Authors: Eiji Yoshikawa
—Tal vez no lleguemos a eso. Parece como si el señor Mitsuhide hubiera ideado un plan para evitar una batalla.
—Los dioses saben que rezo por su éxito. Si los clanes vecinos nos atacan, estoy dispuesto a hacerles frente ahora mismo.
En el exterior había anochecido y el cielo era negro como la pez. Llegaron ráfagas de viento a la casa y el fuego en las bocas de los enormes fogones hizo un ligero ruido crepitante y se abrillantó más. Hiyoshi, todavía acuclillado ante los fogones, notó el olor a arroz quemado.
—¡Eh! ¡El arroz se está quemando! ¡Estáis dejando que se queme el arroz!
—¡Quítate de en medio! —dijeron los sirvientes sin una palabra de agradecimiento.
Tras cubrir los fuegos de los fogones, uno de ellos subió por una escala y transfirió el arroz a una tina. Todos los que no tenían ninguna otra ocupación se pusieron a hacer bolas de arroz a docenas. Hiyoshi trabajó con ellos, apretando el arroz para formar las bolas. Tomó un par de bocados, pero a nadie pareció importarle. Casi como si estuvieran enajenados, siguieron haciendo una bola de arroz tras otra, charlando mientras trabajaban.
—Supongo que habrá una batalla, ¿no os parece?
—¿No podrían terminar sin pelearse?
Estaban preparando provisiones para la tropa, pero en su mayoría deseaban que el aprovisionamiento fuese innecesario.
A la hora del perro, Mitsuhide llamó a Mataichi, el cual salió pero volvió en seguida, gritando:
—¡Vendedor de agujas! ¿Dónde está el vendedor de agujas?
Hiyoshi se incorporó de un salto, lamiéndose los dedos con granos de arroz adheridos. Un solo paso fuera de la casa le bastó para aquilatar la fuerza del viento.
—Ven conmigo. El señor Mitsuhide está esperando. No te entretengas.
Hiyoshi siguió a Mataichi, el cual se había puesto una armadura ligera, como si estuviera preparado para ir al combate. Hiyoshi no tenía la menor idea de adonde iban. Finalmente cruzaron la puerta central y lo comprendió. Rodearon el jardín trasero y llegaron a la parte delantera de la mansión. Al otro lado del portal les esperaba un hombre a caballo.
—¡Mataichi!
Mitsuhide llevaba la misma indumentaria que había usado durante todo el día. Sujetaba las riendas y bajo un brazo tenía una larga lanza.
—Sí, señor.
—¿El vendedor de agujas?
—Está aquí.
—Adelantaos los dos a la carrera.
Mataichi se volvió a Hiyoshi y le ordenó:
—Vamos, vendedor de agujas, en marcha.
Los dos echaron a correr en la negrura de la noche. Adaptándose a su velocidad, Mitsuhide les siguió a caballo. Llegaron a un cruce de caminos y Mitsuhide les indicó que girasen a la derecha y luego a la izquierda. Finalmente, Hiyoshi se dio cuenta de que habían llegado al portal del Jozaiji, el lugar de encuentro de los hombres de Hachisuka. Mitsuhide desmontó ágilmente.
—Quédate aquí con el caballo, Mataichi —ordenó a su sirviente, entregándole las riendas—. Mitsuharu ha de venir aquí desde el castillo de Sagiyama en la segunda mitad de la hora del perro. Si no lo hace a la hora convenida, nuestro plan quedará cancelado. —Entonces, con una expresión trágica en su semblante, añadió—: La ciudad se ha convertido en el hogar de demonios en guerra. ¿Cómo puede adivinar el resultado un simple hombre?
La negrura que les rodeaba engulló sus últimas palabras.
—¡Vendedor de agujas! Muéstranos el camino.
—¿El camino adonde? —replicó Hiyoshi, preparándose para resistir los embates del viento.
—El bosque donde tienen su reunión los canallas de Hachisuka.
—Pues tampoco sé dónde está ese sitio.
—Aunque ésta sea la primera vez que vienes aquí, creo que ellos conocen tu cara bastante bien.
—¿Cómo?
—No te hagas el inocente.
Hiyoshi se dijo que aquello estaba tomando mal cariz. No los había engañado en absoluto. Era evidente que Mitsuhide había calado sus mentiras, por lo que no siguió excusándose.
En el bosque no había luz alguna. El viento soplaba entre las hojas, las cuales se abatían contra el gran tejado del templo como espuma marina que restregara las regalas de un barco. El bosque detrás del templo era como un océano furioso, los árboles crujían y el fragor de las plantas agitadas era intenso.
—¡Vendedor de agujas!
—Sí, señor.
—¿Aún no están aquí tus camaradas?
—¿Cómo voy a saberlo?
Mitsuhide se sentó en una pequeña pagoda de piedra detrás del templo.
—Se está acercando la segunda mitad de la hora del perro. Si eres el único hombre que no se ha presentado, estarán alerta. —Su lanza, alcanzada de pleno por la fuerza del viento estaba ante los pies de Hiyoshi—. ¡Adelante, muéstrate a ellos! —Hiyoshi tuvo que admitir que Mitsuhide había ido un paso por delante de él desde el mismo principio—. Ve y diles que Akechi Mitsuhide les espera aquí y que le gustaría hablar con el jefe de los hombres de Hachisuka.
—Sí, señor. —Hiyoshi inclinó la cabeza, pero no se movió—. ¿Puedo decir eso delante de todo el mundo?
—Sí.
—¿Y por eso me has traído aquí contigo?
—Sí. Ya puedes ir.
—Iré, pero como es posible que no volvamos a vernos, quisiera decirte algo.
—¿Qué es ello?
—Sería una pena que me marchara sin decir esto, porque sólo me ves como un agente de los Hachisuka.
—Es cierto.
—Eres muy listo, pero tienes unos ojos demasiado agudos y van directamente a lo que están mirando. Cuando uno golpea un clavo, se detiene donde debe hacerlo, pero ir demasiado lejos es tan malo como quedarse corto. Tu inteligencia es así Admito que llegué a Inabayama con los hombres de Hachisuka, pero no soy partidario suyo, en absoluto. Nací en una familia campesina de Nakamura y he hecho cosas como vender agujas, pro no he alcanzado mi objetivo. No pienso pasarme la vida comiendo arroz frío de la mesa de un ronin. Tampoco voy a trabajar como agitador por alguna recompensa indigna. Si, por azar, volvemos a encontrarnos, te demostraré lo que he dicho acerca de tu manera tan directa de mirar las cosas. De momento, iré en busca de de Hachisuka Shichinai, le daré tu mensaje y me marcharé de inmediato. De modo que... ¡buena suerte! Cuídate y estudia mucho.
Mitsuhide le había escuchado en silencio, y súbitamente salió de su estado de ensimismamiento.
—¡Vendedor de agujas! —exclamó—. ¡Espera!
Hiyoshi ya había desaparecido entre los árboles azotados por el viento. Se internó en la negrura del bosque sin oír la llamada de Mitsuhide. Corrió hasta llegar a un pequeño espacio nivelado y protegido del viento por los árboles. Vio hombres a su alrededor, diseminados como caballos silvestres en un pasto, unos tendidos en el suelo, otros sentados y varios en pie.
—¿Quién está ahí?
—Soy yo.
—¿Hiyoshi?
—Sí.
—¿Dónde te habías metido? —le reconvino un hombre—. Eres el último en llegar. Todos estábamos preocupados.
—Siento llegar tarde —dijo mientras se aproximaba al grupo. Estaba temblando—. ¿Dónde está el señor Shichinai?
—Ahí le tienes. Ve y pídele disculpas. Está enfadado de veras.
Shichinai estaba hablando con cuatro o cinco miembros del grupo.
—¿Es ése el Mono? —preguntó, mirando a su alrededor.
Hiyoshi se acercó a él y le pidió disculpas por haberse retrasado.
—¿Qué has estado haciendo?
—Me he pasado el día prisionero de un servidor del clan de Saito —admitió Hiyoshi.
—¿Cómo? —Shichinai y los demás le miraron nerviosos, temerosos de que su complot hubiera sido revelado—. ¡Estúpido! —De improviso agarró a Hiyoshi por el cuello del kimono, tiró de él y le preguntó ásperamente—: ¿Dónde has estado retenido y por quién?
—He hablado.
—¿Cómo dices?
—Si no hubiese hablado, no estaría vivo. No estaría aquí ahora.
—¡Pequeño bastardo! —le espetó Shichinai, dándole una fuerte sacudida—. ¡Idiota! ¡Has dado el soplo por tu mísero pellejo! ¡Por ello vas a ser la primera víctima del baño de sangre de esta noche!
Shichinai le soltó e intentó darle un puntapié, pero Hiyoshi saltó ágilmente hacia atrás y Shichinai falló. Los dos hombres más próximos a Hiyoshi le cogieron los brazos y se los retorcieron a la espalda. Mientras se debatía para liberar los brazos, Hiyoshi les dijo de corrido:
—No perdáis la cabeza. Escuchadme hasta el final, aunque me hayan hecho prisionero y haya hablado. Son servidores del señor Dosan.
Al oír esto parecieron aliviados, pero todavía un tanto dubitativos.
—Muy bien, ¿quiénes eran?
—Era la casa de Akechi Mitsuyasu. No me detuvo él sino su sobrino Mitsuhide.
—Ah, el gorrón de Akechi —musitó alguien.
Hiyoshi miró al hombre y luego su mirada abarcó a todo el grupo.
—Ese señor Mitsuhide quiere ver a nuestro jefe. Ha venido aquí conmigo. Está esperando. ¿No iréis a su encuentro, señor Shichinai?
—¿El sobrino de Akechi Mitsuyasu ha venido aquí contigo?
—Sí.
—¿Le has contado a Mitsuhide todo el plan de esta noche?
—Aunque no lo hubiera hecho, él lo habría adivinado. Es un genio.
—¿Por qué ha venido?
—No lo sé. Sólo ha dicho que le guiara hasta aquí.
—¿Y tú le has obedecido?
—No podía hacer otra cosa.
Mientras Hiyoshi y Shichinai hablaban, los hombres que escuchaban a su alrededor tragaban saliva. Finalmente, Shichinai chascó la lengua y dio un paso adelante.
—De acuerdo. ¿Dónde está ese Akechi Mitsuhide?
Todos hablaron a la vez. Shichinai corría peligro si iba solo al encuentro de aquel hombre. Alguien debería acompañarle, o bien deberían rodear el lugar del encuentro y mantenerse ocultos.
Entonces les llegó una voz desde atrás:
—¡Hombres de Hachisuka! He venido a vuestro encuentro. Quisiera ver al señor Shichinai.
Se volvieron hacia la voz, aturdidos. Mitsuhide se había acercado a ellos silenciosamente y les estaba observando con calma.
Shichinai se sentía un poco confuso, pero era el jefe y se adelantó.
—¿Eres Hachisuka Shichinai? —le preguntó Mitsuhide.
—Así es —replicó Shichinai, con la cabeza alta. Estaba delante de sus hombres, pero era frecuente que los ronin no se humillaran ante samurais que servían a un señor o a guerreros incluso de categoría superior.
Aunque Mitsuhide estaba armado con una lanza, hizo una inclinación de cabeza y habló cortésmente.
—Es un placer conocerte. No es la primera vez que oigo tu nombre, así como el respetado nombre del señor Koroku. Soy Akechi Mitsuhide, un servidor del señor Saito Dosan.
La cortesía del saludo hizo que Shichinai se sintiera ligeramente paralizado.
—Bien, ¿qué quieres? —le preguntó.
—El plan de esta noche.
—¿Qué ocurre con el plan de esta noche? —le preguntó Shichinai con fingida indiferencia.
