Starters (28 page)

Read Starters Online

Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Starters
2.06Mb size Format: txt, pdf, ePub

Beatty se guardó la grabadora en el bolsillo. Hizo un gesto con la cabeza al doctor y éste añadió algo a mi vía. Vi una expresión de tristeza en su cara antes de que dejara la estancia. Ella lo contempló mientras cerraba la puerta y después se inclinó sobre mí lo suficientemente cerca como para poder hablarme al oído.

—Odio a los mentirosos. —Me miró fijamente. Alrededor de sus ojos había una corona de lunares. Noté su olor a viejo, una mezcla de naftalina y moho. Entonces sentí que una pesada niebla descendía sobre mí. El pánico burbujeó en lo hondo de mis entrañas, pero no pudo emerger a la superficie.

—¿Qué… me… habéis… dado? —balbucí las palabras una a una.

Se irguió y me miró con una sonrisa malévola.

—Bienvenida al club especial privado de la Institución 37 —se mofó—. La sala de aislamiento.

Capítulo 24

A la mañana siguiente me desperté sobre el frío suelo de cemento de una celda que apestaba a moho y orina. Me incorporé para sentarme. El lado derecho de mi cabeza palpitaba de dolor. Lo toqué y noté un vendaje. Recordé al doctor, los puntos, el accidente de coche…

Iba vestida con un mono gris holgado. Un uniforme de reclusa.

Estaba oscuro, la única luz provenía de una pequeña ventana justo debajo del techo. No había dónde sentarse. La diminuta celda estaba vacía. Me puse en pie y me apoyé en la pared. Un agujero en el suelo, en una esquina, hacía un sonido de aspiración constante. Un tenso panel de malla en la puerta de metal parecía poder abrirse para pasar la comida.

«Dime que esto no va a ser mi vida», pensé.

Observé las paredes sucias y me pregunté si esto era como el centro de cuarentena al que había sido enviado mi padre para morir. Por lo que sabía, usaban a los pacientes para hacer experimentos. Era horrible, enviarlos lejos de sus familias sólo para morir sin que nadie los viera y después ser enterrados o quemados en masa. Todos habíamos oído los rumores.

Por horrible que hubiera sido que mi madre muriera en casa, tenía que haber sido peor morir en lugar como éste. Estaba comparando lugares para morir. ¿Cómo había llegado a esto?

Yo estaba con ella aquel día. Íbamos andando desde nuestro coche hasta la verdulería cuando vimos la explosión en el cielo. Parecía un diente de león gigante abriéndose, fuegos artificiales a pleno día que se extendieron por el cielo y después cayeron como una lluvia. Sobre nosotras.

—¡Vuelve al coche! —gritó mi madre.

Nos dimos la vuelta y echamos a correr. El coche parecía estar a kilómetros de distancia, al fondo del aparcamiento. Deberíamos habernos dirigido a la tienda, pero ya era demasiado tarde para cambiar de opinión.

Alguien gritó detrás de nosotras. Me di la vuelta y vi a una ender corriendo en nuestra dirección. Se cubría la nariz y la boca con las manos para no respirar ninguna espora. No podía decir si las esporas la habían tocado o si había inhalado alguna. O si sencillamente tenía un ataque de pánico.

Yo estaba vacunada, pero aun así, había rumores que decían que algunos starters no sobrevivían a los ataques masivos.

—¡Sigue corriendo! —gritó mi madre. Estaba justo detrás de mí.

Sostuvo su mando a distancia como un estoque en dirección al coche, y oí el dulce sonido de las puertas al abrirse.

Nuestro coche, nuestro santuario, nos estaba esperando. Abrí la puerta más cercana y me deslicé en el asiento trasero. Le tendí la mano a mi madre.

—¡Mamá! —Una sonrisa de alivio apareció en su cara cuando me cogió de la mano. Sus mejillas relucían, sus ojos brillaban.

Lo habíamos conseguido.

—Todo está bien, pequeña, ahora estamos a salvo. —Puso un pie en el coche, pero antes de que pudiera meterse dentro, una única espora blanca cayó flotando entre nosotras.

