Señores del Olimpo (35 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Fantástico

BOOK: Señores del Olimpo
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—Ya lo habéis oído —susurró—. Como dice el refrán, cuando vayas a Tebas, pórtate como los tebanos.

—No me he arrodillado ante nadie en mi vida —repuso el piloto Artemidoro.

—Ni yo —dijo Alcides.

—No seáis pueriles. Os recompensaré de sobra por los callos que os puedan salir en las rodillas.

Los tres tripulantes atenienses y Alcides se adelantaron y se arrodillaron durante unos segundos delante del rey, que los despachó con un gesto displicente. Pero Zeus se había quedado rezagado y de pie.

—¿Quién es ese maleducado que no rinde homenaje? —le preguntó el rey a Cécrope.

—Es Próxeno, ¡oh, rey! Un viajero tesalio al que recogimos en la Argólide. Míralo: es ciego y manco. Ha sufrido muchas desgracias. Discúlpale que haya olvidado sus modales.

—De ninguna manera.

Eetes chasqueo los dedos. El más alto de los soldados que hacían plantón junto al trono se adelantó.

—¡Ponte de rodillas, mendigo! —ordenó Eetes.

Zeus meneó la cabeza. En otras circunstancias tal vez lo habría hecho, con la idea de someter a Eetes más tarde a una venganza lenta y dolorosa. Pero no quería plantar en el suelo nada que no fueran sus botas de vitela. No estaba seguro de que Gea pudiera detectar su presencia a través de las losas del suelo de palacio, pero aquello se había convertido en una obsesión.

—Soy más anciano de lo que parece, rey Eetes. —
Y más anciano debes estar tú, que no te acuerdas de mi
, pensó para sí—. Mis rodillas sufren de reúma, y más cuando visito lugares tan húmedos como tu ciudad.

—¡Haz que se arrodille! —ordenó Eetes.

El soldado levantó la lanza y clavó la contera en el estómago de Zeus. Pero él apenas dobló la cintura, y tan sólo esbozó una leve sonrisa. El hombre se apartó un paso para coger impulso y esta vez golpeó con todas sus fuerzas. Zeus ni siquiera movió los talones del sitio. El soldado, más molesto por quedar en evidencia que por el desafío del forastero, le dio la vuelta a la lanza y se dispuso a clavarle la punta en el abdomen.

—¡Espera, rey! —dijo el mayordomo de palacio, de pie tras el trono de Eetes—. Tal vez te están sometiendo a una prueba. Pues se dice que todos los mendigos vienen de parte de Zeus. ¿Y si fuera el propio Zeus disfrazado de pordiosero?

—Zeus ha muerto —respondió Eetes—. ¿Es que no te has enterado? El tirano ha caído, igual que cayeron su padre y su abuelo. Yo conozco bien a los dioses. La ambrosía hace que la piel les brille como el mármol bruñido. ¿Acaso ves que este mendigo brille, estúpido?

 

 

Así, el temor de que Gea detectara su presencia, que el rey Eetes interpretó como tozudez, le valió a Zeus acabar sentado en un banco de madera bajo la lluvia de la noche, con la única protección del alero de tejas de un pórtico; bien escasa con las rachas de viento que soplaban. Mientras, los demás eran festejados en el interior del palacio, pues el rey empezaba a beber vino cuando caía el sol y su humor huraño mejoraba rápidamente con cada copa que vaciaba y, sobre todo, con cada copa que volvía a llenar.

Zeus halló un nuevo y extraño placer en estar apartado de los demás como un leproso, oyendo los cantos, las risas y el entrechocar de las copas de plata, mientras la lluvia le empapaba los cabellos.
¿Se puede caer más bajo?,
pensó con amarga satisfacción. Pero entonces un perro viejo y sarnoso se acercó a él, le lamió la mano izquierda y se tumbó sobre sus pies, y se dio cuenta de que sí, aún podía empeorar. Por otra parte, le enterneció que una criatura tan vil como aquel perro sin raza le ofreciera esa humilde muestra de hospitalidad.

—Buen perro —le dijo, acariciándole la cabeza.

