Taiko (112 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—Cuánto tiempo sin vernos —dijo jovialmente Nobunaga en cuanto vio a Hanbei—. Me alegro de que hayas venido. Acércate. Tienes permiso para usar un cojín. Dad a Hanbei algo donde sentarse. —Mostrando una simpatía excepcional, siguió dirigiéndose a Hanbei, el cual seguía postrado a cierta distancia, en una actitud de profundo respeto—. ¿Estás ya mejor? Supongo que quedaste exhausto tanto mental como físicamente por la larga campaña de Harima. Según mi médico, sería peligroso enviarte ahora al campo de batalla. Dice que necesitas por lo menos uno o dos años más de completo descanso.

Durante los dos o tres últimos años había sido muy infrecuente que Nobunaga emplease un lenguaje tan amable al hablar con un servidor. En lo más profundo de su ser, Hanbei sentía una desorientación que no era ni dicha ni pesar.

—No merezco tanta simpatía, mi señor. Cuando voy al campo de batalla, caigo enfermo; cuando regreso, no hago más que recibir vuestros amables favores. No soy más que un enfermo que no os ha hecho ningún servicio.

—¡No, no! Voy a tener serias dificultades si no te cuidas. Lo primero en que debemos pensar es no desanimar a Hideyoshi.

—Por favor, no digáis tales cosas, mi señor, pues hacéis que me sonroje —dijo Hanbei—. En principio, la razón por la que me he atrevido a pediros una audiencia era que el año pasado Sakuma Nobumori me comunicó vuestras órdenes relativas a la ejecución de Shojumaru, pero hasta ahora...

—Espera un momento —le interrumpió Nobunaga. Desvió su atención de Hanbei y miró al muchacho arrodillado a su lado—. ¿Es éste Shojumaru?

—Sí, mi señor.

—Hummm, ya veo. Se parece a su padre, y es un poco diferente de otros niños. Es un jovencito prometedor. Tienes que tratar bien a este muchacho, Hanbei.

—Bien, entonces, ¿qué me decís de enviaros su cabeza?

Hanbei se puso tenso y miró fijamente a Nobunaga. Si éste insistía en decapitar al niño, él estaba resuelto a arriesgar su propia vida amonestando a su señor. Pero desde el mismo principio de la audiencia, Hanbei empezó a comprender que Nobunaga no parecía tener esa intención.

Bajo la franca mirada de Hanbei, Nobunaga se echó a reír de repente y habló como si ya no pudiera seguir ocultando su propia necedad.

—Olvida todo eso. Yo mismo lamenté esa orden casi en cuanto la di. Por alguna razón soy una persona muy suspicaz, y eso ha sido desagradable tanto para Hideyoshi como para Kanbei. Pero el prudente Hanbei incumplió mis órdenes y no mató al niño. De hecho, cuando supe cómo habías llevado este asunto, me sentí aliviado. ¿Cómo voy a culparte? La culpa es mía. Perdóname, no fue una decisión muy acertada.

Nobunaga no inclinó la cabeza ni hizo una reverencia hasta el suelo, pero pareció como si quisiera cambiar de tema cuanto antes.

Hanbei, empero, no se contentó tan fácilmente con el perdón de Nobunaga. Éste le había dicho que olvidara el asunto, que lo dejara flotar corriente abajo, pero la expresión de Hanbei no reflejaba la menor alegría.

—Mi desobediencia de vuestra orden puede afectar a vuestra autoridad en el futuro. Si habéis perdonado la vida de Shojumaru por la inocencia y el mérito de Kanbei, permitid que este joven demuestre que es digno de vuestra misericordia. Por otro lado, no podríais hacerme mejor favor, mi señor, que ordenarme hacer algún acto meritorio para expiar el delito de haber desobedecido vuestra orden.

Hanbei habló como si estuviera abriendo su corazón, postrándose una vez más y esperando la benevolencia de Nobunaga. Eso era lo que Su Señoría había esperado desde el principio.

