Taiko (120 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Cuando por fin pudieron subir los soldados de Oda, encontraron un cadáver con el vientre abierto en forma de cruz. Pero le faltaba la cabeza. Un instante después el cielo primaveral quedó envuelto por rojas y negras columnas de llamas y humo.

***

La confusión que reinaba en el castillo de Nirasaki, en la nueva capital, era tan grande como si se estuviera proclamando el fin del mundo.

—El castillo de Takato ha caído y todos, incluido vuestro hermano, han muerto.

Katsuyori escuchó a su servidor sin que, aparentemente, la noticia le conmoviera lo más mínimo. De todos modos, su expresión revelaba que percibía claramente que su propia fuerza ya no era suficiente. Poco después, llegó el siguiente informe:

«Los soldados de Oda Nobutada ya han irrumpido en Kai desde Suwa y nuestros hombres son muertos sin misericordia, tanto si luchan como si se rinden. Sus cabezas cortadas se exponen al lado de la carretera, y el enemigo avanza en esta dirección como la marea.»

No tardó en llegar otro mensaje urgente.

«El pariente de Shingen, el sacerdote ciego Ryuho, ha sido capturado y muerto por el enemigo.»

Esta vez Katsuyori alzó los ojos y se refirió al enemigo en tono insultante.

—Las fuerzas de Oda no tienen compasión. ¿Qué falta puede haber cometido un sacerdote ciego? ¿Cómo podía tener siquiera la posibilidad de resistirse?

Pero ahora era capaz de pensar más hondamente en su propia muerte. Se mordió el labio y reprimió el oleaje que se agitaba en el fondo de su corazón. Pensó que si daba rienda suelta a su cólera, sus hombres podrían pensar que estaba aturdido, e incluso los servidores que le rodeaban se sentirían avergonzados. Muchas personas que sólo veían el exterior viril de Katsuyori le consideraban descarado y hasta grosero, pero lo cierto era que ponía mucho cuidado en la relación con sus servidores. Además, se adhería estrictamente a sus propios principios, a su honor como señor y al resultado de su introspección. Había continuado la tradición de su padre y Kaisen le había enseñado los principios del Zen, pero a pesar de haber tenido el mismo maestro y una formación similar, era incapaz de aplicar las enseñanzas del Zen a la vida corriente, como hiciera Shingen.

¿Cómo era posible que hubiera caído el castillo de Takato? Katsuyori estaba seguro de que podría haber resistido entre dos semanas y un mes, lo cual demostraba que la situación se debía menos a un error de cálculo de la estrategia defensiva que a falta de madurez humana. Ahora, sin embargo, al margen de su temperamento natural, tenía que encararse con aquel revés de la fortuna.

Habían retirado los tabiques corredizos tanto de la amplia sala de conferencias como de las habitaciones periféricas de la ciudadela principal, y ahora todos los miembros del clan vivían juntos, como si fuesen refugiados de un gran cataclismo que continuara día y noche. Por supuesto, habían instalado cortinas incluso en el jardín, los escudos estaban colocados unos al lado de los otros, y por la noche los soldados no dormían y recorrían la zona provistos de grandes faroles de papel. A cada hora los mensajeros con informes de la situación eran acompañados directamente desde la entrada, a través del portal principal, al jardín, donde el mismo Katsuyori escuchaba los informes. Todo lo que el año anterior había formado parte de la construcción, el aroma de la madera nueva, la taracea de oro y plata, la belleza del mobiliario y los utensilios, ahora tan sólo parecía un estorbo.

Una dama de honor, acompañada por una doncella y subiéndose la cola del kimono, abandonó la confusión del jardín, entró en la oscura sala y examinó sin arredrarse la multitud de hombres. Era portadora de un mensaje de la esposa de Katsuyori. En aquel momento la sala estaba llena de generales, jóvenes y mayores, y todos ellos expresaban ruidosamente sus opiniones sobre lo que deberían hacer a continuación.

Finalmente la mujer se acercó a Katsuyori y le suplicó:

—Todas las mujeres lloran y están confusas, y sus llantos no cesan por mucho que las consolemos. Vuestra esposa ha dicho que el último momento de la vida sólo llega una vez, y cree que quizá las mujeres tendrían un poco más de resolución si pudieran estar aquí con los samurais. Si le dais vuestro permiso, vendrá aquí ahora mismo. ¿Cuáles son los deseos de mi señor?

—Está bien —se apresuró a responder Katsuyori—. Que venga mi esposa y también las jóvenes.

En aquel momento Taro Nobukatsu, su hijo y heredero, un muchacho de quince años, se adelantó e intentó disuadirle.

—Eso no estaría muy bien, padre. ¿No os parece?

Katsuyori se volvió hacia su hijo, no tanto molesto como preocupado y nervioso.

—¿Por qué?

—Si las mujeres vienen aquí serán un estorbo, y si los hombres las ven llorar, es posible que hasta los samurais más valientes se descorazonen.

