Dave se levantó, tal como ella le había ordenado. Exhaló un profundo suspiro, para detener los acelerados latidos del corazón.
-Diosa -dijo-, tenía que regresar para devolverte el regalo.
Le tendió el cuerno con una mano que -comprobó con satisfacción- no temblaba.
-Es un objeto demasiado poderoso para que yo lo lleve. Es desmesuradamente poderoso, creo, para cualquier mortal.
Ceinwen sonrió, hermosa y terrible.
-Sabia que volverías -dijo-. Esperaba volver a verte. Si no lo hubieras hecho, habría ido yo a tu encuentro antes de que te marcharas. Te di con ese cuerno mucho más de lo que era mi intención.
Y luego, en un tono más amable, continuó:
-Tienes razón en lo que dices, Davor el del Hacha. El cuerno debe permanecer oculto en espera de que sea encontrado con un objetivo definitivo dentro de muchos años.
Muchísimos años.
-Sin él habríamos muerto junto al Adein -dijo Dave con calma-. ¿Eso no es un objetivo definitivo?
Ella sonrió de nuevo, inescrutable y caprichosa.
-Has aprendido mucho -dijo- desde la última vez que nos vimos. Quizás sienta verte marchar.
Nada podía responder a eso. Le tendió un poco más cerca el cuerno y ella lo cogió. Al hacerlo, los dedos de la diosa rozaron la palma de su mano, y se echó a temblar de pavor y recuerdos.
Ella rió sonoramente.
Dave notó que enrojecía. Pero tenía que preguntarle algo, aunque se riera de él. Poco después, dijo:
-¿Sentirías ver que me quedo? He intentado durante largo tiempo tomar una decisión.
Creo que estoy preparado para volver a casa, pero una parte de mí se desespera por tener que marcharse.
Hablaba buscando las palabras con mucho cuidado, con más dignidad de la que hubiera sospechado poseer.
Ella no se rió. Y lo miró con una extraña expresión en los ojos, una mezcla de frialdad y tristeza. Sacudió la cabeza.
-Dave Martyniuk -dijo-, has crecido en sabiduría desde aquella noche en el bosquecillo de Faelinn. Creí que sabias la respuesta a esa pregunta sin necesidad de que yo te lo dijera. No puedes quedarte, y deberías saber que no puedes.
Algo surgió en la mente de Dave: una imagen, otro recuerdo. Antes de que ella hablara, medio segundo antes de que le dijera por qué, entendió al fin.
-¿Qué te dije aquella noche junto al estanque? -preguntó con voz fría y suave como la seda.
Lo sabía. Suponía que aquello había permanecido agazapado en algún rincón de su mente todo aquel tiempo.
«Ningún hombre de Fionavar puede ver a Ceinwen cazando.»
Eso fue lo que ella le había dicho. Pero él la había visto cazar. La había visto matar un ciervo junto al estanque iluminado por la Luna y había visto cómo el ciervo resucitaba, inclinaba la cabeza ante la diosa y se perdía entre los árboles.
«Ningún hombre de Fionavar…» Dave sabia ahora la respuesta a su dilema: sólo había
-siempre la había habido- una única respuesta.
Tenía que marcharse a casa. La diosa así lo quería. Sólo si se marchaba de Fionavar podía salvar la vida, sólo marchándose podía impedir que ella lo matara por lo que había visto.
Si él no hubiera sido de otro mundo, Ceinwen no lo habría dejado con vida; no le habría dado el cuerno. En cierta manera, Dave lo vio en una repentina inspiración, la diosa estaba atrapada por su propia naturaleza, por sus propios designios.
Por eso se marcharía. Ya no había nada que decidir. Había sido decidido hacia mucho tiempo, y esa realidad había estado latente en su espíritu todo el tiempo. Exhaló otro suspiro, profundo y lento. En la espesura reinaba el silencio. Ya no cantaban los pájaros, ni siquiera susurraba el follaje.
Entonces se acordó de algo más y dijo:
-Aquella noche, aquella primera vez, te juré que pagaría el precio que fuera necesario.
Si lo crees así, quizás el precio sea marcharme.
Ella volvió a sonreír, y esta vez su sonrisa era amable.
-Así lo creo -dijo la diosa-. No puede haber un precio más exacto. Acuérdate de mí.
Su rostro resplandecía. Él abrió la boca, pero no pudo decir nada. Había llegado el momento de regresar a casa con sus palabras y las de ella: ya había emprendido el camino de regreso. Todo dependería de él ahora. Así tenía que ser. Los recuerdos regresarían con él y permanecerían con él toda la vida.
Por última vez se arrodilló ante Ceinwen la del Arco. Ella permanecía inmóvil, como una estatua, mirándolo. Él se levantó y se dispuso a alejarse entre las sombras y la luz tamizada por los árboles.
-¡Espera! -dijo la diosa.
Se detuvo asustado, sin saber lo que iba a perdirle. Ella lo miró en silencio largo rato antes de hablar.
-Dime, Dave Martyniuk, Davor el del Hacha: si se te permitiera dar nombre a un hijo en Fionavar, a un níño de los andains, ¿qué nombre le pondrías?
