Authors: Eiji Yoshikawa
Tokichiro había descubierto otro nivel de belleza y atractivo que añadiría a lo que ya conocía de la muchacha.
—¿Me dejarás ver esa carta? ¿O es algo que no debes mostrar a nadie?
Nene se sacó la carta del kimono y se la tendió dócilmente.
Tokichiro la abrió con lentitud. Era inequívocamente la caligrafía de Inuchiyo, y el contenido sencillo. Pero, a juicio de Tokichiro, la carta decía mucho más de lo que estaba escrito en ella.
He herido a una persona importante y hoy mismo debo abandonar la bendita provincia del señor Nobunaga. Hubo un tiempo en que dediqué mi vida y mi sino al amor. Pero, tras hablar de ello honorablemente y de hombre a hombre, hemos determinado que estarás mejor con Kinoshita, que es el mejor de los dos. Me marcho, confiándote a él. Te ruego que muestres también esta carta al señor Mataemon y, por favor, sosiégate. No estoy seguro de que algún día podamos volver a vernos.
Aquí y allá los caracteres estaban humedecidos por las lágrimas. ¿Eran de Nene o de Inuchiyo? No, se dio cuenta de que eran las suyas.
***
Narumi estaba preparado para la guerra y observaba los movimientos en Kiyosu. Pero el año se aproximaba a su final y no había señal alguna de un ataque por parte de Nobunaga.
Las dudas y las sospechas turbaban a los Yamabuchi, padre e hijo. Otra cosa aumentaba su inquietud: no sólo habían abandonado a Nobunaga sino que sus aliados anteriores, los Imagawa de Suruga, les miraban con hostilidad.
En esta coyuntura se extendió alrededor de Narumi el rumor de que el señor del vecino castillo de Kasadera se había confabulado con Nobunaga e iba a atacar Narumi por la espalda.
Kasadera era un castillo filial de los Imagawa. Ya fuese por orden de los Imagawa o por connivencia con Nobunaga, un ataque era ciertamente posible.
El rumor fue en aumento con el transcurso del día y, finalmente, entre los hombres del clan Yamabuchi y sus servidores fueron evidentes las señales de pánico. La opinión prevale dente era que debían efectuar un ataque por sorpresa contra Kasadera. Padre e hijo, que habían tomado tales precauciones encerrándose en una concha vacía, tomaron por fin la iniciativa. Partieron con su ejército en plena noche, a fin de atacar por la mañana el castillo de Kasadera.
Sin embargo, los mismos rumores habían circulado también por Kasadera, ocasionando la misma clase de nerviosismo. La guarnición se apresuró a tomar contramedidas y ahora estaba alerta.
Los Yamabuchi atacaron y la suerte de la batalla se volvió en seguida contra los defensores, los cuales, incapaces de esperar refuerzos de Suruga, incendiaron el castillo y perecieron luchando desesperadamente en medio de las llamas.
El ejército de Narumi que entró en el castillo abrasado había quedado reducido a la mitad de sus efectivos, debido a las fuertes pérdidas sufridas, pero siguieron adelante con el impulso que habían adquirido y asolaron las ruinas abrasadas, agitando espadas, lanzas y armas de fuego.
Todos ellos prorrumpieron en grandes gritos de victoria, en cuyo momento llegaron desde Narumi jinetes e infantes que habían huido en penoso desorden.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el sorprendido Yamabuchi Samanosuke.
—El ejército de Nobunaga ha sido increíblemente rápido. De alguna manera sabía lo que estaba sucediendo aquí, y de improviso se abalanzó sobre nuestro castillo ligeramente protegido con más de un millar de hombres. ¡El ataque ha sido furioso y no hemos tenido una sola oportunidad!
El herido informó así entre jadeos y siguió diciendo que no sólo había sido tomado el castillo, sino que Ukon, el hijo de Samanosuke, que aún no se había recuperado de sus heridas, había sido capturado y decapitado.
