Taiko (36 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Los obreros pronto dejaron de quejarse. No sólo se veían liberados del trabajo, sino que inesperadamente también recibían comida y sake. Más aún, el mismo supervisor se relajaba y mezclaba con ellos.

—Este caballero tiene sentido del humor, ¿no es cierto?

Cuando el sake empezó a surtir efecto, se pusieron a contar chistes. Pero los capataces seguían mirando fríamente a Tokichiro.

—¡Bah! Es listo, pero se le ven las intenciones.

Y esta conclusión les volvió todavía más hostiles. Sus expresiones revelaban que ponían en tela de juicio la conveniencia de tomar sake en el lugar de trabajo, y por su parte no tocaban las tazas.

—¿Qué os sucede, capataces? —Tokichiro se levantó, con su taza en la mano, y tomó asiento entre aquellos hombres de fríos semblantes—. No estáis bebiendo nada. Tal vez pensáis que los capataces tienen responsabilidades parecidas a las de los generales y, en consecuencia, no deberían beber, pero no os inquietéis tanto. Unas cosas pueden hacerse y otras no. Si me he equivocado y no podemos hacer esto en tres días, el asunto quedará zanjado con mi suicidio. —Obligó al capataz de expresión más rencorosa a tomar una taza, y él mismo se sirvió otra—. Bueno, si hablamos de inquietud, no es este proyecto de construcción en particular ni siquiera mi propia vida lo que me preocupa, sino el destino de la provincia en la que todos vivimos. Dedicar veinte días a esta pequeña obra de construcción... Con esa clase de espíritu, esta provincia perecerá.

Sus palabras estaban cargadas de emoción. Los obreros callaron de repente. Tokichiro contempló el cielo estrellado con una expresión melancólica.

—Imagino que todos vosotros habéis presenciado el ascenso y la caída de provincias, y conocéis la miseria de quienes vivían en provincias caídas. Bien, eso es algo inevitable. Como es natural, Su Señoría, sus generales y quienes somos los samurais de categoría más baja a su servicio no olvidamos la defensa de incluso el último rincón de la provincia, incluso cuando dormimos.

»Pero el auge y la caída de una provincia no depende del castillo, sino de vosotros mismos. Los habitantes de la provincia son sus muros de piedra y sus fosos. Cuando trabajáis en la construcción de este castillo, puede pareceros que estáis enyesando las paredes de la casa de otro, pero en eso os equivocáis, porque estáis construyendo vuestras propias defensas. ¿Qué podría ocurrir si un día este castillo fuese incendiado y reducido a cenizas? Sin duda ése no sería únicamente el sino del castillo. También la ciudad fortificada sería engullida por las llamas y la provincia entera quedaría destruida. Sería como una escena infernal: niños arrebatados a sus padres, ancianos buscando a sus hijos, muchachas gritando presas del pánico, los enfermos quemados vivos. Ah, si la provincia cayera, ése sería realmente el fin. Todos vosotros tenéis padres, hijos, esposas y familiares enfermos. Siempre debéis recordarlo, siempre.

Incluso los capataces dejaron de hacer visajes de burla y desprecio y adoptaron semblantes graves. También ellos tenían propiedades y familias, y las palabras de Tokichiro surtieron efecto.

—Así pues, ¿por qué estamos hoy en paz? Básicamente, desde luego, gracias a Su Señoría. Pero vosotros, los habitantes de esta provincia, ciertamente nos protegéis con este castillo como vuestro mismo centro. Por mucho que los samurais luchemos, si el corazón, es decir, la gente, flaqueara...

Tokichiro hablaba con lágrimas en los ojos, pero no fingía. Se afligía realmente y decía en serio cada una de sus palabras.

Aquellos a quienes impresionaba la verdad de lo que decía recobraron en seguida la sobriedad y le escuchaban en silencio. Alguien lloraba y se sonaba la nariz. Era el capataz de los carpinteros, el hombre más veterano e influyente, quien se había opuesto más abiertamente que nadie a Tokichiro.

