Starters (29 page)

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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Starters
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¿Estaba encerrado en una institución como ésta? ¿O estaba con el Viejo?

También pensé en Blake y en el tiempo que habíamos compartido, y si habría encontrado en su interior el modo de perdonarme. Pero la princesa había perdido sus preciosas ropas y su carroza y se había encontrado encarcelada en una mazmorra de por vida. El cuento de hadas se había acabado. No había ningún príncipe que fuera a rescatar a una princesa que había tratado de asesinar a su abuelo.

El día siguiente, conté las horas que faltaban para el período de ejercicios.

Cuando un guardia vino a escoltarme hasta el patio, noté que su zip taser estaba guardado en la funda que llevaba a la cadera, y pensé en cómo podría robarlo. Pero aunque pudiera hacerlo, se me echaría encima una legión de guardias, con muchos más zip tasers. Y había un largo camino hasta la salida, donde las puertas estaban controladas por otro guardia. Las posibilidades de que pudiera escapar eran tan pequeñas que probablemente no existía una fracción numérica que pudiera expresarlas.

Y en cualquier caso no quería abandonar la 37, al menos hasta que estuviera segura de que Tyler no estaba allí. Una vez estuve en el patio, recorrí los rostros buscando a Sara. Varias chicas chocaron conmigo, y alguna incluso me golpeó con fuerza por la espalda. Me alejé. Me quedé de pie en el rincón donde había estado con Sara el día anterior, y pronto apareció.

—¿Has descubierto algo sobre mi hermano? —pregunté.

—Lo siento. —Negó con la cabeza—. Pero puede ser que esté aquí. Quizá le hayan cambiado el nombre.

Aquella idea sencillamente me indignó. Cambiarle el nombre. ¿Podían arrebatarle algo más? ¿Dónde estaba? ¿Con quiénes estaba?

—Anímate, Callie. Te voy a enseñar algo. —Me cogió de la mano y me condujo a una abertura con barrotes que había en la pared. Después de mirar a un lado y a otro, para asegurarse de que nadie nos veía, se agachó y tiró de mí para que también me agachara.

—Mira —susurró.

Nos asomamos por la abertura y contemplamos la negra silueta de un helitransporte, parecido a un insecto, sobre la hierba del patio principal. Más allá había una larga escalera de metal apoyada contra el muro que separaba el recinto del exterior. Durante un segundo, un delicioso segundo, la imaginé como un medio para escaparme. Si no fuera porque había un ender apostado en el grueso muro, reparando la alambrada de púas que lo coronaba.

Sara miró en dirección a un guardia que nos estaba observando desde el otro lado del patio y tiró de mí para que me levantara.

—Es el heli del Viejo —dijo.

El Viejo. Aquí. Mi corazón se aceleró. ¿Tenía a mi hermano?

—¿Estás segura?

—He oído hablar a los guardias —afirmó—. Han dicho que nadie le había podido ver la cara. Llevaba un sombrero que se la tapaba, así. —Extendió sus delgados dedos y formó una especie de visera en la cabeza. Sonreía.

—Vas a ir con él, ¿verdad? ¿No puedo convencerte de que no lo hagas? —Pensarlo me ponía enferma.

—¿Bromeas? Haría lo que fuera para salir de aquí. Y tú también vendrás. Definitivamente, eres lo bastante guapa. —Me tocó la mejilla.

—Sara, ¿sería peligroso si alguien te golpeara, no sé, en la barbilla? ¿O en la nariz? Quiero decir, por el estado de tu corazón.

Entrecerró los ojos.

—No. —Su mirada recorrió mi cara—. ¿Por qué?

Respiré hondo.

—De verdad que me caes bien. Por favor, recuérdalo. Entiende que, haga lo que haga, es porque estoy tratando de protegerte.

Ladeó la cabeza en dirección a mí con aire curioso. Su inocencia hacía que me resultara más difícil hacer lo que tenía que hacer. Eché atrás el brazo, doblé los dedos cerrando el puño con todas mis fuerzas, y le di un puñetazo en plena cara.

