Taiko (113 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Hanbei asintió, pero algo parecía inquietarle. Pareció ordenar al hombre que le ayudara a incorporarse.

—¿Qué os parece? —preguntó un ayudante, mirando al médico. Éste apenas podía responder. Hideyoshi comprendió lo que Hanbei quería.

—¿Qué? ¿Quieres incorporarte? ¿Por qué no sigues tendido?

Le habló en un tono suave, como si estuviera calmando a un niño. Hanbei sacudió ligeramente la cabeza y una vez más reprendió a sus ayudantes. Era incapaz de hablar en voz alta, pero sus ojos hundidos expresaban claramente su deseo. Levantaron poco a poco la mitad superior de aquel cuerpo delgado como una tabla, pero cuando intentaron ayudarle a sentarse, Hanbei les apartó. Se mordió el labio y poco a poco se levantó de la cama. Aquel acto requería claramente un esfuerzo enorme por parte del enfermo, el cual respiraba ya con dificultad.

Totalmente pasmados por lo que estaban viendo, Hideyoshi, el médico y los servidores de Hanbei sólo pudieron retener el aliento y observar. Finalmente, cuando hubo dado unos pocos pasos, Hanbei se arrodilló formalmente sobre las esteras de juncos. Los ángulos agudos de sus hombros, las rodillas delgadas y las manos cetrinas le daban casi el aspecto de una muchacha. Apretó los labios con fuerza y pareció controlar su respiración. Finalmente hizo una reverencia, inclinándose tanto que pareció como si fuera a romperse.

—Esta noche se aproxima mi despedida. Una vez más debo mostraros mi gratitud por los muchos años en que me habéis dispensado vuestra gran benevolencia. —Hizo una pausa antes de proseguir—. Tanto si las hojas caen como si florecen, viven o mueren, cuando uno reflexiona profundamente en la cuestión se da cuenta de que los colores del otoño y la primavera llenan el universo. El mundo me ha parecido un lugar interesante. Mi señor, he estado unido a vos por el karma y he sido objeto de vuestro amable tratamiento. Cuando miro atrás, mi único pesar al partir es que no os he podido servir de nada.

Sólo le quedaba un hilo de voz, pero fluía suavemente de sus labios. Todos los presentes cambiaron de postura y permanecieron sentados en silencio ante aquel solemne milagro. Hideyoshi, en especial, enderezó la espalda, con la cabeza inclinada y ambas manos en el regazo, escuchando como si no soportara perderse una sola palabra. Pensó que la lámpara pronta a apagarse brilla intensamente poco antes de que la llama se extinga. La vida de Hanbei era ahora así, por un solo momento sublime. Siguió hablando, esforzándose con desesperación por decirle a Hideyoshi sus últimas palabras.

—Todos los acontecimientos..., todos los acontecimientos y cambios que se producirán en el mundo a partir de ahora..., estoy realmente a favor de ellos. Japón se encuentra ahora al borde de un gran cambio. Me gustaría ver qué le sucede a la nación. Eso es lo que anhelo, pero la duración de vida que me ha sido concedida no me permitirá realizar ese deseo.

Sus palabras eran gradualmente más claras, y parecía hablar con las últimas fuerzas que le quedaban. De vez en cuando boqueaba porque le faltaba el aire, pero dominaba la agitación de sus hombros y retenía el aliento para seguir hablando.

—Pero..., mi señor..., ¿no creéis vos mismo que habéis sido elegido para vivir en unos tiempos como éstos? Si os miro con detenimiento, no veo en vos la ambición de llegar a ser el dirigente del país. —Hizo otra pausa y siguió diciendo—: Hasta ahora eso ha sido un aspecto positivo de vuestro carácter. Perdonad que lo mencione, pero cuando erais el portador de sandalias del señor Nobunaga, poníais todo vuestro empeño en cumplir a la perfección los deberes de un portador de sandalias, y cuando alcanzasteis la categoría de samurai, pusisteis todas vuestras capacidades en el desempeño de las tareas de un samurai. Ni una sola vez tuvisteis la ocurrencia de mirar arriba e intentar lanzaros hacia más altura. Lo que más temo ahora es que, fiel a esa mentalidad, completéis vuestra tarea en las provincias occidentales, o cumpláis por entero el encargo del señor Nobunaga, o que os limitéis a someter el castillo de Miki y que, excepto por la profunda atención que prestéis a esas cosas, no penséis en los acontecimientos presentes o en las maneras de distinguiros.