Taro era todavía un chiquillo, pero insistía en dar su opinión. Siguió diciendo que Kai era su tierra ancestral desde los tiempos de Shinra Saburo, y debería seguir siéndolo hasta el final, aun cuando tuvieran que morir en la lucha. Abandonar Nirasaki y huir, como acababa de recomendar uno de los generales, representaría la mayor deshonra para el clan de los Takeda.

Un general defendió la posición contraria.

—Sin embargo, el enemigo nos rodea por todas partes, y Kofu está situada en una cuenca. Una vez nos invada el enemigo, será como agua que se precipita a un lago. ¿No sería mejor huir a Agatsuma, en Joshu? Si vais a la sierra de Mikuni, podréis encontrar refugio en varias provincias. Una vez hayáis reunido a vuestros aliados, sin duda estaréis en condiciones de restablecer vuestro poder.

Nagasaka Chokan se mostró de acuerdo, y Katsuyori también se inclinaba en esa dirección. Miró a Taro y se quedó en silencio un momento. Entonces se volvió hacia la dama de honor y le dijo:

—Iremos.

Así pues, Katsuyori rechazó el consejo de su hijo. Taro volvió la cara e inclinó en silencio la cabeza. Quedaba por saber si huirían a Agatsuma o se atrincherarían en la zona del monte Iwadono, pero fuera cual fuese la ruta que eligieran, abandonar su nueva capital y huir era el destino inevitable al que Katsuyori y sus generales se habían resignado.

Era el tercer día del tercer mes. En cualquier otro año Katsuyori y su séquito habrían disfrutado del Festival de los Muñecos en la ciudadela interior, pero aquel día brillante el clan entero se veía empujado desde atrás por el negro humo mientras abandonaban Nirasaki. Por supuesto, Katsuyori también abandonó el castillo, con todos los samurais a su servicio, pero al volverse y contemplar a sus fuerzas, su expresión era de asombro.

—¿Esto es todo? —preguntó.

En algún momento numerosos vasallos de alto rango e incluso varios familiares habían desaparecido. Le dijeron que se habían aprovechado de la confusión durante la oscuridad poco antes del amanecer, y cada uno había huido a su propio castillo con sus servidores.

—¿Taro?

—Estoy aquí, padre.

Taro acercó su caballo a la solitaria figura de su padre. Todos los servidores, los samurais comunes y los soldados de infantería combinados sumaban menos de mil hombres. Sin embargo, había grandes cantidades de palanquines lacados y literas para su esposa y las damas de la corte, y las figuras patéticas de las mujeres cubiertas con velos, a pie y a caballo, llenaban la carretera.

—¡Oh! ¡Está ardiendo!

—¡Qué altas son las llamas!

Las mujeres estaban tan conmocionadas que les costaba decidirse a partir, y apenas habían recorrido una legua desde Nirasaki cuando se volvieron para contemplar la escena mientras caminaban. Las llamas y el humo negro se alzaban en el cielo de la mañana, bajo el que ardía la nueva capital. Habían causado los incendios al amanecer.

—No quiero tener una vida larga —dijo una de las mujeres—. ¿Qué clase de futuro vería? ¿Ha llegado el fin del clan del señor Shingen?

La monja que era tía de Katsuyori, la joven encantadora, nieta de Shingen, las esposas de los miembros del clan y sus sirvientas..., todas ellas se deshacían en lágrimas, abrazándose mientras lloraban o llamando a sus hijos. Horquillas de oro y otros adornos quedaron en la carretera y nadie se molestó en recogerlos. Los cosméticos y las joyas estaban manchados de barro, pero nadie los miraba con pesar.

—¡De prisa! ¿Por qué lloráis? Hemos nacido humanos y esta es nuestra suerte. ¡Esta actitud causará sonrojo a los campesinos!

Katsuyori cabalgaba entre los palanquines y las literas que avanzaban lentamente, acuciando a sus porteadores, a fin de alejarse lo más posible hacia el este.

Con la esperanza de llegar al castillo de Oyamada Nobushige, se limitaron a mirar el antiguo castillo de Kofu cuando pasaron ante él, pero prosiguieron su avance hacia las montañas sin detenerse. Los porteadores que sostenían sobre sus hombros las varas de los palanquines iban desapareciendo gradualmente, los criados que cargaban con el equipaje y llevaban las literas echaron a correr uno tras otro, y su número se reducía con rapidez. Cuando llegaron a las montañas de Katsunuma, toda la fuerza no sumaba más de doscientos hombres, y menos de veinte iban montados, contando a Katsuyori y su hijo. Cuando Katsuyori y sus seguidores, tras un penoso recorrido, llegaron a la aldea de montaña de Komagai, descubrieron que el único hombre en quien habían depositado su confianza había cambiado súbitamente de idea.

—¡Refugiaos en alguna otra parte!

Oyamada Nobushige obstruyó el paso en la cima e impidió el avance del grupo de Katsuyori. Éste, su hijo y sus seguidores se quedaron perplejos. No podían hacer nada más que cambiar de dirección, y entonces huyeron hacia Tago, una aldea al pie del monte Temmoku. La naturaleza estaba en plena floración primaveral, pero montañas y campos, hasta donde alcanzaba la vista, no ofrecían ningún consuelo ni esperanza. Así pues, el pequeño grupo que quedaba puso toda su confianza en Katsuyori, como podrían haberla puesto en un bastón o una columna. El mismo Katsuyori no sabía qué hacer. Acurrucados en Tago, sus aturdidos seguidores aguardaron, azotados por el viento de la montaña.