Poco después una puerta se abrió a su izquierda y Alcides salió del gran salón de palacio, sin reparar en él. Le acompañaban dos esclavas vestidas con túnicas abiertas y casi transparentes que, entre carcajadas, atravesaron el patio corriendo con pasitos cortos para mojarse lo menos posible y se perdieron en los aposentos que había al otro lado de la columnata. Pronto empezaron a llegarle a Zeus risitas, jadeos, gemidos y crujidos de madera, y el derrocado rey de los dioses reparó en que no había vuelto a hacer el amor desde la noche anterior a su derrota en la isla de Atlas.

—En seguida salgo al patio y te llevo algo de comida, Próxeno —le había dicho Alcides horas antes, cuando empezó a oscurecer. Pero Zeus se sentía indulgente con él. Joven y fogoso, era lógico que olvidara su promesa al ver unos muslos y unos pechos hermosos bajo una túnica transparente.

—Hola —dijo una vocecilla a su lado.

Absorto en sus propios planes, Zeus no había oído llegar a nadie. Quien le había hablado era una niña que no podía tener más de seis o siete años, menuda, delgada, con los hombros y el cuello huesudos, una nariz larga que prometía convertirse en aguileña y dos ojos enormes y oscuros que apenas parpadeaban. Vestía una túnica blanca y sobre ella un manto de lana fina con hermosos bordados que debían ser azules, aunque a través de la joya Zeus los veía del color del vino oscuro. Era ropa de calidad, no de una esclava de palacio.

—Te he traído esto —dijo la niña, mostrándole una jarra de barro tapada con una tela encerada y atada con un cordel.

—¿Por qué? Sólo soy un mendigo.

—Los mendigos vienen de parte de Zeus —contestó ella, con voz muy seria.

—Sí, eso acabo de oír. ¿Qué me traes?

—No sé si es bebida o alimento —contestó la niña—. Dímelo tú.

Zeus destapó la jarra, y al momento le llegó a la nariz el olor dulce y amargo a la vez de la ambrosía. La boca se le llenó de saliva y estuvo a punto de llevarse el néctar a los labios para beberlo de un trago, pero contuvo su ansia. De pronto se le ocurrían varias utilidades para aquella jarra que debía contener ambrosía para rellenar tres o cuatro copas.

—¿De dónde has sacado esto?

—Mi madre la esconde en su arcón y la bebe cuando cree que no me doy cuenta. Por eso está tan guapa, no como mi padre, que cada día es más viejo.

—Entonces, ¿tú sabes lo que es?

—Pues claro. Ambrosía, la bebida de los dioses.

—¿Y sabes quién soy yo?

—Pues claro —repitió la niña, más impaciente—. Te vi hace seis años, ¿es que no te acuerdas?

Sorprendido, Zeus frunció el ceño. Seis años habían transcurrido ya desde su última visita a la Cólquide, cuando estuvo de paso en un viaje a las estepas más allá del mar Hircanio, y en aquel entonces había sido Eetes quien se arrodilló ante él. Recordaba ahora a un bebé que tenía los mismos ojos de esa niña, y que con sus pocos meses de edad le miraba desde los brazos de su nodriza como si pudiera leerle los pensamientos.

—Tú eres Medea, la hija de Eetes —dijo.

—Pues claro —repitió la niña.

—Bien, Medea. Te agradezco mucho esta ambrosía, y te prometo que algún día, cuando recobre lo que es mío, te haré un regalo que será casi tan bueno como Este.

—¿Por qué no te la bebes? ¿Es que no tienes sed?

—Ahora mismo, no —mintió Zeus—. Pero se me ocurre algo que puedo hacer con esta ambrosía. ¿Me ayudarás?

—Claro —contestó Medea, muy seria. Zeus se preguntó si alguna vez en su vida habría sonreído.

—Te habrás dado cuenta de que llevo una venda sobre los ojos.

—No estoy ciega.

—Pues yo sí, a no ser que utilice esta joya que ves. Alguien, de quien pronto me vengaré, me sacó los ojos. Quiero que me eches un poco de ambrosía en ellos. Pero muy poco, como si fueras a llenar un dedal, ¿me entiendes?

