Authors: Eiji Yoshikawa
No era la clase de monje que va por ahí en espléndido aislamiento con un bastón y un sombrero raído. No era un monje Zen «puro». Podría decirse que era un monje político, un monje militar o incluso un monje con muy poco de tal. Pero no importaba cómo le llamasen, pues su grandeza no resultaba afectada.
Sessai era parco en palabras, pero algo que le había dicho a Ieyasu en la terraza del templo Rizai se había quedado clavado en la mente del joven:
—Oculto en una cueva, deambulando solo como las nubes errantes y el agua que fluye... Ser un gran monje no reside sólo en tales cosas. La misión de un monje cambia con los tiempos. En el mundo actual, pensar sólo en mi propia iluminación y vivir como quien «roba la tranquilidad de las montañas y los campos», como si despreciara al mundo, es una clase de Zen egoísta.
Cruzaron el Puente Chino y entraron por el portal del noroeste. Resultaba difícil creer que estuvieran dentro de los muros de un castillo. Era como si el palacio del shogun hubiera sido transportado allí. Hacia Atago y Kiyomizu, el cono majestuoso del monte Fuji se oscurecía en el atardecer. Había farolillos encendidos en las hornacinas a lo largo de los corredores que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Pasaban mujeres tan encantadoras que podrían haber sido confundidas con damas de la corte, llevando instrumentos musicales llamados
koto
o recipientes de sake.
***
—¿Quién está en el jardín?
Imagawa Yoshimoto sostenía un abanico en forma de hoja de gingko sobre su rostro levemente enrojecido. Había cruzado el jardín hasta el puente rojo en forma de media luna. Incluso los pajes que le seguían lucían lujosas ropas y espadas.
Uno de los pajes retrocedió a lo largo del corredor elevado y se internó en el jardín. Alguien gritaba. A Yoshimoto le parecía una voz femenina y, considerándolo extraño, se había detenido.
—¿Qué le ha ocurrido al paje? —preguntó Yoshimoto al cabo de unos minutos—. No ha regresado. Ve a ver, Iyo.
Iyo bajó al jardín y echó a correr. Aunque llamaban jardín a aquel lugar, era tan grande que parecía como si condujera a las laderas del monte Fuji. Apoyado contra la columna donde el corredor elevado se desviaba de la galería principal, Yoshimoto se puso a tararear una canción, marcando el ritmo con su abanico.
Era lo bastante pálido para confundirle con una mujer, porque usaba un maquillaje ligero. Tenía cuarenta años y se hallaba en el apogeo de la virilidad. Gozaba del mundo y estaba en la cima de su prosperidad. Llevaba el cabello peinado al estilo de la nobleza, tenía los dientes pintados de negro, a la usanza elegante, y lucía bigote. En los dos últimos años había aumentado de peso y, como tenía el tronco largo y las piernas cortas, ahora parecía un poco deformado, pero su espada dorada y el suntuoso brocado de sus ropas le proporcionaban un aura de dignidad. Finalmente regresó alguien y Yoshimoto dejó de tararear.
—¿Eres tú, Iyo?
—No, soy Ujizane.
Ujizane era el hijo y heredero de Yoshimoto, y parecía como si nunca hubiera conocido las penalidades.
—¿Qué estás haciendo en el jardín cuando casi ha oscurecido?
—Estaba azotando a Chizu, y cuando desenvainé mi espada echó a correr.
—¿Chizu? ¿Quién es Chizu?
—Es la chica que cuida de mis pájaros.
—¿Una sirvienta?
—Sí.
—¿Qué puede haber hecho para que la castigues con tus propias manos?
—Es odiosa. Estaba alimentando a un ave excepcional que me han enviado desde Kyoto y la dejó escapar.
