Taiko (118 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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—¿Kiso?

El tono sobresaltado de Shoyoken expresaba duda y rechazo a partes iguales. En cuanto a Katsuyori, probablemente ya había supuesto que iba a producirse el lamentable hecho. Se estaba mordiendo el labio mientras miraba al servidor postrado a sus pies.

El golpeteo en el pecho de Shoyoken no iba a calmarse con facilidad, y su falta de serenidad se reflejaba en su voz temblorosa.

—¡La carta! ¡Veamos la carta!

—El mensajero me ha pedido que le diga al señor Katsuyori que, dada la importancia del asunto, no hay momento que perder —dijo el servidor—, y que debemos esperar una carta del siguiente mensajero.

Caminando a grandes zancadas, Katsuyori pasó por delante del servidor todavía postrado y gritó a Shoyoken:

—No será necesario ver la carta de Goro. Han sido muchas las señales sospechosas por parte de Yoshimasa y Baisetsu en los años recientes. Sé que es muy problemático, tío, pero necesitaré que vuelvas a ponerte al frente de un ejército. Yo también iré.

Antes de que hubieran transcurrido dos horas, en lo alto de la torre del nuevo castillo redobló un gran tambor, y el sonido de la caracola se extendió por la ciudad fortificada, llamando a la movilización. Las flores de ciruelo eran casi blancas cuando la apacible primavera llegaba a su fin en la provincia montañosa. El ejército se puso en marcha antes de que finalizara la jornada. Apresurados por el sol poniente, cinco mil hombres se pusieron en marcha por la carretera de Fukushima, y al anochecer casi diez mil hombres habían salido de Nirasaki.

—¡Bien, esto nos viene de perlas! Así su rebelión está perfectamente clara. De no haber sucedido, quizá nunca habría llegado el momento de atacar al ingrato traidor. Esta vez tendremos que limpiar Fukushima de todos cuantos tengan sus lealtades divididas.

Katsuyori no pudo evitar el resentimiento y masculló para sus adentros mientras avanzaba a caballo por la carretera, pero las voces de indignación de sus acompañantes, los resentidos por la traición de Kiso, eran pocas.

Como de costumbre, Katsuyori se mostraba confiado. Cuando cortó sus relaciones con los Hojo, abandonó un aliado sin mirar siquiera atrás, pese a la potencia de aquel clan que tanta ayuda le había prestado.

Siguiendo la sugerencia de su entorno, Katsuyori había devuelto a Azuchi al hijo de Nobunaga, que fue rehén de los Takeda durante muchos años, pero su corazón continuaba lleno de desprecio hacia el señor del clan Oda, e incluso más hacia Tokugawa Ieyasu, quien se hallaba en Hamamatsu. Esa actitud agresiva se había iniciado después de la batalla de Nagashino.

No había nada que objetar a su fortaleza de ánimo. Sabía perfectamente lo que quería. Desde luego, la fortaleza de ánimo es una sustancia que llena hasta los bordes el recipiente del corazón, y puede decirse del conjunto de la clase samurai que, durante aquel período de guerras entre provincias, poseía esa clase de espíritu. Pero en la situación en que se encontraba Katsuyori, tenía la necesidad absoluta de mostrar una fortaleza serena que, a primera vista, podría tomarse por debilidad. Una osada exhibición de fuerza no intimidaría al adversario. Por el contrario, no haría más que estimularle. Éste era el motivo de que tanto Nobunaga como Ieyasu hubieran desdeñado durante varios años la virilidad y el valor de Katsuyori.

Y no solamente aquellos hombres, que eran sus enemigos. Incluso en su propia provincia de Kai ciertas voces expresaban el deseo de que Shingen siguiera vivo.

Shingen había insistido en la necesidad de una fuerte administración militar de la provincia, y como había generado en sus servidores y los habitantes de Kai la sensación de que su seguridad sería absoluta mientras él estuviera al frente, dependían por completo de él.

Incluso durante la etapa de gobierno de Katsuyori, el servicio militar, el cobro de impuestos y los demás aspectos de la administración tenían lugar de acuerdo con las leyes de Shingen. Pero faltaba algo.

Katsuyori no sabía qué era ese algo. Por desgracia, ni siquiera se había enterado de que faltaba, pero lo cierto era que ni confiaba personalmente en la armonía ni tenía habilidad para inspirar confianza en su administración. Así pues, el poderoso gobierno de Shingen, falto ahora de' esas dos cualidades, empezaba a causar conflictos en el clan.

En la época de Shingen existía un artículo de fe general, compartido por las clases superiores e inferiores y del que estaban muy orgullosos: a ningún enemigo se le había permitido jamás dar un solo paso dentro de los límites de Kai.

Pero ahora los recelos parecían surgir por doquier. Apenas es necesario mencionar lo que era evidente para todo el mundo, que con la gran derrota de Nagashino se había trazado una línea. Ese desastre no sólo había supuesto el fracaso del equipamiento y la estrategia militares de Kai, sino que fue consecuencia de las deficiencias de Katsuyori, y quienes le rodeaban, e incluso la población en general, que le consideraba como su principal apoyo, sentían una profunda decepción al darse cuenta de que Katsuyori no era Shingen.

