Taiko (114 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Kanbei vio que Hideyoshi dudaba de que el plan de Hanbei pudiera tener éxito, y entonces expresó su propio parecer.

—Lo cierto es que Hanbei habló dos o tres veces de este plan en vida, pero lo pospuso porque la ocasión no estaba madura. Si mi señor me da su permiso, iré en cualquier momento como enviado y me entrevistaré con Goto en el castillo de Miki.

—No, aguarda —le dijo Hideyoshi, sacudiendo la cabeza—. ¿No fue la primavera pasada cuando usamos este mismo plan, abordando a uno de los generales del castillo a través de las relaciones de los parientes de Asano Yahei? No hubo ninguna respuesta. Más tarde descubrimos que cuando nuestro hombre aconsejó a Bessho Nagaharu que capitulase, los generales y soldados se enfadaron y acabaron con él. El plan que Hanbei nos ha dejado se parece un poco a ése, ¿no es cierto? A fuer de sincero, me parece lo mismo. Si nos equivocamos, sólo lograremos que conozcan nuestra debilidad y no ganaremos nada.

—No, creo que por eso mismo Hanbei ha insistido en la importancia de juzgar el momento correcto, y supongo que ese momento ha llegado.

—¿Crees que es ahora cuando debemos hacerlo?

—Desde luego.

En aquel momento oyeron voces fuera del recinto. Junto con las voces de los generales y soldados a las que estaban acostumbrados, oyeron también una voz femenina. Era la de la hermana de Hanbei, Oyu, la cual, en cuanto recibió la noticia de que su hermano se encontraba en una situación crítica, abandonó Kyoto acompañada tan sólo por algunos ayudantes. Con la intención de ver su cara una vez más cuando aún estaba en este mundo, había ido apresuradamente al monte Hirai, pero a medida que se aproximaba a las líneas del frente, los obstáculos en la carretera habían aumentado, hasta el punto de que llegaba demasiado tarde.

Para Hideyoshi, la mujer que ahora le hacía una reverencia había cambiado por completo. Contempló sus ropas de viaje y su semblante demacrado, y cuando empezó a hablarle Kanbei y los pajes salieron para que estuvieran a solas. Al principio Oyu sólo pudo verter lágrimas, y durante largo tiempo fue incapaz de mirar a Hideyoshi. Durante su ausencia debida a la larga campaña, había anhelado verle, pero ahora que estaba ante él, apenas podía ir a su lado.

—¿Sabes que Hanbei ha muerto?

—Sí.

—Tienes que resignarte. No hemos podido hacer nada.

La entereza de Oyu se deshizo como nieve fundida y los sollozos convulsionaron su cuerpo.

—Deja de llorar; es indecoroso.

Hideyoshi perdió la serenidad y apenas supo lo que debía hacer. Aunque no había nadie más presente, los ayudantes estaban al otro lado del cercado y le cohibía la idea de lo que pudieran oír.

—Vayamos juntos a la tumba de Hanbei —le dijo Hideyoshi, y condujo a Oyu por el sendero de montaña que pasaba detrás del campamento hasta la cima de una pequeña colina.

El frío viento de finales de otoño gemía entre las ramas de un pino solitario, a cuyo pie había un montículo de tierra fresca. Una sola piedra indicaba que aquello era una tumba. Tiempo atrás, durante las horas de asueto en el largo asedio, Kanbei, Hanbei e Hideyoshi habían extendido una estera de juncos al pie de aquel pino y se habían sentado juntos, charlando del pasado y el presente mientras contemplaban la luna.

Oyu separó los arbustos, buscando unas flores para depositarlas en la tumba. Luego se puso ante el montículo de tierra e hizo una reverencia al lado de Hideyoshi. Ya no lloraba. Allí, en lo alto de la colina, las hierbas y los árboles en el otoño tardío demostraban que semejante condición era un principio natural del universo. El otoño cede el paso al invierno y éste a la primavera... En la naturaleza no hay pesar ni lágrimas.

—Deseo pediros algo, mi señor, y quiero hacerlo ante la tumba de mi hermano.

—¿Qué es ello?

—Tal vez lo comprendéis... en vuestro corazón.

—Lo comprendo.

—Quisiera que me dejéis irme libremente. Si me lo concedéis, sé que mi hermano se sentirá aliviado, aunque esté bajo tierra.

—Hanbei murió diciendo que su espíritu me serviría incluso desde la tumba. ¿Cómo puedo volver la espalda a algo que le preocupaba en vida? Debes hacer lo que el corazón te dicte.

—Gracias. Con vuestro permiso, pondré todo mi empeño en honrar su deseo al morir.

—¿Adonde irás?

—A un templo en alguna aldea remota.

Una vez más, las lágrimas afloraron a los ojos de Oyu.

***

Tras lograr que Hideyoshi le diera permiso para irse, Oyu recibió un mechón de cabello de su hermano y las ropas de éste. Era inapropiado que una mujer permaneciera largo tiempo en un campamento militar, y al día siguiente Oyu se presentó ante Hideyoshi y le dijo que había hecho los preparativos de viaje.

