Taiko (109 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Ukon le había escrito expresando sus sentimientos más profundos.

Hemos enviado a dos de nuestros hijos a los Araki como rehenes, por lo que mi esposa y mi madre se oponen con firmeza a que nos sometamos al señor Nobunaga. De no ser por eso, tampoco yo querría asociar mi nombre a la rebelión.

Así pues, para el padre Gnecchi, el éxito de la misión y las recompensas posteriores eran un resultado inevitable. Tenía el convencimiento de que Ukon ya estaba de acuerdo con lo que él iba a sugerirle.

Poco después, Takayama Ukon anunció que no podía desviar los ojos mientras su religión era destruida, aun cuando su esposa e hijos le odiaran por defenderla. Uno podía abandonar su castillo y su familia, pero no el único camino verdadero. Una noche abandonó secretamente el castillo y huyó a la iglesia de la Ascensión. Su padre, Hida, buscó refugio inmediatamente en Itami, con Araki Murashige, y le explicó amargamente la situación.

—Hemos sido traicionados por mi despreciable hijo.

Eran muchas las personas en el bando de Murashige que tenían relaciones estrechas y amistosas con el clan Takayama, por lo que no podía insistir en el castigo de los rehenes Takayama. Así pues, aunque Murashige era un hombre bastante insensible, tenía una conciencia difusa de lo complicada que era la situación.

—No puede hacerse nada. Si Ukon ha huido, los rehenes son inútiles.

Considerando a los dos pequeños tan sólo como unos parásitos, los devolvió al padre de Ukon. Cuando el padre Gnecchi recibió esta información, se dirigió con Ukon al monte Amano para ser recibidos en audiencia por Nobunaga.

—Lo habéis hecho muy bien —le dijo Nobunaga, encantado.

Entonces comunicó a Ukon que le concedería un dominio en Harima y le regaló kimonos de seda y un caballo.

—Quisiera recibir la tonsura y dedicar mi vida a Dios —alegó Ukon.

Pero Nobunaga no estuvo dispuesto a consentirlo y replicó:

—Eso es ridículo para un hombre tan joven.

Así pues, al final el asunto salió tal como Nobunaga había planeado y el padre Gnecchi había previsto. Sin embargo, la manera en que Ukon se había conducido, con el resultado de la recuperación de sus hijos, había sido fruto de las inteligentes intrigas del padre Gnecchi.

Las condiciones actuales difícilmente pueden servirnos para representarnos las de ayer, pues a cada momento el tiempo lleva a cabo sus transfiguraciones. Tampoco es irrazonable cambiar la propia línea de acción. Las razones por las que los hombres se han equivocado en sus ambiciones y han perdido sus vidas son tan abundantes como los hongos después de un aguacero.

Era hacia finales del undécimo mes. Nakagawa Sebei, el hombre de quien Araki Murashige dependía como de su brazo derecho, abandonó de repente el castillo y se sometió a Nobunaga.

—Éste es un momento importante para la nación y no debemos castigar los pequeños errores —dijo Nobunaga, y no sólo no interrogó a Sebei acerca de su delito sino que le regaló treinta monedas de oro.

También obsequió con oro y ropas a los tres servidores que le habían acompañado. Sebei se había rendido como respuesta a la solicitud de Takayama Ukon.

Los generales de Oda se preguntaban por qué aquellos hombres eran tratados con tanta amabilidad. Si bien Nobunaga era consciente de que existía cierta insatisfacción entre sus hombres, no podía hacer otra cosa si quería alcanzar sus objetivos militares.

La conciliación, la diplomacia y la paciencia no cuadraban con su naturaleza. Por ello continuamente llovían sobre el enemigo violentos y feroces ataques. Por ejemplo, Nobunaga atacó el castillo de Hanakuma en Hyogo y quemó sin piedad los templos y los pueblos vecinos. No perdonaba la acción hostil más leve, tanto si la cometían los mayores como los jóvenes, hombres o mujeres. Pero ahora su manipulación por un lado y sus intimidaciones por el otro estaban dando fruto.

