Sendero de Tinieblas (31 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Y ella decidió agradecida que ésa hubiera sido también su respuesta.

Todos estaban ya a bordo, callados entre los pasos de los invisibles marineros y el ruido de las velas al hincharse, pese a estar desgarradas, con un viento que ninguno de ellos podía sentir.

Jaelle se volvió y vio que Amairgen caminaba despacio hacia donde estaba Arturo, sosteniendo entre las manos la lanza. Se dio cuenta de que sólo quedaba una cosa por hacer.

-Bienvenido -dijo el mago muerto al Guerrero-, suponiendo que los vivos puedan ser bienvenidos a un lugar como éste.

-Suponiendo que yo esté vivo -replicó despacio Arturo.

Amairgen lo miró un momento y luego se dejó caer sobre una rodilla.

-En este mundo, he llevado la carga de algo que te pertenece, señor. ¿Querrás aceptar de mis manos la Lanza del Rey?

Navegaban hacia el mar abierto, bordeando la curva de la bahía, deslizándose hacia el norte bajo las estrellas.

Oyeron que Arturo decía simplemente, con la voz profunda cargada con las sombras de centurias y de muchísimas guerras:

-La acepto.

Amairgen le tendió la lanza. Arturo la cogió y al hacerlo la punta de la Lanza del Rey se iluminó por un deslumbrante instante con un brillo blanquiazul. Y en ese momento se puso la Luna.

Ginebra corrió enloquecida como si hubiera oído un sonido. En silencio miró hacia la playa y hacia el bosque que se extendía detrás. Luego susurró:

-¡Oh, amor mío! ¡Oh, mi muy querido amor!

Capítulo 9

Cuando Flidais llegó al bosquecillo, hacía ya tiempo que había empezado el combate.

Se dio cuenta de que había sido el último en llegar. Todos los espíritus móviles del bosque estaban allí, rodeando en circulo el bosquecillo, mirando; y los que no podían moverse estaban también presentes, pues habían proyectado su conciencia sobre aquel lugar, para ver a través de los ojos de los allí reunidos.

Cuando se acercó le hicieron sitio, aunque algunos con más premura que otros, y él se apresuró a tomar nota de aquel detalle. Pero al fin y al cabo era el hijo de Cernan y todos lo dejaron pasar.

Después de pasar entre los allí reunidos, llegó al borde mismo del claro del bosque y vio cómo Lancelot luchaba desesperadamente a la luz de las estrellas por su vida y la de Darien.

Flidais había vivido mucho tiempo, pero sólo había visto una vez al Más Anciano, la noche en que todo Pendaran se había reunido, como ahora, para ver cómo Curdardh se alzaba sobre las hendiduras de la tierra para asesinar a Amairgen de Brennin, que se había atrevido a internarse por la noche en el bosquecillo. Flidais era entonces muy joven, pero había sido siempre una criatura sagaz y observadora, y su memoria era buena: el demonio, desdeñando emplear su poderoso martillo, había querido aplastar y destruir la mente del intruso, que era un mortal, sólo un mortal, y por tanto no podría resistir. Y sin embargo, recordó Flidais, Amairgen había resistido. Con una voluntad de acero y un coraje que el hijo más joven de Cernan no había visto superar en todos los años que habían pasado desde entonces, había combatido contra el Más Anciano y lo había vencido.

Pero sólo porque había contado con ayuda.

Flidais nunca olvidaría la abrumadora emoción que experimentó (sólo comparable al sabor del vino prohibido en el nebuloso palacio de Macha, o a la primera y única visión de Ceinwen alzándose desnuda del esranque del bosquecillo de Faelinn) cuando de pronto se dio cuenta de que Mórnir estaba interviniendo en la batalla. Al final, cuando Amairgen hubo rechazado a Curdardh en la hora gris que precede al alba, el dios -asegurando después, con la intimidante autoridad de su voz atronadora, que había sido llamado y atraído por la victoria de Amairgen— se dignó visitar al mortal y le brindó los secretos de la ciencia de los cielos.

