Los dalreis, que habían sufrido cuantiosas bajas en la guerra, se retiraron a Celidon para celebrar consejo y los lios alfar regresaron a Danilorh.
Daniloth, que ya no era el País de las Sombras. Dos meses después de la batalla que había puesto fin a la guerra, después de que íos enanos y los hombres de Cathal hubieran acabado su tarea, en una noche resplandeciente de estrellas se había podido ver, desde una distancia tan considerable como Paras Derval, una luz que se levantaba en el norte; y se había alzado un grito de sorpresa y alegría al ver que el País de la Luz recuperaba su verdadero nombre.
Y ocurrió que en aquellos días, cuando el grano ya estaba cosechado y almacenado, Aileron, el soberano rey, envió mensajeros a lo largo y ancho de su territorio, y hacia Daniloth, Larai Rigal y Celidon, y también más allá de las montañas, hacia Banir Lók, para convocar a los pueblos libres de Fionavar a una semana de celebración que tendría lugar en Paras Derval: una celebración que seria entretejida en nombre de la paz por fin alcanzada y para honrar y darles el último adiós a los tres extranjeros que quedaban de los cinco que había traído consigo Loren Manto de Plata.
Mientras cabalgaba hacia el sur con los dalreis para asistir a lo que sería una fiesta en su honor, Dave todavía no tenía una idea clara de lo que iba a hacer. Sabía -por encima de su habitual inseguridad- que en aquella tierra era bien acogido y querido, e incluso amado. Y también sabia hasta qué punto él amaba a ese pueblo. Pero no era tan sencillo como todo eso; nada parecía serlo, ni siquiera entonces.
Pese a todo lo que le había sucedido, pese a lo que había cambiado y pese a las cosas que lo habían hecho cambiar, las imágenes de sus padres y de su hermano habían aparecido cada noche en sus sueños. También recordaba cuántas veces se había acordado de Josef Martyniuk durante la última batalla librada en Andarien. Sabía que había muchas cosas que solucionar, y también sabía cuán importante era, para poder resolverlas, todo lo que había aprendido junto a los dalteis.
Pero otras de las cosas que había aprendido de ellos era una alegría y una camaradería como nunca había experimentado. Todo eso significaba que tenía que tomar una decisión, y muy pronto, pues se había decidido que, cuando hubiera terminado la semana de celebración, Jaelle y Teyrnon, compartiendo los poderes de Dana y Mórnir, actuarían al unísono para devolverlos a casa. Si es que se querían marchar.
Era hermoso cabalgar por la Llanura hacia el sur, por las anchurosas praderas, viendo correr en la lejanía enormes bandadas de elrots bajo las blancas nubes y el apacible sol de finales de verano. Era también hermoso ir reflexionando, luchando con las sombras y las implicaciones de su dilema para eludirlo así por algún tiempo.
Miró en torno. Parecía que toda la tercera tribu en pleno y un enorme contingente de las otras tribus de los dalreis se dirigían al sur atendiendo a la invitación del soberano señor. Incluso iba con ellos Gereint, sobre uno de los carros que les había dejado Shalhassan al regresar a Cathal. Junto a Dave cabalgaban Levon y Torc, con toda tranquilidad, casi perezosamente, a la luz del atardecer.
Le sonrieron al sorprender su mirada, pero ninguno había hablado demasiado durante el viaje, puesto que no querían influir en su decisión, como él bien sabía. Esa constatación lo enfrenró de nuevo con la decisión que debía tomar, y no quería encararse con ella. Por eso dejó que su mente retrocediera a las imágenes de las semanas que acababan de transcurrir.
Recordaba el festín y la danza bajo las estrellas, entre las hogueras encendidas en la Llanura. Una danza reproducía la cabalgada de Ivor hacia el Adein, otra el coraje de los dalreis en Andarien. Otras danzas, intrincadamente entretejidas, reproducían hazañas individuales durante la batalla. Y, en más de una ocasión, las mujeres de los dalreis habían dibujado las hazañas de Davor el del Hacha en su lucha contra la Oscuridad. Y, en más de una ocasión, después, durante las apacibles noches de aquel verano, con la inalterable majestad del Rangat como telón de fondo, no pocas mujeres habían ido en busca de Dave, cuando ya las hogueras estaban apagadas, para otro tipo de danzas.
Pero no Liane. La hija de Ivor había danzado para ellos entre las hogueras, pero nunca había danzado con Dave por la noche en su habitación. En otro tiempo lo habría lamentado, habría encontrado en eso una fuente de anhelo y dolor. Pero ahora ya no, nunca más, y por muchas y poderosas razones. Incluso en aquel asunto habían encontrado la forma de saborear alegría, gracias a la capacidad curativa del tiempo pasado en la Llanura.
Se había sentido honrado y a la vez receloso, cuando Torc había ido a verlo pocas semanas después de haber regresado a Celidon, para pedirle algo. Le había llevado toda una noche de repeticiones con el asesoramiento de Levon, que, muy divertido, le hacía beber sachen entre sesión y sesión, hasta que se sintió listo para levantarse al día siguiente, con cierta resaca para acabar de empeorar las cosas, y presentarse ante el aven de los dalreis para decirle lo que debía decirse.