Araki Murashige estaba aislado en el castillo de Itami, una fortaleza que tenía sus dos alas cortadas, pues en su orden de batalla ya no figuraban Takayama Ukon ni Nakagawa Sebei.

—Si atacamos ahora, caerá como un espantapájaros —dijo Nobunaga.

Creía que Itami podría caer en cualquier momento que quisiera. A principios del duodécimo mes se inició un ataque combinado. El primer día, el ataque empezó antes del anochecer y prosiguió durante la noche. Sin embargo, la resistencia fue inesperadamente tenaz. El jefe de una unidad de las tropas atacantes fue derribado y perdió la vida, y hubo centenares de muertos y heridos.

El segundo día el número de bajas siguió aumentando, pero no había sido tomada una sola pulgada de los muros del castillo. Al fin y al cabo, Murashige era famoso por su valor y había entre sus tropas muchos hombres diestros y valerosos. Más aún, cuando Murashige se mostró dispuesto a arriar la bandera de la rebelión, plegándose al deseo de apaciguarle expresado por Nobunaga, fueron los miembros de su familia y los oficiales quienes se lo impidieron, diciéndole:

—Rendirnos ahora sería lo mismo que presentarle nuestras cabezas.

La noticia del comienzo de estas hostilidades también se extendió rápidamente por Harima y desconcertó a los oficiales de Osaka. Las ondas de choque llegaron incluso a Tamba y el Sanin.

En primer lugar, en las provincias occidentales, Hideyoshi emprendió de inmediato el ataque contra el castillo de Miki, e hizo que las tropas auxiliares de Nobumori y Tsutsui hicieran retroceder a los Mori a las fronteras de Bizen. Había pensado que tan pronto como el clan Mori oyera los gritos lanzados desde la capital, su ejército marcharía sobre Kyoto. En Tamba, el clan Hatano consideró que ahora la corriente les era favorable y empezaron a rebelarse. Akechi Mitsuhide y Hosokawa Fujitaka habían gobernado en aquella zona, y acudieron a defenderla en el momento crítico.

El Honganji y las enormes fuerzas de los Mori se comunicaban mediante mensajeros que viajaban en barco, y los enemigos que ahora se enfrentaban a Nobunaga, Hideyoshi y Mitsuhide bailaban todos al ritmo de esas dos potencias.

—Probablemente hemos terminado aquí —dijo Nobunaga, mirando el castillo de Itami.

Quería decir que, a su modo de ver, todo estaba en orden. Aunque el castillo de Itami se hallaba completamente aislado, no se había rendido. Para Nobunaga, sin embargo, ya había caído. Dejó al ejército que lo rodeaba y regresó súbitamente a Azuchi.

Finalizaba el año. Nobunaga tenía intención de pasar el Año Nuevo en Azuchi. Aquel año había abundado en disturbios y campañas inesperados, pero al mirar las calles de la población fortificada, captó el aroma de una nueva y rica cultura que flotaba en el aire. Las tiendas grandes y pequeñas estaban alineadas de manera ordenada y hacían que fructificara la política económica de Nobunaga. Las posadas y postas estaban llenas de huéspedes, mientras que a orillas del lago los mástiles de los barcos anclados parecían un bosque.

Tanto la zona residencial de los samurais, cruzada por pequeños senderos, como las magníficas mansiones de los grandes generales, estaban terminadas en su mayor parte. También los templos se habían ampliado, y el padre Gnecchi también había iniciado la construcción de una iglesia.

Eso que recibe el nombre de «cultura» es tan intangible como la bruma. Lo que había comenzado como un simple acto de destrucción estaba tomando de improviso la forma de una nueva cultura que marcaba una época a los pies de Nobunaga. En música, teatro, pintura, literatura, religión, la ceremonia del té, vestido, cocina y arquitectura, estaban siendo abandonados los viejos estilos y actitudes, al tiempo que se adoptaban los recientes. Incluso los nuevos diseños de los kimonos femeninos de seda rivalizaban en aquella floreciente cultura de Azuchi.