El silencio era tal que parecía como si no hubiera nadie más en la estancia. Hideyoshi le escuchaba con una inmovilidad absoluta, como si no pudiera levantar la cabeza ni hacer el menor movimiento.

—Pero... la gran capacidad que un hombre necesita para obtener el dominio en tiempos como éstos sólo la otorga el cielo. Los señores rivales luchan por la hegemonía, cada uno jactándose de que sólo él será capaz de procurar un nuevo amanecer al mundo caótico y salvar a la gente de su aflicción. Pero Kenshin, que era un hombre tan excelente, ha muerto, lo mismo que Shingen de Kai; el gran Motonari de las provincias occidentales abandonó el mundo tras aconsejar a sus descendientes que protegieran su herencia mediante el conocimiento de sus capacidades. Y por otro lado, tanto los Asai como los Asakura causaron su propia destrucción. ¿Quién va a poner fin a este problema? ¿Quién tiene la fuerza de voluntad" necesaria para crear la cultura de la próxima era y ser aceptado por el pueblo? El número de tales hombres es menor que el de los dedos de una mano.

Hideyoshi alzó de repente la cabeza, y un rayo de luz pareció incidir directamente en él desde los ojos hundidos de Hanbei. Éste se hallaba próximo a su fin, y ni siquiera Hideyoshi podía estar seguro de la duración de su propia vida, pero por un momento los ojos de ambos hombres se trabaron en silencio.

—Sé que probablemente mis palabras os confunden, porque ahora servís al señor Nobunaga. Comprendo vuestros sentimientos, pero es evidente que la Providencia le ha puesto en escena para que lleve a cabo una difícil misión. Ni vos ni el señor Ieyasu tenéis la clase de temple necesario para romper la situación actual ni la fe para elevaros por encima de las muchas dificultades que se han presentado hasta ahora. ¿Quién si no es el señor Nobunaga habría sido capaz de llevar al país tan lejos a través del caos de los tiempos? Pero eso no quiere decir que sus acciones hayan renovado el mundo. El sometimiento de las provincias occidentales, el ataque contra Kyushu y la pacificación de Shikoku no traerán la paz necesariamente a la nación, las cuatro clases de personas no vivirán en paz y armonía, no se establecerá una nueva cultura ni se colocará la piedra angular de la prosperidad para las generaciones futuras.

Hanbei parecía haber reflexionado a fondo en estas cosas, adquiriendo nuevas percepciones gracias a la sabiduría de los clásicos chinos. Había comparado las transiciones de los tiempos modernos con los acontecimientos históricos y analizado las complejas corrientes subterráneas de la situación actual.

Durante sus años de servicio en el estado mayor de Hideyoshi, se había formado una visión general del desarrollo de Japón, manteniendo en secreto sus conclusiones. ¿No era Hideyoshi el «siguiente hombre»? Incluso entre sus servidores, que estaban cerca de él día y noche y que le veían discutir periódicamente con su esposa, regocijarse por cualquier asunto trivial, con aspecto abatido y diciendo necedades, o que comparaban su prestancia con la de los señores de otros clanes y no le encontraban en absoluto superior a ellos, no había uno entre diez que considerase a su señor dotado de un talento natural extraordinario. Pero Hanbei no lamentaba haber servido al lado de aquel hombre o haberle dedicado la mitad de su vida, sino que se alegraba mucho de que el cielo le hubiera unido a semejante señor y sentía que había merecido la pena vivir esa vida hasta el momento mismo de su muerte.

