Para mí, las citas eran una cosa propia de los musicales, donde todo salía perfecto; o de las comedias, donde todo era surrealista y absurdo. ¿De qué tipo iba a ser ésta?
Blake me llevó a un rancho de caballos privado en las colinas del norte de Malibú.
La única vez que mi padre nos había llevado a montar a unos establos públicos no había tenido nada que ver con esto. Aquellos caballos eran insulsos y desganados, y casi todo el rato habíamos montado en terreno llano, por caminos secos rodeados de arbustos esqueléticos. Había pensado que era lo más, pero ¿y yo qué sabía?
Blake y yo cabalgamos a través de exuberantes praderas sobre fogosos corceles árabes con brillantes pelajes de color castaño. Trotamos por un camino a través de un bosque de pinos y cruzamos arroyos burbujeantes. Sólo estábamos nosotros dos, hasta donde yo podía ver, no había más jinetes —no había nadie más—. Blake era mejor jinete que yo, pero refrenó a su caballo para adaptarse al ritmo del mío. Yo no quería ir más allá del trote. No me atrevía a arriesgarme a caer y hacerme daño.
Al cabo de un par de horas, Blake hizo parar a su caballo y desmontó.
—¿Lista para la comida?
—Claro. Pero no veo ningún puesto de comida rápida por aquí. —Estábamos en medio de ninguna parte.
—Tú sólo sígueme —sonrió.
Tomó las riendas y condujo a su caballo hasta doblar un recodo. Bajo la sombra de un gran roble había una mesa repleta de comida: varios tipos de emparedado, uvas, brochetas de fruta, brownies… Vio mi expresión y se echó a reír.
—Sólo pedí mantequilla de cacahuete y algunas patatas fritas. —Se encogió de hombros.
Me ayudó a desmontar y atamos las riendas a un árbol. Había unos cubos de agua y un poco de heno para los caballos.
Sacó su teléfono móvil.
—Ven aquí —dijo.
Una extraña sonrisa asomó a sus labios. Dudé un segundo, y luego me acerqué.
Me hizo dar la vuelta de modo que le diera la espalda. Entonces me pasó el brazo por el cuello y me acercó a él. Su piel estaba cálida y olía a crema solar. Le cogí el brazo con ambas manos, sintiendo su fuerza. Sostuvo el teléfono con la otra, y nos enfocó con el objetivo.
—Así nos acordaremos —dijo.
Clic.
Sin mirarla, volvió a guardarse el móvil en el bolsillo.
—¿No estás muerta de hambre? —preguntó.
Nos sentamos a la mesa y llenamos nuestros platos. Me fijé en que había una gran cesta de picnic en el suelo.
—¿Quién ha hecho todo esto? —pregunté entre mordisco y mordisco.
—Las hadas. —Me pasó un refresco de soda.
—Son unos seres mágicos la mar de artísticos. Hasta han puesto flores. —Toqué un pequeño jarrón de diminutas orquídeas.
Blake cogió una y me la dio.
—Para ti —dijo. Cogí la flor y la admiré. Los pétalos eran amarillos con manchas, como de leopardo, de color púrpura oscuro.
—Nunca había visto una orquídea con un dibujo así —afirmé, rozando la punta con la nariz.
—Lo sé. Son raras. Un poco como tú.
Noté que me ruborizaba. De repente, me puse a beber mi refresco de soda con gran interés.
—¿Quién eres, misteriosa Callie Winterhill? —preguntó—. ¿Cómo es que no te había visto antes?
—Si te lo dijera, no sería un misterio.
—¿Cuál es tu comida favorita? No pienses, sólo contesta.
—La tarta de queso.
—¿Cuál es tu flor favorita?
—Ésta. —Hice girar el tallo de la orquídea jaspeada.
—¿Holo de este año?
—Demasiados, no puedo elegir. —No quería decirle que no había visto ninguno.
—Animal.
—Ballena.
