Starters (32 page)

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Authors: Lissa Price

Tags: #Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Starters
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Descubrí un lado completamente distinto de la Madison bobalicona que conocía.

Mientras tanto, Lauren y el abogado estaban trabajando, llamando por el móvil a todos sus contactos. El abogado conocía al senador Bohn, y esperaban que se implicara. Era el rival político de Harrison.

Aquella tarde, llenamos el salón con abuelos de donantes desaparecidos del banco de cuerpos. Pero conseguir que accedieran a formar parte del plan era todo un reto.

—Tenemos una gran riqueza de recursos en esta sala —dijo Lauren—. Tenemos miles de años de experiencia: médicos, abogados, un constructor, incluso un ex policía. Y tenemos recursos económicos abundantes. Ahora que Callie ha reunido toda la información, por fin tenemos una oportunidad de plantar cara para que nos devuelvan a nuestros niños.

Un senior se puso en pie.

—No queremos crear problemas. Nuestro nieto aún sigue ahí fuera, en alguna parte. Vulnerable.

Una mujer delgada que estaba junto a él tomó la palabra.

—Si tengo que esperar otro mes para que me lo devuelvan, esperaré.

Necesitamos la cooperación de Plenitud para encontrar a nuestros nietos.

Di un paso al frente, situándome por delante de Lauren.

—No lo entienden. Yo vi el anuncio de Plenitud. Van a empezar un programa de permanencia. Van a vender a sus nietos, no a alquilarlos. Nunca volverán a verlos si no paramos todo esto.

—Dado que tenemos infiltrados como Lauren —intervino el abogado—, pudimos ver la emisión privada. Ese anuncio admitía la intención de permanencia de Plenitud. Lauren lo grabó y le enviamos una copia al senador Bohm. Si puede usarlo para conseguir que un juez dicte una orden, se anulará el contrato entre el presidente y Plenitud. Si el juez determina que hay vidas en peligro inminente, puede obligarlos a cerrar.

—¿Y si no puede? —preguntó la mujer delgada—. ¿Qué pasa si arguyen que el anuncio original fue alterado, igual que habéis fabricado éste?

En aquel momento Madison entró en la sala. Los seniors refunfuñaron al ver su perfecto cuerpo adolescente.

—¡Es una arrendataria! —gritó uno de ellos, señalándola.

—Así es, corazón. —Madison sacudió la cabeza agitando su melena rubia—. Una arrendataria, no una compradora.

Me acerqué a Madison y puse el brazo alrededor de sus hombros.

—Está de nuestro lado. Y está gastando una fortuna para detener a Plenitud.

La multitud siguió murmurando y Lauren alzó las manos.

—Por favor —dijo—. No queremos pelearnos con ningún arrendatario. Si queremos tener una oportunidad de clausurar Plenitud, tenemos que cooperar todos. Porque para conseguir que vuelvan vuestros nietos tenemos que hacer todo esto rápido, usando el elemento sorpresa.

—Tengo una idea —dije, mirando a la mujer delgada—. El técnico que alteró mi chip podría testificar. Examinó mi chip y dijo que no podría quitármelo nunca, que era permanente. Eso evidencia que siempre han pretendido que este programa fuera permanente.

—Eso, ciertamente, ayudará. —El abogado se cruzó de brazos y asintió.

El teléfono de Lauren sonó. Miró la pantalla.

—Es el senador Bohn. —Lauren acercó su teléfono a una pantalla holográfica que había sobre una mesita de café. La imagen del senador Bohn surgió a la vista de todos. Era todo lo contrario al senador Harrison. Bohn tenía una cara agradable y una sonrisa amable.

—Senador Bohn, lo estamos viendo en la pantalla holográfica —le informó Lauren—. Como puede ver, aquí tenemos un puñado de abuelos preocupados.

—Gracias, Lauren, por informarme de vuestros progresos. Y quiero dar las gracias a vuestra valiente donante, Callie Woodland, por poner al descubierto a Plenitud.

Sonreí educadamente, pero aún me quedaba un largo camino que recorrer.

—A todos los abuelos que están ahí, gracias. Trabajando juntos podremos clausurarlos y conseguir que vuelvan vuestros nietos, todos y cada uno de ellos.

Miré los rostros de los abuelos. La presencia del senador, aunque sólo fuera en la pantalla holográfica, estaba ayudando a consolidar las tropas. El poder de un político carismático.

—Estaré con vosotros a cada paso del camino. Podemos hacerlo —afirmó el senador—. Hagamos que nos los devuelvan.

Un abuelo, que había estado callado hasta entonces, repitió las palabras del senador:

—Hagamos que nos los devuelvan —declaró solemnemente.

Una mujer se puso en pie al otro lado de la sala.

—Que nos los devuelvan.

Murmullos de solidaridad resonaron por toda la sala.

Madison, Lauren y yo intercambiamos miradas esperanzadas. Quizá podríamos sacar todo esto adelante.