Aun cuando Kiso Yoshimasa era el yerno de Shingen, maquinaba para traicionar a Katsuyori y no creía que éste pudiera sobrevivir. Estaba empezando a hacer recuento de las perspectivas de Kai en el futuro. Por medio de un intermediario en Mino, hacía ya dos años que estaba secretamente en contacto con Nobunaga.

El ejército de Kai se dividió en varias líneas que se dirigieron hacia Fukushima.

Los soldados marchaban llenos de confianza, y a menudo se oía decir a alguno de ellos cosas como: «Aplastaremos a las fuerzas de Kiso bajo nuestros pies».

Pero a medida que pasaban los días, las noticias transmitidas al cuartel general no hacían sonreír de satisfacción a Takeda Katsuyori. Por el contrario, todos los informes eran inquietantes.

—Kiso se muestra testaruda.

—El terreno es accidentado y tienen buenas defensas, por lo que la vanguardia tardará varios días en llegar.

Cada vez que Katsuyori oía tales cosas, se mordía el labio y musitaba:

—Si fuese allí en persona...

Era propio de su carácter que se enfadara y exasperase cuando una situación bélica iba por mal camino.

Pasó el mes y llegó el cuarto día del segundo mes.

Katsuyori recibió unas noticias terriblemente turbadoras: de repente Nobunaga había dado orden de movilización a las tropas de Oda en Azuchi, y él mismo había partido ya de Omi.

Otro espía trajo más malas noticias:

—Las fuerzas de Tokugawa Ieyasu han salido de Suruga y las de Hojo Ujimasa han abandonado el Kanto. Kanamori Hida ha salido de su castillo. Todos ellos marchan hacia Kai, y se dice que Nobunaga y Nobutada han dividido sus fuerzas y están a punto de invadirnos. He subido a una montaña alta para observar y he visto columnas de humo en todas las direcciones.

Katsuyori sintió como si le hubieran arrojado al suelo.

—¡Nobunaga! ¡Ieyasu! ¿E incluso Hojo Ujimasa?

Según los informes secretos, su situación estaba a punto de ser la misma que la de un ratón en una trampa.

Estaba oscureciendo. Llegaron nuevos informes de que las tropas de Shoyoken habían desertado durante la noche anterior.

—¡Eso no puede ser cierto! —exclamó Katsuyori.

Pero era innegable que tal cosa había sucedido por la noche, y los mensajes urgentes que llegaban uno tras otro constituían una prueba innegable.

—¡Shoyoken! ¿No es mi tío y uno de los ancianos del clan? ¿A qué viene eso de abandonar el campo de batalla y huir sin permiso? Y todos los demás... Hablar de deslealtad e ingratitud tales no hace más que ensuciarme la boca.

Katsuyori denostó al cielo y la humanidad, pero debería haberse maldecido a sí mismo. En general no era tan pobre de espíritu, pero ni siquiera un hombre tan valeroso como él podía evitar que semejante giro de los acontecimientos le asustara.

—No hay nada que hacer. Debéis dar la orden de levantar el campamento.

Aconsejado así por Oyamada Nobushige y los demás, Katsuyori se retiró de repente. ¡Cuan afligido debía de sentirse! Aunque los veinte mil soldados con los que contaba al partir no habían intervenido en una sola batalla, los servidores y soldados que regresaban a Nirasaki con él no sumaban más de cuatro mil.

Tal vez con la intención de dar una salida a sentimientos a los que no sabía cómo tratar, ordenó que el monje Kaisen acudiera al castillo. Su mala suerte parecía ir en aumento, pues incluso después de su regreso a Nirasaki recibió, uno tras otro, informes deprimentes. Tal vez lo peor fue la noticia de que su pariente Anayama Baisetsu le había abandonado y, por si eso fuese poco, no sólo había entregado su castillo de Ejiri al enemigo, sino que sus servicios habían sido requeridos para guiar a Tokugawa Ieyasu. Se decía que ahora estaba en la vanguardia de las tropas que invadían Kai.

Así pues su propio cuñado le había traicionado abiertamente e incluso trataba de destruirle. Esta certeza le obligaba a reflexionar un poco en sí mismo en medio de su desgracia. Se preguntó en qué se había equivocado. Mientras que, por un lado, su valor indomable se había afianzado cada vez más y había ordenado que levantaran más defensas en todas partes, por otro lado, cuando recibió a Kaisen en su nuevo castillo, mostró una disposición a hacer examen de conciencia que, en su caso, era una actitud dócil. Pero probablemente el cambio llegaba demasiado tarde.

—Han pasado diez años desde la muerte de mi padre, y ocho desde la batalla de Nagashino —le dijo al monje, y acto seguido le preguntó—: ¿Por qué los generales de Kai han perdido tan de improviso la fidelidad a sus principios?

Sin embargo, Kaisen permaneció sentado y mirándole en silencio, y Katsuyori siguió diciendo:

—Hace diez años, nuestros generales no eran así. Cada uno de ellos tenía vergüenza y se preocupaba por su reputación. Cuando mi padre estaba en este mundo, los hombres no solían traicionar a su señor, y mucho menos abandonar su propio clan.