—Eso lo has dicho rápido. —Sacudió la cabeza y ambos nos reímos.
—¿Y qué hay de ti? —pregunté—. Vamos contigo.
—Color: azul. Comida: patatas fritas. Instrumento: guitarra. Causa: especies en peligro de extinción.
—Ésa es buena —dije—. ¿Puedo compartirla?
Entornó los ojos, haciendo ver que lo estaba considerando seriamente.
—Vale.
Nos quedamos sentados al sol durante un buen rato, charlando y conociéndonos.
Me podría haber quedado allí, con él, para siempre. Pero estaba empezando a hacer frío. Me froté los brazos.
—¿Qué te parece, nos vamos? —preguntó.
Asentí y empecé a recoger los platos.
—No. —Me puso la mano en el brazo—. Alguien lo hará.
—¿Quién? ¿Las hadas? Eso es hacerlas trabajar muy duro, ¿no crees? Y dañar sus suaves manitas de hada.
—Les gusta trabajar. Les gusta su sueldo de hadas.
—Éste es tu rancho, ¿no?
—Es de mi abuela. —Frunció los labios. Me pareció que no quería jactarse de ello.
Noté algo más, cierta tristeza. En algún momento debía de haber pertenecido a sus padres, pero entonces murieron, como los padres de todos los starters.
—Entonces lo dejaremos definitivamente en manos de las hadas.
Desatamos los caballos y regresamos cabalgando mientras el sol se ponía tras las montañas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pasado un día sin tener que pelear para sobrevivir. Se me hizo un nudo en la garganta al pensar que iba a acabar. Como si pudiera leerme el pensamiento, se detuvo y contemplamos la puesta de sol, juntos, un caballo al lado del otro.
—¿Te lo has pasado bien? —preguntó.
—Ha estado bien. —Quería desahogarme, pero me contuve.
Lo contemplé, sentado en su caballo, y le sonreí fugazmente. Me la devolvió la sonrisa. Entonces me miró fijamente; la luz del crepúsculo teñía de rojo un lado de su cara. Sentí una calidez invisible que emanaba de él. De ser un videojuego, la pantalla estaría llena de cursis corazoncitos flotando entre nosotros.
De repente, una oleada de culpa me invadió al pensar en Michael. Aunque, en realidad, no éramos novios, había algo especial entre nosotros. Y había otras razones por las que tenía que dejar de pensar en Blake. ¿Adónde podía llevarnos todo esto? A ninguna parte. A ninguna parte. A ninguna parte…
Respiré muy hondo. Mentalmente, me di una bofetada. «Deja de analizar y disfruta del tiempo que te quede con él», pensé, mientras el último rayo de sol se desvanecía.
En el coche, iba pensando en cómo pedirle el favor que necesitaba. Pero quería pararse en casa de la madre de su abuelo. Necesitaba ayuda con su pantalla holográfica.
Vivía en un alto edificio de apartamentos en Westwood. En el ascensor, me explicó que el nombre de su bisabuela era Marion, pero que la llamaba Nani. Nunca le había gustado revelar su edad, pero probablemente tenía doscientos años, calculaba.
Cuando abrió la puerta, no resultó ser lo que yo esperaba. Era minúscula, y su cabello no era plateado o de un blanco radiante, sino de un apagado color blanquecino. Llevaba un jersey de cachemir gris. Pero la mayor sorpresa fue ver que lucía sus arrugas con orgullo, prescindiendo de cirugía y tratamientos.
Me cogió de la mano y me condujo a una silla. Olía como a lavanda.
—Blakey, la pantalla holográfica no se enciende. —Se sentó en un sofá, cerca de mí—. Me dijo que quizá traería a una amiga. Me alegro mucho de conocerte.
Blake se sentó junto a Marion y empezó a trabajar en la minipantalla que sostenía sobre su mano.