Samanosuke, que acababa de entonar el canto de victoria, permanecía inmóvil, sumido en un silencioso estupor. La zona alrededor del castillo de Kasadera, que él mismo había atacado y tomado, no era más que una ruina deshabitada y quemada.
—¡Ésta es la voluntad del cielo!
Lanzando un grito, tomó su espada y se abrió el vientre allí mismo. Sin embargo, era extraño que achacara aquello a la voluntad del cielo, pues sin duda su fin había sido perpetrado por un hombre y forjado por él mismo,
Nobunaga había sometido a Narumi y Kasadera en un solo día. Poco después de completar la reparación del muro, Tokichiro había ido a alguna parte y no le vieron durante cierto tiempo. Pero tan pronto como supo que Narumi y Kasadera habían entrado en posesión de Owari, también él regresó discretamente.
—¿Fuiste tú quien extendió los rumores en ambos lados y causaste la disensión entre nuestros enemigos?
Cuando le preguntaban eso, Tokichiro se limitaba a sacudir la cabeza y no decía nada.
Los habitantes de la provincia de Suruga no llamaban Sumpu a su capital. Para ellos era tan sólo la Sede del Gobierno, y su castillo era el palacio. Los ciudadanos, desde Yoshimoto y los miembros del clan Imagawa hasta la gente corriente, creían que Sumpu era la capital de la provincia más grande a lo largo de la costa oriental. La ciudad tenía un aire aristocrático e incluso los plebeyos seguían las modas de la imperial Kyoto.
Comparada con Kyoto, Sumpu era otro mundo. La atmósfera de sus calles y las maneras de sus ciudadanos, incluso la rapidez con que la gente andaba y el modo en que se miraban unos a otros y hablaban... Los ciudadanos de Sumpu eran tranquilos y confiados. La opulencia de sus ropas evidenciaba su categoría, y cuando salían se cubrían la boca con abanicos. Florecían las artes de la música, la danza y la poesía. La serenidad visible en todos los rostros era el resultado de escuchar el sonido de algún manantial feliz de los tiempos antiguos. Sumpu era una ciudad bendita. Si hacía buen tiempo, podía verse el monte Fuji; si era brumoso, las apacibles olas del mar se veían más allá del pinar en el templo Kiyomidera. Los soldados de Imagawa eran fuertes, y Mikawa, el dominio del clan Tokugawa, era poco más que una provincia subordinada.
«Por mis venas corre la sangre de los Tokugawa, y sin embargo estoy aquí. Mis servidores de Okazaki mantienen de alguna manera mi castillo. La provincia de Mikawa sigue existiendo, pero el señor y los servidores están separados...» Tokugawa Ieyasu meditaba en estas cosas día y noche, pero nunca podía decirlas abiertamente. Se compadecía de sus servidores, pero cuando reflexionaba en su propia situación, daba gracias por estar vivo.
Ieyasu sólo tenía diecisiete años, pero ya era padre. Dos años antes, tras su ceremonia de mayoría de edad, Imagawa Yoshimoto había dispuesto su matrimonio con la hija de uno de sus familiares. El hijo de Ieyasu había nacido la primavera anterior, por lo que aún no contaba seis meses, y a menudo el padre oía sus lloros desde la habitación en la que había instalado su escritorio. Su esposa no se había recuperado plenamente del parto y todavía se encontraba en la sala de alumbramiento.
Cuando este padre de diecisiete años oía llorar a su bebé, era su propia carne y sangre lo que escuchaba, pero no solía visitar a su familia. No comprendía los sentimientos de ternura hacia los niños de los que hablaban otros. Cuando buscaba en su interior esa emoción, no la encontraba disminuida sino ausente por completo. Sabiendo que era esa clase de hombre y padre, se apenaba por su esposa y su hijo. Pero cada vez que se sentía así, no se compadecía de su propia familia sino más bien de sus servidores empobrecidos y humillados de Okazaki.