Hanbei pensaba que si aquel señor desempeñaba el papel al que él le creía destinado y llevaba a cabo la gran tarea del futuro, no habría vivido en vano. En el futuro muy probablemente sus propios ideales serían llevados a la práctica de alguna manera gracias a la energía de Hideyoshi. La gente diría de Hanbei que había muerto joven, pero lo había hecho bien.

—No me queda nada más que decir. Por favor, mi señor, cuidaos bien, pensad que sois insustituible y esforzaos todavía más después de que me haya ido.

Cuando Hanbei terminó de hablar, su pecho se desmoronó como un leño podrido. Ya no quedaba fuerza en las delgadas manos que deberían haberle sostenido. Cayó de bruces en el suelo y un charco de sangre se extendió sobre las esteras como la floración de una peonia roja.

Hideyoshi se abalanzó adelante y sostuvo la cabeza de Hanbei. La sangre, que ahora salía a borbotones, le manchó el regazo y el pecho.

—¡Hanbei! ¡Hanbei! ¿Vas a dejarme solo? ¿Vas a marcharte así? ¿Qué haré sin ti en el campo de batalla de ahora en adelante?

Hideyoshi lloraba copiosamente, sin tener en cuenta su aspecto ni su reputación. La cabeza de Hanbei estaba apoyada en su regazo, el rostro inmóvil y muy blanco.

—No, de ahora en adelante no tendréis que preocuparos por nada.

Los que nacen por la mañana mueren antes del atardecer, y los nacidos al atardecer mueren antes del alba. Tales hechos no son necesariamente reveladores de la visión budista de la impermanencia, por lo que uno podría preguntarse por qué fue en concreto la muerte de Hanbei lo que sumió a Hideyoshi en los abismos de la desesperación. Al fin y al cabo, estaba en un campo de batalla, donde a diario los hombres caían como las hojas otoñales de las ramas. Pero fue tal la extensión de su dolor que quienes le acompañaban estaban pasmados, y cuando por fin se dominó, como un niño después de una rabieta, alzó con cuidado el frío cuerpo de Hanbei y, sin ayuda de nadie, lo depositó sobre las blancas ropas de cama, susurrándole como si aún estuviera vivo.

—Aunque hubieras vivido dos o tres veces la duración de una vida normal, la sublimidad de tus ideas era tal que tus esperanzas sólo se habrían realizado a medias. No querías morir. Yo, en tu lugar, tampoco habría querido, ¿no es cierto, Hanbei? Cómo debes lamentar la cantidad de cosas que has dejado sin hacer. Ah, cuando un genio como el tuyo nace en este mundo y menos de una centésima parte de su pensamiento fructifica, nada más natural que no quiera morir.

¡Cuánto había amado a aquel hombre! Una y otra vez dirigió sus quejas al cadáver de Hanbei. No juntó las manos y recitó una plegaria, pero sus súplicas al muerto fueron interminables.

Kanbei, a quien su hijo había informado del estado de Hanbei, acababa de llegar.

—¿Es demasiado tarde? —preguntó Kanbei con ansiedad, avanzado con tanta rapidez como le permitía su cojera.

Allí estaba Hideyoshi, con los ojos enrojecidos y sentado al lado de la cama, y allí yacía el cuerpo frío y sin vida de Hanbei. Kanbei emitió un gemido desgarrador y se sentó, como si su cuerpo y su espíritu estuviesen abrumados. Los dos permanecieron en silencio, contemplando el cadáver de Hanbei.

La habitación estaba oscura como una caverna, pero no habían encendido ninguna lámpara. Las blancas ropas de cama sobre las que yacía el muerto semejaban nieve en el fondo de un barranco.

—Kanbei —dijo finalmente Hideyoshi, y por su tono parecía como si el dolor exudara de todo su cuerpo—. Es penoso. Había pensado que sería difícil, pero...

Kanbei, quien también parecía aturdido, no podía responderle gran cosa.

