Taiko (41 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Sessai no le consideraba capacitado para semejante empresa. Al observar la creciente confianza de Yoshimoto, sobre todo en los últimos años, los pensamientos de Sessai habían tomado un sesgo mucho más conservador: «Éste es su techo, su capacidad como dirigente no puede pasar de aquí. He de conseguir que abandone la idea». Tal era el origen de la angustia de Sessai. No obstante, había pocos motivos para creer que Yoshimoto, tan orgulloso de su progreso en el mundo, abandonaría de repente la idea de tratar de conseguir la supremacía. Se reía de los reparos de Sessai como síntomas de su senilidad y no le hacía ningún caso. Yoshimoto consideraba que el país estaba ya en su poder.

«Es preciso que ponga fin a esta situación rápidamente.» Sessai ya no le amonestaba, y en cada conferencia insistía en la necesidad de una prudencia extrema.

—¿Qué clase de dificultades voy a encontrar cuando marche sobre Kyoto con todo mi poder y los grandes ejércitos de Suruga, Totomi y Mikawa? —preguntó de nuevo Yoshimoto.

Planeaba una marcha incruenta sobre la capital, averiguando las verdaderas condiciones de cada provincia por el camino y planeando por anticipado una política diplomática a fin de evitar la lucha en la medida de lo posible. Pero la primera batalla en el camino hacia Kyoto no sería con las fuertes provincias de Mino u Omi, sino, ante todo, contra los Oda de Owari, que eran gente de poca monta pero no se les conciliaría con la diplomacia ni sería posible sobornarlos.

Los Oda iban a ser un enemigo realmente difícil. Y no se trataba de un enemigo reciente, pues los Oda y los Imagawa estaban en guerra desde hacía cuarenta años. Si se tomaba un castillo, el bando contrario capturaría otro, y si una ciudad era incendiada, diez pueblos serían pasto de las llamas como represalia. De hecho, desde la época del padre de Nobunaga y el abuelo de Yoshimoto, los dos clanes parecían destinados a enterrar los huesos de sus hombres en la frontera de las dos provincias.

Cuando el rumor de la marcha de Imagawa contra la capital llegó a oídos de los Oda, en seguida resolvieron librar una gran batalla decisiva. Para Yoshimoto, los Oda eran las víctimas ideales del ejército en su avance hacia la capital, y seguía retinando sus planes contra ellos.

Aquélla era la última asamblea de la guerra. Sessai, Ieyasu y sus ayudantes salieron del palacio. Durante el trayecto de regreso la oscuridad era absoluta. En Sumpu no había una sola luz.

—No podemos hacer más que rezar al cielo para que nos dé buena suerte —musitó Sessai. Con los muchos años, incluso una mente iluminada cae en la necedad—. Qué frío hace —se quejó, aunque nadie habría pensado que aquélla era una noche fría.

Más tarde, cuando la gente pensaba en ello, se decían que la enfermedad del abad empeoró a partir de aquella noche. Fue la última en que los pies de Sessai pisaron la tierra. En la quietud de mediados de otoño, el monje murió serenamente, sin que nadie lo advirtiera.

***

A mediados de aquel invierno pareció haber una pausa en las escaramuzas que tenían lugar en la frontera, pero en realidad era la temporada en la que se acumulan las fuerzas para emprender acciones todavía más importantes. Al año siguiente la cebada invernal en los fértiles campos de las provincias costeras creció alta. Cayeron las flores de cerezo y el olor de las hojas jóvenes en las plántulas subía al cielo.

Era a principios del verano. En Sumpu Yoshimoto dio la orden de que su ejército avanzara hacia la capital. La enorme escala y el resplandeciente atuendo de viaje del ejército de Imagawa hizo que el mundo entero abriera los ojos con asombro, y su avance que las provincias más pequeñas se encogieran de miedo. El mensaje de la proclamación era claro y sencillo:

Quienes obstruyan el avance de mi ejército serán derribados. Quienes lo reciban cortésmente serán bien tratados.

Después del Festival de los Muchachos, el heredero de Yoshimoto, Ujizane, quedó al frente de Sumpu, y el día 12 del quinto mes el ejército principal avanzó en perfecto orden entre las aclamaciones de la gente. Los magníficos guerreros, cuya brillantez rivalizaba con la luz del sol, marchaban hacia la capital, como las llamativas figuras que aparecen al desenrollar un pergamino pintado: las insignias de los comandantes, los estandartes, banderas, armas y armaduras. El número de las tropas sería de veinticinco o veintiséis hombres, pero se había hecho correr la especie de que era un ejército de cuarenta mil.

El día 15 la vanguardia de las tropas entró en la plaza fuerte de Chiryu y el 17, aproximándose a Narumi, incendió los pueblos de aquella parte de Owari. El tiempo se mantenía bueno y cálido. Los surcos en los campos de cebada y la tierra, que en aquella época habría estado cubierta de flores, aparecían secos y blanquecinos. Aquí y allá, en el cielo azul, se alzaba el humo negro de los pueblos incendiados. Pero no llegaba un solo informe de que hubiera armas de fuego en la provincia de Owari. Los campesinos habían recibido previamente la orden de evacuar y no dejar nada al ejército de Imagawa.