Cuando se obligaba a pensar en su hijo, siempre se entristecía. El pequeño pronto emprendería el viaje por esta amarga vida y sufriría las mismas privaciones que él.
A los cinco años de edad, Ieyasu fue enviado como rehén al clan Oda. Al rememorar las penalidades que había sufrido, no podía por menos que solidarizarse con su hijo recién nacido, el cual también sufriría ciertamente las penas y la tragedia de la vida humana. Ahora, sin embargo, la gente veía superficialmente que estaba viviendo en una mansión no menos espléndida que la de los Imagawa.
Algo en el exterior llamó su atención y salió a la terraza. Alguien había tirado de las enredaderas que crecían en los troncos de los árboles y se aferraban a los muros del jardín. El movimiento de retroceso de las ramitas las había dejado temblando ligeramente.
—¿Quién está ahí? —gritó Ieyasu.
Si se trataba de algún liante, probablemente echaría a correr. Pero el joven no oyó el menor sonido de pisadas. Se calzó unas sandalias y salió por la puerta trasera abierta en el muro de barro. Un hombre se había postrado como si le esperase. A su lado había un gran cesto de mimbre y un bastón.
—¿Jinshichi?
—Ha pasado largo tiempo, mi señor.
Cuatro años antes, cuando por fin recibió el permiso de Yoshimoto, Ieyasu regresó a Okazaki para visitar las tumbas de su familia. Por el camino desapareció uno de sus servidores, Udono Jinshichi. Ieyasu se sintió compadecido cuando vio el cesto, el bastón y los cambios en la persona de Jinshichi.
—Te has convertido en un monje itinerante.
—Sí, es un disfraz conveniente para viajar por el país.
—¿Cuándo has llegado aquí?
—Ahora mismo. Quería veros en secreto antes de partir de nuevo.
—Han pasado cuatro años, ¿no es cierto? He recibido tus informes detallados, pero como no había oído de ti desde que fuiste a Mino, temía lo peor.
—En Mino había estallado la guerra civil, y durante algún tiempo las medidas de seguridad en los puntos de control fronterizos y las postas fueron muy estrictas.
—¿Estuviste en Mino? Debe de haber sido una buena ocasión para estar allí.
—Durante la guerra civil me quedé un año en Inabayama. Como sabéis, el castillo de Saito Dosan fue destruido y Yoshitatsu es ahora el señor de todo Mino. Cuando la situación se normalizó, me trasladé a Kyoto y Echizen, pasé por las provincias del norte y seguí hasta Owari.
—¿Fuiste a Kiyosu?
—Sí, pasé algún tiempo allí.
—Háblame de ello. Aunque estoy en Sumpu, puedo suponer lo que sucederá en Mino, pero la situación del clan Oda no es nada fácil de conjeturar.
—¿Queréis que redacte un informe y os lo traiga esta noche?
—No, nada por escrito.
Ieyasu se volvió hacia la entrada trasera en el muro de barro, pero parecía haber mudado de parecer respecto a alguna cosa.
Jinshichi era sus ojos y oídos en el mundo exterior. Desde los cinco años de edad, Ieyasu había vivido primero con los Oda y luego los Imagawa, un exilio errante en provincias enemigas. Al vivir como un rehén, nunca había conocido la libertad y seguía sin conocerla. Los ojos, los oídos y la mente de un rehén están cerrados, y si él mismo no hacía un esfuerzo, no había nadie que le reprendiera ni estimulara. A pesar de ello, o tal vez debido a las limitaciones que le habían impuesto desde su infancia, Ieyasu se había vuelto ambicioso en extremo.
Cuatro años antes había enviado a Jinshichi a las otras provincias a fin de enterarse de lo que ocurría. Eso fue una prueba temprana de la creciente ambición de Ieyasu.
—Aquí nos verán, y si entramos en la mansión mis servidores sospecharán. Vayamos allá.
Ieyasu se alejó de la mansión a grandes zancadas.