—Es mi culpa, es mi culpa...

Se enjugó las lágrimas que humedecían sus mejillas picadas de viruela. Los demás le miraban asombrados. Cuando se dio cuenta de que era blanco de todas las miradas, se abrió paso entre sus colegas y se arrojó al suelo ante Tokichiro.

—No tengo ninguna excusa. Ahora comprendo mi necedad y superficialidad. Deberías atarme para que sirva de lección y apresurarte a realizar la obra por el bien de la provincia.

El anciano había hablado con la cabeza gacha y tembloroso.

Al principio Tokichiro le dirigió una mirada de profundo asombro, pero entonces asintió ligeramente y le dijo:

—Humm. Yamabuchi Ukon te dijo que hicieras esto, ¿no es cierto?

—Lo habéis sabido desde el principio, señor Kinoshita.

—¿Cómo no iba a saberlo? Y Ukon os dijo a todos vosotros que no vinierais a mi casa cuando os invité.

—Es cierto.

—Y te dijo que trabajaras con la mayor lentitud posible, que retrasaras el trabajo adrede y desobedecieras mis órdenes.

—Ss... sí.

—No me sorprende esa manera de actuar. Y si todos vosotros hicierais muy mal las cosas, también vuestras cabezas serían puestas en hilera. Bueno, está bien, no lloriquees. Desde luego te perdono por haberte dado cuenta de que estabas equivocado.

—Pero hay más. Yamabuchi Ukon nos dijo que si trabajábamos lo peor posible y lentamente, para exceder los tres días, nos daría un montón de dinero. Pero al escuchar lo que acabáis de decir, sé que aceptar el dinero del señor Yamabuchi y oponernos a vos era trabajar hacia nuestra propia destrucción. Ahora veo las cosas con claridad. Como dirigente de los amotinados, debería ser castigado y la construcción habría de completarse sin tardanza.

Tokichiro sonrió, dándose cuenta de que mediante una sola jugada un enemigo fuerte se había convertido en un aliado sincero. En vez de atar a aquel hombre, Tokichiro le ofreció una taza de sake.

—Ya no eres culpable. Al comprender la verdadera situación, te has convertido en el ciudadano más leal de esta provincia. Vamos, toma un trago. Luego, tras un descanso, nos pondremos a trabajar.

El capataz tomó la taza con ambas manos e hizo una sincera reverencia, pero no bebió.

—¡Eh! ¡Escuchadme todos! —gritó, poniéndose en pie de un salto y alzando su taza—. Vamos a hacer exactamente lo que dice el señor Kinoshita. Después de tomar un trago, nos pondremos a trabajar. Deberíamos avergonzarnos de nosotros mismos, y es un milagro que el cielo no nos haya castigado. Hasta hoy he devorado el arroz en vano, pero en adelante trataré de compensarlo. Intentaré rendir un auténtico servicio. Lo he decidido. ¿Qué decís vosotros?

En cuanto el capataz terminó de hablar, todos los hombres se levantaron.

—¡Vamos!

—¡Lo conseguiremos! —gritaron todos.

—¡Ah, os doy las gracias! —dijo Tokichiro, alzando también su taza—. Bueno, voy a prescindir del sake durante tres días. Cuando hayamos terminado el trabajo, beberemos cuanto nos plazca. Por otro lado, no sé cuánto dinero os dijo Yamabuchi Ukon que os daría, pero cuando la tarea esté lista os recompensaré cuanto pueda.

—Eso no será necesario.

Precedidos por el capataz de cara picada de viruela, todos apuraron sus tazas de un solo trago. Y al igual que guerreros a punto de batirse en la vanguardia de un combate, corrieron hacia el solar de construcción.

Al observar su ánimo, Tokichiro experimentó por primera vez un profundo alivio.