Se posó en su antebrazo. Se la quedó mirando. Ambas lo hicimos.

Murió una semana más tarde.

Los hospitales no atendían a pacientes infectados por esporas, y todos los hospicios estaban desbordados.

Unos días después de que muriera, la policía se llevó a mi padre, aunque no mostraba ningún síntoma ni problemas respiratorios. Sabíamos cuáles eran las posibilidades. Pero nos enviaría un zing diariamente desde el centro para hacernos saber que estaba bien.

Entonces, un día, llegó un mensaje: «Cuando los halcones gritan, es hora de volar».

Era una clave que habíamos establecido antes de que se fuera y que significaba que Tyler y yo teníamos que huir. Los policías vendrían a por nosotros. Quería saber más. «Papá —le puse en un zing—, ¿estás enfermo? ¿Lo saben?» Se limitó a repetir la clave.

Pensé que iba a verlo de nuevo. Pensé que iba a volver a casa.

Contemplé la pared manchada de mi celda. Una voz amortiguada llegó flotando desde el pasillo. Unos minutos después, unas pisadas se acercaron a mi puerta. Se abrió con un zumbido mecánico. Beatty entró en mi celda dejando la puerta abierta.

Pude ver los zapatos de un guardia justo en el exterior.

—¿Te encuentras mejor? —El odio rezumaba como aceite de los poros de Beatty.

Miré su cara llena de lunares. Era peor de lo que recordaba. Parecía que tuviera un millón de años.

—¿Me van a trasladar?

Mi pregunta hizo que se echara a reír.

—Podrías haber tenido un dormitorio, pero intentaste matar a un senador, por si no lo recuerdas.

—¿Me van a juzgar? —Lo había visto en los holos.

—Seguramente sabes que los menores sin reclamar no tienen derechos… —Sonrió.

—Tenemos algunos derechos. Somos humanos, ya sabe.

—No. Sois infractores, ocupáis propiedades que no os pertenecen. El Estado se hace cargo generosamente de los menores sin reclamar y os da cobijo. Pero ahora eres una criminal, así que estarás aquí encerrada, en el mismo centro de la entrañas de la bestia. Y permanecerás aquí hasta que llegues a la mayoría de edad.

—¿Hasta los diecinueve? —Aquí dentro era una eternidad.

Asintió, y sus ojos centellearon.

—Entonces se te asignará un abogado de oficio. Por supuesto, no dan abasto, y no tienen tiempo para hacer mucho caso a criminales como tú. Casi seguro que acabarás en una prisión para adultos.

—¿Prisión, para siempre? —No podía ser cierto. Me esforcé por respirar, pero todo lo que conseguí fue inspirar aire viciado.

—Suponiendo que sobrevivas los próximos años aquí encerrada. —Se cruzó de brazos y sonrió—. Pocos lo consiguen.

Oculté mis emociones lo mejor que pude. No quería darle el placer de saber lo que esa información me estaba haciendo por dentro. No iba a preguntarle por mi hermano, aunque estaba desesperada por saber si había sido internado en una institución.

Entonces, como si pudiera leer mi pensamiento, Beatty dijo:

—¿Dónde está tu hermano?

—No lo sé. —¿Cómo había sabido que tenía uno?

—Investigaré el asunto. Si no está interno en una institución, debería estar bajo orden de búsqueda. —Hice todo lo que pude para mantener una cara impasible—. También descubriré para qué sirve esa placa de tu cabeza. Aquí no hay secretos.

Se fue y la puerta se cerró. ¿Estaba completamente sola aquí? ¿Qué pasaba con las otras celdas? ¿Había otras chicas como yo? ¿O estaban vacías? No podía oír a nadie. Quizá sabían lo bastante como para permanecer en silencio.

Cerré los puños. ¿Cómo podía ser esto legal? Ni siquiera tenía una cama o una manta. Di una vuelta por la celda, mirando las cuatro paredes. Divisé un único botón metálico en una pared. Lo pulsé y salió un pequeño tubo. Agua. Al menos tenía agua. Respiré hondo. Incliné la cabeza, puse la boca bajo el tubo y bebí. El agua tenía un sabor metálico y sabía a productos químicos, pero era agua. Al cabo de tres segundos, dejó de manar. Volví a pulsar, pero no pasó nada.