Kaisen seguía guardando silencio, con los ojos cerrados. En comparación con el monje, que parecía un montón de cenizas frías, Katsuyori hablaba fogosamente.

—Pero incluso los hombres que estaban preparados para atacar a los traidores se han dispersado sin librar una sola batalla o aguardar las órdenes de su señor. ¿Es semejante conducta digna del clan Takeda y sus generales..., quienes ni siquiera permitieron al gran Uesugi Kenshin dar un solo paso en Kai? ¿Cómo es posible que exista semejante deterioro de la disciplina? ¿Hasta dónde puede llegar su degradación? Muchos de los generales a las órdenes de mi padre, como Baba, Yamagata, Oyamada y Amakasu, o son viejos o han fallecido. Los que quedan son unas personas del todo diferentes, o bien hijos de aquellos generales o bien guerreros que no tuvieron una relación directa con mi padre.

Kaisen no decía nada. El monje había sido más íntimo de Shingen que cualquier otro, y debía de tener más de setenta años. Sus ojos bajo las cejas blancas como la nieve habían observado minuciosamente al heredero de Shingen.

—Venerable maestro, tal vez creáis que es demasiado tarde porque las cosas han llegado a esta situación crítica, pero si mi manera de administrar el gobierno ha sido negligente, os ruego que me lo mostréis. Si mi mando o mi disciplina militar no han sido correctos, decidme alguna forma estricta de ejecución. Estoy deseoso de corregirme. Tengo entendido que le enseñasteis mucho a mi padre, el cual fue amigo vuestro en el Camino. ¿No podríais enseñar también algunas estrategias a su indigno hijo? Os ruego que no seáis cicatero con vuestras enseñanzas. Consideradme como el hijo de Shingen. Os ruego que me digáis sin reservas en qué me he equivocado y cómo puedo corregirme haciendo las cosas de una u otra manera. Dejadme, pues, decirlo. ¿Acaso he ofendido a la gente tras la muerte de mi padre al subir los aranceles en los cruces fluviales y las barreras a fin de reforzar las defensas de la provincia?

—No —respondió Kaisen, sacudiendo la cabeza.

Katsuyori parecía estar todavía más en ascuas.

—Entonces es que he cometido alguna falta en la aplicación de las recompensas y los castigos.

—Ninguna en absoluto —dijo el anciano, sacudiendo de nuevo la cabeza canosa.

Katsuyori se postró, al borde de las lágrimas. Delante de Kaisen, el fiero guerrero que tenía tanto amor propio sólo podía llorar de aflicción.

—No llores, Katsuyori —le dijo finalmente Kaisen—. Desde luego, no eres indigno, y tampoco eres un mal hijo. Tu único error ha sido la falta de conocimiento. Una época cruel te ha obligado a enfrentarte a Oda Nobunaga, de quien, al fin y al cabo, no eres enemigo. Las montañas de Kai están lejos del centro, y Nobunaga cuenta con la ventaja geográfica, pero tampoco es esa una de las grandes causas de tu problema. Aunque Nobunaga ha librado una batalla tras otra y administrado el gobierno, en el fondo nunca ha perdonado al emperador. La construcción del palacio imperial es un solo ejemplo de todo cuanto ha hecho.

Kaisen y Shingen se habían entendido muy bien, y la reverencia del señor de Kai por el viejo abad había sido extraordinariamente profunda. Pero también Kaisen había tenido una fe inquebrantable en aquel hombre, un auténtico dragón entre los hombres, un mítico caballo de fuego de los cielos. No obstante, aunque alabara tanto a Shingen, nunca lo comparaba con su hijo, Katsuyori, o consideraba a éste indigno por contraste.

Por el contrario, sentía simpatía hacia Katsuyori. Si alguien criticaba los errores de éste, Kaisen siempre respondía que era irrazonable esperar más, porque la grandeza de su padre había sido inmensa. Tal vez Kaisen se sentía insatisfecho en un único aspecto: era evidente que si Shingen estuviera todavía vivo, su influencia no se habría restringido a la provincia de Kai y habría empleado su gran habilidad y su genio en algo de mayor importancia. Y ahora Kaisen lamentaba que Shingen no hubiera sobrevivido. El hombre que había percibido algo de mayor importancia era Nobunaga. Era él quien había ampliado el papel provincial del samurai hasta darle importancia nacional. Y era Nobunaga quien se había revelado como un servidor modelo. Las expectativas de Kaisen con respecto a Katsuyori, quien carecía del carácter de su padre, habían desaparecido por completo. El abad percibía claramente que la larga guerra civil había terminado.

Así pues, prestar ayuda a Katsuyori para obligar a las fuerzas de Oda a arrodillarse ante él, o planear alguna solución segura era imposible. El clan Takeda había sido fundado siglos antes, y el nombre de Shingen había brillado con demasiada intensidad en el cielo, lo cual significaba que Katsuyori no iba a suplicar la capitulación a los pies de Nobunaga.

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