Sendero de Tinieblas (39 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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-Los estaba custodiando -dijo el llamado Dalreidan, que hablaba por vez primera- e iba a volver para hacerlo de nuevo. Fue llamado por la vidente, Ivor… aven. Ella conocía el nombre de la criatura, y él no tuvo más remedio que obedecer. No te enfades con él. Creo que está sufriendo bastante.

El rostro de Levon había palidecido. Ivor abrió la boca pero la volvió a cerrar.

-¿Qué temes, aven de la Llanura? -preguntó Ra-Tenniel.

De nuevo, Ivor pareció dudar. Luego, como si hiciera brotar el pensamiento de la fuente de su corazón, dijo:

-Cada vez que vuela se aleja más y más. Temo que pronto sea como…, como Owein y la Caza Salvaje. Una cosa de humo y muerte, completamente aislada del mundo de los hombres.

De nuevo reinó el silencio, un silencio distinto, matizado tanto de respeto como de miedo. Fue roto por la voz crispada de Aileron, que los hizo regresar a la Llanura y a aquel día que inexorablemente devenía en atardecer.

-Nos queda por delante todavía un largo camino -dijo el soberano señor-. Sed bienvenidos los tres entre nosotros. ¿Podréis cabalgar?

Brock asintió.

-Para eso he venido -dijo Faebur, con una voz joven que trataba de parecer segura-: para cabalgar a tu lado y hacer lo que pueda cuando comience la batalla.

Aileron miró al hombre viejo que se llamaba a sí mismo Dalreidan. Dave vio que Ivor también lo miraba, y que Dalreidan devolvía la mirada, no la de Aileron, sino la del aven.

-Estoy dispuesto a cabalgar -dijo Dalteidan en voz baja-. ¿Tengo tu permiso?

De pronto, Dave se dio cuenta de que allí estaba ocurriendo algo más.

Ivor estuvo mirando un buen rato a Dalreidan antes de contestar. Luego dijo:

-Ningún capitán puede levantar un exilio de acuerdo con la Ley. Pero sé que no hay nada escrito en los pergaminos de Celidon acerca de lo que el aven puede hacer en tiempos de guerra. Estamos en guerra y tú ya has prestado un valioso servicio a nuestra causa. Tienes permiso para regresar entre nosotros. Te estoy hablando ahora en calidad de aven.

Se interrumpió. Luego con una voz diferente continuó:

-Tienes permiso para regresar a la Llanura y a tu tribu, aunque no con el nombre que llevas ahora. Sé bienvenido bajo el nombre que llevabas antes del incidente que te obligó a refugiarte en las montañas. Es éste un espléndido hilo que brilla en la oscuridad y que nunca creí llegar a ver: una promesa de regreso. No puedo expresar cuán contento estoy de verte de nuevo entre nosotros.

Sonrió.

-Vuélvete ahora para ver a otra persona que con seguridad estará muy contenta también de verte. Sorcha de la tercera tribu, vuélvete y abraza a tu hijo.

Delante de Dave, Torc permanecía rígido, en tanto Levon dejaba escapar un alarido de alegría. Sorcha se volvió, miró a su hijo, y Dave, que aún estaba detrás de Torc, vio que el adusto rostro del anciano dalrei se iluminaba con inesperada alegría.

Por un momento la escena permaneció estática; luego Tore avanzó con una torpeza insólita en él, y padre e hijo se fundieron en un abrazo tan estrecho que parecía como si los dos quisieran borrar los años oscuros que los habían separado.

Dave, que había sido quien había empujado a Torc, sonreía entre las lágrimas. Miró a Levon y luego a Ivor. Pensó en su padre, que estaba tan lejos de él, que parecía haber estado lejos de él toda la vida. Levantó la vista hacia el Rangat y se acordó de la mano de fuego.

-¿No crees -murmuró Mabon de Rodees- que esa pequeña expedición que estábamos planeando podría llevarse a cabo con más éxito si fuéramos siete?

Dave abrió los ojos desmesuradamente. Luego asintió. Después, como no podía pronunciar palabra, asintió de nuevo.

Levon les señaló un punto delante de ellos. Poniendo sumo cuidado en el hacha que llevaba y moviéndose tan silenciosamente como podía, Dave avanzó a rastras hasta donde estaba su amigo. Los otros hicieron lo mismo. Tendidos boca abajo sobre un montículo, mínima protección que podía proporcionarles la Llanura, los siete miraron al norte, hacia las tinieblas de Gwynir.

En el cielo, las nubes se deslizaban hacia el este, ora ocultando, ora descubriendo la Luna menguante. La brisa, que soplaba entre las altas yerbas, arrastraba el aroma de la arboleda de hoja perenne. Detrás de los árboles se alzaba el Rangat, dominando el cielo por el norte. Cuando la Luna aparecía entre las nubes, la montaña brillaba con una luz extraña, espectral. Dave miró allá lejos, en el oeste, y vio que el mundo acababa allí.