Ujizane dijo esto con toda seriedad. Tenía una afición desmedida al canto de las aves, y entre la nobleza se sabía bien que si alguien encontraba un ave excepcional y se la enviaba, Ujizane sería absurdamente feliz. Así pues, sin alzar un dedo, se había convertido en propietario de una colección de extravagantes aves y jaulas. Por ello se decía que allí un ser humano podía ser condenado a muerte por culpa de un pájaro. Ujizane estaba furioso, como si lo ocurrido se tratara de un importante asunto de estado.
Yoshimoto, que era un padre indulgente, murmuró decepcionado ante la necia cólera de su hijo. Y aquello sucedía delante de sus servidores. Aunque Ujizane era su heredero, tras haber demostrado esa clase de imbecilidad, era improbable que los servidores de Yoshimoto le tuvieran en mucha estima.
—¡Idiota! —le gritó con violencia Yoshimoto, tratando de mostrar su gran amor—. ¿Qué edad tienes, Ujizane? Tu ceremonia de mayoría de edad tuvo lugar hace largo tiempo. Eres el heredero del clan Imagawa, pero no haces más que divertirte criando pájaros. ¿Por qué no practicas un poco de meditación Zen, o lees tratados militares?
Al ser tratado de esta manera por un padre que casi nunca le reprendía, Ujizane palideció y guardó silencio. En general consideraba que la relación con su padre era fácil. Sin embargo, tenía ya una edad en la que podía considerar el comportamiento de su padre con ojo crítico. Ahora, en lugar de discutir, se limitó a poner mala cara. Yoshimoto pensaba que también ése era un punto flaco. Quería mucho a Ujizane, y sabía que su propia conducta nunca había proporcionado un buen ejemplo al muchacho.
—Es suficiente. A partir de ahora, modérate. ¿De acuerdo, Ujizane?
—Sí.
—¿A qué viene ese semblante contrariado?
—No estoy contrariado por nada.
—Bien, entonces márchate. Éstos no son tiempos para criar pájaros.
—Sí, pero...
—¿Qué quieres decir?
—¿Son éstos tiempos para tomar sake con muchachas de Kyoto, para bailar y tocar el tambor toda la tarde?
—¡Frena la lengua, sabelotodo!
—Pero tú...
—¡Silencio! —gritó Yoshimoto, arrojando su abanico a Ujizane—. En vez de criticar a tu padre, deberías saber cuál es tu lugar. ¿Cómo puedo proclamarte mi heredero si no te interesan los asuntos militares y no aprendes nada sobre la administración y la economía? Tu padre estudió Zen de joven, pasó por toda clase de dificultades y participó en innumerables batallas. Hoy estoy al frente de esta pequeña provincia, pero algún día gobernaré en todo el país. ¿Cómo he podido tener un hijo con tan poco valor y tan escasas ambiciones? No tengo nada de lo que quejarme excepto de lo insatisfecho que estoy contigo.
En algún momento los servidores de Yoshimoto se habían refugiado medrosos en el corredor. Conmocionados por las palabras de su señor, todos tenían la vista clavada en el suelo. Incluso Ujizane inclinaba la cabeza y miraba el abanico de su padre que estaba a sus pies.
En aquel momento llegó un samurai y anunció:
—Su Reverencia el maestro Sessai, el señor Ieyasu y los servidores veteranos esperan a Su Señoría en el Pabellón Naranja Mandarina.
El pabellón así llamado se alzaba en una cuesta salpicada de mandarinos, y era allí donde Yoshimoto había invitado a Sessai y sus demás consejeros, aparentemente para celebrar una ceremonia del té nocturna.
—¡Ah! ¿Están todos allí? Como anfitrión, no debo retrasarme.
Yoshimoto habló como si le hubieran salvado de la confrontación con su hijo, y echó a andar por el corredor en la dirección contraria.
