Taiko (119 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Takeda Katsuyori era un hombre de voluntad fuerte y poseía sentido de la honra. Entre el pueblo llano de la provincia se alzaban voces diciendo que el gobierno estaba en declive desde la época de Shingen, y la recaudación de elevados impuestos se consideraba como una de las principales causas de las quejas, pero Kaisen sabía que Katsuyori no recaudaba impuestos para darse lujos o por orgullo, y que todo el dinero recaudado había sido canalizado hacia los gastos militares. En los últimos años, la táctica y la tecnología militares habían avanzado con rápidos pasos en la capital e incluso en las provincias vecinas. Pero Katsuyori no podía permitirse invertir tanto dinero en nuevas armas como sus rivales.

—Cuidaos, os lo ruego —le dijo Kaisen a Katsuyori cuando se disponía a marcharse.

—¿Ya volvéis al templo? —Eran muchas las preguntas que Katsuyori deseaba hacerle, pero sabía que la respuesta a cualquier cosa que le preguntara sería la misma. Hizo una reverencia apoyando las palmas en el suelo—. Ésta es, quizá, la última vez que nos vemos.

Kaisen aplicó al suelo sus manos, en las que estaba enlazado su rosario budista, y se marchó sin decir otra palabra.

La caída de los Takeda

—Pasemos esta primavera en las montañas de Kai —dijo Nobunaga cuando salió de Azuchi al frente de su ejército—. Podemos contemplar las flores de cerezo, recoger algunas y luego hacer una excursión por los alrededores del monte Fuji cuando regresemos.

Esta vez el éxito de la expedición contra Kai parecía asegurado, y la partida del ejército era casi lenta. Hacia el décimo día del segundo mes el ejército había llegado a Shinano y completado la disposición de los hombres en las entradas de Ina, Kiso y Hida. El clan Hojo entraría por el este, mientras que el Tokugawa atacaría desde Suruga.

En comparación con las batallas del río Ane y Nagashino, Nobunaga invadía Kai tan serenamente como si hubiera ido a recoger verduras a una huerta. En medio de la provincia enemiga había fuerzas a las que ya no se consideraba en absoluto enemigas. Tanto Naegi Kyubei, del castillo de Naegi, como Kiso Yoshimasa de Fukushima eran hombres que anhelaban la llegada de Nobunaga, no la de Katsuyori, y las tropas que avanzaron desde Gifu a Iwamura lo hicieron sin encontrar ninguna resistencia. Las diversas fortalezas de los Takeda habían sido abandonadas a los vientos. Cuando amaneció, tanto el castillo de Matsuo como el de Iida no eran más que recintos vacíos.

—Hemos avanzado hasta Ina y apenas hemos encontrado un soldado enemigo que lo defendiera.

Tal fue el informe que Nobunaga recibió en la entrada de Kiso. Allí los soldados también bromeaban entre ellos, diciéndose que su avance era casi demasiado fácil para que fuese satisfactorio. ¿A qué se debía la fragilidad de los Takeda? La causa era complicada, pero la respuesta se podía expresar con sencillez. Esta vez los Takeda serían incapaces de preservar la provincia de Kai.

Todos cuantos se relacionaban con el clan Takeda estaban convencidos de su inevitable derrota. Tal vez algunos incluso habían esperado ese día con ilusión. Pero tradicionalmente los samurais, fuera cual fuese su clan, no mostraban una actitud impropia en tales ocasiones, incluso cuando sabían que la derrota era inevitable.

—Vamos a hacerles saber que estamos aquí —dijo Nishina Nobumori, jefe del castillo de Takato y hermano menor de Katsuyori.

El hijo de Nobunaga, Nobutada, cuyas fuerzas habían entrado a raudales en la región, estimaba que sus perspectivas eran generalmente buenas. Tras escribir una carta, llamó a un fuerte arquero y le pidió que lanzara al castillo una flecha con el mensaje atado al astil. Se trataba, por supuesto, de una invitación a rendirse.

Muy pronto les llegó la respuesta desde el castillo. «He leído detenidamente vuestra carta...» Desde la primera hasta la última línea, la carta había sido escrita en un estilo solemne.

Los hombres de este castillo compensarán algún día los favores del señor Katsuyori con la entrega de sus vidas, y no es probable que ninguno de ellos sea un cobarde. Debéis atacar con vuestros hombres de inmediato. Os demostraremos la templada destreza y el valor que nos han distinguido desde los tiempos del señor Shingen.

Nobumori había respondido con una resolución que casi perfumaba la tinta.

Nobunaga había nombrado a su hijo general, a pesar de que era todavía muy joven.

—Bien, si eso es lo que quieren... —dijo Nobutada, y ordenó el asalto.

