Starters (25 page)

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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Starters
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Allí tenía una profunda sensación de seguridad, al estar con alguien que conocía el funcionamiento de mi interior del modo en que él lo hacía.

Me explicó que antes había sido neurocirujano. Pero cuando se jubiló, volvió con su primer amor: los ordenadores. Dijo que trabajar con
hardware
era como operar a un paciente que nunca se quejaba. Si algo iba mal, siempre se podía volver a empezar.

Me sentí reconfortada estando en sus manos. Pero para él era peligroso. No era partidario de trabajar por la causa. Estaba en esto por el dinero, por el atractivo de la ciencia desconocida, y quizá porque Helena era una vieja amiga.

Pero yo era una extraña y quería que me marchara tan pronto como fuera posible.

—Te advierto que esto no es un arreglo permanente. Es todo lo que he podido hacer con tan poco tiempo. Este sellador que estoy usando evitará el contacto con la placa. Algo más fuerte abrasaría tu herida.

—¿Cuánto durará? —pregunté.

—No lo sé. Quizá una semana. —Continuó trabajando y aplicó un gel a los bordes metálicos de la placa.

—¿Qué sabes del Viejo? —pregunté.

—Lo único que sabe todo el mundo es que mantiene su identidad en secreto.

Nadie le ha visto nunca la cara. Hay un montón de rumores… Que solía ser un genio de la programación informática, que estaba a cargo de las operaciones secretas en la guerra y que recibió alguna herida… Quién sabe si algo de esto es verdad.

—Quiero encontrarlo. —Tragué saliva, pensando en Helena y Emma.

—Como mucha gente. Por eso es tan reservado.

—Sé que va al banco de cuerpos de vez en cuando. Una vez lo vi allí.

Redmond dejó lo que estaba haciendo y se inclinó hacia mí para situarse en mi línea de visión.

—No vayas tras él. Eres joven y bonita. Si permaneces fuera de su camino, tendrás toda tu vida por delante como recompensa. Es una mala persona. Una mala persona.

Me ayudó a incorporarme. Me pasó un espejo y, como un peluquero, me dejó admirar su obra en un segundo espejo que había en la pared.

—Casi no se ve —dije. Me cogió la mano y me la puso en la parte posterior de mi cabeza.

—Ha sido fácil —afirmó. Bajo el pelo noté una dura placa de metal que había sido moldeada con la forma de mi cráneo—. He tenido que afeitarte el pelo alrededor de la herida, pero las capas externas lo cubren. No se ve nada raro a menos que el viento sople con demasiada fuerza —me aseguró.

—¿Y esto evitará que me sigan el rastro? ¿Durante una semana?

—Sí. Y yo tampoco podré seguirte. Ahora estás sola.

—Vale. —Dejé el espejo y me puse de pie—. He estado así durante mucho tiempo.

—Ven conmigo —dijo con una expresión más seria.

Lo seguí de vuelta a su laboratorio. Apoyó los dedos en un panel que estaba en un archivador de su escritorio. Se abrió con un clic. Sacó una pequeña caja de metal del tamaño de la mano. En la tapa, estaba escrito «Helena».

—Presta atención. Si algo me ocurriera, ven y coge esta caja.

—¿Cómo la abriré?

—Tu huella digital ya está programada. Helena lo hizo. —Me miré los dedos.

¿Quedaba algo que fuera mío? La caja era sencilla. ¿Un disco duro?

—¿Qué hay dentro? —le pregunté.

—La clave que contiene la información sobre cómo alteré tu chip. —Sus ojos se endulzaron y sus labios casi esbozaron una sonrisa—. Supongo que podría decirse que es tu certificado de nacimiento.

Capítulo 20

Ahora que el banco de cuerpos ya no podía rastrearme, sabrían que, de alguna manera, había desactivado el chip. Como no podíamos quitarlo, no había manera de que Redmond generara un falso emisor para confundirlos. Llegados a este punto, Plenitud debía de haber pensado que estaba a merced de la trama de Helena. Pero ya no.

Me senté en el coche, junto al almacén de Redmond, y saqué un nuevo teléfono móvil que él me había dado: le preocupaba que el de Helena pudiera ser localizado.

Lo encendí sólo lo suficiente para ver el número de Lauren. Después lo apagué.

Cuando llamé a Lauren, me encontré con una grabación. Le dejé un mensaje para que me llamara —bueno, a mí no, a Helena— y le di el nuevo número.

Iba a llamar a Madison pero entonces sonó el móvil de Helena. Vi que era Blake.

Blake.

Casi se me salió el corazón por la boca. La última vez que había visto su cara fue en la pantalla holográfica, cuando llevaba mi ballena como alfiler. ¿Había intentado su abuelo volverlo en mi contra y Blake no se lo había creído? ¿O el senador no le había dicho nada en absoluto a Blake? Respiré hondo. Después usé el otro teléfono para devolverle la llamada.

—¿Blake?

—Callie.

—Has vuelto. —Sólo oír su voz me dio ganas de llorar.

—Por fin. —Se tomó un segundo. Lo oí respirar hondo.

—Escucha Blake, sobre aquella noche…

—Lo sé. Te he echado de menos —dijo.