—Mi bisnieto es muy buen chico. —Le dio una palmadita en el dorso de la mano—. No creo todas esas cosas negativas que se dicen de los jóvenes. Ya sabes, los que no tienen buenas casas, como vosotros dos. Todo el mundo dice que lo único que hacen es pelearse, robar y hacer el vándalo. No es verdad; es sólo lo que se cuenta. No creo que meterlos en instituciones sea la solución. Eso está mal.
¿Cómo van a convertirse en miembros activos de la sociedad si no los integramos?
Todo lo que pude hacer fue asentir. Si conociera mi verdadera historia…
Marion se inclinó hacia Blake y señaló el dispositivo.
—¿Ya funciona?
—La célula estaba suelta —dijo.
—¿Has conocido a mi hijo? ¿El abuelo de Blake? —Marion señaló una pintura que colgaba de la pared.
Negué con la cabeza.
—Es senador, ¿sabes? —sonrió—. El senador Clifford C. Harrison.
—¿En serio? —Observé el retrato de un ender de gesto serio—. Te pareces a él —le dije a Blake.
—Así es, ¿verdad? —me secundó Marion.
—Nani… —empezó a protestar Blake.
—¿Por qué no debería estar orgullosa de mi propio hijo? ¿Y de mi bisnieto? —Le pellizcó la mejilla—. Se porta muy bien conmigo; me llama a todas horas. Y viene siempre que lo necesito. ¿De cuántos nietos puedes decir lo mismo?
Se puso rojo. ¡Qué mono!
En el ascensor, de regreso a la planta baja, miré a Blake incluso con más envidia.
—No me dijiste que tu abuelo era senador.
—Ahora ya lo sabes. —Se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros.
Me gustaba que no presumiera de ello.
—Ella es genial —dije, haciendo un gesto hacia el apartamento de su bisabuela.
—Nani es una joya. Sólo desearía que mi abuela fuera como ella.
El ascensor se detuvo y nos dirigimos a la entrada del bloque de apartamentos.
Blake le entregó su ticket al aparcacoches.
—¿No ve las cosas de la misma manera que Marion?
Negó con la cabeza.
—Mientras pueda comprar en Tiffany’s, todo está bien en el mundo. ¿Qué hay de ti? ¿Cómo es tu abuela?
—Más o menos como la tuya. —Me miré los pies mientras esperábamos al aparcacoches.
—Qué mal.
No le pregunté por su abuelo a propósito. No parecía sentirse muy cómodo con el hecho de que fuera un importante senador. El nombre me resultaba familiar, pero no era fácil estar al tanto de la política cuando estabas ocupado tratando de mantenerte con vida.
Ya estaba oscuro cuando regresamos a Bel Air. Aparcó el coche en la calle, justo al otro lado de la puerta, y apagó el motor. El interior de la casa de la señora Winterhill brillaba con suaves luces doradas.
—Me lo he pasado realmente bien —dijo.
—Yo también. —Tenía que pedírselo, pero no sabía cómo hacerlo. De modo que me limité a soltárselo tal cual—. Necesito que me hagas un favor.
Se me quedó mirando durante un segundo.
—Lo que sea.
—¿Tienes papel? ¿Y boli?
Abrió la guantera, sacó un bolígrafo y una libreta y me los dio. Dibujé el mapa de memoria, lo mejor que pude.
—Necesito que vayas aquí —le señalé el edificio.
—¿Qué clase de lugar es ése? —preguntó después de examinar el dibujo.
—Es un edificio de oficinas abandonado.
—¿Estás bromeando?
—Por favor. Tengo un amigo que ha tenido algunos problemas. Necesita este dinero. —Saqué el efectivo de mi bolso—. Cuando llegues allí, aparca en la calle de al lado. No salgas del coche si ves a alguien. Si está despejado, entra por esta puerta y ve directo al tercer piso. Tan pronto como estés en la planta, llámalo por su nombre, se llama Michael, y di «Callie tiene un mensaje para ti». Espera a que salga. No entres en ninguna habitación.
