Sendero de Tinieblas (57 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Y entonces, mientras el Telar del mundo detenía un poco la lanzadera en el eje de aquella cámara, mientras todo, también el tiempo, quedaba suspendido como en equilibrio, Maugrim hizo cesar el torbellino de su asalto, y Darien se dio cuenta de que podía moverse, si lo deseaba, y también hablar.

Rakorh Maugrim dijo en voz alta:

-Ni siquiera Galadan, el señor de los andains, pudo preservar su mente de mi voluntad en este lugar. No hay nada que puedas hacerme. Puedo acabar con tu vida de diez mil maneras diferentes aquí mismo. Habla, antes de morir. ¿Quién eres? ¿A qué has venido?

Eso, pensó Darien aturdido, era una salida, una oportunidad. Creyó poder percibir en sus palabras una cierra consideración, de algún tipo. Lo había puesto a prueba.

Era joven, muy joven y no contaba con ninguna ayuda; no había contado con ninguna ayuda desde que Finn se había ido. Había sido rechazado por todos y por todo, incluso por la luz que llevaba en la frente. Cernan de las Fieras había preguntado por qué se le había permitido vivir.

Poniendo en funcionamiento los muros de su mente, Darien susurró:

-He venido para ofrecerte un regalo.

Le tendió la daga enfundada ofreciéndole la empuñadura.

Y mientras lo hacía el martillo golpeó de nuevo con un indescriptible y sorprendente asalto, como si Maugrim fuera una bestia hambrienta rabiando entre frágiles muros, para aporrear el alma de Darien mientras gritaba con furia por haber sido rechazado.

Pero fue rechazado por segunda vez. Y por un instante cesó el ataque. Había cogido la daga y la había desenvainado. Se acercó a Darien. Era enorme y no tenía rostro. Las garras de su única mano acariciaban la hoja azul. Le dijo:

-Yo no necesito regalos. Cualquier cosa que deseo, desde hoy hasta el final de los tiempos y aun más allá, soy perfectamente capaz de obtenerlo por mí mismo. ¿Por qué iba a querer una chuchería de los traicioneros enanos? ¿Qué es para mi una daga? Tú sólo tienes una cosa que me interesa y la obrendré antes de matarte: quiero saber cómo te llamas.

Darien había ido dispuesto a decírselo. A ofrecerle lo que era y lo que podía ser para que alguien, en algún lugar, se alegrara de su presencia. Ahora podía hablar. Podía moverse y ver.

Miró más allá de Rakorh, por las ventanas, y vio lo que los cisnes negros veían allá lejos, en el sur. Vio el campo de batalla con tanta claridad que podía distinguir los rostros de los combatientes. Su padre no tenía rostro. Con un estremecimiento de sorpresa vio a Lancelot luchando con la mano completamente ensangrentada, manejando la espada al lado de un hombre de barba gris que blandía una espada cuya punta refulgía.

Detrás, una falange de hombres, unos a caballo y otros a pie, se esforzaban en no perder terreno frente a una impresionante horda de la Oscuridad. Entre ellos -y Darien tuvo que fijar la vista para asegurarse de lo que veía- distinguió a un hombre al que conocía muy bien, armado con una herrumbrosa lanza que recordaba muy bien: era Shahar, su otro padre. Que había estado casi siempre ausente, pero que lo había cogido en brazos y columpiado cuando había vuelto al hogar. No era un guerrero. Darien lo notaba, pero se esforzaba luchando tras los jefes con desesperada determinación.

La visión se desvaneció, y por los ojos de otro cisne vio que los lios alfar combatían en otro lugar de la llanura. Reconoció a uno de ellos, al que había conocido aquella mañana junto al Árbol del Verano. La sangre manchaba sus cabellos de plata.

Otra perspectiva: esta vez una colina, al sur del campo de batalla. En la cima estaba su madre. Darien sintió de pronto como si no pudiera respirar. La miró, desde tan imposible distancia, y leyó en sus ojos el sufrimiento, la certeza de un destino ineludible.

Y se dio cuenta, mientras una llamarada blanca se alzaba de su corazón, de que no quería que muriera. No quería que muriera ninguno de ellos: ni Lancelot, ni Shahar, ni el hombre de barba gris que llevaba la lanza, ni la vidente de cabellos blancos que estaba junto a su madre. Se dio cuenta de que estaba compartiendo el dolor de todos ellos; era ya su propio sufrimiento, el mismo fuego que ellos sentían. Eso era él: uno de ellos.

Vio las innumerables y repugnantes hordas que se precipitaban sobre el ejército de la Luz cada vez más mermado: los urgachs, los svarrs alfar, los slaugs, todos ellos instrumentos del Desenmarañador. Eran horribles. Los odiaba.

Mientras permanecía allí quieto, contemplando abajo un mundo de guerra, pensó en Finn. Al final, en el mismísimo final, se acordó de Finn, que le había dicho que debía intentar amar todas las cosas excepto la Oscuridad.

Y así era. Formaba parte de aquel acosado ejército, el ejército de la Luz. Libremente, por propia voluntad, se consideraba al fin uno de ellos. Le brillaban los ojos, y sabia que eran de color azul.

Y así, en aquel momento, en el más recóndito reducto de la Oscuridad, Darien hizo su elección.

Y Rakoth Maugrim se echó a reír.

Era la carcajada de un dios, la carcajada que había resonado cuando el Rangar había explotado en una mano de fuego. Darien no lo sabía. Lo que sabía, aterrorizado, era que se había regalado a sí mismo.

La ventana de la cámara aún mostraba la colina que se alzaba sobre el campo de batalla. Mostraba a su madre, de pie allí. Y Rakorh había visto cómo la miraba Darien.

La risa cesó y Maugrim se acercó. Darien no podía moverse. Lentamente su padre levantó el muñón de la mano cortada y lo sostuvo sobre la cabeza de Darien. Los negros goterones de sangre cayeron y quemaron el rostro de Darien. No podía ni siquiera gritar.

Maugrim bajó el brazo y dijo:

-Ahora no necesitas decirme nada. Sé todo lo que hay que saber. Creíste traerme un regalo, un juguete. Has hecho mucho más. Me has devuelto la inmortalidad. ¡Tú eres mi regalo! Así tenía que haber sido, hacía tiempo. Pero no de aquel modo. ¡Y no ahora, nunca más!

Pero Darien permanecía inmóvil, congelado en aquel lugar por voluntad de Rakorh Maugrim, y oyó que su padre decía:

-No lo entiendes, ¿verdad? ¡Todos fueron unos imbéciles, increíblemente imbéciles!

Necesitaba que ella muriera para que nunca pudiera dar a luz. ¡No debo tener un hijo, pero nadie se dio cuenta de ello! Un hijo nacido de mi semilla me encadena al tiempo.

Introduce mi nombre en el Telar, y entonces puedo morir.

Y se echó a reír otra vez, con una risa triunfal in crescendo que lo invadía en oleadas.

Cuando dejó de reír, estaba a tan sólo unos centímetros de Darien, mirándolo desde su pavorosa altura, desde la negrura de su capucha.

Entonces dijo con una voz más fría que la muerte, más antigua que la espiral de los mundos:

-Tú eres ese hijo, ahora ya lo sé. Y haré algo más que matarte. Enviaré tu alma más allá de los muros del tiempo. Lo haré para que jamás hayas existido. Estás en Starkadh, y en este lugar tengo sobrado poder para hacerlo. Si hubieras muerto fuera de estos muros, podría haber estado perdido. Ahora no. Tú sí estás perdido. Nunca has vivido. Yo viviré para siempre, y todos los mundos serán míos hoy. Todas las cosas en todos los mundos.

No había nada, nada en absoluto que Darien pudiera hacer. No podía ni siquiera moverse o hablar. Sólo podía escuchar y oír lo que su padre decía de nuevo:

-Todas las cosas en todos los mundos, empezando por ese juguete de los lios que llevas. Sé lo que es. Me gustaría tenerlo antes de destruir tu alma arrojándola fuera del Tapiz.

Lo atacó con toda la fuerza de su mente, y Darien sintió otra vez su acoso para exigirle la Diadema como le había exigido la daga y quedársela para él.

Y sucedió en aquel preciso instante que el espíritu de Lisen del Bosque, para quien aquella espléndida luz había sido fabricada, se cernió desde la lejanía de la Noche, desde más allá de la muerte, y llevó a cabo el supremo acto de su renuncia a la Oscuridad.

En aquel reducto de maldad, la Diadema se iluminó. Llameó con la luz del Sol y de la Luna y de las estrellas, de la esperanza y del amor que todo lo abarca, con una luz tan absoluta que Rakoth cerró los ojos ante tal resplandor y gritó de agonía. Su dominio sobre Darien se quebró, sólo por un instante.

Fue suficiente.

En aquel instante Darien realizó la única cosa, la única, que podía poner de manifiesto la elección que había hecho. Dio un paso al frente, con el glorioso fulgor de la Diadema sobre la frente, un fulgor que ya no lo rechazaba. Dio el último paso del Camino Más Tenebroso, y se dejó caer sobre la daga que su padre sostenía.

Sobre el LókdaI, el regalo que Seithr le había hecho a Colan hacía mil años. Y Rakoth Maugrim, cegado por la Luz de Lisen, mortal porque había engendrado un hijo, mató a aquel hijo con la daga de los enanos, y lo mató sin que su corazón sintiera amor.

Al morir, Darien oyó el último grito de su padre y supo que sería oído en todos y cada uno de los rincones de Fionavar, en todos y cada uno de los mundos lanzados en el tiempo por la mano del Tejedor: era el sonido que señalaba la muerte de Rakoth Maugrim.

Darien yacía en el suelo. Tenía clavada en el corazón la brillante hoja. Con mirada desfallecida vio por la alta ventana que la lucha allá lejos, en la llanura, había cesado. Le resultaba difícil mirar. La ventana temblaba y veía borrosamente. Pero la Diadema seguía brillando. Alzó la mano y la tocó por última vez. La ventana comenzó a oscilar con más violencia, y también el suelo de la habitación. Una piedra se desprendió de lo alto, y otra mas. En torno, Starkadh comenzaba a derrumbarse. Se precipitaba hacia la nada con la ruina desencadenada por la muerte de Rakoth Maugrim.

Se preguntó si alguien entendería lo que había sucedido. Así lo espetaba. De esa forma alguien podría contarle a su madre, a tiempo, la elección que había hecho. La elección de la Luz y del amor.

Era cierto, se daba perfecta cuenta. Estaba muriendo con amor, matado por el LaskdaI.

Flidais le había contado qué significado tenía también aquello, el regalo que le hubiera estado permitido hacer.

Pero el no había señalado a nadie con el dibujo de la empuñadura, y en. cualquier caso, pensó, no hubiera deseado cargar a ningún ser viviente con el peso de su alma.

Ese fue casi su último pensamiento. El último realmente fue para su hermano, que jugaba con él sobre suaves montones de nieve cuando él todavía era Dan. Y Finn todavía estaba a su lado para amarlo y enseñarle a amar tanto que había podido llegar hasta el hogar de la Luz.

Capítulo 17

Dave oyó el último grito de Rakoth Maugrim y luego oyó que el grito cesaba. Hubo un momento de silencio, de espera, y después una atronadora avalancha de ruido se precipitó sobre ellos desde el norte. Sabía lo que era. Todos lo sabían. Tenía los ojos llenos de lágrimas de alegría que iban cayendo por su rostro sin que pudiera detenerlas. Y

no quería detenerlas.