—He venido para despedirme —le dijo—. Cuidaos bien, por favor.

—¿No vas a quedarte dos o tres días más en el campamento? —le preguntó Hideyoshi.

Oyu permaneció unos pocos días en una choza aislada, rogando por el alma de su hermano. Los días transcurrieron sin que Hideyoshi se pusiera en contacto con ella. La helada había cubierto las montañas. Cada vez que llegaban las lluvias a principios del invierno, las hojas caían de los árboles. Entonces, la primera noche en que la luna apareció claramente, un paje visitó a Oyu y le dijo:

—Su Señoría quisiera veros. Ha pedido que hagáis los preparativos para marcharos esta noche y que vayáis a la tumba del señor Hanbei en la montaña.

Oyu tenía poco que preparar para el viaje. Partió hacia la tumba de su hermano con Kumataro y otros dos ayudantes. Los árboles habían perdido sus hojas y la hierba se había marchitado, por lo que la colina tenía un aspecto desolado. El suelo parecía blanco a la luz de la luna, como si estuviera helado.

Uno de los servidores que atendían a Hideyoshi anunció la llegada de Oyu.

—Gracias por venir, Oyu —le dijo dulcemente Hideyoshi—. Los asuntos militares me han tenido tan ocupado que no he podido visitarte desde la última vez que nos vimos. Estos días hace mucho frío y debes de sentirte solitaria.

—Me he resignado a pasar el resto de mi vida en una aldea aislada, por lo que no siento la soledad.

—Espero que ruegues por el alma de Hanbei. No sé dónde decidirás vivir en lo sucesivo, pero supongo que nos volveremos a ver. —Se volvió hacia la tumba de Hanbei bajo el pino—. Oyu, ahí hay algo preparado para ti. Dudo de que jamás vuelva a escuchar el delicioso sonido de tu koto después de esta noche. Hace mucho tiempo, estuviste con Hanbei en el asedio del castillo de Choteiken en Mino. Entonces tocabas el koto y enternecías a los soldados que se habían vuelto como demonios, los cuales acabaron por rendirse. Creo que si tocaras ahora sería una ofrenda al espíritu de Hanbei y una rememoración para mí. Además, si el viento llevara las notas al castillo, tal vez los soldados enemigos pensarían en su humanidad y serían conscientes de que ahora su muerte carecería de sentido. Eso sería un gran logro y hasta Hanbei se regocijaría.

Entonces la acompañó al pino, donde había un koto sobre una estera de juncos.

***

Tras haber resistido un asedio de tres años con todo su valor e integridad, los guerreros de las provincias occidentales, que consideraban a los demás hombres frívolos y vanos, no eran ahora más que sombras de lo que habían sido.

—No me importa morir luchando hoy o mañana —dijo uno de los defensores—. Lo único que no quiero es morirme de hambre.

Habían llegado a tal extremo que morir en combate era la única esperanza que les quedaba. Los defensores tenían aún aspecto humano, pero se habían visto reducidos a succionar los huesos de sus caballos muertos y comer ratones de campo, cortezas de árbol y raíces. Las previsiones para el invierno inminente eran que deberían hervir las esteras de tatami y comerse la arcilla de las paredes. Mientras se consolaban mutuamente, aquellos hombres de ojos hundidos tenían aún el ánimo suficiente para planear la mejor manera de pasar el invierno. Incluso en pequeñas escaramuzas, cuando el enemigo se aproximaba, podían olvidar de repente el hambre y la fatiga y salir a luchar.

Sin embargo, desde hacía más de medio mes las tropas atacantes no se habían acercado al castillo, y este abandono era más amargo para las tropas defensoras que una muerte desesperada. Cuando el sol se puso, todo el castillo quedó sumido en una oscuridad tan profunda, que era como si hubiese caído al fondo de un pantano. No había una sola lámpara encendida, pues todo el aceite de pescado y de colza había sido consumido como alimento. Muchos de los pequeños alcaudones y gorriones que acudían por la mañana y la noche a los árboles dentro del recinto fortificado habían sido cazados para comer, y recientemente los pocos que quedaban habían dejado de acudir al castillo, tal vez conocedores de lo que les aguardaba. Los hombres se habían comido tantos cuervos que ahora pocas veces tenían la oportunidad de capturar uno. En medio de la oscuridad, los centinelas se ponían ojo avizor al oír el ruido de algún animal, tal vez una comadreja, que se escabullía. Sus jugos gástricos empezaban a fluir de un modo automático, y se miraban unos a otros haciendo una mueca.

—Noto el estómago como si fuera un trapo húmedo escurrido.

Aquella noche brillaba una hermosa luna, pero los soldados sólo deseaban poder comérsela. Las hojas muertas caían en profusión sobre los tejados de la fortaleza y alrededor del portal del castillo. Un soldado mordisqueaba una ávidamente.

—¿Saben bien? —le preguntó otro.

—Mejor que la paja —respondió, y cogió otra hoja.

De repente le entraron arcadas, tosió varias veces y vomitó las hojas que acababa de comerse.

—¡El general Goto! —anunció alguien en aquel momento, y todos se pusieron firmes.

