Sendero de Tinieblas (26 page)

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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantasía

BOOK: Sendero de Tinieblas
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Cernan se volvió a mirar. Un primer destello de plata había alcanzado el lugar donde se encontraban. Un destello que acarició y moldeó su desnuda figura. Había un lugar donde quería estar cuando la Luna se levantara, y sólo pensar en lo que le estaba esperando lo hacia estremecerse de deseo. Pero se detuvo, expectante.

Lancelot -dijo Flidais.

Y a su vez se volvió para alejarse corriendo con inesperada velocidad hacia el bosquecillo donde había nacido Lisen hacía mucho tiempo, en presencia de todos los dioses y diosas.

Cegado por la cólera y la confusión, por la amargura de senrirse rechazado, Darien se internó un buen trecho en el bosque antes de darse cuenta de que no era precisamente lo más prudente que hubiera podido hacer.

No había tenido intención de quemar el árbol, pero los acontecimientos, todo lo que ocurría, no parecían fluir por donde él esperaba, no parecían nunca seguir el curso adecuado. Y cuando sucedió todo aquello, algo más se apoderó de su espíritu, y su poder afloró con el cambio de color de sus ojos e incendió los árboles.

Incluso entonces, él quería que fuera sólo una ilusión -la misma ilusión de fuego que había hecho aparecer en el claro del Árbol del Verano-, pero esta vez su poder había sido más fuerte y se había sentido especialmente intranquilo delante de tanta gente; además su madre, hermosa y fría, lo había obligado a marcharse. Entonces no había sido capaz de controlar sus acciones y el fuego había sido esa vez real.

Y se había internado en las sombras del bosque, huyendo de las sombras de la playa que parecían ser aún más frías y lacerantes.

Ahora la oscuridad era total, la Luna aún no se había levantado y, poco a poco, a medida que remitía su cólera, Darien fue dándose cuenta de que estaba en peligro. No conocía la leyenda del Gran Bosque, pero era un andain y por eso podía entender a medias los mensajes que eran transmitidos a través de Pendaran, mensajes que hablaban de él, de lo que había hecho y de lo que llevaba sobre la frente.

A medida que aumentaba la sensación de peligro, aumentaba también la conciencia de que lo estaban obligando a avanzar en una dirección determinada. Pensó en adoptar la apariencia de lechuza y escapar volando del bosque, pero al pensarlo se sintió abrumado por su debilidad. Había volado largo rato y a toda velocidad con esa apariencia, y no estaba seguro de sí podría resistirlo otra vez. Era fuerte, pero no hasta tal punto, y por lo general necesitaba ser invadido por una oleada de emoción para hacer emerger su poder: miedo, hambre, deseo, cólera. Ahora no sentía ninguna de esas emociones. Era consciente del peligro, pero no podía reaccionar ante él.

Entumecido, indiferente, solo, conservó su apariencia, habitual, vestido con las ropas de Finn, y siguió, sin resistirse, los sutilmente intrincados senderos del bosque de Pendaran, dejando que los poderes de la floresta lo guiaran por donde quisieran hasta el lugar donde estuvieran esperándolo. Oía la cólera del bosque como una anticipación de venganza, pero no reaccionó. Seguía caminando sin preocuparse de nada, pensando sólo en la autoritaria y fría expresión de su madre al decirle: «¿Qué estás haciendo aquí?

¿Qué es lo que quieres, Darien?».

¿Qué quería? ¿Cómo le podía estar permitido a él querer, esperar, soñar, desear? Sólo hacía un año que había nacido. ¿Cómo podía saber lo que quería? Sólo sabía que sus ojos podían rornarse rojos como los de su padre, y cuando así sucedía los árboles ardían y todos huían de él. Incluso la Luz había huido de él. Había relucido hermosa, serena y compasiva, y la vidente la había puesto sobre su frente, pero, tan pronto como se la hubo ajustado, había desaparecido.

Seguía caminando, sin llorar. Tenía los ojos azules. La media luna estaba apareciendo; pronto iluminaría los claros entre los árboles. El bosque susurraba triunfalmente, y había malevolencia en las hojas. Era guiado, sin resistirse, con la Diadema de Lisen sobre la frente, hacia el sagrado bosquecillo de Pendaran para ser allí asesinado.

Hacia innumerables años que aquel bosquecillo estaba impregnado de poder. No había ningún lugar en ningún mundo con unas raíces tan profundamente entretejidas en el Tapiz. Frente a la antiguedad de aquel lugar, incluso la consagración a Mórnir del Arbol del Verano en el Bosque Sagrado del soberano reino significaba sólo un parpadeo del tiempo pasado, que se remontaba a los días en que Iorweth había sido llamado a Brennin de allende el mar.

Durante miles y miles de años antes de aquel día, el bosque de Pendaran había contemplado cómo se sucedían en Fionavar veranos e inviernos, y a través del ir y venir de las estaciones aquel bosquecillo y el claro que encerraba en su seno habían sido el corazón mismo del Bosque. Poderes mágicos residían allí. Antiguos poderes mágicos dormían en el subsuelo de la floresta.