***

Las fuerzas combinadas de los Oda y los Tokugawa entraron en Kai como olas embravecidas. El ejército de Ieyasu, dirigido por Anayama, marchó desde Minobu a Ichikawaguchi. Oda Nobutada atacó el alto Suwa e incendió el santuario de Suwa Myojin y una serie de templos budistas. Redujo a cenizas las casas del pueblo llano mientras perseguía soldados enemigos supervivientes y prosiguió su avance de día y de noche hacia Nirasaki y Kofu. Entonces llegó el final! Era la mañana del undécimo día del tercer mes.

La noche anterior uno de los ayudantes personales de Katsuyori había ido al pueblo y regresado tras reconocer las posiciones enemigas. Aquella mañana presentó, entre jadeos, el informe a su señor.

—La vanguardia de las fuerzas de Oda ha entrado en las aldeas vecinas y parece ser que los aldeanos les han dicho que vos y vuestra familia estáis aquí, mi señor. Sin duda los Oda han rodeado la zona y cortado todas las carreteras, iniciando por fin su avance definitivo en esta dirección.

El grupo sólo contaba ahora con noventa y una personas, los cuarenta y un samurais que permanecían con Katsuyori y su hijo, la esposa de Katsuyori y sus damas de honor. En los días anteriores se habían instalado en un lugar llamado Hirayashiki e incluso habían levantado una especie de empalizada, pero cuando oyeron el informe, todos supieron que había llegado el momento y se apresuraron a prepararse para morir. La esposa de Katsuyori parecía como si se hallara aún en la mansión de la ciudadela interior. Su rostro era como una flor blanca, con la mirada perdida, sumida en el aturdimiento. Las mujeres que la rodeaban se habían echado a llorar.

—Si teníamos que llegar a esto, habría sido mejor que nos quedásemos en el castillo nuevo de Nirasaki. Qué penoso... ¿Es éste el aspecto que ha de tener la esposa del señor de los Takeda?

Abandonadas a su suerte, las mujeres lloraban amargamente y se lamentaban sin cesar entre ellas.

Katsuyori se acercó a su esposa y la apremió para que se marchara.

—Acabo de pedirle a mi ayudante que te traiga un caballo. Aunque pudieras quedarte aquí largo tiempo, nuestro pesar no tendría fin, y ahora el enemigo se está aproximando a las estribaciones de las montañas. Tengo entendido que estamos cerca de Sagami, así que deberías ir allí lo antes posible. Cruza las montañas y regresa al clan Hojo.

Su esposa tenía los ojos arrasados en lágrimas, pero no hizo el menor ademán de marcharse. Más bien parecía como si las palabras de su marido le ofendieran.

—¡Tsuchiya! ¡Tsuchiya Uemon! —gritó Katsuyori, llamando a uno de sus servidores—. Sube a mi esposa a un caballo.

El ayudante se acercó resueltamente a la esposa de Katsuyori, pero ella se volvió de improviso hacia su marido y le habló así:

—Dicen que un samurai auténtico no puede tener dos señores. De la misma manera, cuando una mujer ha tomado marido no debe regresar para vivir de nuevo entre su familia. Aunque parezcas compasivo al enviarme sola de regreso a Odawara, esas palabras revelan una falta de comprensión tan grande... No voy a irme de aquí, estaré a tu lado hasta el mismo final. Entonces, quizá, me dejarás acompañarte al más allá.

En aquel momento llegaron corriendo dos servidores con la información de que el enemigo estaba muy cerca.

—Han llegado al templo que está en el pie de la montaña.

La esposa de Katsuyori reprendió vivamente a sus sirvientas, las cuales se habían puesto a gemir de repente.

—No hay tiempo para la pesadumbre. Venid aquí y ayudad a los preparativos.

Aquella mujer aún no tenía veinte años, pero no perdía su sentido del decoro ni siquiera ante la inminencia de la muerte.

Sus sirvientas se marcharon pero no tardaron en regresar con una taza sin vidriar y un recipiente de sake, que depositaron ante Katsuyori y su hijo. Parecía como si la esposa hubiera pensado con suficiente antelación la manera de prepararse en aquellos momentos, y ofreció en silencio la taza a su marido. Katsuyori la cogió, tomó un sorbo y la pasó a su hijo. Entonces la compartió con su esposa.

—Mi señor, una taza para los hermanos Tsuchiya —dijo la esposa—. Tsuchiya, debes despedirte mientras todavía estamos todos en este mundo.

Tsuchiya Sozo, el ayudante personal de Katsuyori, y sus dos hermanos menores se habían entregado realmente a su señor. Sozo tenía veintiséis años, el hermano segundo veintiuno y el más joven sólo dieciocho. Juntos habían protegido fielmente y sin desfallecer a su malhadado señor, desde la caída de la nueva capital hasta que se refugiaron en el monte Temmoku.

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