Goto Motokuni, el principal servidor del clan Bessho, se encaminó hacia los soldados desde el oscuro torreón.

—¿Alguna novedad? —les preguntó.

—Ninguna, señor.

—¿De veras? —Goto les mostró una flecha—. En algún momento de esta noche, el enemigo ha lanzado esta flecha al castillo. Tenía atada una carta, pidiéndome que me reúna aquí esta noche con uno de los generales del señor Hideyoshi, Kuroda Kanbei.

—¡Kanbei viene aquí esta noche! Un hombre que traicionó a su señor pasándose a los Oda. No es digno de ser samurai. Cuando se presente, le torturaremos hasta la muerte.

—Es un enviado del señor Hideyoshi, y no sería admisible matar a alguien cuya llegada ha sido anunciada de antemano. Entre guerreros existe el acuerdo de no matar a los mensajeros.

—Eso estaría bien incluso para un general enemigo si fuese otro, pero tratándose de Kanbei, creo que ni siquiera me daría por satisfecho arrancándole la carne de los huesos para comérmela.

—No dejéis que el enemigo vea lo que hay en vuestros corazones. Reíos cuando le saludéis.

Cuando Goto y sus hombres miraban la oscuridad exterior, les pareció oír los sonidos intermitentes de un koto lejano. En aquel momento el castillo de Miki quedó envuelto en un extraño silencio. En una noche cuyo color era el de la tinta china, parecía como si nadie pudiera siquiera respirar mientras las hojas caídas se arremolinaban en el cielo misterioso.

—¿Un koto! —preguntó uno de los soldados, mirando el vacío.

Escucharon casi en éxtasis el nostálgico sonido. Los mismos pensamientos cruzaron por las mentes de los hombres que estaban en la torre de vigilancia, la sala de guardia y todas las secciones de la fortaleza. A pesar de las tormentas de flechas, proyectiles de armas de fuego y gritos de guerra desde el alba al anochecer y desde la oscuridad hasta el alba, los hombres que llevaban tres años en aquel castillo separados del mundo exterior se habían hecho fuertes tenazmente, sin ceder ni retirarse. Ahora el sonido del koto evocaba de súbito en ellos diversos pensamientos.

Mi hogar ancestral,

¿esperarás

a un hombre que no sabe

si esta noche será

la última para él?

Éste era el poema de muerte que Kikuchi Taketoki, leal general del emperador Godaigo, envió a su esposa cuando estaba rodeado por un ejército rebelde.

Al pensar en su situación personal, algunos hombres recitaron inconscientemente este poema para sus adentros. Sin duda había soldados que estaban muy lejos de sus hogares y pensaban en sus madres, hijos, hermanos y hermanas de los que no tenían noticias. Tampoco los soldados a quienes nadie esperaba tenían el corazón de piedra, y los sentimientos evocados por el koto influían en su ánimo. Ninguno de ellos podía contener las lágrimas.

En el fondo de su corazón, Goto experimentaba lo mismo que sus hombres, pero al ver las expresiones de los soldados que le rodeaban, se sobrepuso en seguida.

—¿Cómo? ¿Llegan notas de koto desde el campamento enemigo? ¡Qué necios! ¿Para qué tienen ese instrumento? Eso demuestra lo blandos que son en realidad los guerreros enemigos. Probablemente se han cansado de la larga campaña, han atrapado a una joven cantante en algún pueblo y tratan de divertirse. Una mentalidad tan frívola es imperdonable. ¡Los espíritus duros como el acero y la roca de los auténticos guerreros no son tan débiles!

Mientras hablaba, los hombres fueron saliendo de su ensoñación.

—En vez de escuchar tales bufonadas, que cada hombre se mantenga en su puesto. Estos castillos son como un dique que contiene una inundación de agua sucia. El dique es sinuoso y largo, pero si una pequeña parte se desmorona, toda la estructura se vendrá abajo. Cada uno de vosotros debe mantenerse erguido al lado de los demás y no moverse aunque muera. En cuanto al castillo de Miki, si se dijera que alguien abandonó su puesto con el resultado de que todo el castillo se derrumbó, sus antepasados llorarían debajo de la tierra y sus descendientes cargarían con la deshonra de la provincia y serán el hazmerreír de la gente.

Goto instaba así a sus hombres cuando vio que dos o tres soldados corrían hacía el castillo. En seguida le informaron de que el general enemigo cuya visita había sido anunciada estaba en la empalizada al pie de la cuesta.

Habían llevado a Kanbei hasta allí en una litera, una estructura ligera de madera, paja y bambú. No tenía techo y los lados eran bajos. Había aprendido a blandir su espada larga desde la litera cuando luchaba con el enemigo en combate, pero aquella noche había acudido allí como enviado de paz.

Encima de una túnica amarillo claro, Kanbei llevaba una armadura con cordones verde pálido y un manto con bordado de plata sobre fondo blanco. Por suerte era un hombre menudo que no pasaba de cinco pies de altura y era de constitución más ligera que la mayoría, por lo que los porteadores podían transportarle cómodamente y él mismo no se sentía apretado.

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