Las fuerzas atacantes estaban dispuestas en dos divisiones, y asaltaron el castillo simultáneamente desde la montaña que se alzaba detrás y la zona que conducía al portal principal. Fue una batalla digna de tal nombre. El millar de defensores esperaban morir. Como cabía imaginar, el valor de los guerreros de Kai no había disminuido todavía. Desde comienzos del segundo mes a comienzos del tercero, los muros del castillo de Takato estuvieron empapados por la sangre de los ejércitos atacante y defensor. Tras atravesar las primeras empalizadas, que se alzaban a cincuenta varas del foso, las tropas atacantes llenaron éste de piedras, arbustos, árboles y tierra, y entonces cruzaron con mucha rapidez al pie de los muros.

—¡Venid! —gritaban los hombres desde los baluartes de arcilla y los muros de barro con tejado, mientras arrojaban lanzas, leños y rocas y vertían aceite hirviendo sobre los hombres que estaban debajo.

Los atacantes que habían trepado por el muro cayeron bajo las piedras, leños y rociadas de aceite. Pero por muy lejos que cayeran, su intrepidez aumentaba. Aunque cayeran al suelo, en cuanto recobraban la conciencia se ponían en pie de un salto y trepaban de nuevo.

Los soldados que subían detrás de esos hombres lanzaban gritos de admiración ante el resuelto valor de sus camaradas y trepaban a su vez los muros. No iban a quedar en menos. Mientras trepaban y caían, volvían a trepar y se aferraban a los muros, parecía como si nada pudiera oponerse a su furia. Pero los defensores del castillo no eran en modo alguno inferiores en sus propios esfuerzos aunados y desesperados. Quienes aceptaban el desafío, y a los que era posible atisbar sobre los baluartes de arcilla y los muros de barro con tejado, daban la impresión de que sólo los tenaces guerreros de Kai llenaban el castillo. Pero si las fuerzas atacantes hubieran podido ver la actividad en el interior, habrían sabido que todo el castillo participaba en una lucha patética pero entusiasta. Mientras el castillo sufría el asedio, sus numerosos moradores, viejos, jóvenes e incluso las mujeres embarazadas, trabajaban con desesperación junto con los soldados para contribuir a la defensa. Las mujeres jóvenes llevaban flechas, mientras que los ancianos limpiaban los desechos quemados de los cañones. Atendían a los heridos y cocinaban las comidas de la tropa. Nadie les había ordenado nada, pero trabajaban con un orden perfecto y sin una sola palabra de queja.

—El castillo caerá si les lanzamos todo cuanto tenemos.

Así hablaba Kawajiri, uno de los generales del ejército atacante, quien había ido a ver a Nobutada.

—Hemos tenido demasiados muertos y heridos —replicó Nobutada, el cual había estado reflexionando en el asunto—. ¿Se te ocurre alguna buena idea?

—Me parece que la fortaleza de los soldados del castillo depende de su creencia en que Katsuyori continúa en su nueva capital. Teniendo eso en cuenta, podríamos retirarnos de aquí y atacar Kofu y Nirasaki, mas para ello sería preciso un cambio completo de estrategia. Tal vez lo mejor sería convencer a los defensores de que el castillo de Nirasaki ha caído y Katsuyori ha muerto.

Nobutada se mostró de acuerdo. La mañana del primer día del tercer mes, ataron otro mensaje a una flecha que arrojaron al castillo.

Nobumori se echó a reír al leerlo.

—Esta carta es un engaño tan transparente que podría haberlo escrito un niño, y revela el desaliento que el asedio ha causado al enemigo.

El mensaje decía así:

El día veintiocho del último mes, Kai cayó y el señor Katsuyori se suicidó. En cuanto a los demás miembros del clan, unos se suicidaron con él y otros fueron hechos prisioneros.

Es insensato que este castillo siga demostrando su valor marcial, puesto que no es más que una sola fortaleza en un territorio conquistado. Deberíais rendir el castillo de inmediato y aplicar vuestros esfuerzos al socorro de la provincia.

Oda Nobutada

—Qué bonito. ¿Creen realmente que un truco tan claro y sencillo es propio del arte de la guerra?

Aquella noche Nobumori invitó a beber a sus servidores, y durante la fiesta les mostró la carta.

—Si esto conmueve a alguno de los presentes, puede abandonar el castillo sin vacilación antes del alba.

Tocaron el tambor, entonaron cantos del teatro Noh y pasaron una grata velada. Esa noche también fueron invitadas las esposas de todos los generales, a las que les ofrecieron sake. Todo el mundo comprendió en seguida cuáles eran las intenciones de Nobumori. A la mañana siguiente, tal como habían esperado, su jefe empuñó una gran alabarda para usarla como bastón, se ató una sandalia de paja en el pie izquierdo hinchado, que había resultado herido en la batalla para conquistar el castillo, y cruzó el portal cojeando.

Ordenó que los defensores se reunieran, subió al interior de la torre con tejado alzada sobre el portal y examinó sus fuerzas. Tenía menos de un millar de soldados, excluidos los muy jóvenes, los ancianos y las mujeres, pero no había ni uno menos que la noche anterior. Mantuvo la cabeza inclinada durante un rato, como si orase en silencio. De hecho, estaba rezando al alma de su padre, Shingen, diciéndole: «¡Mira! ¡Todavía tenemos en Kai hombres así!». Finalmente alzó la vista. Desde donde se encontraba, podía ver a todo su ejército.

