Authors: Eiji Yoshikawa
—Creo que la litera es mejor en el campo de batalla. Incluso en el combate cuerpo a cuerpo, puedo empuñar la espada con ambas manos o arrebatar la lanza al enemigo y entonces atacarle con ella. Lo único que no puedo hacer en mi estado es correr de un lado a otro. Cuando estoy en lo alto de la litera y contemplo el avance de las tropas enemigas, se apodera de mí una sensación irresistible, como si el enemigo fuera a retirarse nada más oír mi voz.
—Ah, pero eso es ahora peligroso. Todavía hay nieve en las zonas umbrías de estos alrededores, y podríais resbalar fácilmente.
—Por aquí debajo pasa un arroyo, ¿no es cierto?
—¿Queréis que os pase al otro lado? —le preguntó Mori, ofreciéndole su espalda.
Mori vadeó el arroyo con Kanbei encaramado a su espalda. ¿Adonde iban? Los dos servidores aún no lo sabían. Pocas horas antes habían visto un guerrero que bajó de la empalizada al pie de la montaña y entregó a Kanbei algo que parecía una carta, y poco después habían sido llamados bruscamente para que acompañaran a Kanbei a las estribaciones, pero no habían oído nada más.
Cuando hubieron recorrido una distancia considerable, Kuriyama abordó el tema.
—Mi señor, ¿os ha invitado esta noche el comandante del puesto al pie de la colina?
—¿Qué? ¿Crees que me ha llamado para cenar con él? —Kanbei se echó a reír—. ¿Cuánto crees que duran las celebraciones de Año Nuevo? Incluso han terminado las ceremonias del té del señor Hideyoshi.
—Entonces ¿adonde vamos?
—A la empalizada en el río Miki.
—¿La empalizada cerca del río? ¡Es un lugar peligroso!
—Claro que es peligroso, pero el enemigo también lo considera así. Está exactamente en el límite de los dos campamentos.
—¿No creéis que deberíamos ir con más hombres?
—No, no. El enemigo tampoco trae una multitud. Creo que sólo habrá un ayudante y un niño.
—¿Un niño?
—Así es.
—No comprendo.
—Mira, tú ven y no preguntes. No es que no pueda decírtelo, pero de momento será mejor seguir manteniéndolo en secreto. Creo que cuando el castillo haya caído, también informaré de ello al señor Hideyoshi.
—¿El castillo va a caer?
—¿Qué haremos si no cae? Ante todo, el castillo probablemente caerá en los dos o tres próximos días. Incluso es probable que sea mañana.
—¡Mañana!
Los dos servidores miraron fijamente a Kanbei. El reflejo del agua cristalina dotaba al rostro de Kanbei de un pálido brillo blanco. Las cañas secas susurraban en los bajíos. Mori y Kuriyama se detuvieron atemorizados. Habían visto una figura en pie entre las cañas de la otra orilla.
—¿Quién es?
Su siguiente sorpresa fue distinta a la primera. El hombre parecía ser un general enemigo importante, pero su único ayudante llevaba un niño pequeño a la espalda. No había ninguna indicación de que los tres hubieran acudido con intenciones hostiles. Sencillamente parecían estar esperando que se aproximara el grupo de Kanbei.
—Esperad aquí —ordenó Kanbei a sus hombres.
Los dos servidores le obedecieron y se quedaron mirándoles mientras se alejaba.
Cuando Kanbei se acercó, el enemigo que estaba entre las cañas también se adelantó uno o dos pasos. En cuanto se vieron claramente uno a otro, intercambiaron saludos como si fueran viejos amigos. Si alguien hubiera sido testigo de un encuentro secreto en semejante lugar entre enemigos, habría sospechado de inmediato una conspiración, pero los dos parecían totalmente indiferentes a tales preocupaciones.
—El niño a quien con tanto descaro os he pedido que ayudéis está ahí, a hombros de mi ayudante. Cuando caiga el castillo y mañana encuentre mi fin en el campo de batalla, espero que no os riáis de los apasionados sentimientos de un padre. El pequeño es todavía inocente e ingenuo.
Aquél era el general enemigo, el comandante del castillo de Miki, Goto Motokuni. Ahora él y Kanbei hablaban con familiaridad, pues hacía poco, a fines de otoño del año anterior, Kanbei había ido al castillo como enviado de Hideyoshi, aconsejando la capitulación, y en aquel entonces conversaron en unos términos muy amistosos.
—Así pues ¿le habéis traído? Quiero conocerle. Que venga aquí.
Kanbei hizo un suave gesto y el servidor, que estaba detrás de su señor, se movió indeciso, aflojó los cordones que sujetaban el niño a su espalda y lo dejó en el suelo.
—¿Qué edad tiene?
—Sólo siete años.
El servidor debía de haber cuidado del niño durante cierto tiempo. Respondió a Kanbei mientras se enjugaba las lágrimas, hizo una reverencia y se retiró.
—¿Su nombre? —preguntó Kanbei, y esta vez respondió el padre del chiquillo.
—Se llama Iwanosuke. Su madre ya ha fallecido y el padre no tardará en morir. Señor Kanbei, os ruego que veléis por el futuro del niño.