La diosa resplandecía. El tenía los ojos llenos de lágrimas que emborronaban su imagen, y en su corazón brillaba algo, como la Luna.
Recordó de pronto: una noche sobre un montículo junto a Celidon, al sur del río Adein.
Bajo las estrellas de una primavera recuperada había yacido con la diosa sobre la yerba recién brotada.
Comprendió al fin. Y en aquel momento, justo antes de hablar, dando voz al esplendor que sentía en su interior, algo floreció en su mente con más fuerza que la luna que brillaba en su corazón, con más fuerza que el rostro resplandeciente de Ceinwen.
Comprendió al fin, y allí, en los limites del bosque de Pendaran, Dave se puso por fin en paz consigo mismo, con lo que había sido en otro tiempo, por muy amargo que fuese y con lo que había llegado a ser en aquellos momentos.
-Diosa -dijo venciendo el nudo que sentía en la garganta-, si ese niño naciera y yo tuviera que darle un nombre, lo llamaría Kevin. En recuerdo de mi amigo.
Por última vez ella le sonrió.
-Así será -dijo Ceinwen la Verde.
Vio un esplendor y luego se encontró completamente solo. Dio media vuelta, fue en busca de su caballo y montó disponiéndose a regresar. A Paras Derval, y luego más lejos, mucho más lejos: a casa.
Paul empleó los días y las noches de la última semana en sus propias y particulares despedidas. A diferencia de Dave, o incluso de Kim, no parecía que hubiera establecido sólidas relaciones en Fionavar. Eso se debía en parte a su propia naturaleza, que era lo que lo había empujado en primer lugar a hacer la travesía. Pero sobre todo era inherente a lo que le había sucedido en el Árbol del Verano, que lo había marcado como alguien aparte, que podía hablar con dioses y ante el que se inclinaban los dioses. Incluso al final, cuando la guerra ya había acabado, recorría un camino solitario.
Por otra parte, había gente a la que quería y que iba a perder. Intentó pasar algún rato de aquellos últimos días con cada uno de ellos.
Una mañana se encaminó solo hacia una tienda que conocía al final de Anvil Lane, cerca del césped donde pudo comprobar que volvían a jugar los niños de Paras Derval, aunque no a la ta’kiena. Recordaba muy bien la puerta de la tienda, aunque la había visto en invierno y por la noche. Jennifer lo había llevado hasta allí por primera vez la noche en que nació Darien. Y otra noche, después de que Kim los hubiera enviado de nuevo a Fionavar desde Stonehenge, había ido hasta allí, sin abrigo, pero sin sentir el frío del invierno, huyendo del calor de «El Jabalí Negro», donde una mujer había muerto para salvarle la vida; sus pasos lo habían conducido hasta aquella casa y había visto la puerta entreabierta y la nieve apilada en los pasillos.
Y una cuna vacía que se balanceaba en la habitación de arriba. Todavía recordaba vivamente el terror que lo había invadido en aquellos momentos.
Pero ahora era verano y el terror había desaparecido para siempre: destruido por fin por el niño que había nacido en aquella casa, que había dormido en aquella cuna. Paul entró en la tienda. Estaba llena de gente, porque había fiestas y Paras Derval estaba de bote en bote. Sin embargo, Vae lo reconoció enseguida, y también Shahar. Dejaron que dos aprendices atendieran al público que compraba sus excelentes tejidos y subieron con Paul escaleras arriba.
En realidad era muy poco lo que podía decirles. Las marcas del dolor, pese a los meses transcurridos, eran todavía profundas en los dos. Shahar lloraba a Finn, que había muerto entre sus brazos. Pero Vae, Paul lo sabia muy bien, lloraba a sus dos hijos; también a Dan, el niño de ojos azules a quien había cuidado y amado desde que nació.
Se preguntaba cómo Jennifer había sabido tan bien a quién pedirle que cuidara a su hijo y le enseñara a amar.
Aileron le había ofrecido a Shahar un sinfín de puestos y honores en palacio, pero el discreto artesano había decidido volver a su tienda y a su oficio. Paul los miraba a ambos y se preguntaba si todavía eran lo bastante jóvenes para tener otro hijo. Y si podrían soportarlo, después de todo lo que había sucedido. Esperaba que así fuera.
Les dijo que iba a marcharse y que había ido para despedirse de ellos. Ellos hablaron muy poco y le ofrecieron un pastel que Vae había hecho, pero luego uno de los aprendices les preguntó desde abajo algo relativo al precio de una pieza de algodón, y Shahar tuvo que bajar. Paul y Vae lo siguieron. En la tienda, ella le dio una bufanda para el otoño que estaba al caer. El se dio cuenta entonces de que no sabia qué estación del año encontrarían al regresar a casa. La besó en la mejilla y se marchó.
Al día siguiente, se dirigió cabalgando al sur con el nuevo duque de Seresh. Niavin había muerto a manos de un urgach en Andarien. El nuevo duque que cabalgaba junto a Paul parecía el mismo de siempre: enorme, de cabellos castaños, con el prominente caballete de su nariz tota en medio de un rostro candoroso. Entre todo lo que había sucedido desde el final de la guerra, a Paul le complacía especialmente el gesto de Aileron al elevar a Kell a ese rango.
