-¿La conozco yo?
Ella sonrió con ironía.
-Por cierto que la conoces: aquella que nos espiaba el año pasado.
Él sintió que el borde de una sombra pasaba por encima de él. Miró con celeridad hacia arriba. No había nubes que ocultaran la Luna; había sido en su mente.
-¿Leila? ¿Puedo atreverme a preguntar por qué? ¿No es demasiado joven?
-Sabes perfectamente que lo es -dijo Jaelle con aspereza.
Luego, como si de nuevo luchara con sus naturales impulsos, continuó:
-En cuanto a por qué, no estoy segura. Un instinto, una premonición. Como te dije hace un rato esta misma tarde, todavía está sintonizada a Finn, y por tanto a la Caza Salvaje.
Pero no estoy tranquila. No sé lo que significa. ¿Es que tú siempre sabes por qué haces lo que haces, Pwyll?
Él soltó una amarga carcajada, pues había puesto el dedo en la llaga que le había impedido dormir.
-Antes pensaba que así era. Pero ya no. Desde el Árbol temo que no sé por qué hago nada de lo que hago. Yo también me guío por el instinto, Jaelle, y no estoy acostumbrado a hacerlo. Según parece, no puedo controlar nada. ¿Quieres saber la verdad? -Las palabras salían de su boca en voz baja e indiferente-. Casi siento envidia de ti y de Kim; ambas parecéis estar seguras de cuál es vuestro sitio en esta guerra.
Con gesto grave ella reflexionaba. Luego dijo:
-No envidies a la vidente, Pwyll. A ella no. En cuanto a mí… -continuó mirando otra vez las aguas-, en cuanto a mí, me he sentido intranquila en mi propio santuario, cosa que jamás me había ocurrido hasta ahora. No creo que pueda ser objeto de envidia por parte de nadie.
-Lo siento -dijo él arriesgándose.
Y con seguridad perdió, pues la mirada de ella se fijó de nuevo en él.
-Eso es un atrevimiento -dijo friamente-; en modo alguno pedía tu compasion.
El sostuvo la mirada de ella, sin querer rendirse, pero intentando encontrar algo que decir. Mientras lo procuraba, la expresión de ella cambió y añadió:
-En cualquier caso, toda la compasión que pudieras sentir se equilibraría -en realidad se desequilibraría- con el placer de Audiart, si llegara a tener noticia de esto. Cantaría de alegría, y, bien lo sabe Dana, no puede cantar.
Paul se quedó con la boca abierta.
-Jaelle -susurró-, ¿estabas bromeando?
Ella hizo un gesto de exasperación.
-¿Para qué crees que estamos en el templo? -masculló-. ¿Crees que desfilamos entonando cantos y maldiciones día y noche, y derramando sangre por diversión?
Él guardó silencio antes de responder por encima del sonido de las olas.
-Eso suena bastante acertado -dijo con amabilidad-. No habéis puesto especial cuidado en hacer que pensemos de otro modo.
-Hay razones que explican ese comportamiento -replicó Jaelle-. A estas alturas estás lo bastante familiarizado con el poder para adivinar por qué. Pero lo cierto es que los templos han sido hasta ahora mi único hogar durante mucho tiempo; allí podían oírse risas y música, y podía gozarse de pacíficos placeres, hasta que llegó la sequía y luego la guerra.
El problema con Jaelle, o uno de los problemas, decidió él con ironía, era que la mayoría de las veces tenía razón. Asintió con la cabeza.
-¡Muy bien! Pero si yo estaba equivocado debes reconocer que era porque querías que lo estuviera. Ahora no puedes echarme en cara ese error. Es una espada que podría cortar por ambos filos.
-Todas las espadas cortan por ambos filos -repuso ella con calma.
Él estaba seguro de que ella iba a decir eso. En muchos aspectos era todavía muy joven, aunque rara vez lo manifestaba.
-¿Cuántos años tenias cuando ingresaste en el templo? -preguntó.
-Quince -respondió ella tras una pausa-. Y diecisiete cuando fui nombrada una de las mormae.
Él sacudió la cabeza.
-Eras muy…
-Leila tenía catorce. Ahora sólo tiene quince -lo interrumpió ella-. Y dado lo que hice esta mañana, ahora es una de las mormae, incluso más que eso.
-¿Qué quieres decir?
Ella lo miró con ojos escrutadores.
-¿Puedo contar con que guardarás el secreto?
-Bien sabes que si.
-Puesto que la designé para que actuara en mí nombre durante mi ausencia y además en tiempos de guerra -dijo Jaelle-, según los designios de Dana, sí yo no regreso a Paras Derval, ella será la suma sacerdotisa. Sólo con quince años.
Involuntariamente, él se estremeció de nuevo, pese a que la noche era apacible y el cielo estaba despejado.
-Lo sabías. Lo sabías cuando la nombraste, ¿verdad? -pudo por fin articular.
-Por supuesto -respondió ella con su habitual aire despectivo-. ¿Quién te crees que soy?
-En realidad, no lo sé -dijo él-. ¿Por qué lo hiciste, entonces?