Cuando Hanbei recibió una vez más el perdón de su señor, le susurró a Shojumaru que diera las gracias cortésmente a Nobunaga. Entonces se volvió de nuevo a éste.

—Es posible que sea la última vez que nos vemos en esta vida. Ruego para que la fortuna os sea todavía más propicia en el desarrollo de la guerra.

Nobunaga acudió a Hanbei para que le explicara lo que quería decir.

—Eso que acabas de decirme es extraño, ¿no crees? ¿Significa que vas a desobedecerme una vez más?

—Nunca. —Hanbei sacudió la cabeza mientras miraba a Shojumaru—. Os ruego que observéis cómo viste este niño. Se marcha de aquí para luchar en la campaña de Harima al lado de Kanbei; está resuelto a distinguirse no menos que su padre, gallardamente dispuesto a ponerlo todo en manos del destino.

—¿Cómo? ¿Quiere ir al campo de batalla?

—Kanbei es un guerrero famoso y Shojumaru es su hijo. Os pido que le animéis en su primera campaña. Sería una gran bendición si le dijerais que se esfuerce de una manera viril.

—Pero ¿qué me dices de ti?

—Estoy enfermo y dudo de que pueda ser de gran ayuda a nuestros hombres, pero creo que es el momento apropiado para que acompañe a Shojumaru a la campaña.

—¿Estás bien para eso? ¿Y tu salud?

—He nacido samurai, y morir apaciblemente en mi lecho sería mortificante. Cuando es el momento de morir, uno no puede actuar de otra manera.

—En ese caso, ve con mi bendición, y también deseo a Shojumaru buena suerte en su primera campaña.

Con una mirada, Nobunaga indicó al muchacho que se acercara y le dio una espada corta forjada por un armero famoso. Entonces ordenó a un servidor que trajera sake, y bebieron juntos.

El legado de Hanbei

Nadie podría haber predicho que Bessho Nagaharu resistiría tanto tiempo en el castillo de Miki. El asedio se inició tres largos años atrás, y desde hacía más de seis meses el castillo estaba completamente bloqueado por las tropas de Hideyoshi. ¿De qué se alimentaban sus ocupantes? ¿Cómo se las habían arreglado para sobrevivir?

Las tropas de Hideyoshi se sorprendían cada vez que observaban la actividad y oían las recias voces de la guarnición del castillo. ¿Estaba ocurriendo alguna clase de milagro? A veces creían que la supervivencia del enemigo era casi sobrenatural. Las fuerzas atacantes estaban perdiendo la batalla de resistencia. Parecía que por mucho que presionaran, golpearan o asfixiaran al enemigo, éste seguía moviéndose.

Los suministros de alimentos se encontraban interrumpidos y las rutas por donde habría de llegar el agua estaban bloqueadas. A mediados del primer mes la guarnición de tres mil hombres debería estar al borde de la inanición, pero a fines de mes el castillo aún no había caído. Ahora comenzaba el tercer mes.

Hideyoshi observaba el cansancio de sus tropas, pero se obligaba a ocultar su preocupación. La barba rala que le cubría el mentón y sus ojos hundidos eran claros síntomas de la inquietud y la fatiga causados por el largo asedio.

Se daba cuenta de que había calculado mal. Sabía que el enemigo resistiría, pero nunca imaginó que lo hiciera de una manera tan prolongada. Había aprendido la lección de que la guerra no es simplemente una cuestión de número y ventajas logísticas.

La moral de los hombres dentro del castillo se había reforzado y no había el menor atisbo de que pudieran capitular. Por supuesto, no podían disponer de alimento. Los soldados sitiados debían de haberse comido sus vacas y caballos, incluso raíces de árbol y hierba. Todas las cosas que Hideyoshi había pensado que decidirían la caída del castillo sólo estaban reforzando la moral y la unidad de los defensores.