Sin embargo, había logrado hacerlo. Había encontrado a Ivor en compañía de numerosos jefes en el campamento junto a Celidon. Levon le había dicho que debía hacerlo tan públicamente como le fuera posible. Por eso Dave había tragado saliva y se había plantado ante el aven, diciéndole:
-Ivor dan Banor, he sido enviado por un jinete de honor y valía con un mensaje para ti.
Aven, Torc dan Sorcha me ha nombrado su intermediario y me ha rogado que te diga en presencia de todas estas personas que el Sol se levanta en los ojos de tu hija.
Aquel verano depués de la guerra se habían celebrado muchas bodas en Fionavar, y se habían hecho muchas proposiciones de matrimonio según la antigua costumbre, mediante un intermediario; era un homenaje, en todo su real sentido, a Diarmuid dan Ailell, que había revivido esa tradición al pedir en matrimonio a Sharra de Cathal.
Muchas bodas. Y una de ellas se había celebrado no mucho después de la mañana en que Dave había pronunciado esas palabras. El aven, en efecto, había dado alegremente su consentimiento, y luego Liane había sonreído con la enigmática sonrisa que ellos tan bien conocían y había dicho con toda sencillez:
-Sí, claro. Claro que me casaré con él. Siempre he tenido esa intención.
Lo cual era desesperadamente incorrecto, había comentado después Levon, como todo lo que su hermana decía. A Torc no pareció importarle mucho. Tenía un aire aturdido e incrédulo durante toda la ceremonia en la que Cordeliane dal Ivor se había convertido en su esposa. Ivor había llorado, y también Sorcha. Pero Liane no. En realidad, nadie esperaba que lo hiciera.
Había sido una magnífica noche de un magnífico verano, en casi todos los sentidos.
Dave había participado con los jinetes en una cacería de elrors. De nuevo Levon lo había adiestrado, esta vez en el manejo del puñal desde lomos de un caballo. Y una mañana, al salir el sol, había cabalgado con los cazadores, y había elegido un eltor macho de una veloz bandada, había galopado a su lado y había saltado -pues no se atrevía a lanzar el puñal- desde su caballo al lomo del eltor y le había clavado el puñal en el cuello. Se había dejado caer rodando y luego se había levantado sobre la yerba y había saludado a Levon.
Y el jefe de la cacería y los demás le habían devuelto el saludo elogiándolo a gritos y levantando en alto los cuchillos.
Un glorioso verano, entre el pueblo que amaba, en la anchurosa Llanura que era su hogar. Y ahora tenía que tomar una decisión y no parecía capaz de tomarla.
Una semana más tarde, todavía no se veía con ánimos para hacerlo. En justicia, tampoco había tenido demasiado tiempo para pensar. Se habían celebrado banquetes de asombrosa suntuosidad en el Gran Salón de Paras Derval. Había sonado la música otra vez, y de una clase diferente, pues los lios estaban allí, y, una noche, Ra-Tenniel, su señor, había cantado él mismo el largo relato de la guerra que acababa de concluir.
Entretejidas en aquella canción había muchas cosas compuestas equitativamente de belleza y de dolor. Desde el principio, cuando Loren Manto de Plata había traído a cinco extranjeros a Fionavar desde otro mundo.
Ra-Tenniel cantó a Paul en el Árbol del Verano, a la batalla entre el perro y el lobo, al sacrificio de Ysanne. Cantó la Luna roja de Dana, y el nacimiento de Imraith-Nimphais.
(Dave había mirado hacia el otro lado de la mesa y había visto que Tabor bajaba lentamente la cabeza.) Cantó a Jennifer en Starkadh. Al nacimiento de Darien. La llegada de Arturo. Ginebra. El despertar de la Caza Salvaje, mientras Finn dan Shahar emprendía el Más Largo Camino.
Cantó el Maidaladan: Kevin en Dun Maura, las flores rojas en el alba mientras se derretía la nieve. La cabalgada de Ivor hacia el Adein, la batalla que allí había tenido lugar, la aparición de los lios, y Owein en los cielos. El Traficante de Almas en el mar, la destrucción de la Caldera en Cader Sedat. Lancelot en la Cámara de los Muertos. Los paraikos en Khath Meigol y el último kainor. (Al otro lado de la habitación, Ruana, sentado junto a Kirnberly, escuchaba en inescrutable silencio.) Ra-Tenniel seguía cantando. Lo abarcaba todo, lo hacia revivir bajo los ventanales de colores del Gran Salón. Cantó a Jennifer y Brendel en la torre de Anor, a Kimberly con el Baelrath junto a Calor Diman, a Lancelot y su combate en el bosquecillo sagrado, y al fantasmal barco de Amairgen y su travesía frente a la playa de Sennett hacía mil años.