—¡Au! —gritó. Cayó de espaldas al suelo—. ¿Por qué? —Se puso de pie y se llevó la mano a la nariz. La sangre brotaba por debajo.

—Lo siento mucho, de verdad —susurré. Y volví a golpearla para asegurarme.

Esta vez no cayó. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Parecía tan herida, tan traicionada, que me llegó hasta el alma. Las chicas que estaban a nuestro alrededor se detuvieron y se nos quedaron mirando. Preguntaron qué había pasado.

—Le he pegado —dije tan alto como pude, sin llegar a gritar.

Alguien pidió que empezara una pelea. La matona con la mano marcada se abrió paso a empujones entre la multitud. Me di la vuelta para enfrentarme a ella y me preparé para lo que iba a pasar.

«Adelante, hazlo rápido», pensé.

No hice ningún intento de detenerla. Se metió la mano en el bolsillo y luego sacó su puño cerrado. En la mano llevaba algo que relumbró a la luz del sol. Me golpeó con fuerza en la mejilla derecha.

Sentí un aguijonazo. Me tambaleé hacia atrás pero conseguí mantenerme firme.

Eché un rápido vistazo para asegurarme que no venía nadie por detrás —no quería que nadie me golpeara en la parte posterior de mi cabeza—, y fui a por más. La sospecha ensombreció su cara, pero volvió a pegarme, esta vez en la mandíbula, y me hizo saltar un diente.

El dolor ascendió hasta las cuencas de los ojos.

Entonces vi que llevaba unos anillos de metal alrededor de los dedos. Bien, eso debía de haberme hecho un daño considerable. Algunas de las chicas gritaron avisándonos de que venían los guardias. La matona volvió a guardar el aparato de metal en el bolsillo.

Sara estaba a unos metros de distancia, llorando, mientras la sangre le corría por la cara. Me alegró ver que sus ojos ya se estaban hinchando. La cara me dolía como si me la hubieran aporreado con una sartén de hierro. La matona volvió a por mí una vez más, me tiró del pelo y me hizo caer al suelo. Los guardias acudieron corriendo, dándole con las porras a cualquiera que se cruzara en su camino.

Golpearon a la matona en la espalda y me la quitaron de encima. Otro guardia me pegó en el estómago.

No podía respirar. Caí de rodillas a causa del golpe.

Un sabor metálico me llenó la boca.

La señora Beatty se abrió paso entre la multitud. Había pensado que su cara no podía ser más fea, pero cuando vio la sangre, su expresión fue todo arrugas y muecas desagradables.

—Chicas, ahora no —dijo—. Justo cuando tenemos un visitante.

Capítulo 25

Un guardia nos acompañó a Sara y a mí a la enfermería. Si hubiera querido escapar, ésta habría sido una buena ocasión, con un guardia y dos chicas, pero Sara probablemente no estaba de humor para ayudarme en nada en este momento.

Sostenía un paño frío contra su cara.

—Pensé que te gustaba. ¿Qué te he hecho? —Estaba llorando.

No podía decir nada delante del guardia. Cuando el doctor volvió a verme, no mostró ninguna emoción, sólo un destello de comprensión en los ojos.

Indicó una mesa de reconocimiento de acero inoxidable y el guardia colocó a Sara en ella. Me senté en la mesa adyacente. El guardia explicó la situación y dijo que iba a quedarse para asegurarse de que no había más problemas.

—No será necesario —dijo el doctor.

El guardia insistió en que la señora Beatty quería que se quedara, y el doctor se encogió de hombros, como si no le importara. Pero tuve la impresión de que sí le importó.

—A ver, vamos a echarte un vistazo —le dijo el doctor a Sara.

—Me ha pegado. Fuerte.

—Ya lo veo. Y es más grande que tú. —Le tocó cuidadosamente la nariz con el pulgar y el índice.