Cabalgaban en silencio. Kell había tenido siempre una naturaleza taciturna. Erron, Carde y el bullicioso y jactancioso Tegid habían sabido hacer brotar la risa latente en aquel carácter. Ellos tres y también Diarmuid, que se había traído de Taerlindel a aquel muchacho huérfano y lo había convertido en su mano derecha.
Por buena parte de aquel camino que ahora recorrían dejando atrás pueblos, habían galopado hacia tiempo con Diar, en una clandestina escapada para cruzar el Saeren e internarse en Cathal.
Cuando la carretera se bifurcó hacia la Fortaleza del Sur, continuaron hacia el oeste, en tácito acuerdo, y a primera hora de la tarde llegaron a un lugar estratégico desde el que podían ver a lo lejos las murallas de Seresh y el mar. Se detuvieron allí y contemplaron el panorama.
-¿Todavía lo odias? -preguntó Paul; eran las primeras palabras que pronunciaba en mucho rato.
Sabía que Kell entendería lo que le quería decir. «Lo habría maldecido en nombre de todos los dioses y las diosas que existen», le había dicho a Paul una noche, hacía mucho tiempo, en un oscuro corredor de palacio. Y había pronunciado el nombre de Aileron, lo cual era considerado entonces una traición.
Ahora el hombretón sacudía lentamente la cabeza.
-Lo entiendo mejor. Puedo ver cuánto ha sufrido -dudó y luego continuó en voz muy baja-: Pero echaré de menos a su hermano todos los días de mi vida.
Paul comprendió. Sentía lo mismo por Kevin, exactamente lo mismo.
Ninguno de los dos volvió a hablar. Paul miró hacia el oeste, hacia donde el mar espejeaba bajo el brillante Sol. Había estrellas dentro de las aguas. En su corazón se despidió de Liranan, el dios que lo había llamado hermano.
Kell le hizo un gesto. Paul asintió y los dos dieron media vuelta y emprendieron el camino de regreso a Paras Derval.
La noche siguiente, después del banquete en el salón -esta vez era comida de Carhal, preparada por el mismísimo jefe de cocina de Shalhassan-, se encontró casi sin saber cómo en «El Jabalí Negro», con Dave y Kell y los hombres de la Fortaleza del Sur que habían tripulado el Prydwen en su travesía hacia Cader Sedat.
Bebieron considerablemente y el tabernero no permitió que ninguno de los hombres de Diarmuid pagara su cerveza. Tegid de Rhoden, que no estaba dispuesto a desperdiciar semejante generosidad, vació para empezar diez enormes tanques de cerveza y fue aumentando el ritmo a medida que avanzaba la noche. Paul también bebió un poco, cosa bastante desacostumbrada en él, y ésa fue quizás la razón de que los recuerdos no lo abandonaran en toda la velada. Durante toda la noche resonaron en su mente los ecos de la «Canción de Rachel», entre las risas y los abrazos de despedida.
La penúltima tarde la pasó en la residencia de los magos en la ciudad. Dave estaba con los dalreis, pero Kim lo acompañaba en aquella ocasión, y juntos pasaron unas pocas horas con Matt y Loren, y Teyrnon y Barak, sentados en el jardín trasero de la casa.
Loren Manto de Plata, que había dejado de ser mago, trabajaba en Banir Lók como primer consejero del rey de los enanos. Teyrnon y Barak se mostraban visiblemente complacidos de recibirlos en su casa, aunque fuera por pocos días. Teyrnon iba y venía alegremente asegurándose de que todos tuvieran llenos los vasos.
-Decidme -dijo con cierta malicia Barak a Loren y a Matt-, ¿os veis capaces de arreglároslas con un discípulo durante unos meses del año que viene? ¿O es que habéis olvidado todo lo que sabíais?
Matt le dirigió una rápida mirada.
-¿Ya tenéis un discípulo? Bien, muy bien. Necesitamos por lo menos tres o cuatro mas.
-¿Necesitamos? -bromeó Teyrnon.
Matt frunció el entrecejo.
-Los hábitos tardan en morir. Espero que algunos no mueran nunca.
-No tienen por qué morir -dijo Teyrnon con gravedad-. Los dos formaréis siempre parte del Consejo de los Magos.
-¿Quién es nuestro discípulo? -preguntó Loren-. ¿Lo conocemos?
Por toda respuesta, Teyrnon se acercó a la ventana que daba al jardín.
-¡Muchacho! -gritó tratando de parecer severo-. ¡Espero que estés estudiando y no escuchando el parloteo de aquí adentro!
Poco después, una cabeza de castaños y revueltos cabellos asomó por la ventana abierta.
-Claro que estoy estudiando -dijo Tabor-, pero, a decir verdad, ninguna de estas cosas es demasiado difícil.
Matt gruñó con burlona desaprobación. Loren, esforzándose por fruncir el entrecejo, rezongó:
-¡Teyrnon, dale el Libro de Abhar y entonces veremos si no lo encuentra difícil!