Y luego, al final, con sombras de tristeza y dolor, Ra-Tenniel les cantó el Bael Andarien: cómo Diarmuid dan Ailell había luchado con Uarhach y lo había matado en el crepúsculo, para luego morir él mismo. La ascensión de Tabor y su espléndida montura para enfrentarse con el Dragón de Maugrim. La batalla y la muerte sobre la devastada llanura.
Y luego cantó cómo, muy lejos, en un lugar de maldad, solo y asustado (y todo estaba contenido en aquella voz de oro), Darien había elegido la Luz y había matado a Rakorh Maugrim.
Dave lloraba. Le dolía el corazón por tanta gloria y tanto dolor, mientras Ra-Tenniel entonaba la última parte de su canción: Galadan y el Cuerno de Owein. La caída de Finn desde los cielos para permitir así que Ruana encadenara a la Caza. Y, al final, Arturo, Lancelot y Ginebra que se habían alejado en medio de la alegría por un mar que parecía levantarse hasta tocar las estrellas.
Las lágrimas de los vivos no dejaban de caer en Paras Derval aquella noche, mientras recordaban a los muertos y sus hazañas.
Pero había sido también una semana entretejida sobre todo con risas y alegría, con sachen y vino -blanco de la Fortaleza del Sur, rojo de Gwen Ystra-, de claros días de actividad incesante bajo el cielo azul, de noches de festines en el Gran Salón, que Dave remataba con apacibles paseos entre las tiendas de los dalteis, extramuros, mirando las brillantes estrellas en compañía de sus dos hermanos.
Pero para apaciguar la inquietud de su mente, Dave sabía que necesitaba estar solo, y por eso finalmente, el último día de los festejos, se había escabullido con su negro caballo predilecto. Llevaba en el cuello el Cuerno de Owein, colgando de una tira de cuero, y se disponía a cabalgar hacia el noroeste para llevar a cabo una cosa y tratar de resolver otra.
Era un camino que ya había recorrido en otra ocasión, en una fría tarde de invierno, cuando Kim había despertado con el fuego del Baelrarh a la Caza Salvaje y él los había llamado con el cuerno. Ahora era verano, finales de verano, y las sombras se estaban desvaneciendo. La mañana era fría y clara. Pronto las hojas empezarían a ponerse de color rojo, oro y marrón.
Llegó a un recodo del camino y vio el pequeño lago como una joya allá abajo, en el valle. Salvó la última elevación de terreno y vislumbró abajo la cabaña abandonada.
Recordaba la última vez que habían pasado a caballo por aquel lugar. Dos muchachos habían salido por detrás de la cabaña para verlos pasar. Dos muchachos, y los dos estaban ahora muertos, y los dos habían muerto para que la paz de aquella mañana pudiera llegar a hacerse realidad.
Sacudió la cabeza con aire asombrado y continuó cabalgando hacia el noroeste, bordeando los campos recién cosechados que se extendían entre Rhoden y la Fortaleza del Norte. Había granjas por doquier. La gente al pasar lo saludaba, y él respondía a los saludos.
Luego, hacia el mediodía, atravesó la carretera principal y supo que estaba muy cerca.
Poco después llegó al límite del bosque de Pendaran, y vio la horcadura del árbol y luego la cueva. Había en la entrada una enorme peña, exactamente como la había habido antes, y Dave sabía muy bien quiénes dormían en la oscuridad de aquel lugar.
Desmontó, cogió el cuerno y se internó un poco en el bosque. La luz llegaba tamizada, y las hojas susurraban sobre su cabeza. Pero no tenía miedo, como lo había tenido la noche en que se tropezó con Flidais. El bosque había apagado su cólera, habían dicho los lios alfar. Eso tenía que ver con Lancelot y Darien, y con el descanso final de Lisen al iluminarse su Diadema en Starkadh. Dave no entendía esas cosas, pero si entendía una y era la que lo había hecho regresar a aquel lugar con el cuerno.
Esperaba pacientemente, lo cual era algo que había aprendido a hacer en los últimos tiempos. Contemplaba cómo las sombras parpadeaban y se deslizaban por el suelo del bosque y por las hojas. Escuchaba los rumores de la espesura. Trataba de pensar, de enrenderse a sí mismo y a sus deseos. Pero era difícil concentrarse, porque estaba esperando a alguien.
Y por fin oyó un rumor distinto a sus espaldas. El corazón le dio un brinco, pese a que había estado preparándose para ese momento, y se volvió y cayó de hinojos con el corazón encogido.
-Levántate -dijo Ceinwen-. Entre todos los hombres deberías saber que eres el único que puede levantarse.
Él alzó los ojos y la vio otra vez: vestida de verde, como siempre, con el arco en las manos. El arco con el que había estado a punto de matarlo junto al estanque del bosquecillo de Faelinn.
No es necesario que mueran todos, le había dicho aquella noche. Y por eso él había seguido vivo, para que le fuera entregado el cuerno, para que llevara el hacha a la guerra, para que llamara a la Caza Salvaje. Para que regresara de nuevo a aquel lugar.
La diosa se alzaba ante él, radiante y gloriosa, aunque apagando el fulgor de su rostro para que él pudiera mirarla sin cegarse.