Starters (24 page)

Read Starters Online

Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Starters
3.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

Idearemos un plan…
Dejó de hablar sin acabar de formular su pensamiento.

Esperé un momento.

—¿Qué? —pregunté. Silencio. Entonces, por primera vez, su voz sonó aterrorizada.

No. No. Para.

—¿Helena? Helena ¿qué pasa? —Me incorporé.

Por favor… no…
Su voz se volvió crispada y débil.

—¡¿Qué está pasando?! —grité.

Sentí que su energía se consumía. Quería llegar a ella con mi mente, darle parte de mi fuerza.

Esperé una eternidad a que hubiera alguna respuesta. Cuando llegó, fue tan débil como un susurro.

¡Huye!

Esto fue lo último que dijo. Después, nada. Mi mente quedó completamente en silencio.

Nuestra conexión había sido cortada. Lo sabía. Lo sentía.

Un terror helado se apoderó de mi cuerpo, haciéndome tiritar. No podía detener el temblor.

Se había ido. Helena estaba muerta. Lo sentía en mis huesos.

Estaba sola.

De repente oí un ruido, como un agudo sonido metálico y un crujido. Miré a mi derecha pero no vi a nadie. Me volví hacia la izquierda y vi un todoterreno cuadrado alejándose en la noche.

Entonces mi foco de atención cambió al ver un pequeño agujero en la ventanilla del conductor. Rodeándolo, una telaraña de grietas irradiaba de él, aumentando a medida que la miraba. Se me erizó el vello de la nuca. Alcé la mirada y vi las luces rojas de los frenos del todoterreno. Se habían parado.

Dieron la vuelta. Volvían.

Arranqué el coche y me puse en marcha. El todoterreno venía disparado por el medio de la calle, directo a mí. Detuve el coche y pulsé el botón de retroceso. Lo pisé a fondo, alejándome marcha atrás del todoterreno que se aproximaba. Al acercarse, puso las luces largas, cegándome con aquella ráfaga de luz blanca, de modo que no podía ver quién estaba detrás del volante.

Sólo unos pocos metros separaban los frontales de nuestros coches. Comprobé por el retrovisor que no tenía nada detrás. Mis manos estaban tan sudorosas que me empezaron a resbalar mientras agarraba con fuerza el volante. Lo así aún más fuerte mientras aceleraba marcha atrás. Casas, jardines y setos pasaron fugazmente por los dos lados. Por suerte no había más coches circulando en este barrio residencial.

El todoterreno se acercó lo bastante como para impactar contra mí. Moví el volante a un lado y a otro y apreté el acelerador hasta el fondo. Me alejé, pero el todoterreno me atrapó y volvió a golpearme.

Un pequeño cruce apareció en mi espejo retrovisor. Tomé una decisión rápida y giré bruscamente el volante para meterme a toda velocidad en la bocacalle. La inercia del todoterreno lo llevó más allá de la intersección. Cambié la marcha y salí disparada, directa hacia el cruce, manteniéndome en la bocacalle, consciente de que al todoterreno le llevaría un tiempo retroceder y girar.

Pisé a fondo y doblé a la izquierda, luego a la derecha. Apagué las luces y busqué un lugar donde esconderme. Una casa tenía las puertas abiertas. Me metí por el sinuoso camino de acceso y escondí el coche detrás de los altos setos. Apagué el motor y escuché. Poco después, oí el bramido del todoterreno circulando por las calles a toda velocidad. El sonido se fue alejando de la noche tranquila que el barrio de mansiones disfrutaba.

Las luces se encendieron en la calzada que estaba usando de prestado, así que puse en marcha el motor y me fui. Mientras conducía, me pregunté adónde podía ir.

Mi hermano estaba en el hotel, Blake estaba en Washington, y ¿quién sabía dónde estaba Michael? No podía decirle nada a Madison. Habría querido ir corriendo con mi hermano y Florina en busca de refugio, pero alguien me estaba persiguiendo. Lo último que quería era llevar el peligro a la puerta de mi hermano.