Después Mórnir había tenido que vérselas con Dana, lo cual había desencadenado un caos entre los dioses y las diosas que, en opinión de Flidais, de regreso ahora en el bosquecillo después de mil años, tenía todo y a la vez nada que ver con lo que en aquellos momentos estaba sucediendo. Pero dos innegables verdades se evidenciaban ante el diminuto andain mientras contemplaba las figuras que combatían bajo las estrellas.

La primera de ellas era que por alguna desconocida razón -y Flidais ignoraba por entonces la estancia de Lancelot entre los muertos de Cader Sedar- el demonio estaba utilizando el martillo y su terrorífica presencia física al tiempo que también empleaba en la batalla el poder de su mente. La segunda era que Lancelot estaba luchando solo, sin la ayuda de ningún poder, tan solo con su espada y su habilidad en manejarla.

Lo cual significaba, y al andain no le cabía la menor duda, que no podía ganar, pese a ser lo que era y lo que había sido: un guerrero imbatible en cualquiera y cada uno de los mundos del Tejedor.

Flidais, que se acordaba con claridad de los tiempos en que había sido Taliesin en Camelot y había visto combatir por primera vez a aquel hombre, sintió un nudo en la garganta, una pesada opresión en su robusto pecho, al ver el desesperado y espléndido coraje que se estaba malgastando allí. Se sorprendió a sí mismo: se suponía que los andains no se preocupaban de lo que les ocurría a los mortales, ni siquiera a aquel hombre; sobre todo teniendo en cuenta que él era el guardián del bosque y el sagrado bosquecillo había sido profanado. Su deber y su lealtad deberían haber sido tan transparentes como el círculo de cielo que coronaba el bosquecillo.

Un día antes, y quizás tratándose de otra persona, lo hubieran sido. Pero ya no podían serlo, y mucho menos tratándose de Lancelot. Flidais contemplaba la escena con mirada atenta a la luz de la Luna y traicionaba la responsabilidad contraída desde hacia tanto tiempo al sufrir por lo que estaba viendo.

Curdardh cambiaba constantemente su amorfa y evanescente apariencia física; adoptaba nuevas y mortales formas mientras combatía. Ante la mirada de Flidais desarrolló un nuevo miembro, que sostenía una espada de piedra, una espada que parecía formar parte de su propio cuerpo. Atacó a Lancelot y lo hizo retroceder con esa espada hasta los árboles del límite oriental del claro, y luego, sin esfuerzo alguno, con primitiva fuerza, blandió su poderoso martillo con furia arrasadora.

El hombre, con desesperación, hurtó el golpe. Lancelot, en efecto, se agachó y se echó hacia un lado, con un movimiento que lo expuso por debajo a un golpe de martillo y por encima a un tajo de la espada, y luego, mientras se dejaba caer sobre las rodillas asestó un golpe de revés con la espada que acertó a seccionar por el hombro el brazo recién desarrollado de Curdardh. La espada de piedra cayó sobre la yerba.

Flidais contuvo el aliento de asombro y de pavor. Después, tras un instante de salvaje e irracional esperanza, exhaló de nuevo un suspiro de pesar. Pues el demonio se limitó a reírse, sin dar muestras de fatiga o de haber sufrido daño alguno, y desarrolló un nuevo miembro de su torso gris pizarra. Otro miembro con otra espada, igual que antes.

Y atacó de nuevo, sin demora, sin respiro. Una vez más, Lancelot eludió el martillo forjado en las profundidades, una vez más desvió el golpe de la espada de piedra y esta vez, con un movimiento tan rápido que apenas pudo verse, golpeó a su vez y acertó a dar en la repugnante cabeza del demonio llena de gusanos.

