También podían, bajo las órdenes de Kaen y Bléd, ser esclavos de la Oscuridad como nunca antes lo había sido Maugrim. Pensó en el Lókdal y luego, naturalmente, en Darien: el miedo siempre en la base de todo. El temor desvaneció el mareo y el dolor y la hizo ponerse en pie. ¡Tenía que salir de allí! Estaban sucediendo demasiadas cosas.
¡Demasiadas cosas dependían de ella!
El impulso del pánico desapareció, abandonándola a la inexorable certeza de que sin el Baelrath ya nada dependía de ella. Trató de darse ánimos con la idea de que por lo menos estaba todavía viva. Aún no la habían matado, y tenía a su disposición agua y una toalla limpia. Trató de darse fuerzas con la presencia de tales cosas: trató, pero fracasó.
El Baelrath había desaparecido. Por fin pudo acercarse a la mesa baja. Bebió con ansias el agua, que alguna propiedad de la vasija de piedra había conservado fresca, y se lavó; el frío la dejó sin aliento. Luego examinó la herida: una contusión considerable y dolorosa, pero incruenta. Dio gracias por tan insignificantes favores.
«Estas cosas suceden», recordó que le había dicho su abuelo en los días que siguieron a la muerte de su abuela. «Tenemos que continuar adelante», había añadido. Apretó la mandíbula y un cierto aire de resolución asomó a sus ojos. Se sentó en la silla, puso los pies sobre el escabel y se dispuso a esperar, severa y preparada, mientras el color de la luz se iba haciendo más y más brillante, a medida que las horas de lo que afuera debía de ser la mañana se reflejaban, en virtud de la habilidad artística, de la magia, o de ambas cosas a la vez, en el resplandor de las piedras bajo las montañas.
Se abrió una puerta. O, mejor dicho, una puerta apareció en el muro frente a Kim y luego se cerró sin ruido. Kim se levantó con el corazón palpitante y se sintió de pronto totalmente confundida.
Nunca podría explicar de un modo racional por qué la presencia de una enana pudo haberla sorprendido tanto, por qué había asumido, sin haberle destinado un momento de reflexión, que las hembras de los enanos tenían que ser como…, oh, sin barba, rechonchas, parecidas a guerreros como Matt y Brock. Después de todo, ella no se parecía demasiado a Kell de Taerlindel o a Dave Martyniuk. ¡Por suerte!
Tampoco se parecía la mujer que acababa de entrar. Era unos centímetros más baja que Matt Sóren, delgada y graciosa, con grandes ojos oscuros y abundante cabello negro que le caía por la espalda. Pese a la delicada belleza de la mujer, en cierto modo Kim notó en ella las mismas resistencia y fortaleza que había llegado a conocer en Brock y Matt. Los enanos podían ser formidables y valiosos aliados, y enemigos muy peligrosos.
Pese a todo lo que sabia, pese al dolor que sentía en la cabeza y a la desaparición del Baelrath, pese al recuerdo de lo que Blod le había hecho a Jennifer en Starkadh y a la brutal certeza de la lluvia de muerte desencadenada por la Caldera, era, en cierto modo, difícil mirar a aquella mujer como a un enemigo aborrecido. ¿Una debilidad? ¿Un error?
Kim se lo estaba preguntando, pero aun así ensayó una débil sonrisa.
-Estaba preguntándome cuándo acudiría alguien -dijo-. Me llamo Kimberly.
-Lo sé -contestó la mujer sin devolverle la sonrisa-. Nos han dicho quién y qué eras. Me han enviado para que te conduzca al Salón de Seithr. La Asamblea de Enanos está reunida. El rey ha regresado.
-Lo sé -dijo Kim secamente, tratando de desterrar de su tono la ironía, y también el repentino sentimiento de esperanza-. ¿Qué sucede?
-Un desafío ante los ancianos de la asamblea. Un duelo de palabras, el primero en cuarenta años. Entre Kaen y Matt. No más preguntas: ¡tenemos poco tiempo!
Kim no era buena obedeciendo órdenes.
-¡Espera! -dijo-. Dime, ¿de parte de quién…, de parte de quién estás tú?
La mujer la miró con ojos oscuros e inescrutables.
-No más preguntas, he dicho.
Se dio media vuelta y salió.
Apartándose el pelo de la cara con una mano, Kim se apresuró a seguirla. Torcieron a la izquierda de la puerta y continuaron caminando por corredores ascendentes, de altos techos, iluminados por la misma difusa luz aparentemente natural que brillaba en la habitación. En los muros había abrazaderas para antorchas espléndidamente forjadas, pero no se utilizaban. Kim decidió que debía de ser de día; las antorchas se encenderían por la noche. No había decoración alguna en los muros, pero a intervalos -fortuitos o regulados de forma que no pudo discernir- Kim vio un cierto número de plintos sobre los que descansaban exquisitas y extrañas obras de arte de cristal. La mayoría eran formas abstractas que captaban y reflejaban la luz de los corredores, pero otras no: vio una lanza clavada en una montaña de cristal, un águila también de cristal con las alas de una envergadura de un metro y medio, majestuosamente desplegadas, y, en el punto de unión de varios vestíbulos, un dragón que se cernía desde un pedestal más alto que los demás.