Mi hogar para los próximos tres años. Si sobrevivía. Golpeé la pared con las manos una y otra vez.

A la mañana siguiente, me dolía todo el cuerpo por haber dormido en el suelo de cemento. Me dolía la cabeza por la herida del coche y nadie había hablado de darme analgésicos. Me dejaron salir a lo que llamaban un patio: un trozo de tierra, cerrado, en la parte trasera del complejo. A las tres en punto de la tarde, tuve que hacer veinte minutos de ejercicio. A las chicas normales se les permitía estar fuera una hora, a menos que por un permiso para cumplir sus tareas no estuvieran en el recinto.

El patio se estaba llenando con, quizá, cien chicas que iban deambulando de un lado a otro. Algunas jugaban con una pelota o con palos. Pero la mayoría paseaba en grupos de dos o tres, hablando entre susurros. Estaba escrutando la multitud en busca de una cara conocida cuando alguien me dio un toquecito en la espalda.

Pensé que debía de ser la señora Beatty, pero era Sara, la chica a la que había intentado dar el jersey.

—Callie, ¿qué estás haciendo aquí? —Su cara tenía una expresión de dolor.

—Me han arrestado.

—¡Oh, no! ¿Qué hiciste?

—Nada. —Ahora era una criminal común negando mi crimen. Era más fácil que explicárselo todo a una niña de doce años.

—¿Así que es un error?

—Un gran error.

Echó un vistazo a uno de los guardias armados que estaban apostados en el perímetro. Se cogió de mi brazo.

—Es mejor que sigamos moviéndonos. ¿Es horrible estar en las celdas de aislamiento? ¿Puede ser la comida peor que la nuestra?

—¿La vuestra es negra y líquida? —pregunté. Mi estómago protestó.

Negó con la cabeza.

—Escucha, Sara. Estoy buscando a mi hermano. Se llama Tyler. Tiene siete años.

¿Alguna vez has visto a los chicos?

—Algunas veces nos reúnen para alguna presentación. O para reñirnos. ¿Está aquí, en la 37?

—No lo sé. Podría ser.

—Preguntaré por ahí. Pero no te prometo nada.

Un par de chicas se abalanzaron sobre nosotras fingiendo que había sido un accidente. Me paré y las miré. La chica que estaba más cerca de mí era la matona que me había asaltado cerca de mi edificio y me había robado mi Supertrufa. En su mano derecha se veían las cicatrices que se había hecho al estamparla contra el pavimento en vez de contra mi cara. Fue la noche en que regresaba de mi visita a Plenitud. Habían cambiado muchas cosas desde entonces, pero no la agresión de esta matona.

Tuvo que mirar dos veces mi nueva y mejorada cara, y entonces me reconoció.

—Eres tú —dijo—. Mejor será que vigiles esa cara tan bonita.

—Tranquila, Callie. —Sara me apartó.

—Adiós, Callie. —La matona pronunció mi nombre con retintín, ahora que lo conocía. Nos fulminamos mutuamente con la mirada mientras las amigas tiraban de nosotras en direcciones opuestas. Sara me llevó hasta el muro, donde apoyamos la espalda.

—Olvídate de ella. Hablemos de algo alegre —dijo Sara.

Hubo un momento de silencio.

—¿Tienes novio? —preguntó.

—Bueno, algo así. —Se me enrojeció la cara desde el mentón hasta la frente.

—Eso qué quiere decir: ¿tienes o no?

—Ya me gustaría saberlo —suspiré.

—¿Cómo se llama? —Ahora le brillaban los ojos.

—Blake.

—Blake. Suena guay. —Sonrió—. Apuesto a que te echa menos. —Me pellizcó el brazo—. Apuesto a que duerme con tu foto debajo de la almohada.