En el quinto mes comenzó la estación lluviosa. Era aquélla una región montañosa de las provincias occidentales, por lo que, aumentando la incomodidad de la lluvia incesante, las carreteras se convirtieron en cascadas y los fosos vacíos rebosaron de agua enfangada. Ahora, cuando los hombres resbalaban en el barro al subir y bajar de la montaña, el asedio, que había parecido tener por fin algún efecto, volvía a estar estancado por el poder de la naturaleza.

Kuroda Kanbei, cuya rodilla, herida durante su huida del castillo de Itami, no se había curado del todo, inspeccionaba las líneas del frente desde una litera. Forzó una sonrisa al pensar que probablemente cojearía el resto de su vida.

Cuando Hanbei presenció los esfuerzos de su amigo, se olvidó de su propio sufrimiento y abordó su ardua tarea. El estado mayor de Hideyoshi era realmente extraño. Ninguno de sus dos generales más importantes, a los que valoraba como un par de joyas brillantes, gozaba de una salud perfecta. Uno era un enfermo crónico y el otro dirigía la lucha desde una litera.

Pero la ayuda considerable que los dos hombres prestaban a Hideyoshi iba más allá de sus recursos. Cada vez que miraba sus patéticas figuras, no podía evitar emocionarse hasta que las lágrimas le asomaban a los ojos. En aquellos momentos su estado mayor era como un solo cuerpo y una sola mente. Nada más que por ello la moral de las tropas no se tambaleaba. Había requerido como mínimo medio año, pero ahora la resistencia del castillo de Miki empezaba a debilitarse. Si el estado mayor de las tropas atacantes no hubiera tenido aquel centro indestructible, tal vez el castillo de Miki nunca habría caído. Entonces la flota de Mori podría haberse abierto paso entre los sitiadores para llevar provisiones, o sus tropas podrían haber cruzado las montañas, combinadas con los soldados del castillo, y aplastado a los atacantes. En ese caso, el nombre de Hideyoshi podría haber encontrado allí su final. En tales circunstancias, había ocasiones en las que incluso Hideyoshi se sentía aventajado por el rápido ingenio y los recursos de Kanbei y, medio en broma, expresaba su admiración llamándole «ese maldito lisiado». Pero era evidente que en su corazón sentía un profundo respeto por aquel hombre en el que tanto confiaba.

La estación lluviosa había quedado muy atrás, el intenso calor del verano había pasado y la frescura del otoño había llegado con el inicio del octavo mes. La enfermedad de Hanbei empeoró de repente y esta vez parecía que nunca más podría vestir con la armadura su cuerpo enfermo.

«Ah, ¿al final también me abandona el cielo? —se lamentó Hideyoshi—. Hanbei es demasiado joven y está muy dotado para morir. ¿No puede el destino darle más tiempo?»

Se había encerrado en la choza donde yacía Hanbei, y había permanecido día y noche sentado con su amigo enfermo, pero aquella tarde, cuando le reclamaron para ocuparse de otros asuntos importantes, el estado de Hanbei pareció empeorar a cada hora que pasaba. Las fortalezas enemigas de Takano y el monte Hachiman estaban envueltas en la bruma del atardecer. Cuando se aproximaba la noche, los estampidos de las armas de fuego resonaban en las montañas.

«¡Debe de ser otra vez ese maldito lisiado! —pensó Hideyoshi—. No debería adentrarse tanto en las líneas enemigas.»

Hideyoshi estaba preocupado por Kanbei, que había avanzado contra el enemigo pero aún no regresaba. Se aproximaron unas pisadas apresuradas y se detuvieron a su lado. Cuando volvió la cabeza, vio a alguien postrado y con lágrimas en los ojos.

—¿Shojumaru?