—¡A este paso, el castillo de Kiyosu también estará vacío!

Los oficiales y soldados de los Imagawa notaban la pesadez de sus armaduras en los apacibles, lisos y tediosos caminos.

Aquella noche, en el castillo de Kiyosu, las lámparas ardían en las silenciosas estancias. Sin embargo, parecían lámparas encendidas poco antes de que estallara una violenta tormenta. Los árboles que se alzaban en los terrenos del castillo recordaban la misteriosa inmovilidad en el ojo de un tifón. Y todavía los habitantes de la ciudad no recibían instrucciones del castillo, no había ninguna orden de evacuación o de prepararse para un asedio y, a falta de cualquier otra cosa, ni siquiera un mensaje tranquilizador. Los comerciantes abrieron sus tiendas como de costumbre, los artesanos se dedicaban a su oficio como lo hacían siempre. Incluso los campesinos cultivaban sus campos. Pero el tráfico en los caminos había cesado varios días antes.

La ciudad estaba un poco más solitaria y abundaban los rumores.

—He oído decir que Imagawa Yoshimoto se dirige al oeste con un ejército de cuarenta mil hombres.

Cada vez que se encontraban los inquietos ciudadanos, especulaban sobre su destino.

—¿Qué planes tendrá el señor Nobunaga para defender la ciudad?

—No hay manera de defenderla. Lo mires como lo mires, nuestras tropas no llegan a la décima parte de las tropas de Imagawa.

En tales circunstancias, vieron pasar a los generales del clan uno tras otro. Algunos eran jefes que abandonaban el castillo y regresaban a sus distritos, pero varios de ellos parecían haberse instalado en el castillo.

—Probablemente están discutiendo si capitulan ante los Imagawa o arriesgan la supervivencia del clan y luchan.

Tales percepciones de los plebeyos concernían a cosas de las que no podían ser testigos, pero generalmente no erraban el tiro. De hecho, esa misma controversia se había planteado repetidamente en le castillo durante varios años. En cada conferencia, los generales se dividían en dos facciones.

Los que abogaban por «el plan seguro» y «el clan primero» decían que la mejor política sería la de someter a los Imagawa. Pero la controversia no duró mucho, porque Nobunaga ya había tomado su decisión.

Su único motivo para convocar una asamblea de los servidores principales era el de darles a conocer su decisión, no el de preguntarles por un plan fiable para la autodefensa o una política para preservar Owari. Cuando comprendieron la resolución de Nobunaga, muchos generales respondieron afirmativamente y, cobrando ánimo, regresaron a sus castillos.

A partir de entonces Kiyosu pareció tan apacible como de costumbre, y el número de soldados no aumentó de una manera significativa. Sin embargo, como podría esperarse, aquella noche despertaron a Nobunaga innumerables veces para que leyera los informes que traían los mensajeros desde el frente.

A la noche siguiente, inmediatamente después de terminar su frugal cena, Nobunaga volvió a la sala principal para discutir la situación militar. Allí los generales que aún no habían regresado a sus residencias estaban constantemente a su servicio. Ninguno de ellos había dormido lo suficiente, y en sus pálidos rostros se reflejaba su resolución. Los servidores que no participaban en la discusión ocuparon las dos habitaciones contiguas. Los hombres como Tokichiro estaban muy lejos, sentados en algún lugar a varias habitaciones de distancia. Dos noches antes, al igual que aquella noche, estaban inquietos y tan silenciosos como si contuvieran la respiración. Y no debían de ser pocos los hombres que aquella noche, al mirar a su alrededor, a los blancos faroles y a sus compañeros, no pensaran que aquello era exactamente como un funeral.

Pero de vez en cuando se oían risas, y eran únicamente de Nobunaga. Quienes permanecían a distancia desconocían el objeto de tales risas, pero se oían una y otra vez, a dos o tres habitaciones de distancia.

De repente se oyeron los pasos precipitados de un mensajero en el corredor. Shibata Katsuie, que se disponía a leer el informe a Nobunaga, palideció antes de que pudiera articular palabra.

—¡Mi señor!

—¿Qué ocurre?

—Acaba de llegar de la fortaleza de Marune el cuarto despacho desde esta mañana.

Nobunaga movió su apoyabrazos, colocándolo ante sí.

—¿Y bien?

—Parece ser que esta noche los Imagawa marchan hacia Kutsukake.

—¿Ah, sí? —se limitó a decir Nobunaga mientras miraba sin expresión el travesaño tallado de la sala.

Incluso él parecía confuso. Aunque recientemente aquellos hombres habían llegado a confiar en la obstinación de Nobunaga, no podían evitar sentirse perdidos. Kutsukake y Marune estaban en los dominios del clan Oda, y si esa línea de fortalezas diseminadas pero esenciales había sido violada, la llanura de Owari casi carecía de defensas y el camino hacia el castillo de Kiyosu se podría recorrer con un rápido esfuerzo.