Eché un vistazo a mi alrededor. La última cosa que necesitaba era dar a las matonas otra excusa para incordiarme.

—No creo que tenga mi foto —repliqué en voz baja.

—¿Ni siquiera en su teléfono? —Alcé la mirada. Tenía razón. Había tomado una con su móvil, aquel primer día, en el rancho.

—Sí, la tiene. —Sonreí.

—¿Lo ves? —Estiró el brazo y me pellizcó la nariz—. Te lo dije. —Después, una extraña expresión se apoderó de su cara, como si recordara algo—. ¿Qué aspecto tengo?

—¿Por qué?

—Oh, por nada.

Negué con la cabeza.

—Sara, ¿tiene algo que ver con lo que me contaste? ¿Acerca de un hombre que iba a venir aquí?

—Puede ser.

—¿Has oído hablar de Destinos de Plenitud?

—No te lo voy a decir. —Sonrió.

—Sara… —Enterré la cara entre las manos.

—De verdad que espero que me elijan —susurró.

—¿Cuándo va a venir? —Se me hizo un nudo en la garganta.

—Pronto. ¿Es cierto que nadie le ha visto la cara, nunca?

Asentí.

—¿Y qué hará, ponerse una bolsa en la cabeza?

—Quizá una máscara.

—¿Como en Halloween?

—¿Cuál es el mejor lugar para esconderse aquí? —La agarré por los hombros.

—¿En la institución? Fácil. En la lavandería. Está enterrada en un rincón del sótano, pasada la salida de emergencia. Me escondí allí una vez para librarme de la cuadrilla de la basura.

—¿Qué me dirías si te cuento que conozco cosas de Plenitud, que he estado allí antes y que es un sitio malo? Podrías perder tu cuerpo para siempre.

—¿De qué estás hablando? —Entrecerró los ojos como si le estuviera dando jaqueca.

—Tú sólo confía en mí. Tienes que esconderte cuando vengan a escoger a las chicas.

—¿Esconderme? ¿Por qué? Es mi mayor esperanza de salir de aquí.

Iba a contarle lo que me habían hecho en el cerebro cuando sonó una campana.

La señora Beatty estaba de pie en la entrada del patio fulminándome con la mirada.

—Por favor. Piensa en lo que he dicho. Tengo que irme.

—¿Ya?

—Sólo tengo veinte minutos. Soy la chica mala, ¿recuerdas?

—Espera. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un pañuelo. Dentro había algo oscuro.

—¿Qué es?

—Lo que queda de la Supertrufa que me diste. —Sonrió y me la ofreció.

Habían pasado varios días. La trufa se había puesto seca y dura. Recordé cómo se había caído. La debía de haber recogido y guardado para disfrutar de ella, poquito a poco. Y ahora me la daba.

La colocó en mi mano. Me quedé mirándola durante un momento.

—Anda, no seas tímida —dijo.

—¿No quieres…?

—No, no, quédatela toda.

Mordí con cuidado la seca Supertrufa, confiando en no romperme un diente.

—Crujiente. —Sonreí. Después me echó los brazos al cuello y me dio un gran abrazo.

—¿Es egoísta decir que me alegro de que estés aquí? —preguntó—. Porque me alegra. Pensé que no volvería a verte nunca y ahora estás aquí. Mi amiga.

Sonreí lo mejor que pude con la boca llena de migajas resecas.

Sara fue la única luz de mi día; el resto fue una agonía. Me quedé tumbada en el frío suelo pensando en Tyler, preguntándome dónde podía estar y si se estaba poniendo peor. Yo podía soportar todo esto, sin manta y sin nada, pero él no.

Other books

Revolution by Russell Brand
Gotcha by Shelley Hrdlitschka
The Reinvention of Moxie Roosevelt by Elizabeth Cody Kimmel
Moroccan Traffic by Dorothy Dunnett
Covenant (Paris Mob Book 1) by Michelle St. James
B000FC1MHI EBOK by Delinsky, Barbara
The New Persian Kitchen by Louisa Shafia
Nigh - Book 1 by Marie Bilodeau
Time's Legacy by Barbara Erskine