—Sé lo que es un dedal.

Zeus cogió a la niña de la cintura y la puso de pie sobre el banco de madera. Después se quitó la venda y agachó la cabeza.

—Te advierto que te puedes asustar...

—¿Eso blanco que tienes dentro qué es? ¿Te están creciendo los ojos?

—Sí.

—Entonces, ¿para qué quieres la ambrosía?

—Para que no tarden tanto en crecerme y pueda ver cuanto antes a niñas tan guapas como tú.

—Eres un mentiroso. No soy nada guapa —dijo Medea.

No lo era, pensó Zeus. Pero cuando creciera, sin duda sería atractiva, a la manera exótica y un tanto salvaje de las tierras brumosas de la Cólquide.

La niña contuvo el aliento y derramó unas gotas de ambrosía, con mucho cuidado. Después se apartó, con un gemido que era a medias asco y a medias curiosidad morbosa. Dentro de las órbitas vacías empezó a sonar un burbujeo, como si algo empezara a hervir o a corroerse en su interior. Zeus sintió un picor terrible, tan fuerte que con gusto se habría clavado los dedos enteros en las cuencas de los ojos para rascarse hasta el hueso. Pero se contuvo y, sin hacer un mal gesto, volvió a enrollarse la venda alrededor de la cabeza.

—Gracias —le dijo a Medea—. Has sido muy valiente.

—¿Por qué no te echas ambrosía en el brazo?

—¿Aquí? —preguntó Zeus, tocándose el muñón—. No, no. Pretendo recobrar mi brazo de otra manera.

—¿Me dejas verlo?

—¿El muñón? ¿Quieres ver el muñón?

—Sí.

Zeus se encogió de hombros. Aunque en aquel momento el picor era insoportable, le estaba tan agradecido a la niña que estaba dispuesto a seguirle la corriente en casi cualquier capricho. Se desató el vendaje que le cubría el antebrazo y le enseñó el corte, tan limpio y recto como si se lo hubieran hecho a una estatua de mármol. Medea abrió la boca, asombrada, y lo rozó con los dedos.

—Me encanta...

—¿Que te encanta?

—Sí —dijo la niña, muy seria—. Me encanta cortar cosas. Tengo un frasco lleno de rabos de lagartija, y de patas de gorrión. Voy a ser bruja cuando crezca, ¿sabes?

Si es que no lo eres ya
, pensó Zeus.

—¡Medea! ¡Medea! —llamó una voz femenina.

La niña se volvió hacia la izquierda. Allí se había abierto una cortina de lana, y tras ella se asomó una mujer vestida con ropas de criada que llevaba a un niño pequeño en brazos.

—¡Medea! ¡Tu madre te llama! ¡Es hora de acostarse!

—Tengo que irme —le dijo Medea a Zeus.

—Lo sé. ¿Ese niño es tu hermanito?

—Sí. Se llama Apsirto. Es una lata. No hace nada más que llorar y manchar pañales. Cuando sea mayor, lo despedazaré.

—Estoy seguro de ello —respondió Zeus, que al ver la mirada de odio de la niña comprendió que Apsirto nunca llegaría a reinar en la Cólquide.

Medea se alejó corriendo con pasitos de niña, lo único infantil que había hecho desde que se presentó ante Zeus. Pero de pronto cambió de opinión, se frenó de golpe poniendo los brazos en una columna y se dio la vuelta.

—Cuando tengas los ojos, ¿volverás?

—No lo dudes —respondió Zeus.

La boca del Tártaro

Encerrada en la penumbra del comedor de Perséfone, Atenea había perdido la noción de las horas. La única forma de calcular el tiempo era por el número de velas. Cuando se quedó encerrada en aquella mazmorra de piedra, decidió racionar los cirios que ardían en los candelabros. Ya había gastado quince y aún le quedaban quince más.

Al principio se dedicó a golpear la pared de granito en el mismo punto en que su primer lanzazo había hecho saltar esquirlas de piedra. No tardó demasiado en horadar un boquete de buen tamaño. Pero cuando parecía a punto de atravesar la losa, algo cayó con estrépito al otro lado, y Atenea comprendió que habían reforzado la pared con un nuevo bloque de piedra. Atenea se sentó en la mesa, descorazonada. Al parecer, la fuerza bruta no la sacaría de aquella prisión.

