crees que es mi mayor preocupación? Supongo que lo sabes, ¿no es cierto?
Hideyoshi ladeó la cabeza.
—Vamos a ver. No son los Takeda de Kai, que siempre están al acecho en vuestra retaguardia, ni los Asai ni el clan Asakura. Con el señor Ieyasu hay que tener cuidado, pero es un hombre inteligente y no hay que temerle en absoluto. Los Matsunaga y Miyoshi son como moscas, y a su alrededor hay muchas cosas en putrefacción sobre las que pueden revolotear. Es propio de su naturaleza ir en pos de los moribundos. Vuestros únicos enemigos realmente molestos son los monjes guerreros del Honganji, pero no creo que todavía preocupen demasiado a mi señor. Así pues, queda una sola persona.
—¿Y quién es? Habla sin ambages.
—No es ni un enemigo ni un aliado. Tenéis que mostrarle respeto, pero si sólo hacéis eso, podríais veros muy pronto atrapado. Es una aparición de dos caras..., oh, lo siento, he hablado impropiamente. ¿No se trata del shogun?
—En efecto, pero no se lo digas a nadie.
Nobunaga se sentía inquieto por aquel hombre que no era, en efecto, ni verdadero amigo ni enemigo: Yoshiaki, el shogun.
Yoshiaki había vertido lágrimas de gratitud por los favores que Nobunaga le había hecho en el pasado e incluso había dicho que le consideraba como su propio padre. ¿Por qué, pues, era tan preocupante? La duplicidad se encuentra siempre oculta allí donde uno menos imaginaría que está. Los caracteres de Yoshiaki y Nobunaga no armonizaban en absoluto, su educación y, por lo tanto, sus creencias diferían. Mientras Nobunaga le prestó su ayuda, Yoshiaki le trató como a un benefactor. Pero una vez hubo calentado un poco el asiento del shogun, la gratitud de éste se transformó en odio.
—Ese patán es fastidioso —habían oído decir a Yoshiaki.
Empezó a evitar a Nobunaga e incluso le consideraba como un obstáculo cuya autoridad excedía a la suya propia. Sin embargo, no era lo bastante valiente para expresar abiertamente sus diferencias y enfrentarse a él. La naturaleza de Yoshiaki era totalmente negativa y, en contraste con la franqueza de Nobunaga, actuó en secreto hasta el mismo final.
En una habitación recóndita del palacio de Nijo, el shogun conversaba con un emisario de los monjes guerreros del Honganji.
—¿El abad Kennyo también está ofendido por él? No es sorprendente que la arrogancia y la arbitrariedad sin paralelo de Nobunaga encolericen al abad.
El mensajero concluyó antes de marcharse:
—Os ruego que mantengáis en secreto todo lo que os he dicho. Al mismo tiempo, quizá sería aconsejable enviar mensajes secretos a Kai y a los clanes de Asai y Asakura a fin de no perder esta oportunidad.
Ese mismo día, en otro lugar del palacio, Nobunaga aguardaba a Yoshiaki a fin de anunciarle su llegada a la capital. El shogun se tranquilizó, adoptó un aire de inocencia absoluta y fue a la sala de recepción.
—Tengo entendido que la batalla del río Ane terminó con una espléndida victoria para vos. Un ejemplo más de vuestra pericia militar. ¡Felicidades! Éste es un acontecimiento realmente satisfactorio.
Nobunaga no pudo evitar una sonrisa amarga ante tales halagos, y replicó con cierta ironía:
—No, no. Gracias a la virtud e influencia de Vuestra Excelencia pudimos luchar con tanta valentía, sabiendo que posteriormente no habría acontecimientos desdichados.
El rostro de Yoshiaki enrojeció ligeramente, sonrojándose como una mujer.
—No hay ningún motivo de inquietud. La capital está en paz, como podéis ver. Pero ¿tenéis noticia de algún acontecimiento funesto? Después de la batalla habéis venido aquí con una celeridad inquietante.
—No, he venido para presentar mis respetos por la terminación del palacio imperial, ocuparme de asuntos de estado y, naturalmente, informarme sobre la salud de Vuestra Excelencia.
—Ah, ¿de modo que se trata de eso? —Yoshiaki se sintió ligeramente aliviado—. Pues bien, podéis ver que gozo de buena salud y que el gobierno sigue adelante sin ningún problema, así que no deberíais inquietaros y venir aquí, tan a menudo. Pero permitidme que os dé un banquete para felicitaros oficialmente por vuestro regreso triunfal.
—Debo negarme, Vuestra Excelencia —replicó Nobunaga con un gesto de rechazo—. Todavía no he dirigido unas palabras de agradecimiento a mis oficiales y soldados. No me parecería del todo correcto aceptar la invitación a un fastuoso banquete en mi honor. Dejémoslo para la próxima vez que acuda al servicio de Vuestra Excelencia.
Dicho esto, Nobunaga se despidió del shogun. Cuando regresó a sus aposentos, Akechi Mitsuhide le estaba esperando para presentarle su informe.
—Ha sido visto un monje que parecía un mensajero del abad Kennyo del Honganji cuando abandonaba el palacio del shogun. Estas recientes idas y venidas entre los monjes guerreros y el shogun son bastante sospechosas, ¿no os parece?
Nobunaga había nombrado a Mitsuhide comandante de la guarnición de Kyoto, y en calidad de tal registraba minuciosamente todas las visitas al palacio de Nijo.
Nobunaga echó un vistazo rápido al informe y se limitó a decir: