Taiko (39 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Durante su conversación secreta, el bote llevó a Jinshichi e Ieyasu por el centro del río. Cuando terminaron, Jinshichi maniobró para regresar a la orilla.

Jinshichi se apresuró a echarse el cesto al hombro y cogió su bastón. Al despedirse de Ieyasu le dijo:

—Transmitiré vuestras palabras a los servidores. ¿Alguna cosa más, mi señor?

Ieyasu, en la orilla, estaba muy inquieto por la posibilidad de que les vieran.

—No hay nada más. Vete en seguida. —Le indicó que se alejara con un gesto de la cabeza y, de improviso, añadió—: Diles que estoy bien... No he enfermado ni una sola vez.

Dicho esto, regresó a solas a su mansión.

Los ayudantes de su esposa le estaban buscando por todas partes, y cuando le vieron regresar del río uno de ellos le dijo:

—La señora os espera ansiosa y nos ha enviado en vuestra busca varias veces. Está preocupada en extremo por vos, mi señor.

—Ah, ¿de veras? —replicó Ieyasu—. Tranquilízala y dile que iré en seguida.

Entonces fue a su propia habitación. Cuando tomó asiento, vio que otro servidor, Sakakibara Heishichi, le estaba esperando.

—¿Habéis dado un paseo por la orilla del río?

—Sí..., para matar el tiempo. ¿Qué ocurre?

—Ha venido un mensajero.

—¿De dónde?

Sin responderle, Heishichi le entregó una carta. Era de Sessai. Antes de abrir la envoltura, Ieyasu se llevó la carta a la frente con gesto reverente. Sessai era un monje de la secta Zen que actuaba como consejero militar del clan Imagawa. Era también el maestro de quien Ieyasu había recibido instrucción, tanto libresca como en las artes marciales. Su carta era concisa:

Esta noche se dará la conferencia acostumbrada a Su Señoría y sus invitados. Os esperaré en el portal noroeste del palacio.

Eso era todo, pero la palabra «acostumbrada» era una clave que Ieyasu conocía bien. Significaba una reunión de Yoshimoto y sus generales para comentar la marcha sobre la capital.

—¿Dónde está el mensajero?

—Ya se ha ido. ¿Iréis al palacio, mi señor?

—Sí —respondió Ieyasu, preocupado.

—Creo que la proclamación de la marcha del señor Yoshimoto sobre la capital está cercana.

Heishichi había alcanzado a oír las importantes asambleas de guerra que habían abordado ese tema en varias ocasiones. Miró fijamente el rostro de Ieyasu. Éste musitó una réplica, al parecer desinteresado.

Las evaluaciones efectuadas por el clan de Imagawa de la fuerza de Owari y de Nobunaga eran muy diferentes de lo que Jinshichi acababa de informar. Yoshimoto planeaba dirigir un enorme ejército, formado por las fuerzas de las provincias de Suruga, Totomi y Mikawa, a la capital, y esperaba encontrarse con resistencia en Owari.

—Si avanzamos con un gran ejército, Nobunaga se rendirá sin derramamiento de sangre.

Ésta era la opinión superficial expresada por algunos miembros de la asamblea de guerra, pero aunque Yoshimoto y sus consejeros, entre ellos Sessai, no tenían en tan baja estima a Nobunaga, ninguno de ellos se tomaba a Owari tan en serio como lo hacía Ieyasu. Éste había ofrecido su opinión cierta vez, pero se rieron de él. Al fin y al cabo, Ieyasu era un rehén y además joven, y entre el personal militar apenas contaba para nada.

Se preguntó si debía exponer el asunto o no. Incluso aunque insistiera en su punto de vista...

Ieyasu estaba sumido en sus pensamientos, con la carta de Sessai ante él, cuando una anciana dama que servía a su esposa se dirigió a él con una expresión preocupada en el rostro, diciéndole que el estado de ánimo de su esposa era terrible e instándole a visitarla un momento.

La esposa de Ieyasu era una mujer que sólo pensaba en sí misma. Era completamente indiferente tanto a los asuntos de estado como a la situación de su marido. En su cabeza sólo tenían cabida su vida cotidiana y las atenciones de su marido. La anciana dama lo comprendía bien, y cuando vio que el señor aún estaba hablando con su servidor, aguardó incómoda y en silencio, hasta que llegó otra sirvienta y le susurró algo al oído. La anciana dama no podía hacer más que interrumpirles de nuevo.

—Perdonad, mi señor..., lo siento terriblemente, pero Su Señoría está muy impaciente.

Hizo una reverencia y le instó una vez más tímidamente a que se apresurase.

Ieyasu sabía que los sirvientes de su esposa estaban más preocupados que nadie por aquella situación, y él mismo era un hombre paciente.

—Ah, sí —dijo, volviéndose, y se dirigió a Heishichi—: Bueno, haz los arreglos necesarios y cuando llegue el momento ven a decírmelo.

Ieyasu se levantó. La mujer avanzó delante de él a pasitos, y a juzgar por su semblante parecía como si se hubieran salvado.

La parte interior de la casa estaba a cierta distancia, por lo que no era irrazonable que a menudo su esposa anhelara verle. Tras recorrer las muchas vueltas de los corredores central y elevado, llegó finalmente a los aposentos privados de su esposa.

El día de su boda, las ropas del marido, el pobre rehén de Mikawa, no podían compararse con el lujo y la brillantez del vestido de la señora Tsukiyama, hija adoptiva de Imagawa Yoshimoto. «El hombre de Mikawa», como le conocían, era objeto de desprecio por parte del clan Imagawa. Y viviendo con tal orgullo en sus apartados aposentos, la joven despreciaba a los servidores de Mikawa pero envolvía a su marido con todo el fervor de su amor egoísta y ciego. Además era mayor que Ieyasu. Visto desde los límites de su trivial vida conyugal, para la señora Tsukiyama su marido Ieyasu era poco más que un joven sumiso que debía su existencia a los Imagawa.

Tras dar a luz en la primavera siguiente a su boda, se había vuelto todavía más egoísta e irrazonable. La esposa de Ieyasu le daba cada día lecciones de perseverancia.

—Oh, estás levantada. ¿Te encuentras algo mejor?

Miró a la mujer y, mientras hablaba, se dispuso a abrir las puertas correderas, pensando que si la enferma veía la belleza de los colores y el cielo otoñales, su estado de ánimo mejoraría.

La señora Tsukiyama había abandonado su habitación de enferma y estaba en la sala de recepción con una fría expresión en su rostro lívido. Estrechó las cejas al hablar.

—Dejadlas cerradas.

No era exactamente una belleza, pero como podría esperarse de una mujer criada en el entorno privilegiado de una familia rica, tenía un cutis lustroso. Por lo demás, tanto el rostro como las yemas de los dedos eran de un blanco casi translúcido, tal vez debido a su primer parto. Tenía las manos primorosamente enlazadas sobre el regazo.

—Sentaos, mi señor. Quisiera preguntaros algo.

Sus palabras y su mirada eran fríos como cenizas. Pero Ieyasu no actuó en absoluto como sería de esperar que lo hiciera un joven marido, pues un trato tan suave de su esposa era más apropiado de un hombre maduro. O tal vez tenía cierta opinión de las mujeres y miraba objetivamente a la persona a la que más debería amar.

—¿Qué es ello? —inquirió, sentándose frente a ella tal como le había pedido.

Pero cuanto más obediente era el marido, tanto más irrazonable se mostraba ella.

—Deseo preguntaros algo. ¿Habéis ido a alguna parte hace un momento? ¿Sólo, sin asistentes?

Sus ojos se llenaron de lágrimas. La sangre le subía al rostro, todavía delgado tras el parto. Ieyasu conocía tanto su estado de salud como su carácter, y le sonrió como si estuviera siguiendo la corriente a un niño pequeño.

—¿Hace un momento? Estaba cansado de leer, así que fui a dar un lento y largo paseo por la orilla del río. También tú deberías intentarlo. Los colores del otoño y el canto de los insectos... La orilla del río es agradable en esta época del año.

La señora Tsukiyama no le escuchaba. Miraba fijamente a su marido, reprendiéndole en silencio por su mentira. Permanecía sentada erguida y rígida, con un aire de indiferencia, pero sin su habitual absorción en sí misma.

—Qué extraño. Si habéis ido a dar un paseo para escuchar a los insectos y contemplar los colores otoñales, ¿por qué habríais de ir al centro del río en un bote, ocultándoos de la gente durante tan largo rato?

—Vaya..., lo sabías.

—Puede que esté confinada entre estas paredes, pero sé todo lo que hacéis.

—¿De veras?

Ieyasu forzó una sonrisa, pero no mencionó su encuentro con Jinshichi.

Aunque aquella mujer se había casado con él, Ieyasu nunca había podido creer que fuese realmente su esposa. Si los servidores o parientes de su padre adoptivo la visitaban, se lo contaría todo, y siempre estaba intercambiando cartas con la familia de Yoshimoto. Ieyasu debía precaverse mucho más del descuido inintencionado de su esposa que de los espías de Yoshimoto.

—La verdad es que, una vez en la orilla, subí a ese bote sin pensarlo demasiado e intenté manejar el remo según el flujo del agua. Creí que podría manejarlo, pero cuando me metí en la corriente no pude hacer nada. —Se echó a reír—. Igual que un niño. ¿Dónde estabas cuando me viste?

—Estáis mintiendo. No estabais solo, ¿verdad?

—Bueno, más tarde un sirviente corrió en mi busca.

—No, no. No hay ningún motivo para que tengáis un encuentro secreto en un bote con alguien que parece un sirviente.

—¿Quién te ha dicho semejante cosa?

—Aunque esté aquí inmovilizada, hay personas leales que piensan en mí. Escondéis a una mujer en alguna parte, ¿no es cierto? Y si no se trata de eso, tal vez os habéis cansado de mí y estáis planeando la huida a Mikawa. ¿Por qué me lo ocultáis? Sé que sólo os habéis casado conmigo por temor al clan Imagawa.

Cuando su voz sollozante, embargada por la enfermedad y la desconfianza, por fin encontraba expresión, Sakakibara Heishichi apareció en la puerta.

—Mi señor, vuestro caballo está a punto. Es casi la hora.

—¿Os vais? —Antes de que Ieyasu pudiera responder, la señora Tsukiyama le interrumpió—. En los últimos tiempos os ausentáis cada vez más por la noche. ¿Queréis decirme adonde vais ahora?

—Al palacio.

Sin hacerle el menor caso, Ieyasu empezó a levantarse. Pero ella no estaba satisfecha con esa breve explicación. ¿Por qué iba al palacio tan tarde? ¿Y estaría allí hasta medianoche, como en la ocasión anterior? ¿Quién le acompañaba? La mujer le formuló innumerables preguntas.

Sakakibara Heishichi esperaba a su señor al otro lado de la puerta, y aunque era sólo un servidor, todo aquello le impacientaba un poco. En cambio, Ieyasu consoló alegremente a su mujer y por fin se marchó. La señora Tsukiyama, sin hacer caso de la admonición de Ieyasu, advirtiéndole de que podría enfriarse de nuevo, salió a la entrada para decirle adiós.

—Vuelve cuanto antes —le rogó, poniendo todo su amor y fidelidad en esas palabras de despedida.

Ieyasu caminó en silencio hasta la entrada principal, pero cuando se puso en marcha bajo las estrellas, refrescado por la brisa nocturna, desmelenó las crines de su caballo y su estado de ánimo cambió por completo, prueba de que corría por sus venas una sangre juvenil y briosa.

—Heishichi, llegaremos un poco tarde, ¿no crees?

—No. La nota no indicaba claramente una hora, así que ¿cómo podemos llegar tarde?