—¿Me puede curar? —preguntó Sara.

—Haré todo lo que pueda. —Se desplazó hacia mí y me hizo girar la cara—. Ese corte en tu boca necesitará puntos. Tu mandíbula ha recibido un buen golpe. Pero la parte posterior de tu cabeza está bien. —Intenté no sonreír. Eso era justo lo que quería oír.

—Doctor —dijo Sara—. ¿Puede curarme primero? Ha venido alguien… y he de estar guapa. —Me lanzó una mirada de puro odio.

El doctor no podía hacer mucho con los limitados recursos de la enfermería. Una hora después, me había dado los puntos y estaba vendando la nariz de Sara. Nos roció a ambas con un aerosol analgésico. Sara estaba fuera de sí, quejándose porque tenía que salir de allí para conocer al hombre de Plenitud. No había espejos a la vista, así que no era consciente de que además de tener la nariz magullada y sanguinolenta, la piel hinchada bajo sus ojos estaba decorada con un arco iris de brillante púrpura y negro.

Esperaba que el Viejo ya se hubiera ido. Beatty entró en la sala y su expresión reflejó el mal aspecto que ambas debíamos de tener.

—Mirad vuestras caras. Qué estado más lamentable —refunfuñó.

El doctor limpió la cara de Sara con un algodón.

—No te molestes con ésta ahora mismo —le ordenó Beatty—. Acaba con ella. —Me señaló a mí. El doctor se volvió hacia Beatty con expresión desconcertada—. Necesito llevármela al gimnasio.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Sara—. Yo también quiero ir.

Beatty la cogió de un hombro mientras el doctor se daba la vuelta para empezar conmigo.

—Tú harás lo que yo te diga.

—¡No puede hacerme esto! —Sara se zafó de Beatty y saltó de la mesa.

Beatty la agarró por el brazo y la echó sobre una silla.

—Y tanto que sí, tú sabes que puedo, Sara.

Beatty me condujo al enorme gimnasio. Un ender me pegó un trozo de papel con un número en el pecho. Las chicas estaban alineadas en un lado, en filas que empezaban en la pared y se extendían hacia el centro. Los chicos estaban en el lado opuesto. Todos tenían un número. Recorrí las caras mientras avanzaba. Ésta era mi oportunidad de encontrar a Tyler. Los chicos observaron mi cara con expresión de espanto. Me colocaron al final de la primera fila.

No vi a Tyler, pero muchos de los chicos estaban fuera de mi campo de visión. El Viejo estaba recorriendo la última hilera de chicos con las manos a la espalda. El aire crepitaba por la tensión, me imaginé que por la excitación de los chicos al pensar que quizá serían rescatados. Pero el foco de tensión principal era la presencia del Viejo en persona. Sencillamente causaba aquel efecto, lo sentí.

Aún llevaba puesto el abrigo y el sombrero. Sólo podía verle la espalda. ¿Qué aspecto tenía?, me pregunté. Justo entonces se volvió y cruzó hacia el lado de las chicas y su cara quedó a la vista.

Su cara modificada, por supuesto. Llevaba una máscara, una especie de tejido metálico especial que se ajustaba a su rostro. No sólo escondía su identidad, sino que también funcionaba como una especie de pantalla o monitor, de modo que otras imágenes —otras caras— se proyectaban en él. En un momento dado, su rostro era el de una estrella famosa de finales de siglo; en el siguiente, el de un poeta de varias décadas atrás o el de un hombre desconocido. Como era tridimensional, su efecto era perturbador, no algo tan bobo como una máscara de disfraces vulgar, pero no era tan conseguido como para pasar por un rostro real.

Era algo indefinido, artificial pero cautivador. Y estaba cambiando constantemente y moviéndose, lo que daba un resultado escalofriante, casi orgánico. Era como la técnica de enmascaramiento que había usado durante la emisión privada, pero en la vida real.

Estaba hipnotizada de una manera incómoda, del mismo modo en que no puedes dejar de mirar un accidente de coche.