La residencia de Ieyasu se encontraba en uno de los barrios más tranquilos de Sumpu. Recorrieron una corta distancia desde el muro de barro y llegaron a la orilla del río Abe. Cuando Ieyasu era un niño al que sus servidores todavía acarreaban a la espalda, le llevaban al río Abe cuando manifestaba sus deseos de jugar en el exterior. El agua del río parecía fluir eternamente, y la orilla daba la impresión de ser inmutable, lo cual evocaba recuerdos en Ieyasu.
—Desata el bote, Jinshichi —dijo Ieyasu mientras saltaba a bordo de la pequeña barca de pesca.
Cuando Jinshichi subió al bote y hundió la pértiga para impulsarlo, la embarcación se apartó de los bajíos como una hoja de bambú en la corriente. Señor y servidor hablaron, sabiendo que, por primera vez, estaban a salvo de miradas ajenas. En el espacio de una hora, Ieyasu absorbió la información que Jinshichi había recogido durante sus cuatro años de viaje. No obstante, más que lo sabido gracias a Jinshichi, había algo distante y grande oculto en el corazón de Ieyasu.
—Si los Oda no han atacado otras provincias en los últimos años, al contrario que en la época de Nobuhide, debe ser para poner orden su su casa —dijo Ieyasu.
—No importaba que quienes estaban contra él fuesen parientes o servidores: Nobunaga se resignó completamente a la tarea. Atacó a los que tenía que atacar y expulsó a los que le estorbaban. Casi ha dejado a Kiyosu limpio de ellos.
—Los Imagawa se rieron de Nobunaga durante cierto tiempo, y se rumoreaba de él que era sólo un mocoso mimado y estúpido.
—Esa necedad que le atribuían es totalmente falsa —dijo Jinshichi.
—Desde hace tiempo pensaba que eran sólo chismorreos maliciosos, pero cuando el señor Yoshimoto habla de Nobunaga, se cree los chismorreos y no le considera en absoluto como una amenaza.
—El espíritu marcial de los hombres de Owari es por entero distinto del que era hace pocos años.
—¿Quiénes son sus buenos servidores? —preguntó Ieyasu.
—Hirate Nakatsukasa ha muerto, pero cuenta con varios hombres capacitados como Shibata Katsuie, Hayashi Sado, Ikeda Shonyu, Sakuma Daigaku y Mori Yoshinari. Recientemente se le ha unido un hombre extraordinario llamado Kinoshita Tokichiro. Su categoría es muy baja, pero por alguna razón su nombre está a menudo en labios de los ciudadanos.
—¿Cuáles son los sentimientos de la gente acerca de Nobunaga?
—Eso es lo más extraordinario. Lo habitual es que el dirigente de una provincia se entregue al gobierno de su pueblo y que éste, por regla general, obedezca a sus señores, pero en el caso de Owari es diferente.
—¿En qué sentido?
Jinshichi se quedó un momento pensativo.
—¿Cómo podría decirlo? No hace nada fuera de lo ordinario, pero mientras Nobunaga esté al frente, la gente confía en el futuro..., y aunque saben que Owari es una provincia pequeña y pobre con un señor sin blanca, lo extraño es que, al igual que los habitantes de una provincia poderosa, no temen la guerra ni les preocupa su futuro.
—Humm... ¿Por qué será?
—Quizá por el mismo Nobunaga, el cual les dice lo que ocurre hoy y lo que sucederá mañana, y establece los objetivos hacia los que todos ellos trabajan.
En el fondo, sin proponérselo realmente, Jinshichi estaba comparando a Nobunaga, de veintidós años, con Ieyasu, que sólo contaba diecisiete. En ciertos aspectos Ieyasu era mucho más maduro que Nobunaga, no tenía nada de infantil. Ambos habían crecido en circunstancias difíciles, pero no era posible una verdadera comparación entre ellos. Ieyasu había sido entregado a los enemigos a la edad de cinco años, y la crueldad del mundo le había estremecido hasta la misma médula.