Estaba hambrienta y sedienta, pero no se atrevía a tocar las viandas ni el vino que aún quedaban en la mesa. Como diosa, podía resistir un tiempo indefinido sin comer ni beber, pero el ayuno le producía somnolencia, y quedarse dormida en aquel lugar hostil era un lujo temerario que no se podía permitir.

Caligenia seguía tumbada en el mismo lugar donde había caído tras romperse el cráneo contra la pared. Atenea la había visto mover los dedos una vez y, por si acaso, le había vuelto a clavar la lanza en aquella horrible boca que parecía un monstruo parásito dentro de un rostro humano. Sin ambrosía, tardaría mucho en recuperarse.

La privación de la droga divina era otro de los factores que crispaba los nervios de Atenea. Ahora echaba de menos su sabor amargo y dulce, y si cerraba los ojos demasiado rato le venía la imagen de su hermanastra Hebe ofreciéndole una copa de oro llena de ambrosía.

Al menos, de haber conservado sus ropas, se habría distraído contemplando el fragmento de espejo mágico que guardaba bajo el cinturón. Lo había encontrado en la Atalaya, cuando después de la malhadada partida de Zeus había acudido a dejar allí la Égida. Sin la presencia poderosa de su padre, el domo parecía más frío y vacío que nunca. Además, Atenea había reparado en otra ausencia: el cuadro cubierto con el lienzo ya no colgaba de la pared. Pero bajo el sitial de Zeus encontró un trozo de cristal, y llevada por un extraño impulso lo recogió y se lo llevó.

Tal vez el impulso no había sido tan extraño. En aquel añico de espejo no se reflejaba el techo del domo de la Atalaya, sino un incongruente cielo azul. De vuelta a su propia alcoba, Atenea lo había examinado con curiosidad. Era como asomarse por el ojo de una cerradura. Si se lo acercaba lo bastante, su campo de visión se ampliaba y podía ver que al otro lado el viento hacía oscilar las ramas de unos árboles, e incluso podía escuchar el tenue silbido de su soplo.

—¿Qué haces aquí? ¿Quién eres tú? —exclamó una voz, y Atenea se sobresaltó tanto que puso el cristal boca abajo sobre una mesa.

Ya de noche, tras correr las cortinas, se había vuelto a asomar al pequeño espejo, confiando en que quien estuviera al otro lado no podría verla en la oscuridad. Allí, en aquel lugar desconocido, aún debía estar cayendo la tarde, pues el cielo se había teñido de un rojo sucio. Al cabo de un rato, un rostro apareció ante ella. Tenía los rasgos afilados y la barba y el cabello muy blancos. Atenea lo reconoció por las pinturas que representaban el triunfo de su padre sobre los titanes. Era su propio abuelo, Cronos, hijo de Gea. El dios parecía mirar más allá de Atenea, y resopló con un gesto de decepción, como si esperara encontrar a alguien que no había comparecido. ¿Tal vez Zeus?

Desde entonces, Atenea buscaba el amparo de la oscuridad para asomarse de cuando en cuando a aquella minúscula ventana que le permitía atisbar un resquicio de otro mundo. Normalmente sólo veía el cielo azul y las ramas. Pero en un par de ocasiones volvió a toparse con la mirada de Cronos. Y la última vez, la noche antes de partir del Olimpo en su misión al inframundo, había visto al titán en compañía de alguien que debía ser un sirviente humano. Ambos conversaban en un idioma que a Atenea le resultaba desconocido, aunque entendía todas las lenguas de los mortales; o así lo había creído hasta entonces. El criado vestía de una forma extraña, como el propio Cronos: ambos llevaban prendas parecidas a las chaquetillas de las mujeres cretenses pero con mangas y más cerradas, y debajo de ellas, túnicas blancas cruzadas con sendos pañuelos de colores. Pero no tardaron en salir del campo visual de Atenea, que en vano había girado el trozo de espejo para intentar seguirlos.

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