—No es eso. Aunque Sessai es viejo, nunca ha llegado tarde. Me dolería, como joven y rehén, llegar tarde a una cita cuando los servidores veteranos y Sessai ya están presentes. Démonos prisa.

Tras decir esto, espoleó su caballo.

Aparte de un caballerizo y tres criados, Heishichi era el único servidor que escoltaba a Ieyasu. Mientras Heishichi corría para mantenerse a la altura del caballo, se sentía conmovido hasta las lágrimas por su señor, cuyo paciente aguante con su esposa y su sumisa lealtad al palacio, es decir, a Imagawa Yoshimoto, sin duda debían de causarle una gran angustia.

Como servidor, tenía el deber jurado de liberar a su señor de sus grilletes. Tenía que librarle de su posición subordinada y devolverle el lugar que le correspondía como señor de Mikawa. Y para Heishichi cada día que transcurría sin lograr su objetivo era otro día de deslealtad.

Echó a correr, mordiéndose el labio mientras hacía su juramento, los ojos húmedos de lágrimas.

El foso del castillo apareció ante su vista. Cuando cruzaron el puente, desaparecieron por completo las tiendas y casas de plebeyos. Entre los pinos se alzaban los muros blancos y los portales imponentes de las mansiones de los Imagawa.

—¿No es ése el señor de Mikawa? —preguntó Sessai, y le llamó desde la oscuridad de los pinos—: ¡Señor Ieyasu!

El amplio pinar que rodeaba el castillo era un lugar de reunión militar en tiempo de guerra, pero sus anchos y largos senderos se utilizaban como terreno de equitación en época de paz.

Ieyasu desmontó rápidamente e inclinó respetuosamente la cabeza ante Sessai.

—Gracias por tomaros el tiempo para venir aquí esta noche, Vuestra Reverencia.

—Estos mensajes siempre son repentinos. Ciertamente deben de ser importunos para vos.

—En absoluto.

Sessai no estaba acompañado. Calzaba unas viejas sandalias de paja cuyo tamaño correspondía a las enormes proporciones de su cuerpo. Ieyasu echó a andar con él y, como muestra de cortesía hacia su maestro, a un paso detrás de él, entregando las riendas de su caballo a Heishichi.

Mientras escuchaba a su maestro, Ieyasu experimentó de repente una gratitud hacia él que no podía expresar con palabras. Nadie discutiría que la condición de rehén en otra provincia era una desgracia, pero cuando pensaba en ello se daba cuenta de que haber sido educado por Sessai había sido una gran suerte.

Es difícil encontrar un buen maestro. De haberse quedado en Mikawa, jamás habría tenido la oportunidad de estudiar con Sessai y, por lo tanto, habría carecido de la educación clásica y militar que tenía ahora, o el adiestramiento en las doctrinas Zen, que consideraba lo más precioso que había aprendido de Sessai.

Los motivos por los que Sessai, un monje Zen, había entrado al servicio del señor de los Imagawa, convirtiéndose en su consejero militar, no se comprendían en otras provincias, y lo consideraban bastante extraño. Así pues, había quienes llamaban a Sessai un «monje militar» o un «monje mundano», pero si hubieran investigado su linaje habrían descubierto que Sessai era pariente de Yoshimoto. Aun así, Yoshimoto era sólo Yoshimoto de Suruga, Totomi y Mikawa, pero la fama de Sessai no conocía límites: era Sessai del universo entero.

No obstante, Sessai había usado su talento en beneficio de los Imagawa. En cuanto vio los signos de derrota de los Imagawa en una guerra contra los Hojo, el monje ayudó a Suruga para que negociara un tratado de paz sin desventaja para Yoshimoto. Y cuando dispuso el matrimonio de Hojo Ujimasa con una hija de Takeda Shingen, señor de Kai, la poderosa provincia en la frontera septentrional, y el matrimonio de la hija de Yoshimoto con el hijo de Shingen, demostró una gran habilidad política al unir a las tres provincias en una alianza.

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