De pronto todo parecía sencillo. Se sentía como si le hubiesen quitado un peso de encima, un peso que ni siquiera sabía que había estado soportando; una carga que, según parecía, había arrastrado desde el mismo instante de nacer. El y todos los demás, arrojados a los mundos que yacían bajo la sombra de la Oscuridad.

Pero Rakoth Maugrim había muerto. Dave no sabía cómo, pero sabía que era cierto.

Miró a Torc y vio que una ancha y desvalida sonrisa iluminaba su rostro. Nunca había visto así a Torc. Y de repente, Dave se echó a reír en el campo de batalla, por la alegría inmensa de estar vivo en aquellos momentos.

Delante, los svarts huían desordenadamente y los urgachs se apiñaban en complera confusión. Los slaugs chocaban unos con otros gruñendo de miedo. Huían del ejército de la Luz, corriendo despavoridos hacia un norte que ya no les deparaba refugio alguno.

Serian descubiertos y cazados, Dave lo sabía muy bien. Serian destruidos. Ya los perseguían los dalreis y los lios. Por primera vez en aquel espantoso día, Dave oyó que los lios empezaban a cantar y se le ensanchó el corazón como si la gloria de su canción lo hubiera invadido.

Sólo los lobos permanecieron firmes durante un tiempo, en el flanco occidental. Pero estaban solos y en desventaja, y los guerreros de Brennin conducidos por Anuro Pendragon -que cabalgaba sobre el raithen, blandiendo la luminosa Lanza del Rey como si fuera la mismísima Luz- se abrían paso entre ellos como la hoz en un campo de trigo.

Dave y Torc, riendo, gritando, se precipitaron tras los urgachs y los svarrs alfar. Sorcha iba con ellos, cabalgando junto a su hijo. Los slaugs deberían haber sido más rápidos que ellos, pero ya no lo eran. Aquellos monstruos de seis patas parecían débiles e irresolutos.

Tropezaban, huían en todas direcciones, derribaban a sus jinetes, caían. Ahora todo era fácil y glorioso. En torno los lios seguían cantando y el Sol poniente brillaba en un cielo de verano sin nubes.

-¿Dónde está Ivor? -gritó de pronto Torc-. ¿Y Levon?

Dave sintió un espasmo de miedo, pero pasó enseguida. Sabía dónde debían de estar.

Refrenó el caballo y los otros hicieron lo mismo. Regresaron a través de la ensangrentada llanura pisando los cuerpos de los moribundos y de los muertos, en dirección a la colina que se alzaba al sur del campo de batalla. Desde muy lejos vio que el aven estaba arrodillado junto a un cuerpo que debía de ser el de su hijo menor.

Desmontaron y caminaron por la colina bajo la última luz del atardecer. La serenidad parecía haberse enseñoreado de ese lugar.

Levan los vio.

-Se pondrá bien -dijo acercándose.

Dave asintió con la cabeza; luego tendió los brazos, atrajo a Levon hacia sí y lo abrazó estrechamente.

Ivor alzó los ojos. Soltó la mano de Tabor y se acercó a donde ellos estaban. Tenía los ojos brillantes pese a su debilidad.

-Se pondrá bien -repitió como un eco-. Gracias al mago y a Arturo, se pondrá bien.

-Y a Pwyll -dijo Teyrnon con calma-. Fue él quien lo adivinó. Nunca habría podido ayudarlo si no me lo hubiera advertido.

Dave miró a Paul y vio que estaba un poco apartado de los demás.

Incluso ahora, pensó. Sintió deseos de aproximársele, pero no quería parecer un intruso. En aquellos momentos había en Paul un aire de autodominio y privacidad.

-¿Qué sucedió? -dijo alguien.

Dave bajó la mirada. Había hablado Mabon de Rhoden, que yacía sobre un improvisado jergón no muy lejos. El duque le sonrió y le hizo un guiño. Luego repitió:

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