O parecía acabar. Estaban en los límites de Daniloth, el País de las Sombras, en el que cambiaba la dimensión del tiempo, en el que los hombres podían vagar errantes entre la niebla de Ra-Lathen hasta el fin de todos los mundos. Dave escrutaba a la luz de la Luna las sombras, la niebla, y le parecía ver que se movían borrosas siluetas, unas montadas sobre fantasmales caballos, otras a pie, y todas avanzando en silencio entre la niebla.

Habían abandonado el campamento cuando salió la Luna, con menos dificultades de lo que esperaban. Levon los había conducido hasta el puesto de guardia encomendado a Cechtar de la tercera tribu, que no iba a traicionarlos ni a impedir los planes del hijo del aven. Al revés, su única objeción había sido quejarse de que no se le permitiera acompañarlos.

-No puedes -le había murmurado Levon con extraordinaria calma y dominio-. Si no estamos de regreso cuando salga el Sol, significará que hemos sido capturados o muertos, y alguien tendrá entonces que avisar al soberano rey. Y ése debes ser tú, Cechrar. Lo siento. Será una ingrata tarea. Pero si los dioses nos aman, no tendrás que cargar con semejante mensaje.

Después, no habían intercambiado más palabras durante un buen trecho. Sólo se oía el susurro de la brisa nocturna a través de la Llanura, el ulular de una lechuza cazadora, las suaves pisadas que se alejaban del campamento y se internaban en la oscuridad.

Luego el sordo murmullo de las yerbas que iban apartando al avanzar a rastras en el último trecho hacia el suave rummor que Levon les había señalado, justo al este de Danilorh y al sur de Gwynir.

Mientras se arrastraba junto a Mabon de Rhoden, con Torc y Sorcha detrás, que no parecían dispuestos a separarse más que unos pocos centímetros, Dave se sorprendió a sí mismo pensando cuántas veces había visto la muerte de cerca desde que había llegado a Fionavar.

Desde que había llegado atravesando el espacio que separa a los mundos y había aterrizado allí, en la Llanura, y Torc había estado a punto de matarlo con su cuchillo.

Aquella primera noche ya había participado en una matanza: él y el moreno dalrei al que ahora llamaba hermano habían matado juntos a un urgach en el bosquecillo de Faelinn; aquélla había sido la primera de otras muchas muertes. Luego había tenido lugar la batalla junto al lago Llewen y después entre las nieves del Larham. La cacería de lobos de Gwen Ystrat, y por último, hacía tres noches, la carnicería junto a los bancales del Adein.

Se dio cuenta de que había sido muy afortunado, mientras avanzaba cada vez con más cautela, en tanto la Luna salía entre dos retazos de nubes. Podía perfectamente haber muerto ya una docena de veces. Haber muerto lejos, muy lejos de casa. Ululó otra lechuza. En el cielo aparecían estrellas dispersas allí donde las nubes se disgregaban.

Por segunda vez en aquel día se acordó de su padre. Era difícil, incluso para el propio Dave, adivinar por qué. Miró a Sorcha, que avanzaba sin esfuerzo alguno a rastras sobre la tierra cubierta de sombras. Casi sin querer, por el efecto engañoso de la distancia, de las sombras y de la nostalgia, se imaginó que su padre estaba allí, con ellos, una octava silueta en la oscura Llanura. Josef Martyniuk había luchado entre los guerrilleros ucranianos durante tres años. Hacía ya más de cuarenta, pero aun así, aun así, aquella dura vida de prolongado ejercicio físico le había proporcionado un extraordinario vigor, y Dave había crecido temiendo el poder del fornido brazo de su padre. Josef habría podido muy bien sostener la mortal hacha, y sus fríos ojos azules habrían podido brillar -¿o acaso era pedir mucho?- al ver con qué habilidad su hijo blandía una y cuán honrado era por un pueblo de extraordinarias dignidad y sabiduría.

También habría podido avanzar sin rezagarse, pensó Dave dejándose llevar un poco más por la imaginación, seguramente con tanta ligereza como Mabon. Y seguramente no habría dudado ni vacilado en hacer aquello, en combatir por aquella causa. Durante su infancia, Dave había oído contar muchas historias de las hazañas de su padre durante la guerra.

Sin embargo, Josef no le había contado ninguna. Los retazos que Dave había oído provenían de labios de amigos de sus padres, hombres de mediana edad que apuraban el tercer vaso de vodka mientras contaban al hijo torpe y desgarbado historias de su padre acaecidas hacía mucho tiempo. Mejor dicho, empezaban a contarle historias, pues Josef, al oírlos, les imponía silencio con una intempestiva lluvia de palabras en su antigua lengua.

Dave podía recordar todavía la primera vez que se había pegado con su hermano mayor. Vincent, muy avanzada la noche, en la habitación que compartían, había dejado caer una referencia casual a un atentado contra la vía del tren que su padre había organizado.

-¿Cómo lo sabes? -le había preguntado Dave, que por entonces debía de tener unos once años.

Todavía ahora recordaba el estremecimiento que había sentido en el corazón.

-Papá me lo contó -había respondido con calma Vincent-. Me contó muchas historias de esa clase.