—¡Lo he conseguido! —exclamó impulsivamente.

Pero no iba a perderse aquella oportunidad. Se mezcló con los demás, trabajando en el barro, esforzándose como un loco durante las tres noches y dos días siguientes.

***

—¡Mono! ¡Mono!

Alguien le estaba llamando. Vio que era Inuchiyo, presa de una agitación desconocida en él.

—¿Qué hay, Inuchiyo?

—He venido a despedirme.

—¿Qué?

—He sido desterrado.

—¿Por qué?

—He herido a alguien en el castillo y el señor Nobunaga me ha reprendido. Por el momento he sido rebajado a la categoría de ronin.

—¿A quién has herido?

—A Yamabuchi Ukon. Puedes comprender mis sentimientos mejor que nadie.

—Ah, te has precipitado.

—¡La sangre caliente de la juventud! Pensé en ello después de haberle herido, pero era demasiado tarde. La propia naturaleza aflora inconscientemente, aunque uno la reprima. Bien, entonces...

—¿Te marchas ahora mismo?

—Cuida de Nene, Mono. Esto demuestra que ella y yo no estábamos destinados el uno al otro. Cuida bien de ella.

Más o menos al mismo tiempo, un solo caballo indócil atravesaba la oscuridad galopando desde Kiyosu hacia Narumi. Yamabuchi Ukon, gravemente herido, se agarraba bien a la silla. La distancia hasta Narumi era de ocho o nueve leguas, y el caballo de Ukon galopaba velozmente.

Ya estaba oscuro y no se veía nada, pero de haber sido de día los transeúntes habrían visto la sangre que hacía brotar el galope del caballo. La herida de Ukon era profunda pero no fatal. Sin embargo, mientras se aferraba a las crines se preguntaba qué sería más rápido, si los cascos del caballo o la muerte.

Pensó que si lograba llegar al castillo de Narumi estaría salvado, y recordó que, al abalanzarse contra él, Maeda Inuchiyo le había gritado: «¡Traidor!».

La voz que había hecho aquella acusación era como un clavo a través de su cráneo, persistente, reacia a desaparecer. Ahora, entre su conciencia nebulosa y el viento que le azotaba a lomos del caballo, sus pensamientos vagaban. ¿Cómo lo había descubierto Inuchiyo? Al considerar de qué modo este acontecimiento afectaría al castillo de Narumi y la suerte no sólo de su padre sino de todo el clan, el pánico se apoderó de él y empezó a sangrar copiosamente.

Narumi era uno de los castillos feudales del clan Oda. El padre de Ukon, Samanosuke, había recibido de Nobuhide el nombramiento de gobernador de Narumi. Sin embargo, su visión del mundo era limitada, y lo que veía no presagiaba un gran futuro. A la muerte de Nobuhide, su hijo Nobunaga contaba quince años de edad, y su reputación estaba en el punto más bajo. En aquel entonces, Samanosuke le había dado por perdido y se había aliado secretamente con Imagawa Yoshimoto.

Nobunaga descubrió la traición de Narumi y atacó el castillo en dos ocasiones, pero Narumi no cayó. No había motivo alguno para que cayera, pues lo apoyaba en la retaguardia, tanto militar como económicamente, el poderoso Imagawa. Nobunaga podía atacar como quisiera, pero siempre gastaba en vano su propia fuerza. Comprendiéndolo así, Nobunaga hizo caso omiso de los rebeldes durante varios años.

Pero los Imagawa, a su vez, empezaron a dudar de la lealtad de Samanosuke. Ambos bandos sospechaban de Narumi, y ser considerado así por el dirigente de una gran provincia sólo podía adelantar su muerte. Así pues, fueran cuales fuesen sus verdaderas intenciones, Samanosuke se presentó ante Nobunaga, lamentó sus muchos años de extravío y le rogó que le devolviera a su posición anterior.

—La rama nunca crece más que el tronco, y sería bueno que lo entendieras así. Procura ser leal de ahora en adelante.

