Paul sonrió y oyó que Kim reía complacida al ver quién les estaba sonriendo desde la ventana.
-¡Tabor! -exclamó-. ¿Cuándo ha sucedido?
-Hace dos días -repuso el chico-. Mi padre dio su consentimiento después de que Gereint me pidió que el año que viene regresara y le enseñara nuevas cosas.
Paul cambió una mirada con Loren. Tenía el rostro relajado y alegre. El muchacho era joven; parecía que iba a recuperarse. Más que eso; Paul tenía un instintivo sentido de la conveniencia e incluso de la necesidad de ese camino emprendido por Tabor: ¿qué caballo de la Llanura, por muy veloz que fuese, podía ser suficiente para alguien que había cabalgado sobre una criatura de Dana a través de los cielos?
A última hora de la tarde, de regreso al palacio, Paul se enteró de que Kim estaba dispuesta a volver a casa. No sabían todavía lo que había decidido Dave.
A la mañana siguiente, la última, fue al Árbol del Verano.
Era la primera vez que volvía allí solo desde las tres noches que había pasado junto al Arbol como una ofrenda al dios para obtener la gracia de la lluvia. Dejó el caballo en el limite del Bosque de Mórnir, no muy lejos (aunque él no lo sabia) del lugar donde se encontraba la tumba de Aideen, donde Matt había llevado a Jennifer una mañana de la primavera de Kevin.
Recorrió el camino entre los árboles que tan bien recordaba, contemplando cómo la luz de la mañana iba en aumento, y, a cada paso que daba, se iba haciendo consciente de algo más.
Desde la última batalla en Andarien -cuando había liberado a Galadan de la venganza que había jurado contra él y había canalizado su poder para curarlo y para atraer las aguas que habían acabado con la repetición cíclica del penar de Arturo-, desde aquella noche, no había buscado en su interior la presencia del dios. En cierto modo, había estado evitando hacerlo.
Pero ahora la sentía otra vez. Y, mientras llegaba al lugar donde los árboles del Bosque del Dios formaban una doble hilera que lo conduciría de nuevo inexorablemente al claro del Arbol, Paul comprendió que Mórnir estaría siempre en su espíritu. Siempre seria Pwyll el Dos Veces Nacido, señor del Árbol del Verano, adondequiera que fuese. Había sido devuelto a la vida; esa realidad formaba parte de él, y la formaría siempre hasta que muriera otra vez.
Y, con esos pensamientos, llegó al claro y vio el Árbol. Había luz, pues el cielo se cernía sobre el claro, apacible y azul, sembrado de algodonosas nubes. Recordaba el blanco fuego del Sol en un cielo despejado.
Miró el tronco y las ramas. Eran tan viejas como aquel primer mundo, lo sabia muy bien. Y, al levantar la vista hacia las espesas hojas verdes, vio, sin sorpresa alguna, que los cuervos estaban allí, mirándolo con brillantes ojos amarillos. El silencio era absoluto.
No retumbaba el trueno. Sólo latía, en lo más profundo de su pulso, la constante conciencia del dios.
Entonces Paul se dio cuenta de que era algo de lo que no podía sustraerse, por mucho que lo deseara, como había estado tratando de hacer durante los apacibles días de aquel verano.
No podía negar aquello en lo que se había convertido. No era algo que venia para luego desaparecer. Tendría que aceptar que estaba marcado y marginado. En cierto modo, siempre lo había estado. Una persona autocontrolada y solitaria: por eso Rachel lo había dejado la misma noche en que murió en el accidente de coche, bajo la lluvia.
Era un poder, un hermano de los dioses. Así lo sería siempre. Se acordó de Cernan y Galadan, preguntándose dónde estarían. Los dos se habían inclinado ante él.
Nadie lo hacia ahora. Ni siquiera Mórnir se manifestaba en nada que no fuera el latido de su pulso. El Árbol parecía estar meditando, sumergido profundamente en la tierra, en el tejido de sus años. Los cuervos lo miraban en silencio. Podía hacer que hablaran; sabía cómo hacerlo ahora. Podía incluso lograr que las hojas del Árbol del Verano susurraran como si soplara el viento de una tempestad, y además, si empleaba toda su voluntad, podía atraer el trueno del dios. Era el señor del Árbol del Verano y aquél era el lugar de su poder.
No hizo ninguna de esas cosas. No había ido allí para eso. Sólo para ver aquel lugar por última vez y para reconocer, en lo más intimo de su espíritu, lo que ya había sido confirmado. En silencio se acercó y apoyó una mano en el tronco del Árbol del Verano. Lo sintió como una extensión de sí mismo. Apartó la mano, dio media vuelta y abandonó el claro. Sobre la cabeza sintió el vuelo de los cuervos. Sabía que volverían.
Y después, ya sólo le quedaba un adiós. Lo había ido retrasando, en parte porque sabia que no iba a ser una entrevista fácil. Por otro lado, los dos, aunque con dificultades, habían compartido muchas cosas, desde el día en que ella lo había ido a buscar al Arbol y le había hecho derramar su sangre en el templo arañándolo.