No tenía tiempo de admirar ni siquiera de pensar en todas aquellas maravillas, O en el hecho de que los vestíbulos de aquel reino bajo las montañas estuvieran desiertos. Pese a la amplitud de los corredores -evidentemente construidos para dar cabida a una enorme multitud-, ella y la enana se cruzaron con poca gente, hombres y mujeres del pueblo de los enanos, que detenían la marcha para examinar a Kim con frías y tímidas miradas.
Comenzó otra vez a sentir miedo. El arte magistral de las esculturas de cristal, el poder intrínseco en las puertas que se desvanecían y en los luminosos corredores, la simple realidad de una raza que vivía desde hacia tantísimo tiempo bajo las montañas… Kim se sentía allí más extraña de lo que jamás se había encontrado en algún lugar de Fionavar.
Y su propio poder había desaparecido. Le había sido confiado a ella; una vidente lo había visto en su mano en sueños, pero ella lo había perdido. Le habían dejado en cambio el brazalete de vellin, tamiz y protección frente al poder mágico. Se preguntaba por qué. ¿Es que en aquel lugar las piedras de vellin eran tan corrientes que no valía la pena apoderarse de ellas?
Pero tampoco tenía tiempo para pensar en eso; no tenía tiempo de nada, excepto de experimentar temor. En efecto, su guía había torcido por un último corredor, Kim la siguió y se encontró en la vasta y arqueada entrada de un salón que recibía el nombre de Seithr, rey durante el Bael Rangat.
Incluso los paraikos, pensó, se habrían sentido pequeños allí. Al pensarlo, casi cayó en la cuenta de por qué los enanos habían construido su sala de asamblea con tales dimensiones.
Desde el lugar donde ella y su guía se encontraban, se dintinguian otras ocho puertas arqueadas que daban acceso a una cámara circular, cada una de las cuales era tan elevada e imponente como aquella por la que habían entrado ellas. Al levantar la vista, Kim vio asombrada que había otros accesos a la cámara, y también en cada uno de ellos nueve arcos permitían la entrada a tan prodigioso salón. Los enanos iban entrando por debajo de todos los arcos, en los tres niveles. Un grupo de enanas pasó junto a ellas y detuvo la marcha para fijar en Kim una colectiva mirada, firme e inescrutable. Luego entraron.
El Salón de Seithr tenía forma de anfiteatro. El techo de la cámara era tan alto y la luz tan convincentemente natural, que a Kim le dio la impresión de que estaba construido fuera, en el aire despejado y frío de las montañas.
Cautivada por esa sensación, sin dejar de mirar hacia arriba, vio que parecía haber pájaros volando en círculo en los resplandecientes y enormes espacios que coronaban el salón. La luz se reflejaba multicolor en ellos, y Kim se dio cuenta de que también eran obra de los enanos, que los habían soltado en vuelo libre allá arriba con una habilidad y un arte que estaban más allá de toda comprensión.
Un destello de luz que brilló desde el estrado atrajo su mirada y bajó hacia allí la vista.
Al cabo de unos instantes reconoció lo que estaba mirando y, tan pronto como lo hubo reconocido, su mirada se dirigió de nuevo, incrédula, hacia los pájaros que allá arriba volaban en círculo, y de los que procedía una luz de un brillo y un color exactamente iguales a los de los dos objetos del estrado.
Eso significaba que los pájaros, incluso las espectaculares águilas, estaban hechos no de cristal, como las esculturas que había visto en los corredores, sino de diamantes.
En efecto, sobre mullidos cojines, en una mesa de piedra en medio del estrado estaban la Corona de Diamantes y el Cetro de los Enanos.
Kim sintió el infantil deseo de restregarse los ojos con incredulidad, para descubrir si cuando retirara las manos vería aún lo que sus ojos estaban viendo ahora. ¡Allá arriba había águilas de diamantes!
¿Cómo un pueblo que era capaz de colocarlas allí, que quería que estuvieran allá, podía ser aliado de la Oscuridad? Y sin embargo…
Y sin embargo, desde el cielo real, fuera de aquellos salones enclavados en la montaña, la lluvia de muerte había caído sobre Eridu durante tres noches y tres días. Y
había caído por causa de lo que los enanos habían hecho.
Por primera vez se dio cuenta de que su guía la estaba mirando con fría curiosidad para calibrar su reacción ante el esplendor del Salón, quizás para gloriarse por ello.
Estaba asombrada y humillada. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera en sus sueños de vidente. Y sin embargo…
Puso las manos en los bolsillos de la túnica.
-Muy hermoso -dijo como si tal cosa-. Me gustan las águilas. ¿Cuántas murieron bajo la lluvia?
Se sintió recompensada -si es que podía hablarse de recompensa- al ver que la enana palidecía. Sintió un repentino sentimiento de compasión, pero lo reprimió enseguida mirando hacia otro lado. Ellos habían liberado a Rakoth. Le habían quitado el anillo. Y
Kaen confiaba en aquella mujer lo suficiente para ordenarle que condujera a Kim hasta allí.