Con estas palabras, Nobunaga le perdonó.

A partir de entonces, las obras públicas tanto del padre como del hijo fueron numerosas e impresionantes, y su traición anterior fue olvidada. Pero dos hombres, Maeda Inuchiyo y Kinoshita Tokichiro, vieron lo que había sido bien escondido. Esos dos hombres preocupaban a Ukon desde hacía algún tiempo, pero de improviso Tokichiro fue nombrado supervisor de obras y al día siguiente Inuchiyo atacó e hirió a Ukon. Entonces, suponiendo que había sido descubierto, y tambaleante a causa de sus heridas, huyó del castillo y se dirigió a Narumi.

Amanecía cuando vio el portal del castillo. Una vez seguro de que había llegado, perdió el conocimiento, todavía aferrado al lomo del caballo. Cuando volvió en sí estaba rodeado por los guardianes del castillo, los cuales curaban sus heridas. Cuando se le despejó la cabeza y se puso en pie, los hombres a su alrededor parecieron aliviados.

Informaron rápidamente de la situación a Samanosuke, y varios de sus asistentes se apresuraron a salir, con los ojos muy abiertos, preguntando inquietos:

—¿Dónde está el joven señor?

—¿Cómo se encuentra?

Estaban consternados, pero el más conmocionado de todos era su padre. Al ver que los guardianes atendían a su hijo en el jardín, salió corriendo, incapaz de reprimir su angustia.

—¿Son profundas sus heridas?

—Padre... —Ukon se desplomó—. Lo siento... —dijo antes de desmayarse de nuevo.

—¡Adentro! ¡Rápido, llevadle adentro!

El pesar por lo irrevocable se reflejaba en el semblante de Samanosuke. Desde el principio le había inquietado que Ukon sirviera a Nobunaga, pues Samanosuke, que no había vuelto realmente al clan Oda, aún no se había comprometido a la sumisión. Pero cuando Ukon fue nombrado oportunamente para el puesto de supervisor en la reconstrucción de los muros del castillo, Samanosuke vio en ello la ocasión que había estado esperando desde hacía años, y envió de inmediato un mensaje a los Imagawa:

Ahora es el momento de atacar al clan Oda. Si atacáis el castillo de Kiyosu con cinco mil hombres desde la frontera oriental de la provincia, movilizaré mis fuerzas y tomaré la ofensiva. Al mismo tiempo, mi hijo provocará la confusión en el castillo desde el interior, incendiándolo.

Así confiaba en incitar a Imagawa Yoshimoto para que tomara una resolución viril. Sin embargo, los Imagawa no se apresuraron a actuar, a pesar de su solicitud. Al margen de lo que se decía, lo cierto era que los Yamabuchi, padre e hijo, estaban al servicio de los Oda desde hacía mucho tiempo, y los Imagawa veían su plan con suspicacia. Al no tener noticias del primero y el segundo mensajeros que había enviado, Samanosuke envió a un tercero dos días después, con una nota que decía: «Ahora es el momento».

Entretanto Ukon, tras ser herido, había regresado solo. Y aquello no parecía una querella personal, sino que daba la impresión de que su conspiración había sido descubierta. Samanosuke estaba consternado, y llamó a todo su clan para conferenciar.

—Aunque los Imagawa no cooperen, lo único que podemos hacer es llevar a cabo nuestros preparativos militares y estar a punto para el ataque de los Oda. Si los Imagawa se enteran de nuestra rebelión y se unen a la pelea, entonces todavía es posible que se cumplan nuestras esperanzas iniciales de aplastar a los Oda de un solo golpe.

Tras desterrar a Inuchiyo, Nobunaga apenas habló del asunto. Teniendo en cuenta su carácter, ninguno de sus ayudantes mencionaba a Inuchiyo. Pero Nobunaga no estaba del todo satisfecho, y comentó:

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