La ceremonia del té no había sido más que una estratagema desde el principio, pero, como era apropiado para una ceremonia nocturna, las sombras oscilantes lanzadas por los farolillos, combinadas con el chirrido de los insectos, parecían envolver el lugar con un aire de elegancia. Sin embargo, en cuanto Yoshimoto entró y se cerró la puerta, los soldados patrullaron el terreno con tal rigor que ni siquiera el agua podría haberse filtrado sin que lo notaran.
—¡Su Señoría!
Un servidor anunció a su señor como si proclamara a la realeza. En la gran habitación, construida al estilo de los templos, oscilaba una débil luz. Sessai y los servidores veteranos estaban sentados en hilera, con Tokugawa Ieyasu en el extremo. Los hombres alineados se inclinaron ante su señor.
Las ropas de seda de Yoshimoto susurraban perceptiblemente en el silencio. Tomó asiento, sin la compañía de pajes ni asistentes. Sus dos únicos asistentes permanecían a la distancia de unas tres varas.
—Disculpad mi tardanza —dijo Yoshimoto en respuesta a las inclinaciones de sus servidores. Entonces, prestando una atención especial a Sessai, añadió—: Me temo que esto es una molestia para vos, Vuestra Reverencia.
Recientemente Yoshimoto tenía la costumbre de preguntar por la salud del monje cada vez que se encontraban. En los últimos cuatro o cinco años Sessai había sido proclive a enfermar, y su envejecimiento era notable.
Sessai había instruido, protegido e inspirado a Yoshimoto desde su infancia. Yoshimoto sabía que debía su grandeza a las dotes políticas y la planificación de Sessai. Así pues, al principio Yoshimoto sentía inevitablemente la vejez de Sessai como la suya propia. Pero cuando se dio cuenta de que la fuerza de los Imagawa no había disminuido por no confiar en Sessai y que, de hecho, era más vital que nunca, empezó a creer que sus éxitos se debían a su propia habilidad.
—Como ya soy adulto —había dicho Yoshimoto a Sessai—, os ruego que no os preocupéis por la administración de la provincia en cuestiones militares. Emplead placenteramente los años que os quedan y concentraos en la promulgación del Camino del Buda.
Estaba claro que había empezado a mantener a Sessai a una distancia respetuosa.
Pero desde el punto de vista de Sessai, contemplar a Yoshimoto era como contemplar a un niño que da traspiés, y experimentaba la misma clase de aflicción. Sessai consideraba a Yoshimoto exactamente como éste consideraba a su hijo, Ujizane, y pensaba que Yoshimoto no era digno de confianza. Sabía que Yoshimoto se sentía incómodo en su presencia y le había mantenido alejado, utilizando la enfermedad de Sessai como pretexto, pero aun así el monje intentaba intervenir en los asuntos administrativos y militares. Desde comienzos de la primavera de aquel año no se había perdido ninguna de las más de diez conferencias celebradas en el Pabellón Naranja mandarina, incluso cuando estaba enfermo.
¿Se moverían ahora o esperarían un poco más? Aquella conferencia decidiría una cosa u otra, y el auge o caída del clan Imagawa dependería de la decisión tomada.
Con el fondo insistente del chirrido de los grillos, la conferencia que transformaría el destino de la nación tuvo lugar en la más estricta intimidad. Cuando el canto de los insectos se detuvo de repente, el grupo de guardianes caminaba de un lado a otro a lo largo de los setos en el exterior del pabellón.
—¿Has investigado lo que comentamos en la última conferencia? —preguntó Yoshimoto a uno de sus generales.
El general extendió varios documentos sobre el suelo e inició la conferencia explicándolos a grandes rasgos. Había escrito un informe sobre el poder militar y económico del clan Oda.
—Dicen que es un clan pequeño, pero parece que recientemente su economía ha mejorado de una manera notable. —Mientras hablaba, mostró unos diagramas a Yoshimoto—. Dicen que Owari es una provincia unida, pero en el este y el sur hay lugares, como el castillo de Iwakura, que os deben fidelidad, mi señor. Por otro lado, hay hombres que, si bien son servidores de Oda, tienen una conocida ambivalencia respecto a sus lealtades. Así pues, en las actuales circunstancias, la posesión del clan de los Oda es inferior a la mitad, quizá sólo dos quintas partes de todo Owari.