—No os preocupéis. También yo soy padre, comprendo muy bien vuestros sentimientos y me encargaré personalmente de su crianza. Cuando sea adulto, el apellido de la familia Goto no se extinguirá.
—Entonces puedo morir mañana sin pesar. —Goto se arrodilló y estrechó al pequeño contra el peto de su armadura—. Escucha bien lo que tu padre te dice ahora. Ya tienes siete años, y el hijo de un samurai nunca llora. Tu ceremonia de mayoría de edad aún está lejana, y estás en una edad en que te gustaría gozar del cariño de tu madre y permanecer al lado de tu padre. Pero ahora el mundo está lleno de batallas como ésta. No podemos evitar que te separes de mí, y es natural que yo muera con mi señor. Pero no eres realmente tan infortunado. Has tenido la suerte de estar conmigo hasta esta noche, y debes dar gracias a los dioses del cielo y la tierra por esa buena suerte. ¿De acuerdo? Así pues, a partir de esta noche estarás al lado de este hombre, Kuroda Kanbei. Será tu señor y el padre que te criará, de modo que sírvele bien. ¿Me has entendido?
Mientras su padre le hablaba dándole palmaditas en la cabeza, Iwanosuke asentía en silencio una y otra vez, las lágrimas deslizándose por sus mejillas. Las horas del castillo de Miki estaban ya contadas. Los varios millares de hombres que componían su guarnición habían jurado con toda naturalidad que perecerían con su señor y estaban resueltos a morir valientemente. La voluntad de Goto era inquebrantable, y ahora no vaciló lo más mínimo. Pero tenía un hijo pequeño y no soportaba la idea de ver morir a un niño inocente.
En los días anteriores al encuentro, Goto había enviado una carta a Kanbei, a quien, aunque era su enemigo, consideraba un hombre digno de confianza. En la misiva le abría su corazón, pidiéndole que cuidara de su hijo.
Mientras hablaba a su hijito, sabía que aquél era el fin y no pudo evitar que se le escapara una lágrima. Finalmente se levantó y le ordenó con firmeza que se reuniera con Kanbei, casi como si empujara a la pobre criatura.
—Iwanosuke, también tú debes solicitar el favor del señor Kanbei.
—Podéis estar completamente tranquilo —le aseguró Kanbei al tiempo que cogía la mano del niño, y ordenó a sus servidores que lo llevaran al campamento.
Entonces, por primera vez aquella noche, los servidores de Kanbei comprendieron las intenciones de su señor. Mori subió a Iwanosuke a su espalda y partió con Kuriyama a su lado.
—Bien, ya está —dijo Kanbei.
—Sí, esto es una despedida —replicó Goto.
No era fácil separarse. Kanbei hizo cuanto pudo por endurecer su corazón y marcharse en seguida, pero aunque creía que eso sería lo menos penoso para los dos, titubeaba.
Finalmente Goto se dirigió a él con una sonrisa.
—Señor Kanbei, cuando mañana nos encontremos en el campo de batalla, si nos inmovilizan nuestros sentimientos personales y desaparece el filo de nuestras lanzas, quedaremos deshonrados hasta el fin de los tiempos. Si sucediera lo peor, estoy dispuesto a cortaros la cabeza. ¡No seáis tampoco remiso!
Pronunció estas últimas palabras como un pistoletazo de salida, e inmediatamente dio media vuelta y se alejó en dirección al castillo.
Kanbei regresó en seguida al monte Hirai, se presentó ante Hideyoshi y le mostró al hijo de Goto.
—Críale bien —le dijo Hideyoshi—. Será un acto de caridad. Parece un buen muchacho, ¿verdad?
A Hideyoshi le encantaban los niños, y miró cariñosamente la cara de Iwanosuke mientras le daba palmaditas en la cabeza.
Tal vez Iwanosuke no comprendía aún todo aquello, pues sólo tenía siete años. Hallándose en un campamento extraño con hombres desconocidos, se limitaba a mirar con los ojos muy abiertos cuanto le rodeaba. Muchos años después sería famoso como guerrero del clan Kuroda. Pero en aquellos momentos era un niño solitario, casi como un mono de montaña que se hubiera caído de su árbol.
Finalmente llegó el día: se anunció que el castillo de Miki había caído. Era el día decimoséptimo del primer mes del octavo año de Tensho. Nagaharu, su hermano menor Tomoyuki y sus servidores principales se hicieron el harakiri, el castillo fue abierto y Uno Uemon entregó una carta de rendición a Hideyoshi.
Hemos resistido dos años y hecho cuanto hemos podido como guerreros. Lo único que no podría soportar es la muerte de varios millares de valientes y leales guerreros y los miembros de mi familia. Ruego por mis servidores y confío en que les mostréis misericordia.
Hideyoshi atendió esta viril solicitud y aceptó la rendición del castillo de Miki.
Aunque Hideyoshi y Nobunaga se encontraban estacionados a gran distancia uno del otro, el primero consideraba que una de sus responsabilidades militares consistía en enviar noticias a Azuchi con regularidad. De esta manera, Nobunaga estaba al corriente de la situación en el oeste, la dominaba a vista de pájaro, por así decirlo, y se sentía cómodo con la estrategia que se estaba empleando en la campaña.