—Se trata de los detalles que he conocido a través del vendedor de agujas, los cuales me han consternado hasta el punto de hacerme venir aquí a toda prisa. La atrocidad de esta noche... Quizá sea descortés llamarlo atrocidad, pero desde el punto de vista de la estrategia militar está muy mal concebido. Me resisto a creer que esto sea idea del señor Dosan, y quisiera que lo suspendierais de inmediato.
—¡Jamás! —exclamó con arrogancia Shichinai—. No soy yo quien ha dado la orden de hacer esto, sino el señor Koroku a petición del señor Dosan.
—Había supuesto que sería así —dijo Mitsuhide en un tono de voz ordinario—. Como es natural, no tienes autoridad para suspenderlo. Mi primo Mitsuharu ha ido a Sagiyama para reconvenir al señor Dosan. Tiene que reunirse aquí con nosotros. Os pido que todos estéis aquí hasta que llegue.
Mitsuhide siempre era cortés con todo el mundo, sin dejar de ser por ello resuelto y valeroso. Pero el efecto de la cortesía varía según la sensibilidad de la persona con la que uno habla, y hay ocasiones en que puede provocar la arrogancia del interlocutor.
Shichinai se dijo: «¡Bah! Un joven insignificante. Tiene ciertos conocimientos, pero no es más que un pardillo que sólo sirve para buscar excusas».
—¡No vamos a esperar! —gritó, y entonces dijo de un modo terminante—: Señor Mitsuhide, no metas las narices donde no te llaman. No eres más que un gorrón inútil. ¿No dependes acaso de tu tío?
—No tengo tiempo para pensar en mi deber, y ésta es una emergencia para la casa de mi señor.
—Si pensaras así, te prepararías con armadura y provisiones, empuñarías la antorcha como nosotros y estarías en la vanguardia del ataque contra Inabayama.
—No, no podría hacer eso. Ser un servidor entraña cierta dificultad.
—¿En qué sentido?
—¿No es el señor Yoshitatsu el heredero del señor Dosan? Si el señor Dosan es nuestro patrono, también lo es el señor Yoshitatsu.
—Pero ¿y si se convierte en un enemigo?
—Eso es despreciable. ¿Es razonable que padre e hijo tomen sus arcos y los disparen el uno contra el otro? En este mundo no existen ejemplos de algo tan deshonroso ni siquiera entre las aves y las bestias.
—Eres un gran estorbo. ¿Por qué no te vas a casa y nos dejas en paz?
—No puedo hacer eso.
—¿Cómo?
—No me marcharé antes de que llegue aquí Mitsuharu.
Shichinai percibió por primera vez la firmeza de la resolución en la voz del joven que estaba ante él. Comprendió también que Mitsuhide estaba realmente dispuesto a utilizar la lanza que sostenía al costado.
—¡Mitsuhide! ¿Estás ahí?
Mitsuharu llegaba corriendo y casi sin aliento.
—Aquí estoy. ¿Qué ha ocurrido en el castillo?
—No hay nada que hacer. —Mitsuharu, respirando entrecortadamente, cogió la mano de su primo—. El señor Dosan no está dispuesto de ninguna manera a cancelar el ataque. Y no sólo él, sino también mi padre ha dicho que nosotros, los servidores, no debemos meternos en este asunto.
—¿Incluso mi tío?
—Sí, se puso furioso. Yo estaba dispuesto a arriesgar mi vida e hice todo cuanto pude. Es una situación desesperada. Las tropas parecían prepararse para salir de Sagiyama. He temido que la ciudad pudiera ser ya pasto de las llamas, así que he venido lo más rápido posible. ¿Qué vamos a hacer, Mitsuhide?
—¿Está empeñado el señor Dosan en incendiar Inabayama a toda costa?
—Es inevitable. Me temo que no podemos hacer más que cumplir con nuestro deber y morir a su servicio.
—¡Eso no me gusta nada! Aunque sea nuestro señor y patrono, sería lamentable morir por una causa tan indigna. No sería mejor que una muerte de perro.