—Yo te he echado mucho de menos, de verdad.

—Eso es bueno. Porque sería realmente malo si sólo fuera yo. —Eso me hizo reír un poco—. ¿Tienes hambre? —preguntó.

—Me muero de hambre.

Me envió con un zing la dirección de un restaurante a la antigua, abierto toda la noche, llamado Drive-In. Cuando llegué, me alegré de ver varios guardias enders armados. Ya no eran el enemigo. Los vi como una posible protección.

Coches lujosos llenaban todos y cada uno de los espacios que estaban cerca del restaurante. No habían escatimado gastos a la hora de construir este lugar, anunciado en las paredes con luces de neón en las que se leía UN RECUERDO DEL PASADO. Ágiles enders con patines pasaban con las bandejas en alto, llevando hamburguesas, batidos y banana splits a los coches, mientras que por los altavoces sonaba un curioso rock and roll. En unas pantallas holográficas en el exterior se proyectaban películas de los años cincuenta sin sonido, lo que añadía un toque de autenticidad al efecto retro de toda la experiencia.

Me metí en una plaza de aparcamiento que estaba lejos del servicio de comidas.

Fui al baño. Cuando salí, no vi el coche de Blake, así que volví a sentarme en el de Helena. Unos pocos minutos después se acercó conduciendo a mi coche y sonrió.

No podría haber visto nada mejor. La puerta del pasajero se abrió con un clic y un zumbido, y entré.

—Hola. —Tan pronto como me hube sentado, se inclinó y me besó en la mejilla.

Me sentía bien estando con él, en su coche.

—Estás muy guapa —afirmó. Se situó en una plaza junto al restaurante, entre otros dos coches. Una esbelta ender con una coleta plateada se acercó patinando y tomó nuestros pedidos. Cuando se fue, Blake cogió mis manos entre las suyas.

—Lo siento —dije.

—No. —Aspiré su aroma y por un momento me consolé contemplando los rasgos familiares de su cara. Pero sabía que si me relajaba, después vendrían las lágrimas.

Tenía que ser fuerte para decir lo que necesitaba decir.

Empezó a atraerme hacia él.

—Hay algo que tengo que contarte —dije.

—Lo sé. —Se recostó en su asiento—. Yo también. Quería llamarte desde Washington, pero mi abuelo me quitó el móvil. Acabo de recuperarlo.

—Parece que has estado fuera una eternidad; han pasado tantas cosas…

—He pensado en ti todo el tiempo —dijo—. Lo más duro era por la noche, justo antes de acostarme. Durante el día había un montón de distracciones, pero de noche sólo estabas tú. —Algo brillaba en su chaqueta de cuero. Era la ballena que había estado prendida a mi zapato. La toqué.

—Debería llevar la mía —declaré—. Haríamos pareja.

—Ya hacemos pareja. —Me miró con tanta intensidad que pensé que sus ojos iban a echar humo. Después se acercó y me puso la mano en el cuello, atrayéndome hacia él. Sentí su aliento en la cara —lo que me hizo estremecer— justo antes de que me besara.

Cerré los ojos y dejé que el beso atravesara todo mi cuerpo. Su olor —algo amaderado y herbal— me calmó y me excitó al mismo tiempo. Su pelo era muy suave, casi demasiado suave para un chico. Sus manos tocaron mi cara, mi cuello, mi pelo, como si estuviera descubriéndome, como si fuera la primera chica que había tocado jamás. Me hizo sentir muy especial. Sus manos me acariciaron el pelo y después se pararon… justo donde estaba situada la placa de metal, en la parte posterior de mi cabeza.

—¿Qué es esto? —Se había quedado helado.

Me aparté mientras se me escapaba un grito ahogado de entre los labios.

—Lo siento —se disculpó—. Lo había olvidado. Me lo dijiste. Esto es… ¿de la cirugía?

La camarera se acercó patinando con nuestra comida, interrumpiéndonos. La conversación se paró mientras fijaba la bandeja en el borde de la ventanilla del coche. Cuando se fue, la comida sencillamente se quedó allí.

—Lo que has notado —empecé—. Eso es lo que tengo que contarte.

Me miró. Esperando.

Se me salía el corazón por la garganta, como si estuviera cayendo en picado. ¿Por qué era tan duro?

Porque era muy complicado.

—No pasa nada. De verdad. —Me cogió de la mano.

—No soy quien crees que soy.

—¿Y quién eres? —Una sonrisa nerviosa asomó en su cara.

—No me odies.

—No podría.

Quería detener el tiempo. Aún le gustaba, aún me creía. Y todo eso iba a acabar.

—Está bien, Callie. —Me tocó la mejilla—. Esto tiene que ver con esa cirugía de la que me hablaste antes, ¿no? No hay nada que puedas decirme que pueda hacer que te odie.

—Bien, veamos cómo te sientes cuando te lo haya contado todo. —Respiré hondo, expulsé el aire, y fui a por ello—. Mentí. Mi nombre no es Callie Winterhill.

Es Callie Woodland. No soy rica, estas ropas no son mías, este coche no es mío y la casa no es mía.