Examinó a algunos chicos cuidadosamente y eliminó a otros en un abrir y cerrar de ojos. Una ender con un cuaderno electrónico seguía al Viejo anotando los números de los chicos en los que estaba interesado y tomando notas. Empezó a recorrer así la hilera de chicas en la que yo me encontraba y lo oí hacerles preguntas sobre sus habilidades.

Mientras se aproximaba, el efecto hipnótico de su cara cambiante se intensificó.

De repente, estaba hablando con la chica de al lado, pero no podía concentrarme en sus palabras. Su voz era la misma voz electrónica que había oído en la emisión privada. Imaginé que había un dispositivo bajo el pañuelo de lana que llevaba al cuello que producía estos tonos metálicos.

Era mi turno. Se me quedó mirando. ¿Me había visto realmente en Plenitud? No.

Sólo mi reflejo. Y ahora, con la cara magullada e hinchada, estaba segura de que ni siquiera me reconocería.

Vi cómo sus caras cambiantes también podían cambiar de expresión. Apareció la cara de un famoso futbolista con aspecto desconcertado.

—¿Qué te ha pasado, número 205? —preguntó.

—Una pelea, señor. —Me miré a los pies.

—¿Y qué tal está la contrincante?

—Sin un rasguño. Supongo que soy mala peleando.

—Lo dudo. —Cambió al rostro de una vieja estrella de cine mudo y sonrió con suficiencia.

Pasó a la siguiente hilera de chicas, y respiré aliviada. Había planeado desde hacía tiempo venir a esta institución, buscar nuevos adolescentes. No había venido a buscarme a mí.

Cuando acabó de examinar hasta el último de nosotros, dejó la sala con su asistente. Nos dijeron que nos quedáramos en nuestro sitio. La asistente volvió y le susurró algo al director de la institución. Éste le expresó su asentimiento y ella leyó en voz alta los números de la lista.

Cada vez que decía un número, su portador chillaba como si hubiera ganado un concurso. Unas cuantas chicas rompieron a llorar, abrumadas por la alegría. Estiré el cuello para poder ver a cada ganador, asegurándome de que ninguno de ellos era Tyler. Pero no estaban eligiendo a ninguno de los chicos más jóvenes. Finalmente llamaron al último número, pero nadie respondió. Todos miraron a su alrededor hasta que la chica que tenía al lado me dio un codazo.

Estaban llamando a mi número.

Bajé los ojos y vi el 205 en mi pecho. ¡Menos mal que tenía un gran plan, aunque doloroso! Había conseguido que me hirieran, dañar mi cara y, aun así, por alguna razón, me habían escogido para ir al banco de cuerpos. El director anunció que todos los que no habían sido seleccionados podían irse a sus dormitorios. Los «ganadores» tenían que quedarse a la espera de que les entregaran sus posesiones, los escasos contenidos de sus cajas de madera. Me quedé plantada, observando cómo los otros salían en fila seguidos por los guardias y el director. Examiné las caras de los starters mientras se iban, buscando a Tyler, pero no estaba allí.

A los elegidos —diez chicos y diecisiete chicas— nos dejaron plantados como estatuas, dispersos por el tenebroso gimnasio. Un guardia permanecía vigilante en la puerta.

Miramos a nuestro alrededor, evaluándonos mutuamente. La chica de mi fila debía de haber sido escogida por su pelo rubio; el chico del otro lado, por sus músculos. Estaban sonriendo, orgullosos de haber sido considerados como los más atractivos o hábiles de la institución. Cuando uno de los chicos de la fila que tenía enfrente estableció contacto visual conmigo, vi cómo la perplejidad se apoderaba de su cara. ¿Por qué habría sido yo, la chica con los ojos morados y puntos en la mandíbula, escogida? Luego hizo un leve gesto de entendimiento y miró hacia otro lado. Quizá las noticias sobre mi pelea se habían difundido y supuso que había sido elegida por mi instinto asesino.

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