«Huye», había dicho Helena. Pero ¿adónde? Antes de dirigirme a ninguna otra parte, tenía que ir a casa de Helena.

A buscar la pistola.

Llegué a casa de Helena y fui directa a su dormitorio. Abrí los cajones de la cómoda, revolviendo los pañuelos, buscando la pistola que Helena había esperado que usara en el Centro de Música. No estaba.

¿La habría tocado Eugenia?

—¡Eugenia! —la llamé a gritos.

—Ya voy. —Sus pesados zapatos resonaron mientras subía por la escalera.

Su voz sonaba aburrida. No esperé, sino que grité desde la otra punta del pasillo mientras ella se acercaba tomándose su tiempo.

—¿Has cogido algo de mis cajones? —pregunté.

—Sabe que nunca, jamás, toco sus cajones. —Había esperado a llegar ante mí antes de responder. Su expresión sólo podía describirse como atónita.

—La cogiste. Cogiste la pistola, ¿no es así?

—¿Una pistola? No. Nunca he tocado una pistola. —Se llevó la mano a la boca.

—La gente hace lo que sea si tiene que hacerlo.

—¿Estaba aquí, en su dormitorio? —Me di la vuelta y contemplé la habitación.

Después torcí el gesto.

Recordé dónde había dejado la pistola. Fui al armario, lo abrí, y allí vi la bolsa de viaje. Eugenia estaba de pie en el umbral. De espaldas a ella, palpé la bolsa.

La pistola estaba dentro.

—Lo siento mucho —me disculpé—. Estaba fuera de mí. He tenido jaquecas. Iba a ver a mi técnico, para que comprobara mi chip. —Estaba suplicando, rezando para que supiera dónde podía encontrar al técnico de Helena.

—¿Por qué no se limita a volver al lugar donde se lo pusieron? Seguro que pagó lo suficiente como para que se lo arreglen. —Aún estaba enfadada. Pero no era nada en comparación con cómo se habría sentido si supiera que podría estar en peligro.

Helena sólo le había hablado del alquiler, nada más.

—Eugenia, escúchame atentamente. No abras la puerta a nadie. Si alguien llama, no le digas adónde he ido.

—¿Quiere decir que me comporte como es habitual? —Eugenia me miró fijamente con cara larga y seria.

Así que Helena había sido precavida. Pero nunca había sido tan peligroso como ahora. Arriesgaba mi vida cada minuto que me quedara allí. Eugenia no sabía nada, lo cual serviría para protegerla.

—Tengo que irme —dije—. Por favor, ten cuidado.

Me metí en el coche deportivo de Helena y puse el motor en marcha. Extraje el historial del navegador de Helena. La larga lista estuvo a punto de hacerme desistir, pero entonces reconocí uno de los nombres: Redmond. Ésa era la persona que Eugenia había mencionado mi primera noche en la casa. Dijo que había llamado a Helena.

—Redmond —ordené al navegador.

—Redmond. De inmediato —canturreó con voz metálica.

El navegador me condujo a un almacén en una zona industrial del valle de San Fernando. No era exactamente un barrio que habría escogido para un paseo nocturno. Pasé por delante de unas vallas metálicas en las que había atados unos perros que me advirtieron que siguiera circulando. La dirección apareció en el navegador. Era un complejo de almacenes con remansos de luz que provenían de las farolas situadas en los tejados. Aparqué dentro del complejo para que los renegados de la calle no pudieran ver mi coche.

La dirección de Redmond correspondía al último almacén. La puerta estaba cerrada. Pulsé un anticuado interfono de metal. Por encima de él había un agujero diminuto con un cristal brillante: una cámara, lo más probable. Redmond era hábil al hacer que el exterior pareciera viejo y pobre. Un momento después, la puerta se abrió con un sonoro ruido metálico.