Tras haberse despedido de Hideyoshi cuando éste partió hacia las provincias occidentales, Nobunaga saludó al Año Nuevo en Azuchi. Era el décimo año de la era Tensho. Aquel Año Nuevo fue incluso más ajetreado que el anterior, y las celebraciones no tuvieron lugar sin contratiempos. He aquí un incidente registrado en Las crónicas de Nobunaga:
Cuando los señores vecinos, parientes y otras personas llegaron a Azuchi para presentar sus respetos a Su Señoría en el Año Nuevo, la aglomeración fue tal que un muro se derrumbó y muchos murieron alcanzados por las piedras desprendidas. La confusión fue inmensa.
—Cobrad a cada visitante que llegue el primer día de Año Nuevo cien
mon
, sea quien fuere —ordenó Nobunaga la víspera de la festividad—. Un «impuesto de visita» no es pedir demasiado a un visitante a cambio del privilegio divino de ser recibido en audiencia por mí para que me exprese sus deseos de Año Nuevo.
Pero eso no fue todo. Como compensación por el «impuesto de visita», Nobunaga también dio permiso para que se abrieran al público determinadas zonas del castillo que normalmente estaban cerradas.
Todas las habitaciones de las posadas de Azuchi habían sido reservadas con mucha antelación por los ansiosos visitantes (señores, mercaderes, intelectuales, médicos, artistas, artesanos y samurais de todas las categorías) que aguardaban con impaciencia la oportunidad de ver el templo Sokenji, cruzar la Puerta Exterior y aproximarse a la Tercera Puerta, desde donde tendrían acceso a los aposentos residenciales y entrarían en el jardín de arena blanca para efectuar allí su salutación.
Los visitantes recorrieron el castillo examinando una habitación tras otra. Admiraron las puertas correderas decoradas por Kano Eitoku, contemplaron con gran interés las esteras del tatami con los bordes de brocado coreano y miraron asombrados las paredes pulimentadas y doradas.
Los guardianes acompañaron a la multitud a través de la puerta del establo, donde inesperadamente vieron cortado su paso por Nobunaga y varios ayudantes.
—¡No olvidéis vuestra contribución! —les gritó Nobunaga—. ¡Cien
mon
cada uno!
Cogía el dinero con sus propias manos y lo arrojaba por encima del hombro.
Rápidamente se formó a sus espaldas un montículo de monedas. Los soldados introdujeron el dinero en sacos que entregaron a los oficiales, los cuales lo distribuyeron entre los pobres de Azuchi. Así, Nobunaga imaginó inocentemente que aquel Año Nuevo no había un solo rostro hambriento en Azuchi.
Cuando habló con el oficial encargado de recaudar el impuesto, quien al principio se había mostrado preocupado por la implicación de Nobunaga en unas acciones tan plebeyas, el oficial se vio obligado a admitir:
—Realmente ha sido una buena idea, mi señor. Las personas que han venido a visitaros tendrán algo que contar durante el resto de sus vidas, y los pobres que han recibido las «contribuciones» difundirán la noticia. Todo el mundo dice que ésas no son monedas ordinarias, sino que las ha tocado la mano del señor Nobunaga, y por ello gastarlas sería una burla. Dicen que las ahorrarán. Incluso los oficiales están satisfechos. Creo que esta clase de buena obra sería un perfecto precedente para el próximo Año Nuevo y los años venideros.
El oficial se llevó una sorpresa al ver que Nobunaga sacudía fríamente la cabeza, diciéndole:
—No volveré a hacerlo. El hombre al frente del gobierno cometería un error si permitiera que los pobres se acostumbren a la caridad.
***
Había transcurrido la mitad del primer mes. Después de que retiraran de sus puertas los adornos de Año Nuevo, los ciudadanos de Azuchi se dieron cuenta de que sucedía algo. Eran muchos los barcos que cargaban en el puerto y zarpaban a diario.
Los barcos, sin excepción, navegaban desde la parte meridional del lago hacia el norte. Por otro lado, millares de sacos de arroz, transportados por las rutas terrestres en serpenteantes procesiones de caballos y carretas, también avanzaban costa arriba hacia el norte.
Como de costumbre, las calles de Azuchi rebosaban de gente, viajeros y diversos señores con sus séquitos. No pasaba un solo día sin que no se viera algún mensajero cabalgando por la carretera, o un enviado por la ruta costera hacia el norte.
—¿No te vienes? —le preguntó jovialmente Nobunaga a Nakagawa Sebei.
—¿Adonde, mi señor?
—¡De caza con los halcones!
—¡Ése es mi deporte favorito! ¿Puedo acompañaros, mi señor?
—Ven tú también, Sansuke.
Nobunaga partió de Azuchi una mañana a comienzos de la primavera. La elección de sus ayudantes había tenido lugar la noche anterior, pero Nakagawa Sebei, quien acababa de llegar al castillo, recibía ahora la invitación y Sansuke, el hijo de Shonyu, también había sido incluido en el grupo.