Los abuelos se fueron después de recibir instrucciones. El senador Bohn dijo que sabría por la mañana si el juez dictaba la orden. Observé cómo el equipo de producción manipulaba la boca de Tinnenbaum para que sus labios encajaran con las nuevas palabras que iban a hacerle decir. Hacerlo perfectamente era más difícil de lo que habían imaginado.

—Es distinto cuando se trata de un niño o un perro. Esto tiene que verse sin ningún desajuste —dijo Madison a su equipo—. No va a funcionar a menos que sea creíble.

Su equipo de sabios intentando acceder a la red de emisión privada lo estaba pasando incluso peor. No lo entendía, pero habían topado con un problema técnico grave cuando se encontraron con un inesperado y potente cortafuegos que dejó inactiva parte de su equipo. Madison les recordó que nada de lo que hacíamos iba a servir si no encontraban la manera de difundirlo entre los suscriptores. Los dejamos trabajar mientras llevaba a Lauren y a su abogado al laboratorio de Redmond. No tenía su número de teléfono, de modo que tuvimos que presentarnos sin previo aviso, y ya era casi medianoche.

Mientras circulábamos en la limusina de Lauren, rebusqué en el bolso que Madison me había dado para ver si encontraba un espejo, pero no encontré nada.

Le pedí uno a Lauren. Vaciló, y después sacó un espejo de mano.

Encendí una luz que estaba encima de mi hombro. Tan pronto como me vi entendí sus dudas. Tenía un aspecto muy extraño. Había partes de mi cara que conservaban aún el impecable trabajo del equipo de transformación del banco de cuerpos. Pero también tenía un ojo morado, varias contusiones y un gran corte con puntos que iba de la mandíbula a la mejilla, y si retiraba la mejilla hacia atrás, había un hueco donde faltaba un diente.

—¿Quieres un peine? —preguntó.

—¿Para qué molestarse? —Cerré el espejo bruscamente y se lo devolví.

—Podemos arreglar todo esto —dijo.

—Vamos a arreglar primero las cosas importantes —repliqué.

Todos estábamos aliándonos porque todos queríamos algo. Lauren quería encontrar a su nieto perdido; yo quería encontrar a Tyler y recuperar el cuerpo de Michael. El senador Bohn quería hundir al senador Harrison por haber llevado a cabo el trato entre el banco de cuerpos y el gobierno, y el abogado estaba metido en esto por dinero.

No sabía si iba a funcionar. Si fallaba alguna pieza, si el anuncio no era creíble o si los expertos no lograban acceder a la red de emisión privada y emitirlo, todo se vendría abajo. Pero lo que Lauren, aquellos abuelos y yo nos jugábamos lo significaba todo, así que no había elección.

Cuando llegamos al complejo de Redmond, de inmediato vimos que algo iba mal.

Unos focos deslumbrantes iluminaban el edificio y dos coches de policía bloqueaban la entrada. Un buen número de vecinos estaban allí plantados, embobados. Salí corriendo de la limusina, con Lauren y el abogado pisándome los talones.

Una columna de humo se elevaba en el aire, pero no podía ver el edificio de Redmond desde el punto en el que me encontraba. Un policía ender con el pelo blanco y corto nos detuvo.

—No se puede pasar, amigos —dijo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lauren.

—Estamos intentando determinarlo en estos momentos —dijo—. Por favor, retrocedan.

Un ender vestido con una bata y que llevaba un perro atado con una cadena se acercó.

—Algún chaval ha hecho estallar el sitio. No tienen nada mejor que hacer que destruir lo que construimos.

Mientras el policía estaba distraído con el ender, salí corriendo hacia el edificio de Redmond.

—¡Eh, tú! ¡Quieta! —gritó el policía.

Al doblar la esquina del complejo me quedé perpleja por la visión que tenía ante mí. El edificio estaba negro y despanzurrado. Una de las esquinas del tejado había desaparecido por completo, como si se la hubiera comido un monstruo. Los bomberos enders estaban vigilando los restos aún humeantes.

Oí que los bomberos estaban comprobando los daños dentro del edificio. Entré corriendo.

—¡Eh, fuera de aquí. No es seguro! —me gritó uno de ellos.

En el interior todo estaba carbonizado: todos los monitores y las máquinas, incluso las que colgaban del techo. El hedor de los componentes informáticos fundidos era insoportable. Me tapé la nariz con la manga. El agua goteaba de la silla de Redmond, quemada y destrozada, como si fuera una pieza de arte conceptual. Era un desastre horroroso, negro y empapado.

—¿Dónde está Redmond? —pregunté—. El hombre que vive aquí.

—No hemos encontrado ningún cuerpo. —Un bombero miró a su alrededor y levantó los brazos al aire—. Aún.

Redmond era demasiado valioso como para que lo mataran. Y demasiado listo como para que lo atraparan. Me apostaba algo a que había escapado y se estaba escondiendo. No podríamos obtener su testimonio.

Entonces me acordé de la caja.