Quizás aun ahora, después de quince años, Vincent seguía sin entender por qué su hermano menor lo había atacado con tal fiereza. Por primera y única vez, Dave había saltado sobre su hermano, más menudo y más frágil que él, y lo había golpeado, gritándole que era un mentiroso.

Los gritos de Vincent habían atraído a la habitación a un encolerizado Josef, que había oscurecido con su mole la luz del pasillo y había cogido con una mano a su hijo menor y lo había alzado por los aires mientras lo abofeteaba con su abierta y poderosa manaza.

-¡Es más débil que tú! -había rugido Josef-. ¡No debes pegarle nunca más!

Y Dave, a gritos, suspendido en el aire, incapaz de esquivar las bofetadas que llovían sobre él, había gritado de forma casi incoherente:

-¡También yo soy más débil que tú!

Y Josef había cesado de pegarle.

Había soltado a su desgarbado y desmañado hijo sobre la cama y había dicho:

-Es cierto. Tienes razón.

Luego se había marchado y cerrado la puerta dejando en tinieblas el dormitorio.

Entonces Dave no había entendido nada de aquello, y, a decir verdad, incluso ahora apenas colegía una mínima parte de lo que había sucedido. No tenía habilidad ninguna en la introspección. Quizás por propia elección.

Recordaba que, la noche siguiente, Vincent se había ofrecido a contarle la historia del sabotaje al tren. Y recordaba que él, con palabras inarticuladas pero desafiantes, le había dicho que cerrara el pico.

Ahora lo sentía. Sentía un montón de cosas. Suponía que tales sentimientos eran hijos de la distancia.

Y mientras pensaba en tales cosas, llegó arrastrándose hasta el montículo donde se encontraba Levon y escudriñó las tinieblas de Gwynir.

-Esto -murmuró Levon- no es en absoluto la cosa más inteligente que haya hecho en mi vida.

Las palabras expresaban arrepentimiento, pero no así el tono.

Dave notó en la voz del hijo de Ivor una mal reprimida excitación y, en su interior, por encima del miedo, experimenró una ola de alegría. Se encontraba entre amigos, entre hombres a los que amaba y respetaba profundamente, y estaba compartiendo con ellos un peligro por una causa que valía la pena. Tenía los nervios tensos, afilados; se sentía intensamente vivo.

La Luna se deslizó tras las nubes, y la línea del bosque se convirtió en algo borroso e indefinido. Levon dijo:

-Muy bien. Os guiaré. Seguidme de dos en dos. No creo que nos estén vigilando, a excepción de algún oso y algún gato salvaje. Iremos a una hondonada que hay hacia el nordeste. Seguidme con sigilo. Si la Luna reaparece, deteneos hasta que haya desaparecido otra vez.

Se dejó caer desde el borde del montículo y, a rastras, comenzó a deslizarse a través del espacio abierto que los separaba del bosque. Se movía con tanta ligereza que las yerbas parecían apenas moverse a su paso.

Dave esperó unos instantes; luego, seguido por Mabon, comenzó a su vez a avanzar con agilidad. No era fácil moverse con la carga del hacha, pero no había ido hasta allí buscando comodidades. Mantenía el ritmo con codos y rodillas y se esforzaba por respirar uniforme y lentamente, manteniendo la cabeza baja y mirando al suelo. Dos veces levantó la vista para asegurarse de que la orientación era la correcta, y una vez, por breves momentos, la Luna se deslizó entre las nubes y los obligó a detenerse como clavados entre las plateadas yerbas; cuando volvió a desaparecer, siguieron avanzando.

Encontraron la pendiente de la suave ladera justo cuando los árboles empezaban a espesarse. Levon los estaba esperando, agachado, con un dedo sobre los labios. Dave se quedó arrodillado, balanceando el hacha y respirando con cautela. Escucharon.

Reinaba un absoluto silencio, interrumpido sólo por los pájaros nocturnos, el viento entre los árboles y el rápido deslizarse de algún pequeño animal. Luego se oyó un apenas perceptible rumor entre las yerbas, y Torc y Sorcha aparecieron a su lado, seguidos poco después por Brock y Faebur. El rostro del joven de Eridu era una máscara de severa expresión. Con los oscuros tatuajes parecía un primitivo e implacable dios de la guerra.

Levon se les acercó y, con un débil hilillo de voz, les dijo:

-Si nos preparan una emboscada de algún tipo, no será muy lejos de aquí. Con seguridad esperan que bordeemos el bosque lo más cerca que podamos de Daniloth. Un ataque nos empujaría al País de las Sombras e inutilizaría a nuestros caballos en la arboleda. Quiero comprobar si hay un camino que nos conduzca directamente al norte desde aquí y serpentee el borde oriental del bosque. Si no lo encontramos, podemos volver al campamento y jugar a los dados con Cechtar. Es un pésimo jugador y tiene un cinturón que me gustaría ganarle.

Los dientes de Levon brillaron muy blancos en la oscuridad. Dave le respondió con una sonrisa. Esos eran, decidió, los momentos por los que valía la pena vivir.

De pronto un guardián armado se detuvo en la hondonada por el lado norte.

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