—¿Qué vais a hacer? —inquirió Katsuie como si no pudiera soportar más el silencio—. Hemos oído que el ejército de Imagawa puede llegar a cuarenta mil hombres, mientras que nuestras fuerzas están por debajo de cuatro mil. En el castillo de Marune hay setecientos hombres, como mucho. Aunque la vanguardia de los Imagawa, las fuerzas bajo Tokugawa Ieyasu, sumen tan sólo dos mil quinientos, Marune es como un barco impulsado hacia unas olas enormes.

—¡Katsuie, Katsuie!

—No podemos defender Marune y Washizu hasta el alba...

—¿Te has vuelto sordo, Katsuie? ¿Qué estás farfullando? No vas a ganar nada repitiendo lo evidente.

—Pero...

En el momento en que Katsuie empezaba a hablar, fue interrumpido por los ruidosos pasos de otro mensajero. El hombre habló pomposamente desde la entrada de la habitación contigua.

—Hay noticias urgentes de las fortalezas de Nakajima y Zenshoji.

Los informes de aquellos que, en las líneas del frente, habían resuelto morir gloriosamente en combate siempre eran patéticos, y los que llegaban ahora de ambas fortalezas no eran distintos. Ambos empezaban diciendo: «Éste es, tal vez, el último despacho que podremos enviar al castillo de Kiyosu...».

Los últimos dos despachos contenían idénticos datos sobre la disposición de las tropas enemigas y ambos predecían un ataque al día siguiente.

—Lee de nuevo la parte sobre la disposición de las tropas —ordenó Nobunaga a Katsuie, inclinándose sobre el apoyabrazos.

El hombre volvió a leer la parte detallada del documento, no sólo a Nobunaga sino a todos los que estaban sentados en hilera.

—Las fuerzas enemigas que se aproximan a la fortaleza de Marune son unos dos mil quinientos hombres; las que se aproximan a la fortaleza de Washizu unos dos mil. La fuerza principal que avanza en dirección a Kiyosu es de aproximadamente seis mil hombres. El ejército principal de Imagawa: unos cinco mil hombres.

Katsuie terminó de leer y comentó que, más allá de lo evidente de esas cifras, no estaba claro cuántos pequeños grupos del enemigo viajaban secretamente. Mientras Nobunaga y los demás escuchaban a Katsuie, éste enrolló el pergamino y lo dejó delante de él.

Lucharían hasta el final. El derrotero estaba determinado. No quedaba lugar para seguir debatiendo. Pero era angustioso para todos ellos permanecer ociosos y no hacer nada. Ni Washizu ni Marune ni Zenshoji estaban muy lejos. Fustigando a un caballo, sería posible llegar rápidamente a cualquiera de esos lugares. Casi podían ver el gran ejército de los cuarenta mil hombres de Imagawa aproximándose como una ola, casi podían oírlos.

Desde un extremo de aquel grupo de hombres deprimidos se oyó la voz de un anciano sumido en la aflicción.

—Habéis tomado una decisión viril, pero no debéis creer que morir gloriosamente en combate es el único camino abierto al samurai. ¿No deberíais pensar de nuevo en la situación? Aun a riesgo de que me tilden de cobarde, digo que todavía hay lugar para más deliberación, a fin de salvar al clan.

Quien había hablado así era Hayashi Sado, el hombre cuya prestación de servicio era la más larga entre todos ellos. Junto con Hirate Nakatsukasa, quien amonestó a Nobunaga con su suicidio, era uno de los tres servidores principales a quienes el moribundo Nobuhide ordenó que se hicieran cargo de Nobunaga, y era el único de los tres que seguía con vida. Los pensamientos expresados por Hayashi fueron acogidos con simpatía por todos los presentes, y todos ellos rogaron por que Nobunaga se tomara a pecho las palabras del anciano.

—¿Qué hora es? —preguntó Nobunaga, cambiando de tema.

—Es la hora de la rata —respondió alguien desde la habitación contigua.

Mientras el sonido de estas palabras se desvanecía y la noche avanzaba, la melancolía pareció apoderarse de ellos.

Finalmente Hayashi se postró y habló en dirección a Nobunaga con su cabeza canosa inclinada hasta tocar el suelo.

—Mi señor, pensad en ello una vez más. Negociemos, os lo ruego. Es probable que al amanecer todos nuestros hombres y fortalezas sean aplastados por las fuerzas de Imagawa y que sufran una derrota irreversible. En lugar de eso, una conferencia de paz, obligarles a una conferencia de paz sólo momentos antes...

Nobunaga le lanzó una mirada.

—Hayashi.

—Sí, mi señor.

—Eres anciano, por lo que debe resultarte difícil permanecer sentado largo tiempo. Aquí la discusión ha terminado y se está haciendo tarde. Vete a casa y duerme.

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