-No todos los pájaros murieron -dijo su guía en voz muy baja, como para no ser oída-.
Ayer por la mañana subí al lago. Quedan todavía algunas águilas.
Kím apretó los puños.
-Eso no es muy maravilloso que digamos -dijo con toda la frialdad que pudo-. ¿Por cuánto tiempo crees que las habrá, si nos vence Rakoth Maugrim?
La enana desvió la mirada ante el coraje que leyó en los ojos de Kim.
-Kaen dice que nos han hecho promesas -susurró-. Dice que…
Se detuvo. Al cabo de un largo rato miró a Kim a la cara con la firmeza propia de su raza.
-¿Tenemos alguna elección? ¿A estas alturas? -preguntó con amargura.
Al mirarla, mientras se desvanecía su coraje, a Kim le pareció que por fin comprendía lo que había sucedido, lo que todavía estaba sucediendo en aquellos salones. Abrió la boca para decir algo, pero en aquel momento se levantó del Salón de Seithr un sonoro murmullo, y miró hacia el estrado.
Loren Manto de Plata, cojeando ligeramente y apoyándose en el bastón blanco de Amairgen, avanzaba detrás de otra enana para ocupar su sitio cerca del estrado.
Kim experimentó un abrumador alivio: pero sólo fue momentáneo, pues, mientras Loren avanzaba hacia su sitio, vio que unos guardias armados tomaban posiciones junto a él.
-¡Vamos! -dijo su guía, que había recuperado durante la pausa su imperturbable tranquilidad-. Tengo que llevarte hacia ese lugar también.
Y así, tras retirarse de la cara los molestos cabellos, caminando lo más digna y erguidamente que podía, Kim la siguió al interior del salón de asambleas. Ignorando el renovado murmullo que suscitaba su aparición, descendió por el largo y vasto pasillo que se abría entre los asientos.
Sin volver para nada la cabeza, se detuvo ante Loren y ensayó con éxito la primera reverencia de toda su vida.
Con la misma serenidad de espíritu, él se inclinó ante ella y, llevándose a los labios una de sus manos, la besó. Ella se acordó de Diarmuid y Jen la primera noche que habían pasado en Fionavar. Parecía haber transcurrido desde entonces muchísimo tiempo.
Estrechó la mano de Loren y luego, sin hacer caso de los guardias, paseó su mirada -esperaba con fervor que fuera una mirada imperiosa- por los congregados enanos.
Al hacerlo, se dio cuenta de algo. Se volvió hacia Loren y le dijo:
-Son casi todos mujeres. ¿Por qué?
-Mujeres y hombres ancianos. Y los miembros de la asamblea que llegarán de un momento a otro. ¡Oh, Kim, querida! ¿Qué crees tú?
Sus ojos, que ella recordaba tan amables, parecían encerrar en sus profundidades el abrumador peso de la preocupación.
-¡Silencio! -gruñó uno de los guardias, en tono no violento pero sí imperioso.
No importaba. La expresión de Loren le había dicho ya lo que necesitaba saber. Sintió que el peso de lo que él sabía caía también sobre ella.
Sólo mujeres, ancianos y los miembros de la asamblea. Los hombres en la flor de la vida, los guerreros, estaban lejos de allí. Lejos de allí; naturalmente, en la guerra.
No necesitaba que le dijeran en qué lado combatirían, si era Kaen quien los había enviado.
Y en aquel preciso instante, Kaen avanzó desde el lado opuesto del estrado, y por primera vez Kim vio al que había desencadenado la más oscura maldad. Con aire tranquilo, sin dar muestras de orgullo o arrogancia, caminó hasta detenerse a un lado de la mesa de piedra. Tenía cabellos finos, del color de las alas de un cuervo, y llevaba la barba recortada con cuidado. Era más delgado que Matt o Brock, pero no menos fornido, excepto en un detalle: tenía manos de escultor, largas, hábiles, muy fuertes. Apoyó una de ellas sobre la mesa, aunque puso buen cuidado en no tocar la Corona. Iba vestido de marrón, sin pretensión alguna, y sus ojos no delataban la más mínima señal de locura o engaño. Eran reflexivos, tranquilos, casi tristes.
En el estrado resonaron otras pisadas. Kim apartó la mirada de Kaen y vio cómo Matt avanzaba desde el ala más próxima. Esperaba que se levantara un rumor, un murmullo, algún tipo de reacción. Pero el enano que ella conocía tan bien y al que tanto quería -inalterable, siempre inalterable, imperturbable ante lo que pudiera suceder- avanzó hasta situarse junto a la mesa justo enfrente de Kaen y, mientras se dirigía hacia allí, no se oyó el más leve hilo de sonido en toda la amplitud del Salón de Seithr.
En el pozo de aquel silencio, Matt esperaba, escrutando con su único y oscuro ojo la Asamblea de Enanos allí reunida. Ella oyó que detrás los guardias se agitaban inquietos.