Allí, hacía más de mil años (sólo un parpadeo del tiempo), había nacido Lisen en presencia de los extasiados y silenciosos poderes del bosque y de las resplandecientes diosas, de quienes había heredado la belleza. Allí había acudido también Amairgen Rama Blanca, el primer mortal, el primer hijo del Tejedor no nacido del bosque, y se había atrevido a pasar una noche en aquel bosquecillo, busca para los hombres un poder que no tuviera que ahmentarse en la sangre mágica de las sacerdotisas. Y allí había encontrado ese poder, y más aún, pues Lisen, salvaje y gloriosa, había regresado al profanado bosquecillo que la había visto nacer para matarlo por la mañana, pero en lugar de hacerlo se había enamorado de él y había abandonado el bosque.

Después, todo había cambiado. Para los poderes del bosquecillo, para todo el bosque de Pendaran, el tiempo se había contraído en el momento en que ella había muerto al saltar desde la balconada del Anor, y desde entonces avanzaba mucho más despacio, como aplastado por un peso.

Desde entonces, desde aquellos días de destrucción que siguieron a la primera aparición de Rakoth Maugrim, sólo otro mortal se había aventurado en ese lugar, y también era un mago, un seguidor de Amairgen, y era un ladrón. Con una manipulación de la ciencia, Raederth había podido saber con toda seguridad cuándo podía, penetrar en Pendaran sin correr riesgo alguno para conseguir lo que pretendía. Durante un día, sólo durante un día en todo el año, el bosque era vulnerable: el día en que lloraba por la pérdida de Lisen y descuidaba la guardia. Cuando las estaciones se acercaban al día en que Lisen había saltado, el río se tornaba rojo al pasar junto al Anor y desembocar en el mar asesino para honrar el recuerdo de la sangre de Lisen, y todos los espíritus del bosque que podían hacerlo se reunían al pie de la torre para entonar un lamento, y los que no podían trasladarse allí proyectaban hacia aquel lugar su conciencia para ver el río y el Anor a través de los ojos de los allí congregados.

Y un año, en la mañana de aquel día, Raederth llegó al bosquecillo. Sin su fuente, sin proyectar aureola alguna de poder, se internó en el bosque y se arrodilló en el claro junto al lugar del nacimiento de Lisen, y se apoderó de la Diadema que brillaba sobre la yerba.

Mientras el sol se ponía y el río recobraba su color natural al desembocar en el mar, el mago que había estado corriendo durante todo el día, sin descansar, casi había llegado a los limites orientales del bosque.

Para entonces, Pendaran ya se había dado cuenta de su presencia y de lo que había hecho, pero los más poderosos poderes del bosque estaban reunidos junto al mar y era muy poco lo que podían hacer. Hicieron que los senderos del bosque lo confundieran, que los árboles se inclinaran y le cerraran amenazadoramente el paso, pero ya estaba muy cerca de la Llanura, podía ver las altas yerbas a la luz del crepúsculo, y su voluntad y coraje eran muy poderosos, más que los de un ordinario ladrón; por eso, aunque lo hirieron, y gravemente, logró salir del bosque y siguió corriendo hacia el sur sosteniendo en sus manos aquel objeto resplandeciente que solo Lísen había llevado.

Por eso ahora, con exultante, salvaje y colectiva alegría, Pendaran se daba cuenta de que la Diadema había vuelto a casa. Y había vuelto a casa de un modo doloroso, se susurraban los espíritus. Agónicamente, pues la luz había desaparecido sobre la frente de aquel que acababa de quemar un árbol. Lo enloquecerían, lo despellejarían, en cuerpo y alma, antes de matarlo.. Así se lo juraban unas a otras: las deienas a las hojas de los sensibles árboles; las hojas a los poderes silenciosos y a los sonoros; las tenebrosas e informes presencias del pavor a las ancestrales, inmutables y enraizadas fuerzas que en otro tiempo habían sido árboles y ahora eran algo más, algo profundamente versado en el odio.

Por un momento, los susurros cesaron. En ese instante, todos escucharon a Cernan, su señor. Le oyeron decir en voz alta que ya se había cumplido el tiempo de que aquel ser muriera, y se alegraron con sus palabras. No habría nada que los detuviera, ninguna voz de ningún dios los disuadiría.

La víctima iba siendo conducida con delicadeza hacia el bosquecillo; los senderos de la floresta se abrían a su paso, y mientras caminaba se iba labrando su hado y se decidía quién lo llevaría a cabo. Todos los poderes del bosque estaban de acuerdo: por muy grave que fuera el sacrilegio cometido, por mucho que estuvieran poseídos por el deseo de matar, no levantarían la mano contra quien llevaba sobre su cabeza la Diadema de Lisen.

Pero había otro poder, el más fuerte de todos. Era un poder de la tierra, no de la floresta, y no estaba sujeto a los sufrimientos y limitaciones del bosque. Mientras Darien era conducido, sin que ofreciera resistencia alguna, hacia el sagrado bosquecillo, los espíritus de Pendaran enviaron sus mensajes al guardián que dormía bajo tierra.

Despertaron al Más Anciano.