El golpe debía haberle causado dolor, pensó Flidais, asombrado todavía de preocuparse tanto. Y en efecto, parecía habérselo hecho, pues Curdardh vaciló, rugiendo sin palabras, antes de comenzar de nuevo a cambiar de forma: esta vez se transformó en una criatura viviente de piedra sin rasgos distintivos, invulnerable, insensible a los golpes de espada, sin que importara dónde hubiera sido forjada o quién la empuñara. Y comenzó a acosar al hombre por el reducido ámbito del claro para herirlo y matarlo.

Flidais comprobó entonces que había estado en lo cierto desde el principio. Siempre que Lancelot le causaba algún daño, alguna herida, el demonio podía refugíarse en una apariencia inexpugnable. Podía curarse cualquier herida de espada sin dejar de obligar al hombre a eludir su acoso mortal. Incluso con la pierna inutilizada -lisiada ritualmente hacía mil años como señal de que el demonio era el guardián de aquel lugar-, Flidais veía que Curdardh era ágil y mortífero y que el claro era pequeño, y que ni los árboles del bosquecillo ni los espíritus que contemplaban el combate permitirían que el hombre escapara, ni tan siquiera por un momento, del sacrosanto lugar que había profanado y donde por fuerza debía morir.

Lo veía él y también alguien más. Desviando la mirada del reñido y sangriento combate, Flidais miró a la derecha. El muchacho, con el rostro muy pálido, contemplaba la escena con expresión inescrutable. Al mirar al hijo de Rakoth Maugrim, Flidais sintió el mismo instintivo rechazo que había experimentado en la playa junto al Anor, y fue lo bastante honesto para reconocer que tal sensación era simplemente miedo. Luego pensó en la madre del muchacho y volvió a fijar su mirada en Lancelot, que estaba combatiendo en silencio en la oscuridad para salvar la vida del chico: desterró sus recelos y, caminando sobre la yerba del claro, se acercó a Darien.

-Me llamo Flidais -dijo, rompiendo así sus más ancestrales principios. Pero, pensaba, ¿de qué servían los principios en una noche como aquélla y tratándose de una criatura como aquel muchacho?

Darien se retiró unos pasos, asustado de tan cercana proximidad. Sus ojos no se apartaban ni un momento de las dos figuras que estaban combatiendo.

-Soy amigo de tu madre -dijo Flidais, esforzándose por encontrar las palabras adecuadas-. Te aseguro que no quiero causarte mal alguno.

Por primera vez, el muchacho lo miró.

-Eso no tiene importancia alguna -dijo, hablando casi en un suspiro-. No puedes conseguir que cambien las cosas, ¿verdad? La elección ya ha empezado a hacerse.

Estremeciéndose, a Flidais le pareció que por primera vez veía al muchacho con toda claridad, y de pronto, en aquel instante, se dio cuenta de la juventud, de la belleza de Darien, y, puesto que podía ver en la oscuridad, se dio cuenta también de cuán azules tenía los ojos.

Sin embargo, por mucho que lo intentara, no podía borrar la imagen del brillo carmesí que tenía en la playa ni del resplandor del árbol al incendiarse.

En ese momento resonó un ruido sordo en el claro, y Flidais se apresuró a retroceder pegándose al tronco del árbol que había tras él. A menos de seis pasos, Lancelot perdía terreno, acosado por el demonio que, bajo la apariencia de una inexpugnable roca, avanzaba con un ruido semejante a un alud de piedras.

A medida que Lancelot se acercaba, Flidais distinguía en todo su cuerpo innumerables heridas y contusiones. La sangre le manaba sin cesar del hombro izquierdo y del brazo derecho. Tenía las vestiduras destrozadas y empapadas de sangre, y sus finos y negros cabellos se le pegaban a la cabeza. Ríos de sudor le corrían por el rostro. De vez en cuando alzaba la mano izquierda, sin hacer caso de la herida, y se enjugaba con los dedos el sudor, para poder ver.