Nobunaga pensó que aquél era el Año Nuevo que había esperado, un Año Nuevo para la nación. Ni que decir tiene, construir es más agradable que destruir. Imaginaba que la nueva y dinámica cultura avanzaría como una marea, inundando las provincias occidentales, la capital e incluso el oeste y la isla de Kyushu, sin que hubiera un solo lugar al que no afectara.

Nobunaga estaba absorto en tales pensamientos cuando Sakuma Nobumori, el sol brillando en su espalda, le saludó y entró en la estancia. Al ver a Nobumori, Nobunaga recordó de repente.

—Ah, es cierto. ¿Qué tal fue luego ese asunto? —se apresuró a preguntarle, tendiendo la taza que tenía en la mano al paje que se la ofreció a Nobumori.

Nobumori se llevó la taza a la frente con gesto reverente y, mirando la frente de su señor, replicó:

—¿Qué asunto?

—Te hablé de Shojumaru, ¿no es cierto? El hijo de Kanbei..., el que está en el castillo de Takenaka Hanbei como rehén.

—Ah, os referís al asunto del rehén.

—Te envié con una orden para que Hanbei cortara la cabeza de Shojumaru y la enviara a Itami, pero luego no ha habido ninguna respuesta aun cuando la cabeza debía de haber sido cortada y enviada. ¿Has oído algo?

—No, mi señor.

Nobumori sacudió la cabeza y, mientras hablaba, parecía recordar su misión del año anterior. Había cumplido con esa misión, pero Shojumaru había sido puesto al cuidado de Takenaka Hanbei en Mino, por lo que era improbable que la ejecución se hubiera llevado a cabo de inmediato. Nobumori repitió el diálogo que habían tenido:

—Si tal es la orden del señor Nobunaga, será cumplida, pero necesitaré algún tiempo más —había dicho Hanbei, aceptando la petición con normalidad, y Nobumori, por supuesto, había comprendido.

—Bien, en todo caso os he dado la orden de Su Señoría —había añadido Nobumori, el cual regresó en seguida para informar a Nobunaga.

Debido tal vez a sus propias responsabilidades, Nobunaga parecía haberse olvidado del asunto, pero lo cierto era que tampoco Nobumori se había vuelto a acordar del destino de Shojumaru, limitándose a suponer que Hanbei informaría directamente a Nobunaga de la ejecución del muchacho.

—¿No habéis oído nada más al respecto por parte de Hideyoshi o Hanbei, mi señor?

—No han dicho una sola palabra de ello.

—Eso es bastante sospechoso.

—¿Estás seguro de que hablaste con Hanbei?

—No tenéis necesidad de preguntarme tal cosa, pero lo cierto es que ese hombre ha mostrado últimamente una pereza extraordinaria —musitó Nobumori, contrariado, y entonces añadió—: Haber considerado esto simplemente como una medida que afecta al hijo de un traidor y no haber cumplido todavía con la importante orden de Vuestra Señoría, sería un delito de desobediencia que no podría pasarse por alto. Cuando regrese al frente, haré un alto en Kyoto e interrogaré a fondo a Hanbei.

—¿Lo harás?

La respuesta de Nobunaga no revelaba demasiado interés.

La severidad de la orden que había dado en aquella ocasión y la manera en que recordaba ahora el asunto reflejaban dos estados de ánimo totalmente dispares. Sin embargo, no le dijo a Nobumori que lo olvidara, pues ello habría significado un desprestigio completo del hombre al que había enviado con la misión.

¿Cómo se lo tomaría Nobumori? Tal vez pensaría que Nobunaga creía que había efectuado su misión de un modo incompetente, pues se apresuró a expresar sus felicitaciones de Año Nuevo, salió del castillo y, camino de regreso al asediado castillo de Itami, se detuvo en el templo Nanzen.