—Comprendo —dijo Yoshimoto—. Parece ser un clan pequeño, tal como nos han informado. ¿Cuántos soldados pueden reunir?
—Si consideramos que sus posesiones son sólo dos quintas partes de Owari, la zona produciría alrededor de ciento sesenta a ciento setenta mil fanegas de arroz. Teniendo en cuenta que diez mil fanegas mantienen a unos doscientos cincuenta hombres, aun cuando se alzara toda la fuerza de los Oda no excedería de los cuatro mil hombres. Y si les restamos las guarniciones de los castillos, dudo de que pudieran reunir a más de unos tres mil hombres.
De improviso Yoshimoto se echó a reír. Siempre que reía, tenía el hábito de ladear un poco el cuerpo y cubrirse con el abanico los dientes ennegrecidos.
—¿Tres o cuatro mil, dices? Bien, eso difícilmente bastará para apuntalar una provincia. Según Sessai, el enemigo del que debemos precavernos camino de la capital son los Oda, y todos vosotros también habéis mencionado repetidamente a los Oda. Por eso he encargado estos informes. Pero ¿qué van a hacer tres o cuatro mil hombres ante mis fuerzas militares? ¿Qué clase de dificultades vamos a tener para tratarle a patadas y luego derribarle de un solo golpe?
Sessai no dijo nada. Los demás también mantuvieron las bocas cerradas. Sabían que Yoshimoto no iba a cambiar de idea. El plan llevaba ya varios años en existencia, y el propósito de todos sus preparativos militares y la administración de los territorios de Imagawa era la marcha de Yoshimoto sobre la capital y su dominio del país entero. Había llegado el momento oportuno, y Yoshimoto era incapaz de seguir conteniéndose.
No obstante, si se habían celebrado varias ceremonias desde la primavera, con el propósito de emprender una acción decisiva, y el objetivo aún no se había conseguido, ello significaba que dentro de aquel grupo central había alguien que se oponía, argumentando que aún era prematuro. La voz disidente era la de Sessai. Más que argumentar lo prematuro de la acción, Sessai adoptaba una postura conservadora y hacía recomendaciones acerca de la administración interna. No criticaba la ambición de Yoshimoto de unificar el país, pero tampoco expresaba nunca su aprobación.
—El clan Imagawa es el más ilustre de su generación —le había dicho a Yoshimoto—. Si llega a darse el caso de que el shogun no tiene sucesor, alguien del clan Imagawa debería tomar postura. Vos, por cierto, debéis tener esta gran ambición y empezar a cultivaros para ser capaz de gobernar la nación de ahora en adelante.
Era el mismo Sessai quien había enseñado a Yoshimoto a pensar con amplitud de miras: más que ser el señor de un solo castillo, ser el dirigente de toda una provincia; más que ser el dirigente de un solo distrito, ser el gobernador de diez provincias; más que ser el gobernador de diez provincias, ser el dirigente del país.
Eso era algo que predicaba todo el mundo, y todos los hijos de samurais se enfrentaban al mundo caótico con tal idea firmemente arraigada. Ése fue también el aspecto principal en el adiestramiento de Yoshimoto por parte de Sessai. Así pues, desde la época en que Sessai entró a formar parte del personal asesor de Yoshimoto, las fuerzas armadas del clan Imagawa se expandieron a toda prisa. Yoshimoto había ascendido sin parar por la escala hacia la hegemonía. Pero recientemente Sessai había percibido una gran contradicción entre su adiestramiento de Yoshimoto y el papel de un consejero: de alguna manera había empezado a sentirse inquieto por los planes de unificación del país que tenía Yoshimoto.