En el bosque era noche cerrada, pero incluso cuando no tomaba la apariencia de lechuza podía ver perfectamente en la oscuridad. De hecho, en cierto sentido, las tinieblas le resultaban más cómodas, lo cual era otro motivo de inquietud. Esa afinidad le recordaba las voces que durante el invierno de su infancia lo llamaban por la noche, y de cómo se había sentido atraído por ellas.

Y eso le recordó a Finn, que lo había retenido y le había dicho que tenía que odiar la Oscuridad, y que luego lo había abandonado. Recordaba muy bien aquel día, lo recordaría siempre: el día en que había sido traicionado por primera vez. Había dibujado una flor en la nieve y la había coloreado con el poder de su mirada.

En el bosquecillo reinaba un silencio total. Ahora que había llegado allí, el susurro de las hojas se había desvanecido confundiéndose con el agradable murmullo de la noche.

En el aire había un aroma desconocido. Bajo sus pies la yerba del claro del bosque era muelle y suave. No podía ver la Luna. Sobre su cabeza, las estrellas brillaban en el estrecho círculo trazado por los amenazadores árboles.

Lo odiaban. Los árboles, las hojas, la suave yerba, los espíritus presentes tras los troncos de los árboles, las deienas que lo espiaban a través de las hojas: todos lo odiaban, lo sabia. Una parte de él reconocía que debería estar asustado. Que debería esgrimir todo su poder para escapar de ese lugar, para que todos ellos pagaran con fuego y humo su odio.

Pero no parecía poder hacerlo. Estaba cansado y solo, y sufría de forma indecible.

Estaba listo para el fin.

Cerca del limite norte del claro había un montículo, cubierto de yerba, sobre el que se abrían a la oscuridad flores de noche. Se dirigió hacia allí. Las flores eran muy hermosas; el aroma del bosquecillo provenía de ellas. Con cuidado, como para no causar más injurias y afrentas, Darien se sentó sobre la yerba entre dos matas de flores oscuras.

De inmediato surgió del bosque un vibrante sonido de furia. Se levantó de un salto y un involuntario grito de protesta escapó de su garganta. ¡Había tenido cuidado! ¡No había producido daño alguno! Sólo quería descansar un rato bajo la silenciosa luz de las estrellas antes de morir. Extendió los brazos con las manos abiertas en un gesto desesperanzado de apaciguamiento.

Poco a poco el sonido fue desvaneciéndose, aunque cuando ya había desaparecido quedó una especie de tamborileo, un rumor apenas audible, que surgía de la yerba del bosquecillo. Darien exhaló un suspiro y miró en torno.

Nada se movía, salvo las hojas que se agitaban ligeramente con la brisa. Sobre la rama más baja de uno de los árboles estaba posada una geiala, con la suave cola peluda levantada. Darien sabia que, si se hubiera mostrado con la apariencia de lechuza, la geiala habría emprendido el vuelo con sólo verlo. Pero supuso que su aspecto debía de ser inofensivo. Un objeto más de curiosidad. Sólo un muchacho a merced del bosque, que era inmíserícorde.

Muy bien, decidió, con una especie de desesperada aceptación. Incluso resultaba más fácil así. Todos, desde los primeros momentos que podía recordar, le habían hablado de elección. De la Luz y de la Oscuridad, de la necesidad de escoger entre las dos. Pero ni siquiera ellos habían sido capaces de ponerse de acuerdo sobre lo que debían escoger y decidir acerca de él: Pwyll, que lo había llevado al Árbol del Verano, había deseado que Dan se hiciera mayor, que adoptara la apariencia que ahora tenía para acceder a un conocimiento más completo. Cernan de las Fieras había deseado saber por qué se le había permitido vivir. La vidente de blancos cabellos y ojos asustados le había regalado un resplandeciente objeto de Luz y había contemplado con él cómo la luz se apagaba.

Luego lo había enviado a su madre, que a su vez lo había alejado de ella. Finn, incluso Finn, que le había dicho que debía amar la Luz, se había marchado sin un adiós para sumergirse en una especie de oscuridad personal, en los anchurosos espacios entre las estrellas.

Ellos le hablaban de elección, de su naturaleza en equilibrio entre su madre y su padre.

Se sentía en un equilibrio demasiado precario, decidió. Era demasiado difícil para todos ellos y, al fin y al cabo, para él. Era más fácil así, era más fácil renunciar a esa necesidad de elegir y abandonarse al bosque en ese lugar de ancestral poder. Era más fácil aceptar la muerte, lo cual facilitaría las cosas a los demás. Los muertos no podían estar solos, pensó Darien. No podían soportar ese sufrimiento. Todos le temían, todos temían lo que pudiera hacer con la libertad de elección, todos temían lo que pudiera llegar a ser. Ya no tendrían nada que temer.

Recordó el rostro del lios alfar aquella última y fría mañana de invierno junto al Árbol del Verano; recordó su hermoso resplandor, y su miedo. Recordó a la vidente de blancos cabellos. Le había hecho un regalo, cosa que jamás le había hecho un extraño, pero había leído en sus ojos la duda y el temor incluso de que la Luz se apagara. Era cierto: todos temían lo que pudiera escoger.

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