—Ah, no lo entiendo. Hace seis meses estaba bien... y ahora esto. —Tras una pausa siguió hablando como si de improviso hubiera podido dominarse—. Bien, basta ya. ¿Es que todos vais a quedaros sentados y llorando?

»Que alguien encienda una lámpara. Tenemos que limpiar su cuerpo, barrer la habitación y preparar la capilla ardiente. Hay que hacer todo lo necesario para un adecuado funeral en el campo de batalla.

Mientras Kanbei daba órdenes, Hideyoshi desapareció. A la luz oscilante de las lámparas, cuando los hombres entorpecidos por la emoción se pusieron a trabajar, alguien descubrió una carta que Hanbei había dejado debajo de la almohada. Estaba dirigida a Kanbei y había sido escrita dos días antes.

Enterraron a Hanbei en el monte Hirai. El viento otoñal soplaba tristemente entre las banderas de luto.

Kanbei le mostró a Hideyoshi la última carta de Hanbei. No decía nada de sí mismo, sino que había escrito sobre Hideyoshi y los planes que había pensado para futuras operaciones. Decía entre otras cosas:

Aunque mi cuerpo muera y se reduzca a blancos huesos bajo tierra, si mi señor no olvida mi sinceridad y me recuerda en su corazón aun cuando sea accidentalmente, mi alma alentará en la presente existencia de mi señor y nunca dejará de servirle incluso desde la tumba.

Considerando que su servicio había sido insuficiente pero sin quejarse de su muerte temprana, Hanbei la había esperado plenamente convencido de que serviría a su señor incluso después de que se hubiera convertido en nada más que unos huesos blanquecinos. Ahora, cuando Hideyoshi pensó en los sentimientos más íntimos de Hanbei, lloró sin poder evitarlo. Por mucho que intentara dominar su llanto, no lo conseguía.

Finalmente Kanbei se dirigió a él en tono severo.

—No creo que debáis seguir afligiéndoos así, mi señor. Os ruego que leáis el resto de la carta y penséis a fondo. El señor Hanbei ha dejado por escrito un plan para tomar el castillo de Miki.

Kanbei siempre había mostrado una entrega total a Hideyoshi, pero en aquellas circunstancias su voz revelaba cierta impaciencia por la exhibición abierta que su señor estaba haciendo del lado emocional de su carácter.

En su carta Hanbei había predicho que el castillo de Miki caería al cabo de cien días, pero también advertía que no se lograría la victoria simplemente efectuando un ataque frontal que causaría numerosas bajas entre sus tropas, y trazaba un plan definitivo.

En el castillo de Miki no hay hombre con más discernimiento que el general Goto Motokuni. A mi modo de ver, no es la clase de soldado que no comprende la situación del país y demuestra su tenacidad yendo ciegamente al combate. Antes de esta campaña, hablé con él varias veces en el castillo de Himeji, por lo que podríais decir que existe una ligera amistad entre nosotros. Le he escrito una carta, instándole a explicar las ventajas y desventajas de la situación actual a su señor, Bessho Nagaharu. Si éste comprende todo lo que Goto le dice, será lo bastante inteligente para rendir el castillo y pedir la paz. Mas a fin de llevar este plan a la práctica es esencial juzgar el momento psicológico adecuado. Creo que la mejor época será a fines del otoño, cuando el suelo esté cubierto de hojas muertas y la luna solitaria y fría en el cielo, y los soldados añoren a sus padres, madres, hermanas y hermanos y tengan sentimientos de nostalgia a su pesar. La guarnición del castillo ya está acuciada por el hambre, y cuando noten la proximidad del invierno sin duda se darán cuenta de que la muerte está cerca y sentirán todavía más lástima de sí mismos y aflicción. Lanzar un gran ataque en ese momento no serviría más que para proporcionarles un buen lugar donde morir y compañeros de viaje para su escalada de la montaña de la muerte. Pero si en ese momento posponéis el ataque algún tiempo y, tras darles la ocasión de pensar fríamente, enviáis una carta explicando el asunto al señor Nagaharu y sus servidores, no dudo de que obtendréis resultados este mismo año.

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