Le tendí el dinero a Blake, pero no lo cogió.
—Estás de coña, ¿verdad? —rió, nervioso.
—Lo digo en serio. —Me recordaba a Michael. Por lo visto, estaba condenada a tratar con tipos obstinados. Le puse el dinero en la mano. Aun así, no lo cogió—. Cuando salga, dale el dinero. Y esto. —Le entregué el dibujo doblado—. Te creerá cuando vea esto. Pregúntale si todo el mundo está bien, sabrá qué significa. Si no coge el dinero, llámame y hablaré con él.
—¿No quieres venir?
—La verdad, ojalá pudiera. —Habría sido genial ver a Tyler—. Pero no puedo. —No sin que Plenitud se enterara de que había ido allí.
—Suena un poco turbio, Callie.
—No es un sitio precisamente seguro. Así que vete lo antes que puedas.
—Estaré allí en un abrir y cerrar de ojos. —Cogió el dinero y el papel con reticencia.
—Gracias, Blake, por hacer esto.
—Bueno, es importante para ti —me miró a los ojos—, así que es importante para mí.
Estaba haciendo mucho por mí. Yo estaba acostumbrada a ir a sitios como aquél, pero él no. Sabrían inmediatamente que era un extraño.
Pero aquel dinero podía comprar comida y vitaminas para Tyler.
—Y gracias por no hacer preguntas. —Salí del coche. Antes de que cerrara la puerta, se inclinó en mi dirección.
—Pero no te garantizo que no las haga en el futuro —declaró—. Preguntas.
Sonreí. Me sentí bien al escuchar aquella palabra… «futuro». Después, me sentí culpable porque el pobre Blake no sabía que no teníamos futuro: el príncipe y la pobre campesina. Pero todo esto pasó a segundo plano cuando algo muy real empezó a sucederme.
Se me helaron las manos.
Entumecidas.
El vértigo me invadió, como si alguien me hubiera hecho girar diez veces. Como Alicia cuando perseguía al conejo, caí en un profundo agujero negro.
Cuando recobré la conciencia, tenía una pistola entre las manos.
¿Qué?
¿Una pistola?
¿Por qué?
¿Me estaba defendiendo? El sudor perlaba mi frente. Mi corazón latía tan fuerte que juro que pude oírlo.
¿Quién me perseguía? Agarré el arma con las dos manos y puse el dedo en el gatillo.
Mi respiración entrecortada resonaba en mis oídos. Estaba lista para disparar.
Pero no había nadie.
Estaba sola, de pie en medio del dormitorio de alguien. Grande, lujoso. Parecía un museo. Lo reconocí.
Helena. Era el dormitorio de Helena.
¿Qué había pasado?
Las imágenes se agolparon en mi cabeza. Caras, coches, sonrisas, moviéndose como peces saltarines. En el momento en que intentaba concentrarme en una, ya se había desvanecido.
Bajé los ojos hasta el arma que empuñaba. Era una Glock 85. Había usado una antes, pero ésta estaba modificada.
Tenía un silenciador.
La examiné para ver si el arma estaba cargada. No. Me dirigí al tocador y la dejé encima. Tan pronto como lo hice, un dolor agudo hizo que me doblara. La presión subió por el cuello hasta la frente, como si mi cráneo fuera a estallar como un volcán.
Para intentar detener las palpitaciones, me apreté las sienes. Me caí de rodillas, meciéndome de lado a lado. El dolor llegaba en oleadas. Justo en el momento en que remitía y pensaba que se había acabado —¡bam!—, allí estaba de nuevo.
Después de lo que me pareció una eternidad, pero que probablemente habían sido sólo minutos, desapareció. Esperé, temerosa de que sólo fuera una pausa más larga entre las oleadas, pero se había acabado. Era como si hubieran apagado un interruptor. Estaba tirada en el suelo, con las manos pegajosas y el cuerpo empapado en sudor.