Volvió así a montar a caballo y cabalgó de regreso a Paras Derval; luego atravesó la concurrida ciudad en dirección este, hacia el santuario, para despedirse de Jaelle.
Tiró de la campana del arco de entrada. Las campanillas resonaron en el Templo. Poco después se abrieron las puertas y una sacerdotisa vestida de gris miró hacia afuera parpadeando deslumbrada por la luz. Luego lo reconoció y le sonrío.
Esa era una de las novedades ocurridas en Brennin, un símbolo de la recuperada armonía que serviría para que la acción conjunta de Teyrnon y Jaelle los envíara aquella noche de vuelta a casa.
-¡Hola, Shiel! -dijo recordándola de la noche en que había ido allí en busca de ayuda tras el nacimiento de Darien.
Entonces le habían negado el acceso, exigiéndole sangre.
Ahora no. Shiel se sonrojó al ver que la había reconocido, y le indicó con un gesto que entrara.
-Ya sé que has ofrecido sangre -dijo con tono casi de disculpa.
-Lo haré otra vez si quieres -dijo él con gentileza.
Ella sacudió enérgicamente la cabeza y envió a una acolita para que se apresurara por los curvos pasillos en búsqueda de la suma sacerdotisa. Mientras esperaba, Paul miró más allá de Shiel, hacia la izquierda. Podía vislumbrar la sala abovedada y el altar de piedra con el hacha, estratégicamente situado para que pudiera ser visible.
La acolita volvió, y con ella venía Jaelle. Paul había imaginado que lo tendría esperando horas y horas o que le mandaría decir que se marchara, pero Jaelle raras veces hacia lo que se esperaba que hiciera.
-Pwyll -dijo con voz fría-, me preguntaba si vendrías. ¿Quieres un vaso de vino?
Él asintió y la siguió por el pasillo hacia una habitación que recordaba muy bien.
Despidió a la acolita y cerró la puerta. Se dirigió a un aparador y sirvió vino para los dos, con movimientos enérgicos e impersonales.
Le tendió un vaso y se hundió en una pila de cojines que había en el suelo. El se sentó en una silla cerca de la puerta y la observó: una imagen de blanco y carmesí. Los fuegos de Dana y la blancura de la Luna llena. Una diadema de plata le recogía los cabellos; se vio a sí mismo recogiéndola del suelo de Andarien; la vio a ella corriendo hacia donde yacía Finn.
-¿Esta noche, entonces? -preguntó ella.
-Si así te parece -dijo él-. ¿Hay alguna dificultad? Porque si la hay…
-No, no -repuso ella con presteza-. Sólo era por preguntar. Lo haremos cuando salga la Luna.
Se hizo un breve silencio, que Paul rompió con una suave risa.
-Somos terribles, ¿verdad? -dijo sacudiendo la cabeza enérgicamente-. Nunca hemos podido mantener una conversación civilizada.
Ella meditó un momento, sin sonreír, aunque el tono de él invitaba a hacerlo.
-Aquella noche junto al Anor -dijo-. Hasta que yo dije algo inconveniente.
-No lo era -murmuró él-. Sólo que yo estaba muy sensible al poder y al control. Me tocaste el punto débil.
-Estamos entrenadas para eso -dijo ella y sonrió.
Pero no era una sonrisa fría, y él se dio cuenta de que se estaba riendo un poco de sí misma.
-Yo provoqué la situación -admitió Paul-. Una de las razones por las que he venido es para decirte que la mayor de mis reacciones son simplemente reflejos. Formas de defenderme. Quería despedirme de ti y decirte que siento.., un gran respeto hacia ti.
Le resultaba difícil escoger las palabras.
Ella no decía nada; lo miraba con claros y brillantes ojos verdes. Bueno, pensó él, ya había dicho lo que había venido a decir. Apuró el vino y se levantó. Ella hizo lo mismo.
-Debería marcharme -dijo él, deseando marcharse antes de que uno de los dos dijera algo hiriente que estropeara incluso aquella despedida-. Te veré luego, supongo -añadió, dirigiéndose a la puerta.
-Paul -dijo ella-, espera.
No Pwyll. Paul. En su interior sintió un estremecimiento, como el viento. Se volvió hacia ella.
Jaelle no se había movido. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como si de pronto sintiera frío en pleno verano.
-¿De verdad vas a dejarme? -preguntó Jaelle con una voz tan tensa que él necesitó un segundo para estar seguro de que había oído bien.
Y entonces estuvo seguro, y en aquel momento el mundo empezó a deslizarse y a dar vueltas dentro y fuera de él y todo cambió. Algo estalló en su pecho, como si se quebrara una presa, una presa que hubiera retenido la necesidad durante mucho tiempo, que hubiera negado la verdad de su corazón hasta aquel preciso momento.
-¡Oh, amor mio! -dijo él.
Parecía que la habitación se había iluminado. Dio un paso, luego otro; entonces ella se echó en sus brazos y lo rodeó la imposible llama de sus cabellos. Él bajó la cabeza para besarla y ella correspondió a su beso.
Y por fin, en aquel momento, él vio claro. Todo estaba claro. Y él estaba en medio de esa claridad deslizándose como se deslizaban su pulso y el claro martilleo de su corazón.