Los bomberos estaban ocupados haciendo mediciones de calor en el otro lado de la estancia. Me agaché y presioné los dedos contra la puerta del archivador. Tosí para disimular el pequeño clic que hizo. Eché un vistazo al interior y usé el borde de mi chaqueta para sacar la pequeña caja de metal. Era ligera y fría al tacto. Vi que había cambiado la etiqueta, y ahora, en vez de poner «Helena», ponía «Callie».

Me la metí en el bolsillo.

Antes de que alguno de los bomberos me escoltara hasta fuera, me dirigí a la puerta. Me detuve allí y contemplé por última vez el laboratorio. Realmente, no conocía a Redmond, pues sólo había coincidido con él una vez, pero era algo así como mi creador, si es que eso tenía sentido. Él era importante para mí. Me dolía ver todo su trabajo destruido de este modo.

Me reuní con Lauren y el abogado, quienes estaban de pie justo fuera del complejo, bajo los destellos de la luz roja de la policía.

—Dicen que alguien ha visto a un chico haciendo esto —me dijo el abogado.

—Sí, algún chico con un senior asesino en su interior —repliqué—. Tiene la firma del banco de cuerpos escrita por todas partes. —El miedo ensombreció el rostro de Lauren. Esperaba que esto no la hiciera dudar de nuestros planes.

—¿Se han llevado algo? —me preguntó el abogado.

—No lo sé. Pero tengo algo que nos ayudará. —Di una palmadita en el bolsillo.

—¿Qué es? —preguntó Lauren.

—Una clave informática. Contiene las notas de Redmond sobre mi chip, y cómo determinó que estaba instalado de forma permanente.

—Excelente —dijo el abogado—. Buen trabajo.

Estaba contento. Pero yo me sentía fatal por Redmond. ¿Había conducido a Plenitud hasta él? ¿Era todo esto culpa mía? Primero Sara, después Redmond.

¿Quién más iba a sufrir por mi culpa antes de que todo esto acabara?

Capítulo 27

Un día después, me dirigí al banco de cuerpos como si estuviera reviviendo una pesadilla. Había pensado en este lugar muchas veces, con mucho miedo y pavor, preguntándome si Helena estaba dentro, si mi hermano estaba dentro, si el Viejo estaba dentro. Entonces estaba asustada. Helena me había advertido que me matarían, y me había mantenido alejada.

Esta vez era distinto. Esta vez estaba preparada. Esta vez tenía refuerzos.

Pero se mantenían a distancia, como lo habíamos planeado. Cosido a mi bolsillo había un pequeño dispositivo de alarma del tamaño de medio grano de arroz.

Habíamos estado trabajando en un plan con tres fases. Y en la primera fase intervenía una única persona: yo.

Mientras me aproximaba a las altas puertas dobles, la sonrisa del portero se esfumó. Fue decayendo hasta convertirse en un ceño fruncido conforme me acercaba. Parecía asustado, ya fuera por mi cara contusionada y llena de puntos, ya fuera porque me había reconocido.

Quizá era famosa. Casi me eché a reír.

Tuve que abrir la puerta yo misma mientras el portero me miraba detenidamente. Le devolví la mirada incluso mientras atravesaba el portal.

Tan pronto como puse un pie dentro, se acercó otro guardia y me pasó un detector de armas. Se suponía que mi dispositivo de alerta iba a pasar este control.

—No llevo armas —le aseguré—. Excepto mi bocaza.

El guardia pareció satisfecho.

Tinnenbaum salió precipitadamente de su despacho y me señaló.

—¡Cogedla! —El guardia me puso las manos detrás de la espalda y me retuvo.

—Ya veo que has cambiado de cuerpo —le dije a Tinnenbaum—. ¿Qué pasa, que el cuerpo de Lee te aburría?

Torció el gesto.

—¿Sabes? La primera vez que estuve aquí todo eran sonrisas. —Abrí mucho los ojos, con aire inocente.

Doris salió de su despacho.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Ah, Doris. Esta cara te pega mucho más que la de Briona —declaré.

—Hablando de caras. —Me estrujó ambas mejillas con una mano—. Todo el trabajo que hicimos contigo desperdiciado.

—Ahora sólo nos hace falta Rodney y el trío estará completo. —Aparté la cabeza bruscamente.

—Estás horrible. ¿Qué quieres? —Tinnenbaum me miró directamente a la cara.

—Quiero verlo —le espeté—. Al Viejo.

Doris y Tinnenbaum se miraron. Ella negó con la cabeza. Su reacción, junto con la ligera tardanza en la respuesta, no hizo más que confirmarme que estaba allí. Yo sabía algo que ellos desconocían: el Viejo se moría de ganas de verme.

—Esperaré —dije.

Quince minutos después, el guardia y Tinnenbaum me escoltaron hasta un ascensor y después me llevaron por un largo y sinuoso pasillo. Esto no parecía ser el camino al despacho del director general. Me detuve.

—¿Adónde me lleváis? —pregunté.

—Has pedido verle —replicó Tinnenbaum.

—¿Su despacho está aquí?

—Le gusta hacer las cosas a su manera.

Aquello no me gustaba. Finalmente, llegamos a una puerta metálica.

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