Si es que en realidad podía todavía ver. En efecto, sólo era un mortal, no contaba con ninguna ayuda, e incluso la media luna se había ocultado hacía tiempo por el oeste, escondiéndose tras los altos árboles que bordeaban el claro. Sólo un puñado de estrellas contemplaban desde lo alto aquella acción valerosa llevada a cabo por el alma atormentada y esplendorosa de Lancelot du Lac, la acción más galante e intrépida jamás entretejida en el Tapiz.

Paralizado por su responsabilidad hacia el bosque y por el poder de aquel lugar, Flidais contemplaba con desesperación cómo los dos contendientes se acercaban más y más.

Vio que Lancelot, de pies ligeros y ágiles, sobreponíendose al dolor y al cansancio, se dejaba caer sobre una rodilla, esquivando el ataque del demonio, y lanzaba una estocada fulminante contra la pierna del demonio, la única parte de aquella apariencia de roca gris pizarra que no era invulnerable a los golpes del acero.

Pero con una agilidad que contrastaba con su grotesca fealdad infestada de gusanos, el demonio del bosquecillo esquivó el golpe. Con terrorífica rapidez, dibujó una nueva espada y un nuevo brazo y, mientras el arma tomaba forma, lanzó un terrible golpe contra el hombre tendido en el suelo. Lancelot rodó con precipitado y forzado movimiento e interpuso su brillante espada para parar el golpe de la espada de piedra de Curdardh.

Las espadas entrechocaron con un estrépito que sacudió todo el claro. Flidais apretó los puños con el corazón palpitante y entonces vio que, incluso frente a la brutal fuerza del demonio, Lancelot se mantenía firme. Su espada no se rompió y los músculos de su brazo no cedieron. Con el golpe se rompió la espada de piedra; Lancelot se echó a rodar otra vez lejos del límite del claro y se puso en pie mientras su pecho se agitaba convulsivamente.

Entonces Flidais vio que tenía otra herida, causada por un trozo desprendido de la espada del demonio. La camisa le colgaba hecha jirones; Lancelot se la arrancó y se quedó con el pecho desnudo en medio del claro, dejando al descubierto una herida justo encima del corazón que sangraba sin cesar. Balanceándose sobre los pies, mirando a su enemigo con ojos impávidos, blandió otra vez la espada, mientras esperaba una nueva acometida de Curdardh.

Y Curdardh, con el primigenio, implacable e incansable poder de la tierra, atacó.

Cambió una vez más de forma, abandonando la desmañada pero invulnerable apariencia de roca, y adoptó una vez más una cabeza, que era casi humana pese a que sólo tenía un ojo, del que caían como lágrimas gusanos y negros escarabajos; y una vez más, ahora de forma más terrorífica aún, blandió el colosal martillo que sacó de alguna parte de si mismo. Sosreniéndolo con un brazo tan fornido que parecía tan grueso como el pecho de Lancelot, avanzó, de forma que casi parecía salvar todo el espacio del claro con tan sólo una zancada, y, rugiendo como una avalancha, lanzó un martillazo contra el hombre que lo aguardaba.

Lancelot lo esquivó, pero a duras penas, pues el ataque fue brutalmente rápido. Flidais sintió que la tierra se sacudía otra vez con el impacto del golpe, y cuando Curdardh siguió avanzando, acosando, acosando sin cesar al hombre, el andain vio que había un humeante agujero sobre la yerba chamuscada en el lugar donde el martillo había golpeado como si del destino se tratara.

Y siguió golpeando una vez tras otra, hasta que Flidais, que sin darse cuenta se había clavado las uñas en las palmas de las manos, creyó que el corazón iba a saltarle en mil pedazos de la tensión y la fatiga. Y una y otra vez Lancelot esquivaba el mortífero martillo y la afilada espada que el demonio hacía crecer de su propio cuerpo. Por dos veces el hombre consiguió cortar los brazos que blandían las espadas de piedra, y por dos veces fue capaz de saltar, con una resplandeciente gracia comparable a la de las estrellas, y herir a Curdardh, una vez en un ojo y otra en el cuello, obligándolo a adoptar la protectora apariencia de roca.

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