—Sé que el señor Hanbei está confinado debido a su enfermedad, pero vengo con una misión encargada por el señor Nobunaga —dijo al sacerdote que le recibió.

Expresó su solicitud de una entrevista en unos términos muy severos e imperativos. El monje se marchó, regresó poco después y le invitó a seguirle.

Nobumori replicó con un gesto de asentimiento y siguió al religioso. Las puertas correderas de papel del edificio con tejado de paja estaban cerradas, pero una tos incesante, debida probablemente a que Hanbei había abandonado el lecho de enfermo para recibir a su visitante, llegaba desde el interior. Nobumori aguardó un momento antes de entrar. El aspecto del cielo parecía indicar que pronto nevaría. Aunque aún era mediodía, hacía frío a la sombra de las montañas que rodeaban el templo.

—Pasad —le invitó una voz desde dentro, y un ayudante abrió las puertas correderas que daban acceso a una pequeña sala de recepción. Su enjuto señor estaba sentado en el suelo.

—Sed bienvenido —le saludó Hanbei.

Nobumori entró y dijo sin preámbulo:

—El año pasado os traje la orden de Su Señoría de ejecutar a Kuroda Shojumaru, y esperaba que el asunto se hubiera llevado a cabo sin tardanza. Sin embargo, no ha habido ninguna respuesta positiva desde entonces, e incluso el señor Nobunaga está preocupado. ¿Qué decís al respecto?

—Bien, bien —empezó a decir Hanbei, inclinándose con las manos apoyadas en el suelo y revelando una espalda tan delgada como una tabla—. ¿He causado sin querer la preocupación de Su Señoría debido a mi descuido? Hago cuanto puedo para obedecer la voluntad de Su Señoría en cuanto mi salud mejore.

—¡Cómo! ¿Qué estáis diciendo?

Nobumori estaba perdiendo el dominio de sí mismo. O, mejor dicho, a juzgar por el color de su cara, estaba tan irritado por la respuesta de Hanbei que no podía reprimir su exasperación o soltar la lengua. Hanbei suspiró y observó fríamente la agitación de su visitante.

—Bien, entonces..., ¿no hay algo...? —Aparte de la voz que por fin logró articular, los ojos agitados de Nobumori se trababan con los serenos ojos del enfermo. Tosió sin poder contenerse y preguntó—: ¿No habéis enviado su cabeza a Kanbei, en el castillo de Itami?

—Es tal como decís.

—¿Tal como digo? Ésa es una respuesta muy peculiar. ¿Habéis desobedecido a propósito la orden de Su Señoría?

—No seáis absurdo.

—En ese caso, ¿por qué no habéis matado todavía al muchacho?

—Me fue confiado rigurosamente, y pensé que podría hacerlo en cualquier momento, sin demasiada prisa.

—Es una lenidad excesiva. Este ritmo calmoso tiene un límite, ¿sabéis? No recuerdo haber sido jamás tan inepto en una misión como lo he sido en ésta.

—No habéis cometido error alguno en el desempeño de vuestra misión. Está muy claro que he retrasado a propósito el asunto debido a mis opiniones al respecto.

—¿A propósito?

—Aunque sabía que era un encargo importante, estaba insensatamente preocupado por mi dolencia...

—¿No bastaría con que enviarais un correo con una nota?

—No, es un rehén de otro clan, pero nos ha sido confiado hace años. Las personas que rodean a un niño tan encantador sienten naturalmente simpatía por él y les sería difícil matarle. Temo que si ocurriera lo peor y algún servidor indiscreto enviara la cabeza de otro para que la inspeccione Su Señoría, no tendría ninguna excusa que ofrecerle al señor Nobunaga. Por eso creo que debo ir yo mismo y decapitarle. Es posible que mi estado de salud mejore pronto.

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