El interior era muy industrial, el tipo de lugar donde esperarías que viviera y trabajara un escultor. Suelo de cemento y un pasillo creado con una simple pared blanca. Vi el frío resplandor de la luz fluorescente al final del pasillo. Saqué la pistola.

Mi corazón latía con fuerza. ¿Era una trampa? Habría deseado tener a Helena en mi cabeza. Ella lo sabría, ella me lo diría. Debería haberle sacado más información sobre Redmond cuando aún estaba conmigo.

Llegué al final del pasillo. Doblé a la izquierda y me adentré en un gran espacio dividido por hileras de mesas y mostradores con componentes electrónicos, ordenadores y monitores; algunos estaban en funcionamiento, otros con las tripas al descubierto. Había tantos que algunos colgaban de unas barras suspendidas del altísimo techo. Un olor químico flotaba en el aire.

Una pantalla holográfica por encima de un mostrador abarrotado mostraba la puerta exterior, desde donde había llamado por el interfono. Debajo, un hombre de pelo plateado estaba sentado, inclinado sobre un banco con monitores de ordenador. Ender.

Lo que no podía decir era si estaba vivo o muerto. Permaneció inmóvil mientras me deslizaba tras él, sosteniendo ante mí la pistola con ambas manos.

—¿Redmond? —dije.

—Helena —murmuró con acento británico—. Has tardado tanto que casi me he dormido. —Alzó la cabeza y pude ver su rostro reflejado en la pantalla negra de dos monitores. Me devolvió la mirada a través de mi propio reflejo, hablándome sin darse la vuelta.

»Helena, ¿qué te trae por aquí?

—Tengo algo que pedirte.

—Normalmente pides las cosas sin apuntarme a la cabeza con una arma. —Empezó a hacer girar su silla. Golpeé con mi pie el aro de metal impidiendo que siguiera moviéndose.

—Pon las manos detrás de la cabeza —le ordené.

Todo lo que estaba haciendo lo había aprendido o bien de mi padre o bien de los holos. Funcionó.

Uno de los monitores emitió un pitido al mismo tiempo que aparecía un punto rojo intermitente en un mapa de la ciudad. El punto parecía situarse justo donde estábamos.

—¿Qué es eso?

—Eres tú. Tu dispositivo de rastreo. Pero eso ya lo sabes. —Entornó los ojos. Era delgado y desgarbado, con pelo de científico loco. Su estructura facial era bonita: podía decirse que de joven había sido guapo.

—Todo el mundo sabe más de mi cuerpo que yo —dije—. Bien, ahora lo que quiero es que me quites el chip. Eso es todo.

—¿Qué tal ha ido?

—¿El qué?

—Tu gran plan.

—¿Todos esos monitores y no ves las noticias?

Me miró fijamente, hizo rodar la silla hacia delante, con las manos todavía en la cabeza. Estaba leyéndome, examinando, escrutando para ver quién había realmente en mi interior.

—Dios mío. —Bajó las manos y se acercó tanto que pude percibir el aroma a menta de su aliento—. Helena no está ahí dentro, ¿verdad?

—No. Está muerta. —La mano que sostenía el arma tembló.

—¿Cómo? —Frunció el ceño.

—No lo sé. —Negué con la cabeza—. Pero oí cómo ocurría. Estaba dentro de mi cabeza en aquel momento. Creo que alguien la mató.

Abrió mucho los ojos mientras intentaba asimilar mis palabras.

—Nos estábamos haciendo amigas —dije—. Pensé que podría llegar a conocerla en persona.

—Helena era una bomba. —La tristeza embargó el rostro de Redmond—. Nos conocimos en la universidad, debe de hacer más de cien años.

—¿Qué es lo que sabes del banco de cuerpos?

—Sé lo que necesito saber.