Era traslúcido. Ya no era el señor del Árbol del Verano; sólo un simple hombre mortal, largo tiempo negado, largo tiempo negándose a sí mismo, que ahora tocaba el amor y era tocado por éste.
Ella era entre sus manos agua y fuego, era todo lo que él alguna vez había podido desear. Los dedos de Jaelle le acariciaban la cabeza, jugaban con sus cabellos, lo atraían hacia sus labios, mientras ella susurraba llorando su nombre una y otra vez.
Y así por fin se reunieron los Hijos de la diosa y del dios.
Se dejaron caer sobre los desparramados cojines y ella apoyó la cabeza en su pecho, y durante un buen rato permanecieron en silencio, mientras él acariciaba sin cesar la roja cascada de sus cabellos y le enjugaba las lágrimas.
Luego ella se movió para apoyar la cabeza en su regazo y lo miró. Sonreía con una sonrisa muy distinta de la que él había visto en su rostro hasta entonces.
-Te hubieras marchado -dijo ella. Y no era una pregunta.
Él asintió, todavía aturdido, todavía temblando, sin poder creer lo que le había sucedido.
-Lo hubiera hecho -confesó-. Estaba muy asustado.
Ella se incorporó y le acarició la mejilla.
-¿Asustado de esto, después de todo lo que has hecho?
El asintió de nuevo.
-O quizás de algo más que de esto. ¿Cuándo…? -preguntó Paul-. ¿Cuándo…?
Los ojos de ella lo miraron con seriedad.
-Me enamoré de ti en la playa, junto a Taerlindel. Cuando estabas entre las olas, hablando con Liranan. Pero, naturalmente, luché contra ese sentimiento, por muchas razones. Tú mismo debes conocerlas. No volvió a apoderarse de mi hasta que te alejaste de Finn para enfrentarte a Galadan.
El cerró los ojos. Luego los abrió. La tristeza venía a ensombrecer la alegría.
-¿Puedes amarme? -dijo él-. ¿Cómo es posible que te sea permitido? Eres quien eres.
Ella sonrió otra vez, con una sonrisa que él conocía muy bien. Era la que en su imaginación veía en el rostro de Dana: íntima e inescrutable.
-Moriría para tenerte -dijo ella-, pero no creo que sea necesario que ocurra tal cosa.
Se levantó ágilmente. El también se levantó y la vio dirigirse a la puerta y abrirla.
Murmuró algo a la acolita que estaba en el pasillo y luego lo miró con un. Brillo danzándole en los ojos.
No tuvieron que esperar demasiado. La puerta se abrió de nuevo y Leila entró en la habitación.
Vestida con una túnica blanca.
Contempló a uno y a otro y se echó a reír.
-¡Oh, dioses! -dijo-. Sabía que ocurriría.
Paul se sintió enrojecer; Jaelle le dirigió una rápida mirada y los dos corearon su risa.
-¿Comprendes ahora por qué será suma sacerdotisa? -preguntó sonriendo Jaelle.
Luego, más seriamente, añadió:
-Desde el momento en que levantó el hacha y sobrevivió, Leila estuvo marcada por la diosa con el color blanco de la suma sacerdotisa. Dana actúa de forma que los mortales no pueden comprender, ni tampoco los demás dioses. Ahora yo sólo soy de nombre suma sacerdotisa. Después de enviarte a la travesía, estaba dispuesta a dejar mi puesto a Leila.
Paul asintió. Podía ver que en aquello se esbozaba un dibujo, sólo un boceto, pero le pareció que la urdimbre y el tejido de aquello, si se remontaban a sus origenes, llegarían hasta Dun Maura y hasta el sacrificio ofrecido la víspera del Maidaladan.
Y, al pensarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas. Tenía que derramarlas, él, que nunca había sido capaz de llorar.
-Kim vuelve a casa, de otra manera nunca me atrevería a sugerirlo -dijo-, pero creo que conozco una cabaña junto a un lago, a medio camino entre el templo y el Arbol, donde me gustaría vivir, si a ti te parece bien.
-Me parece muy bien -dijo Jaelle con calma- Más de lo que podría decirte. La cabaña de Ysanne colmará mi vida y aliviará las penas.
-Creo que voy a quedarme —dijo él cogiéndola de la mano-. Creo que, después de todo, voy a quedarme.
Kim se dio cuenta de que estaba aprendiendo algo. Lo estaba aprendiendo de la forma más difícil. Estaba descubriendo que lo que le resultaba aún más dificil de soportar que el poder era su desaparición.
El Baelrath había desaparecido. Ella había renunciado a él antes de que él la abandonara. Desde Calor Diman y su negativa a cumplir la exigencia de la Piedra de la Guerra, no había vuelto a brillar en su mano. Por eso, avanzada ya la última noche, solos en la habitación, sin testigos, le había entregado el anillo a Aileron.
Y él, también con todo sigilo, había enviado a buscar a Jaelle y le había entregado la piedra para que la custodiaran las sacerdotisas de Dana. Era lo correcto, Kim lo sabía.