Me miró fijamente durante un segundo y luego negó con la cabeza.

—No podría importarme menos que seas rica o pobre.

—No sólo soy pobre. Soy una menor sin reclamar. Vivo en las calles, en el suelo de los edificios abandonados. Me alimento de sobras. —No miré su cara; no necesitaba hacerlo. Sentí que la tensión llenaba el coche como un gas venenoso. Continué antes de que el miedo pudiera cerrarme la boca—. Necesitaba dinero para mi hermano enfermo. Sólo tiene siete años. Así que me inscribí en ese lugar, Destinos de Plenitud. Todos lo llamamos el banco de cuerpos. Era una donante, alquilé mi cuerpo a una senior llamada Helena Winterhill. Es su casa, su coche, su vida. Quería evitar que tu abuelo llegara a cerrar el acuerdo con Destinos de Plenitud. Pensé que estaba loca, pero resultó que tenía razón, que el plan era aún peor de lo que imaginaba.

Seguí a trompicones, contándoselo todo, probablemente demasiado rápido. Me dejó hablar, sin interrumpirme en ningún momento. Pero omití una cosa. No mencioné el plan de Helena de disparar a su abuelo. Ahora que había muerto, no estaba dispuesta a contarle algo así. Ya era una enorme cantidad de información tal y como estaba. ¿Por qué preocuparlo con algo que ya no era un problema? Cuando acabé, me volví hacia él. Aún estaba mirándome, y su expresión no era en absoluto de disgusto, como yo había imaginado. Tenía un aspecto solemne, no obstante, y estaba totalmente en silencio. La espera fue una tortura. Se me secó la garganta esperando que dijera algo. Finalmente, habló.

—Esto es tan… no sé qué decir.

—¿Me crees? —pregunté.

—Quiero hacerlo.

—Pero no me crees.

—Es sólo que es una especie de
shock
, ¿sabes?

Aparté a un lado el pelo de la parte posterior de la cabeza y le mostré la placa que Redmond había colocado allí. Me sentí como si estuviera exponiendo la parte más personal de mi cuerpo, más aún que mis partes íntimas. Ésta soy yo, le estaba diciendo. Esto es en lo que me he convertido.

—Bajo esa placa es donde está el chip.

No dijo nada. Levanté la cabeza y volví a colocar el pelo en su sitio.

—Si pudieras convencer a tu abuelo de que no lleve a cabo esta colaboración entre el gobierno y Plenitud… Si puedes mostrarle lo horrible que será todo esto, cómo enviará a la muerte a todos esos menores sin reclamar, ¿no querría echarse atrás? —estallé, atreviéndome a esperar que podría tenerlo todo, la verdad y a Blake.

Había una pequeña posibilidad de que el senador no comprendiera lo que Plenitud tenía en mente. Quizá no sabía nada sobre la cuestión de la permanencia.

Blake no dijo una palabra. Parecía perdido en sus pensamientos, preocupado.

—¿Blake?

Se pasó la mano por la cara.

—Hablaré con él. No, espera, tú hablarás con él. Puedes explicarle todo esto mejor que yo.

—¿De verdad?

—Mañana. Es sábado, estará en el rancho. Ven antes de comer. Es mucho más fácil hablar con él allí. Es su lugar favorito.

—No va a querer escucharme. Me odia.

—Lo haremos juntos. Me escuchará. Soy su nieto. —Me acarició la mano—. Todo lo que podemos hacer es intentarlo. —Parecía pensativo. Me di cuenta de que aún estaba procesando este nuevo modo de verme.

Comimos en silencio, y después Blake me llevó a mi coche, al otro lado del aparcamiento.

—Te veo mañana —dijo.

—Mañana.

Se despidió con un beso. No fue como antes. Soportaba la carga de mis mentiras, que habían separado nuestros labios como una capa de cera. Salí del coche y se alejó. Me sentí como si un peso de mil kilos me hubiera caído sobre la espalda.

Me metí en el coche y cerré la puerta. Antes, cuando fui al lavabo, hablé con uno de los guardias enders. Le dije que iba a echar una siesta en mi coche durante unas horas y que apreciaría si pudiera echarme un ojo. Como le había pasado una cifra nada desdeñable de dinero, dijo que estaría encantado de hacerlo.

Me desperté hacia las seis. El sol me daba en los ojos. Levanté el asiento para volver a colocarlo en la posición normal de conducción. Noté la parte posterior de mi cabeza, donde estaba la placa. Me dolía, en un nefasto recordatorio de cómo me había delatado ante Blake. Me tragué un par de los analgésicos de Redmond.

El nuevo teléfono parpadeaba. Había llegado un zing de Lauren.

Lauren todavía estaba en el fabuloso cuerpo de Reece. Su larga cabellera pelirroja brillaba bajo el sol de la mañana.

—Dime que tienes buenas noticias, Helena. No he conseguido saber nada de Kevin.

Insertó una llave electrónica en una puerta que nos condujo a un pequeño parque privado cerca de su casa en Beverly Hills. Yo era reacia a reunirnos tan cerca del banco de cuerpos, pero además de estar cerrado, el parque también estaba custodiado.

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