La pregunta era suficientemente directa para que ella precisara hacer una pausa. Por fin, respondió:
-Ya te lo dije hace unos instantes: por instinto, por intuición. La mayoría de las veces sólo puedo contar con la ayuda de tales sentimientos; deberías reflexionar sobre esto.
Hace poco lamentabas no poder controlar tu poder. No es fácil manipular un poder como el que nosotros tenemos, y en realidad no debería ser manipulado. Yo no tengo poder sobre Dana: sólo hablo en su nombre. Y me parece que tú hablas en nombre de Mórnir, cuando él tiene a bien hablar. Deberías reflexionar sobre si el control de tal poder es asunto tuyo, Dos Veces Nacido de Mórnir.
Al oír tales palabras, él se sintió de pronto trasladado a la autopista, bajo la lluvia, oyendo cómo la mujer que amaba le reprochaba su frialdad, oyendo cómo le comunicaba que iba a abandonarlo por ello, pues no podía encontrar en su corazón un sentimiento que evidenciara que él la necesitaba.
Le pareció que se había levantado y estaba en pie junto a la sacerdotisa a la orilla del mar. Pero no era consciente de haber hecho tal movimiento. Bajó la mirada y vio que tenía las manos fuertemente apretadas. Entonces se volvió y se alejó, no de la verdad, que lo acompañaba siempre bajo las estrellas, sino de los ojos verdes y de la voz que había hablado con verdad.
Ella conrempló cómo se alejaba, y se sorprendió a sí misma lamentándolo. No había tenido intención de herirlo. Dana sabía muy bien que en otras muchas ocasiones había querido herirlo con sus palabras, pero no en aquella ocasión. Su intención había sido buena, todo lo buena que podía ser dada su naturaleza, pero de forma impensada había puesto el dedo en la llaga.
Sabía que podía aprovechar aquel descubrimiento en futuros encontronazos. Pero sentada allí sobre la roca, pensando en lo que uno y otro habían dicho, era difícil perseverar en tan calculados y fríos pensamientos. Se sonrió a sí misma por la ironía de la situación y se volvió a mirar el mar; y de pronto vio un barco fantasma que se interponía entre ella y la Luna.
-¡Pwyll! -gritó casi sin pensar.
Se levantó con el corazón palpitante de terror reverencial.
No podía separar la mirada del barco, que se movía muy despacio ante sus ojos de norte a sur, pese a que el viento soplaba del oeste. Tenía las velas desgarradas y la Luna brillaba entre los jirones. Los rayos iluminaban los mástiles rotos, el destrozado mascarón de proa y la destruida cabina de cubierta donde se albergaba el timón. Más abajo, a la altura de la línea de flotación, le pareció ver un enorme agujero en el costado del barco, por donde seguramente había penetrado el agua.
Parecía imposible que el barco pudiera mantenerse a flote.
Oyó que Pwyll volvía corriendo, y, en efecto, pronto estuvo de nuevo a su lado. No se volvió a mirarlo ni le dijo nada. Notó su respiración acelerada y dio las gracias en su interior: él también estaba viendo el barco. No se trataba, pues, de un fantasma de su imaginación; no era un síntoma de locura.
De pronto, él extendió una mano, apuntando a un lugar. Ella siguió con la mirada la dirección de su dedo.
En la borda más próxima a ellos, de pie cerca de la proa, había un hombre, un solitario marinero, y también la Luna brillaba a través de él.
Llevaba algo en las manos, que extendía hacia ellos por encima de la borda, y Jaelle se dio cuenta con un nuevo estremecimiento de terror de que era una lanza.
-Te agradecería que rezaras -dijo PwyIl.
Ella oyó un batir de invisibles alas. Alzó la vista y luego volvió a mirarlo. Vio que bajaba de la roca donde se encontraban.
Y empezaba a andar a través de las olas dirigiéndose hacia el barco.
Los dominios de Dana terminaban en el mar. Tampoco iban más allá, pensó Jaelle, los de la suma sacerdotisa. Tampoco iban más allá. Cerró los ojos al dar el primer paso y, pese a que estaba segura de que iba a hundirse, siguió avanzando.
Pero no se hundió. Las olas empaparon las sandalias que llevaba. Abrió los ojos, vio que Pwyll avanzaba con decisión delante de ella, y apresuró el paso para darle alcance.
Mientras se acercaba, percibió su mirada de alarma.
-Quizás necesites algo más que plegarias -dijo ella lacónicamente-. Las invocaciones de Dana no detienen el balanceo del mar; ya te lo dije en otra ocasión.
-Lo recuerdo -dijo él, retrocediendo un poco para esquivar una ola-. Lo cual te convierte en una valiente o en una insensata. ¿O quizás ambas cosas?
-Como quieras -dijo ella, ocultando el inesperado rubor de placer que sentía-. Siento que te causara dolor lo que antes dije. Por una vez no tenía la más mínima intención de hacerte daño.
-Por una vez -repitió él secamente.
Pero ella estaba aprendiendo a captar los cambiantes tonos de su voz, y sus palabras encerraban sólo ironía, nada más.