Después de que Shojumaru se hubiera unido al campamento en el monte Hirai, había intervenido en la batalla varias veces. En poco tiempo se había transformado en un intrépido adulto. Más o menos una semana atrás, cuando el estado de Hanbei empezó a deteriorarse rápidamente, Hideyoshi ordenó al muchacho que vigilara al enfermo.

—Estoy seguro de que el paciente estará más contento contigo al lado de su cama que con cualquier otro. Me gustaría estar ahí y cuidar yo mismo de él, pero me temo que si se preocupa por las molestias que puede causarme, su estado empeorará.

Para Shojumaru, Hanbei era un maestro y un padre adoptivo. Ahora le cuidaba día y noche sin quitarse la armadura, poniendo toda su energía en la preparación de las medicinas y en ocuparse de sus necesidades. Aquél era el Shojumaru que había entrado corriendo, postrándose lloroso en el suelo. Intuitivamente, Hideyoshi sintió como si le hubieran golpeado en el pecho.

—¿Por qué lloras, Shojumaru? —le reconvino.

—Perdonadme, por favor —dijo el muchacho, enjugándose las lágrimas—. El señor Hanbei está casi demasiado débil para hablar. Es posible que no llegue a medianoche. Si podéis robar unos momentos a la batalla, venid conmigo, os lo ruego.

—¿Está a punto de morir?

—Me..., me temo que sí.

—¿Eso es lo que dice el médico?

—Sí. El señor Hanbei me ha ordenado estrictamente que no hablara, ni con vos ni con nadie más en el campamento, de su estado, pero el médico y los servidores del señor Hanbei han dicho que su partida de este mundo es inminente y que sería mejor que os informara.

Hideyoshi ya estaba resignado.

—¿Te quedarás un rato aquí en mi lugar, Shojumaru? Creo que tu padre se retirará pronto del campo de batalla en Takano.

—¿Mi padre está luchando en Takano?

—Lo dirige todo desde su litera, como de costumbre.

—Entonces ¿no podría ir yo a Takano, dirigir la lucha en lugar de mi padre y decirle que vaya al lado del señor Hanbei?

—¡Bien dicho! Ve, si eres tan valeroso.

—Mientras el señor Hanbei respire, mi padre querrá estar con él. Y aunque él no lo diga, estoy seguro de que el señor Hanbei también quiere ver a mi padre.

Tras estas nobles palabras, Shojumaru cogió una lanza que parecía demasiado larga para él y echó a correr hacia las estribaciones.

Hideyoshi caminó en la dirección contraria, alargando gradualmente sus pasos. La luz de una lámpara se filtraba por los intersticios de una de las chozas. Era allí donde yacía Takenaka Hanbei, y en aquel mismo momento la luna empezó a brillar tenuemente sobre el tejado. El médico enviado por Hideyoshi estaba al lado de la cama, junto con los servidores de Hanbei. La choza era poco más que un vallado de madera, pero sobre las esteras de juncos se extendían blancos cobertores y en un rincón había un biombo.

—¿Me oyes, Hanbei? Soy yo, Hideyoshi. ¿Cómo te encuentras?

Se sentó pausadamente al lado de su amigo, contemplando su rostro enmarcado por la almohada. Tal vez debido a la oscuridad, la cara de Hanbei tenía la luminiscencia de una joya. Uno no podía contemplar su extrema delgadez sin que las lágrimas acudieran a sus ojos. Era una estampa desgarradora para Hideyoshi. Tan sólo mirar al enfermo resultaba doloroso.

—¿Cómo está, doctor?

El médico no podía decir nada. Su silenciosa respuesta significaba que el desenlace sólo era cuestión de tiempo, pero Hideyoshi quería escuchar realmente que podría haber alguna esperanza.

El enfermo hizo un ligero movimiento con la mano. Parecía haber oído la voz de Hideyoshi, y, sin abrir apenas los ojos, intentó decir algo a uno de sus ayudantes, el cual replicó:

—Su Señoría ha tenido la amabilidad de venir a visitaros... para estar a vuestro lado...

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