Nobumori no tenía el rostro carnoso y las facciones vulgares de su hermano. Como durante cierto tiempo se había contentado con la sencillez de la vida rural, desconocía por completo las comidas extravagantes y los lujos. La naturaleza le había dotado con las facciones de un joven halcón criado bajo los vientos silbantes que barrían las montañas y llanuras de Kai. A los treinta y tres años de edad se parecía a su padre, Shingen, con el cabello espeso, las cejas pobladas y la boca ancha.

—Bien, había creído que hoy llovería, pero hace un tiempo espléndido. La blancura de las flores de cerezo cubre las montañas lejanas y la estación nos proporciona un hermoso día para morir. Desde luego no vamos a perder nuestras reputaciones confiando en la promesa de recompensas materiales. Como habéis visto, me hirieron en la lucha hace un par de días. Debido a lo limitado de mi movilidad, me quedaré aquí observando cómo libráis vuestra última batalla mientras espero tranquilamente al enemigo. Entonces podré terminar peleando a gusto. ¡Así que salid! ¡Abríos paso a la fuerza por las puertas delantera y trasera y mostradles valerosamente cómo caen las flores de cerezo de la montaña!

Los gritos de los feroces guerreros, proclamando que harían exactamente lo que su señor les ordenaba, eran como un torbellino. Todos ellos miraban a Nobumori, de pie en lo alto del portal, y durante un rato se oyó la misma proclamación una y otra vez:

—Ésta es nuestra despedida.

No era una cuestión de vida o muerte, sino una carrera desesperada hacia la muerte. Los hombres abrieron con gesto desafiante las puertas delantera y trasera desde el interior del castillo, y un millar de guerreros salieron en tropel, lanzando ensordecedores gritos de guerra.

Las tropas atacantes fueron derrotadas. Por un momento la confusión fue tal que incluso el cuartel general de Nobutada estuvo amenazado.

—¡Atrás! ¡Reagrupaos!

El jefe de las fuerzas defensoras esperó el momento apropiado y ordenó la retirada al interior del castillo.

—¡Atrás! ¡Atrás!

Los hombres se volvieron hacia el castillo, y cada guerrero mostró a Nobumori, el cual seguía sentado en el portal con tejado, las cabezas enemigas que había cortado.

—Tomaré un trago y saldré a luchar de nuevo —gritó uno de los soldados.

El combate continuó. Los hombres descansaban un momento en cualquiera de los portales, delantero o trasero, y entonces volvían a lanzarse contra el enemigo, repitiendo esta pauta de ataque violento y retirada seis veces, al término de las cuales habían reunido cuatrocientas treinta y siete cabezas. Cuando empezaba a oscurecer, el número de los defensores había disminuido de modo considerable, y los que quedaban estaban heridos en mayor o menor grado. Casi no había un solo guerrero indemne. Los árboles alrededor del castillo habían sido incendiados y las llamas rugían. El enemigo ya había entrado en la fortaleza desde todas las direcciones. Nobumori contemplaba sin parpadear los últimos momentos de cada uno de sus guerreros desde lo alto del portal.

—¡Mi señor! ¡Mi señor! ¿Dónde estáis? —gritó un servidor que corría alrededor del portal.

—Estoy aquí arriba —respondió Nobumori, haciendo saber al vasallo que estaba sano y salvo—. Mi última hora está próxima. Déjame ver dónde estás.

Miró hacia abajo desde su asiento. El servidor alzó la vista y, a través del humo, vio la figura de su señor.

—Casi todos los hombres han sido muertos —dijo el hombre, y añadió jadeante—: ¿Habéis hecho los preparativos para suicidaros, mi señor?

—Sube aquí y ayúdame.

—Sí, mi señor.

El vasallo se dirigió tambaleándose a la escalera en el interior del portal, pero no pudo llegar al balcón. Las grandes llamas lamían la entrada de la escalera. Nobumori abrió los postigos de otra ventana y miró abajo. Los únicos soldados que veía eran enemigos. Entonces vio a una sola persona que luchaba con denuedo en medio de una muchedumbre de soldados enemigos. Sorprendentemente, era una mujer, la esposa de uno de sus servidores, y blandía una alabarda.

Aunque Nobumori estaba a punto de morir, hizo un esfuerzo para aceptar la inesperada emoción que le embargaba de súbito.

«Esa mujer es tan tímida que normalmente ni siquiera puede hablar delante de los hombres, y mucho menos atacarles con una alabarda», pensó. Pero ahora le apremiaba algo que debía hacer, y gritó al enemigo desde la estrecha ventana junto a la que se encontraba.

—¡Hombres que lucháis por Nobunaga y Nobutada! Escuchad la voz del vacío. Nobunaga se enorgullece ahora, en su único momento de triunfo, pero toda flor de cerezo cae y cada castillo arderá. Ahora voy a enseñaros algo que no caerá ni arderá durante toda la eternidad. ¡Yo, Nobumori, el quinto hijo de Shingen, os lo voy a mostrar!

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