-Ya sé que no tenias mala intención -conrinuó él, buscando un camino entre las aguas-.
Fui yo mismo quien me hice daño. Si quieres, algún día trataré de explicártelo.
Ella no contestó, concentrándose en sus movimientos sobre el agua. Experimentaba una sensación extraña. Guardaba el equilibrio de forma perfecta e intachable. Había tenido que observar adónde iban y cuál era el movimiento del mar frente a ellos, pero, una vez que lo hubo hecho, avanzaba sin problema alguno sobre la superficie del mar. Tenía empapado el borde de su vestidura; nada más. Si no se estuvieran dirigiendo hacia un barco desaparecido hacia mil años, incluso lo habrían encontrado divertido.
Pero, cuanto más se acercaban, más traslúcido parecía aquel barco sepulcral. Cuando hubieron llegado, Jaelle distinguió con claridad los agujeros abiertos en la línea de flotación y vio que en el dañado casco del barco de Amairgen el mar brillaba con la luz de la Luna. En efecto, se trataba del barco de Amairgen. No podía ser de otro modo, dado que estaban en la bahía de la torre de Anor. No tenía ni idea de qué extraño poder lo mantenía en el mundo visible, permitiéndole que se conservara a flote. Pero sabía sin la menor duda quién era aquel marinero que se cernía sobre ellos. Por un momento, cuando se hubieron detenido, de pie sobre las olas, bajo aquella alta y fantasmal figura, Jaelle pensó en el poder del amor y rogó brevemente por el descanso eterno de Lisen junto al Tejedor.
Entonces Amairgen -o por lo menos lo que de él quedaba después de haber muerto hacia tantos años- empezó a hablar; y mientras lo hacía la luz de la Luna brillaba a través de él. Con una voz de profundos tonos como los de un caramillo tocado por el viento, dijo:
-¿Por qué habéis venido?
Jaelle se estremeció y sintió que perdía el equilibrio. No sabía por qué razón, había esperado alguna palabra de bienvenida. No aquella fría y terminante pregunta. De pronto le pareció que el mar era espantosamente oscuro y profundo y que la tierra estaba muy lejos. Notó que una mano la sostenía por el codo. Pwyll esperó a que ella le hiciera un gesto, antes de concentrar su atención en el hombre que les había hablado desde la cubierta del barco por encima de sus cabezas.
Ella vio cómo miraba al mago asesinado por el Traficante de Almas. Pálido incluso en momentos mejores, Pwyll estaba ahora blanco y fantasmal a la luz de la Luna. Pero sus ojos no parpadearon ni su voz flaqueó mientras respondía:
-Hemos venido por la lanza, fantasma errante. Y para traerte las noticias que has estado esperando año tras año.
-Había alguien en la torre -gritó el fantasma.
A Jaelle le pareció como si el viento arrastrara con el dolor de aquellas palabras la pesada carga de la nostalgia.
-Había alguien en la torre -continuó el fantasma-, y por eso he venido al lugar donde ella murió, lugar al que nunca vine cuando estaba vivo. ¿Quién estaba en esa habitación, que me ha hecho regresar?
-Ginebra -respondió Pwyll, y aguardó expectante
Amairgen permaneció callado. Jaelle notaba en torno el movimiento del mar. Bajó la mirada un momento y luego la alzó de nuevo: le había parecido ver a sus pies, como en un vértigo, muchas estrellas.
Amairgen se inclinó sobre la borda. Ella era la suma sacerdotisa de Dana, y allá encima, sobre ella, estaba el fantasma del hombre que había destruido el poder de Dana en Fionavar. Debería maldecirlo, pensaba una parte de su ser, debería maldecirlo como lo hacían las sacerdotisas de la Diosa al comienzo de cada mes. Debería derramar su sangre en el mar mientras pronunciaba la más amarga invocación de la Madre. Ese era, por encima de cualquier otro, su deber. Pero no podía cumplirlo. Aquella noche el odio suscitado por tan antiguo suceso ya no anidaba en su corazón; en cierto modo estaba segura de que ya no anidaría nunca más. Ante ella se alzaba demasiado dolor, demasiada tristeza. Todas las historias parecían entremezclarse unas con otras. Alzó la mirada hacia él y hacia lo que sostenía en las manos y guardó silencio, esperando.
Pese a que lo veía deformado por la perspectiva, ella podía distinguir sus cinceladas y traslúcidas facciones, pálidas y largas guedejas y el poderoso resplandor de la lanza que sostenía entre las manos. Llevaba un anillo en un dedo y ella adivinó de qué anillo se trataba.
-Entonces, ¿también ha venido el Guerrero? -preguntó Amairgen con el susurro de un cañaveral a la luz de la Luna.
-Así es -dijo Pwyll.
Y enseguida añadió:
-También ha venido Lancelot.
-¡Cómo!
Pese a la oscuridad y a la distancia, Jaelle vio que sus ojos brillaban en la noche como zafiros y que sus manos se deslizaban a lo largo de la lanza. Pwyll esperaba con toda calma que la figura que se cernía sobre ellos asimilara las implicaciones de lo que acababa de decirle.