—Entonces te proporcionaré la versión para tontos. El banco de cuerpos la ha matado. Me avisó de que también me matarían. —Volví a apuntarlo con la pistola—. Necesito que me quites este chip.

—Entiendo por qué no quieres que te sigan el rastro. Eres una testigo ocular de la muerte de Helena.

—Testigo auditivo, en todo caso. Así que, por favor, quítamelo.

—No puedo.

—Podría matarte. —Levanté el brazo con el que sostenía la pistola—. Deberías saberlo mejor que nadie. Tú eres el que desbloqueó mi inhibidor de homicidios.

—Sigue en el aire la pregunta de si el plan de Helena habría funcionado —dijo—. ¿Habrías sido capaz de hacerlo? No está claro si lo conseguí o si fracasé en el intento.

—¿De verdad quieres ser tú el que lo pruebe? Por última vez, te suplico que me quites el chip.

—Quisiera hacerlo. De verdad. Porque me preocupa que hayan implementado un comando de muerte súbita.

—¿Y eso qué es…?

—Envían una señal al chip que lo hace explotar. —Cerré los ojos con fuerza durante un segundo. Eso era algo en lo que no había pensado.

—No te preocupes. Lo más probable es que sigan usando el chip con otro senior, con alguna otra persona que esté en el banco de cuerpos, conectada como lo estaba Helena.

No sabía qué era más aterrador: que alguna otra persona se apoderara de mi cuerpo o que me explotara la cabeza.

—Pero desde que alteraste el chip no he tenido más pérdidas de conciencia.

Helena era incapaz de apoderarse de mi cuerpo.

—Correcto. Pero alguien más podría alcanzar el nivel que tenía Helena contigo al final: esa especie de conexión mente a mente.

—¡Pues quítamelo!

—Ojalá pudiera. Pero es imposible. Está en tu cerebro.

—Pero tú interviniste y lo alteraste. Dos veces.

—Y no fue fácil. Pero no puedo sacarlo. Lo llevas insertado en una red tan compleja que si alguien intentara quitártelo se autodestruiría. No cabe duda de que padecerías como mínimo una hemorragia, y en el peor de los casos saltarías por los aires en pedazos. Piensa en ello como una bomba diminuta que llevas en la cabeza.

—¿Una bomba? ¿En mi cabeza? Debes de estar bromeando.

—Lo siento.

Hemorragia. La cabeza explotando. Estaba empezando a marearme.

—Es horrible. —Bajé el arma—. ¿Por qué me hacen esto?

—Probablemente se lo hacen a todos los donantes. Como garantía si hay un fallo.

De este modo, nadie puede matar a un donante y robar una tecnología tan valiosa.

—¿Así que estoy pegada a un trozo de metal en mi cabeza que me une a ellos por el resto de mi vida?

—Eso me temo.

Nunca volvería a ser lo mismo. Nunca estaría a salvo. La chica que había entrado en el banco de cuerpos había desaparecido para siempre.

—Pero hay buenas noticias. —Redmond se aclaró la garganta.

—¿Cuáles?

—Eres la única con un chip alterado. Eso te convierte en un individuo excepcional.

—¿Y eso qué tiene de bueno? —Dejé escapar una risa amarga.

Me miró fijamente.

—Es posible que el banco de cuerpos quiera mantenerte con vida.

Redmond modeló una placa magnética que cubría el área de mi cabeza más cercana al chip. No sentí ningún dolor gracias a una anestesia local. Mientras yacía en la mesa, en la habitación estéril que tenía en la parte de atrás, no pude evitar admirar su precisión. Redmond me causaba la impresión de ser una alma joven en un cuerpo viejo. Confiaba en él. La verdad era que no quería dejar su laboratorio.

Other books

Never Knew Another by McDermott, J. M.
Keeping Score by Linda Sue Park
Bad Teacher by Clarissa Wild
The Mentor by Monticelli, Rita Carla Francesca